Nada había cambiado en los últimos minutos en el coche bar mientras Pedro recorría el tren de un extremo a otro. La camarera había seguido colocando con parsimonia los paquetitos de aperitivos y la mayoría de ellos estaban ahora perfectamente ordenados por tamaños y colores en una estantería adosada a la pared. Se encontraba sola detrás de la barra, sin clientes que la mantuviesen ocupada pidiéndole que les sirviese bebidas o les preparase algo de comer, de manera que a Pedro no le costó mucho llamar su atención con solo levantar el dedo índice.
—Perdone, ¿ha visto a mi mujer? —le preguntó apoyando los codos sobre la barra e inclinándose hacia delante tanto como pudo.
—¿Cómo dice? —Aquella pregunta tan inusitada pareció pillar por sorpresa a la joven, que enarcó mucho las cejas en señal de perplejidad.
—Que si ha visto a mi mujer —repitió atropelladamente—. Es más o menos de su estatura, viste un traje de chaqueta azul claro con un pañuelo al cuello y tiene el pelo corto de color castaño claro —añadió gesticulando mucho con las manos para dar mayor énfasis a la descripción.
La camarera lo escudriñó en silencio de arriba abajo durante unos momentos y en su rostro se dibujó una expresión de recelo. Con su vieja rebeca de lana llena de bolitas, sus pantalones marrones de pana raída, la barba canosa de varios días y un elegante bolso de señora colgado del hombro, Pedro era el vivo retrato de un loco recién fugado de un manicomio o de un asilo para la tercera edad. Sin embargo y pese a la impresión que le había causado, la camarera le contestó con una educación no exenta de frialdad:
—Aquí no hay nadie más que nosotros, caballero.
—Sí, sí… —tartamudeó azorado por el tono cortante y poco amigable con que respondió la camarera—. Eso ya lo veo, señorita. Lo que yo quiero decir es que si ha venido una mujer como la que acabo de describirle.
La camarera lo contempló sin pestañear de nuevo durante unos instantes antes de contestar con sequedad:
—No.
—Quizá hace un rato…, unos minutos tal vez… —sugirió Pedro por si acaso no se había explicado bien.
—Tampoco —resopló ligeramente ella—. Llevo casi una hora sola —añadió después de consultar su reloj de pulsera para confirmar lo que decía.
—¿Está segura de que no ha estado aquí?
—Completamente segura. Aquí no hay nadie ni ha venido nadie.
—Verá…, yo… —no acertaba a explicarse.
La camarera, que había dejado los últimos paquetitos de aperitivos sobre la barra, miró hacia su izquierda, en dirección a la cocina, y luego de nuevo a Pedro. A continuación se cruzó de brazos con una sonrisa forzada en los labios.
—No sé si se acordará de mí —probó él a repasar el tiempo transcurrido en el coche bar—. He venido a tomar un café hace un rato.
—Sí, lo recuerdo a la perfección. Ha pedido un café con leche y después ha comprado una botella de agua.
—Entonces me he puesto allí… —señaló el taburete donde se había sentado en compañía del psiquiatra, sin escuchar lo que le estaban diciendo.
La camarera lo observó con los ojos muy abiertos, sin proferir palabra, atenta a las de Pedro, que brotaban con dificultad y le trababan la lengua.
—Después he vuelto a mi asiento y ella no estaba… Entonces he pensado que… Porque el bolso sí estaba, pero… No, quiero decir que he ido hasta el final… Pero tampoco la he visto…
Por más que lo intentaba, Pedro no conseguía dar ilación a su discurso. Cuanto más se esforzaba por explicarse con un mínimo de coherencia, más se aturullaba y menos comprensibles eran sus frases. Por primera vez desde que estaba casado con Rosa no la encontraba cerca de él y se sentía perdido, como si le faltase su principal punto de referencia en la vida y la persona con la que discutía a todas horas, más por distraerse que por otra cosa.
—¡También había aquí un señor con gafas de sol! ¡Creo que usted estaba hablando con él! —exclamó entonces al recordar al extraño hombre cuya cara le resultaba tan familiar.
—Efectivamente, caballero, es otro viajero. Pero no sé muy bien qué tiene eso que ver con su esposa —repuso la camarera en un tono que revelaba sin lugar a dudas que se había puesto a la defensiva.
—Sí, pero yo he estado sentado allí hace una hora más o menos —volvió él a señalar los taburetes—, tomándome un café con un señor que viaja con su mujer y unos niños.
—Escuche, creo que está desorientado —la camarera sonó cortés pero distante, fría como el hielo—. Puedo prepararle una tila si lo desea.
—¡No estoy desorientado! Estoy buscando a mi mujer, ¿tan difícil de comprender es? —elevó tanto la voz que sonó aguda.
La inesperada salida de tono no pareció alterar lo más mínimo a la camarera. Aunque él estuviese comportándose como un hombre mayor fuera de sus cabales, o lisa y llanamente como un anciano que chocheaba, ella mantuvo la compostura y una expresión neutra, los músculos del rostro relajados.
—Creo que quizá deberíamos llamar al revisor —sugirió ella para desembarazarse del problema—. Estoy segura de que él podrá atenderlo mejor que yo en esta situación —agregó con tacto.
—Sí, llámelo, por favor. Yo también estoy convencido de que él podrá ayudarme a encontrarla.
La camarera desapareció de la barra. Unos instantes después salió por una puertecita que se abría a un estrecho pasillo lateral junto a las ventanillas. Pedro supuso que debía comunicar con algún otro lugar del tren para los empleados o con la propia locomotora. La camarera bisbiseó algo ininteligible y enfiló por el pasillo hasta otra puerta situada al fondo.
* * *
Fuera, el tiempo no mejoraba. Los postes que sujetaban la catenaria del tren se sucedían sin fin uno tras otro. Cada vez que el tren pasaba por debajo de un puente, el coche se oscurecía levemente unos segundos, tras lo cual la luz regresaba con toda su intensidad. Pedro comenzó a impacientarse por la espera. No sabía cuánto rato llevaba ausente la camarera, pero a él los segundos se le estaban haciendo eternos como siglos. Se la imaginaba charlando con el revisor, riéndose de algún chascarrillo o una broma, sin la más mínima prisa y sin importarle un comino que él no pudiese encontrar a Rosa. Ya estaba a punto de ir él mismo a buscarla cuando se abrió la puerta al fondo del pasillo. En el umbral apareció el revisor con la gorra puesta, seguido a tan solo unos pasos por la camarera.
—¿Ocurre algo, señor? —preguntó educadamente el empleado ferroviario haciendo gala de la misma cordialidad distante de su compañera.
—Sí. Se trata de mi mujer. No la encuentro.
El revisor observó unos instantes el bolso de Rosa y, a continuación, dedicó a Pedro una mirada cargada de menosprecio. Pedro supuso entonces que su compañera lo habría puesto en antecedentes y que también él pensaba ahora que se las estaba viendo con un pobre abuelo demente.
—¿Sería tan amable de explicarme eso?
Pedro inspiró hasta sentir que tenía los pulmones llenos de aire y entornó los párpados unos segundos mientras contaba hasta tres para calmarse. Si transmitía la imagen de una persona fuera de sí, lo despacharían con buenas palabras y no le harían ningún caso, de modo que se esforzó por aparentar una serenidad que no tenía.
—Estoy buscando a mi mujer —comenzó hablando despacio, como si se dirigiese a alguien corto de entendederas—. Nos hemos subido en la estación de San Lucas del Arenal. La he dejado en su asiento de primera clase para venir a tomar un café y cuando he vuelto, no estaba allí.
—En ese caso es posible que esté en el aseo.
Pedro negó sacudiendo con energía la cabeza de derecha a izquierda.
—O es posible que se haya levantado para ir al aseo y, al regresar, se haya cambiado de plaza por error —el revisor sugirió esto último como algo habitual.
—He mirado en todos los asientos de mi vagón… Y también en los del resto de los vagones —se anticipó al revisor.
Viendo las expresiones socarronas de este último y de la camarera, tuvo la impresión de que estaban siguiéndole la corriente como a un chiflado. Sin embargo, decidió que lo más sensato sería no dejarse dominar por la furia que se estaba apoderando de él por momentos.
—Vine a tomar un café y…
—Cuando ha regresado a su asiento su mujer no estaba allí —cortó el revisor con acritud—. Y dice usted que no se ha equivocado de coche… ¿Ha mirado en el resto del tren?
—Es lo primero que he hecho —repuso enojado, porque tenía la impresión de que no le habían escuchado—. He ido hasta el final del todo por si se había cambiado de asiento.
—Quizá no la haya buscado bien.
—¡Por supuesto que la he buscado bien! ¡He mirado por todas partes!
—¿Y también en los aseos?
—En los aseos no —admitió abochornado, porque en ningún momento se le había pasado por la mente la idea de registrarlos y eso le producía la sensación de haber hecho el ridículo delante de unos extraños.
—Entonces debería esperar a que salga y no preocuparse.
—No… Quiero decir… Si estuviese en el aseo, no llevaría metida allí más de una hora… Quizá le haya ocurrido algo.
El revisor suspiró levemente sin abandonar tampoco él la compostura. A juzgar por sus canas y su actitud impasible, era obvio que llevaba muchos años de servicio en el ferrocarril, de manera que era muy probable que estuviese acostumbrado a manejar todo tipo de situaciones y a viajeros difíciles, lo cual incluía a un hombre mayor vestido como un pordiosero, con un bolso de señora colgado del hombro, que aseguraba haber perdido a su mujer en un tren en marcha.
—Es posible que, si le acompaño a buscarla, la encontremos —propuso entonces como solución al problema.
Pedro sintió un gran alivio al oír estas palabras.
—Por favor —le rogó al revisor.
Este lanzó una mirada de complicidad a la camarera sin que Pedro se diese cuenta y ella le respondió con una media sonrisa casi imperceptible. Después, sin mediar palabra, el revisor se dirigió hacia la salida del coche bar con Pedro detrás como un perrillo faldero.
* * *
Lo primero que hizo el revisor al llegar a la plataforma entre los coches fue tocar suavemente con los nudillos en las puertas de ambos aseos y abrirlas para comprobar que estuviesen vacíos.
—Yo he estado aquí antes y no había nadie —comentó Pedro.
El revisor se limitó a mirarlo, luego continuó por el pasillo del coche de primera clase. Los niños seguían durmiendo, el psiquiatra leyendo su revista y su mujer resolviendo su crucigrama. El hombre de las gafas continuaba en la misma postura que unos minutos atrás, con la cabeza girada hacia el exterior, inmóvil como una estatua envuelta en un abrigo con el cuello levantado, los cables de los auriculares sobresaliendo por encima de las solapas. El revisor comprobó una fila tras otra hasta llegar al final del coche.
—¿Ve lo que le digo? —Pedro se detuvo frente a sus asientos y señaló con el dedo el portaequipajes del techo—. Su maleta, la mía y su chaqueta.
El revisor asintió sin decir nada. Después de lanzar una mirada reprobatoria a la gabardina llena de lamparones y cercos de mugre, que consiguió ruborizar a Pedro, prosiguió su camino.
En la plataforma del siguiente coche volvió a llamar a las puertas de los aseos y repitió con parsimonia la comprobación. Nuevamente, recorrió el pasillo mirando en cada fila de asientos sin dejarse una sola. Así hasta que alcanzaron el final del último coche, aunque allí, en la plataforma, solo llamó a la puerta del aseo situado a la derecha y la abrió de par en par.
—Aquí no hay nadie, señor.
—¿Cómo que no hay nadie? —preguntó exasperado ante la actitud calmosa del revisor.
—Ya no quedan más coches. Este es el último.
—¿Y el otro aseo? —Pedro miró la puerta cerrada que el revisor no había tocado y en cuyo picaporte resaltaba una pequeña banderita roja indicando que se encontraba ocupado.
—Está averiado.
—Quizá mi mujer esté dentro.
—Eso es imposible.
—¿Cómo lo sabe con tanta seguridad?
—Porque está clausurado y cerrado con llave.
—Puede que haya entrado y se haya quedado encerrada.
—Lo dudo mucho —repuso el revisor, impávido.
—No queda ningún otro aseo en todo el tren, ¿verdad?
—Efectivamente.
—Entonces, mi mujer tiene que estar aquí. —Pedro se puso de repente a golpear la puerta con los nudillos y a llamar a Rosa por su nombre.
El revisor pareció en un primer momento sorprendido por la reacción de Pedro, posiblemente porque no se esperaba que un viajero, con aspecto de encontrarse sobrio, aunque hasta cierto punto fuera de sí, dijese incongruencias y de repente comenzase a comportarse de aquel modo. Pese a ello, agarró con suavidad a Pedro por los hombros y lo apartó de la puerta.
—Cálmese, por favor. Ya ve que nadie contesta.
—¿Cómo quiere que me calme sabiendo que mi mujer puede estar metida en un cuchitril? Quizá se haya desmayado y por eso no responde.
—Escúcheme, por favor. Le repito que este aseo está averiado. Lo sé porque yo mismo he bloqueado la puerta para que nadie lo utilice. Aunque su mujer hubiese querido entrar, no habría podido hacerlo.
—A lo mejor se ha desbloqueado la cerradura y ella está dentro.
Pedro se soltó de las manos del revisor dando una sacudida brusca e inesperada y comenzó a aporrear la madera con los puños crispados, gritando como un histérico con tono lastimero y desesperado el nombre de Rosa.
—De acuerdo, está bien —cedió con desgana el revisor apartándolo de la puerta para que cesara de golpearla—. Iré a buscar la llave y lo abriré para que se convenza de que está vacío.
—Gracias —le tembló la voz a Pedro—. Muchas gracias.
—Espéreme aquí, por favor. No tardaré mucho. Tengo que ir hasta la locomotora a buscar la llave maestra. Pero deje en paz esa puerta, ¿estamos?
—Sí —respondió con un hilillo de voz.
El revisor le dedicó una mirada admonitoria para asegurarse de que no le desobedecería. Luego, emitió un sonoro suspiro semejante a un resoplido, giró sobre sus talones mientras fruncía el ceño y se marchó hacia la locomotora con paso cansino, meneando la cabeza.