El tren proseguía su marcha sin detenerse ni aminorar la velocidad cuando Pedro, más contento que unas pascuas con el previsible desenlace de la historia, cerró el libro con aire satisfecho. Finalmente, tanto sus sospechas como las del detective protagonista se habían confirmado. Como es natural, el autor de la novela había contribuido a la satisfacción de Pedro decidiendo que el invencible héroe de su historia luchase a brazo partido contra un ejército de fornidos enfermeros, armados con brillantes y afilados bisturíes, hasta lograr reducirlos con unas cuantas patadas y puñetazos para maniatarlos después con unas vendas, un golpe de efecto que a Pedro le pareció de lo más ingenioso. Luego, como si eso fuese algo cotidiano, había rescatado a una pareja de jóvenes medio sedados a punto de ser destripados en un quirófano. Y como colofón, había detenido, sin siquiera solicitar refuerzos, al malvado director de la clínica: un hombre loco y violento perteneciente a una organización mafiosa con contactos en hospitales de todo el mundo, donde se trasplantaban ilegalmente órganos robados a víctimas indefensas. «¡Qué más se le podía pedir a una historia de intriga!», pensó Pedro con una sonrisa radiante.
Fuera, el tiempo parecía haber empeorado de nuevo con otro aguacero, aún más intenso que el anterior, que caía de un cielo cubierto por unas nubes espesas y oscuras como el carbón. El único ruido que se podía escuchar en el interior del coche era el fragor de las gotas de lluvia al azotar los vidrios de las ventanillas con más fuerza que antes si cabía.
Sin embargo, en el ambiente flotaba algo inusual, algo que Pedro no conseguía explicar demasiado bien. Quizá fuese el golpeteo constante y sordo de las gotas de agua, ahora gruesas como los balines de una escopeta, quizá que ya no se oía la música ambiental de los primeros minutos. Pero no, se dijo mirando a su alrededor, no era nada de eso. Lo que ocurría es que reinaba una inexplicable y abrumadora sensación de soledad en aquel coche. Se percató entonces de que nadie había pasado por el pasillo camino del coche bar desde que le había enseñado los billetes al revisor. No había oído voces ni música o pasos. Las pantallas de los televisores fijados al techo permanecían apagadas, en lugar de proyectar alguna película o anuncios. Tampoco había sonado el timbre de ningún teléfono móvil. Pero, sobre todo, Rosa aún no había regresado a su asiento.
Consultó el reloj de pulsera y abrió desmesuradamente los ojos. «Son más de las cinco y media», exclamó para sus adentros. Había estado tan absorto con su novela desde que volvió de tomar café que los minutos habían volado sin que él se percatase. Y lo peor, se reprochó, es que en ningún momento se había preocupado de Rosa. Se había enfrascado de tal modo en su lectura que se había olvidado por completo de ella.
Lo más probable era que Rosa hubiese terminado por enfadarse con él por su constante mal genio y sus incesantes quejas, pensó con un ligero sentimiento de culpa. Durante las semanas que habían pasado en San Lucas del Arenal, en casa de su hija Alicia, él no había hecho otra cosa que protestar por todo: porque el colchón no era lo bastante firme, porque el sabor del agua no era igual que el de casa, porque la vajilla era feísima, porque echaba de menos sestear en su sofá después de comer, porque el televisor era diminuto y el mando a distancia no funcionaba como era debido… Porque, en definitiva, se aburría como una ostra en aquel pueblo costero donde no había demasiados entretenimientos ni mucho que hacer, aparte de tumbarse en la arena de la playa por las mañanas y salir por las tardes a pasear y tomarse un helado o una horchata en alguna de las terrazas que daban al paseo marítimo.
Casi con toda seguridad, se dijo, harta de esperar su botella de agua, Rosa habría ido a la cafetería del tren mientras él estaba en el aseo y se había quedado allí para no tener que aguantarlo. Pedro se arrepintió entonces de no haber sido más amable con ella, que siempre tenía una infinita paciencia con él, y decidió ir a buscarla. Tras mirar de nuevo a su alrededor y comprobar que estaba solo en el coche de viajeros sin más compañía que el hombre de las gafas, el psiquiatra, su mujer y los niños, resolvió que lo mejor era llevarse el bolso de Rosa. «Nunca se sabe lo que puede pasar en un sitio como este y probablemente Rosa no tendrá dinero para pagar». Se felicitó por la idea y se marchó pasillo adelante, camino de la cafetería.
* * *
El coche bar estaba desierto a excepción de la camarera, que se hallaba muy ocupada ordenando un montón de paquetitos de aperitivos, esparcidos sobre la barra, decorados con sugerentes colores. El tren daba de vez en cuando un ligero bandazo que obligó a Pedro en un par de ocasiones a agarrarse a los taburetes fijados al suelo para no caerse. Tampoco allí se escuchaba ninguna música ambiental de fondo.
Sin embargo, lejos de arredrarle la sensación de soledad que tanto lo incomodaba y que Rosa no estuviese en el coche bar, decidió volver sobre sus pasos y ver si su mujer simplemente se había cambiado de asiento. Cabía la probabilidad de que ella tampoco hubiese soportado a los niños del psiquiatra y de que ahora estuviera en alguno de los coches de segunda clase, cómodamente repantingada o adormilada por el vaivén del tren. Pedro sonrió con socarronería al imaginarse a Rosa dándose por vencida y habiendo tenido que huir en busca de un poco de paz.
Al pasar de nuevo junto al psiquiatra y su mujer se fijó en que los niños dormían profundamente, todos ellos bien arropados con abrigos. No estaba seguro, pero ahora que no se movían le dio la impresión de que tenían la tez más sonrosada que antes y una expresión beatífica en los rostros. Ya no estaban tan pálidos como cuando los vio por primera vez en la estación de San Lucas del Arenal, sino que tenían el mismo aspecto saludable de cualquier crío de su edad.
La mujer del psiquiatra, en cambio, se había despertado y estaba tan enfrascada en la resolución de un complejo crucigrama que ni se percató de su presencia. Pedro también posó los ojos en ella, sorprendido por la perfección del peinado, sin una hebra de cabello suelta, y del moño, una esfera sin un solo defecto. Aunque Pedro no fuese peluquero, no pudo dejar de advertir que la luz artificial le arrancaba destellos mate poco naturales. El psiquiatra, por su parte, proseguía su lectura y ni siquiera le echó cuenta cuando pasó a su lado. Tampoco lo hizo el hombre de las gafas, embelesado como estaba con el paisaje, con sus auriculares puestos, inmerso en una conocida melodía de moda cuyos acordes se podían escuchar a la perfección si se aguzaba un poco el oído. A Pedro le costó bastante comprender cómo podría ver nada a través de unas lentes de espejo.
Al llegar al fondo de su coche, pulsó el botón que abría la puerta neumática de acceso. Esta se deslizó con suavidad y Pedro la franqueó para salir a la plataforma. Allí la temperatura era más fresca, vivificante en comparación con el ambiente en exceso caldeado de donde venía, y se oía con mayor nitidez el traqueteo del tren mezclado con el sonido repetitivo y regular de su paso sobre las traviesas.
El siguiente coche, de segunda clase, olía a una mezcla de limpio y el mismo ambientador con perfume de vainilla que los había recibido a Rosa y a él cuando montaron en el tren. Los asientos, con sus reposacabezas cubiertos por una telita blanca semitransparente que ocultaba la tapicería marrón, no tenían ningún ocupante; estaban todos fantasmalmente vacíos. Tampoco había nada en los portaequipajes. Las pantallas de los televisores también permanecían apagadas, como muertas. Pedro se sorprendió. No era la primera vez en su vida que iba en tren, pero sí la primera que veía uno sin viajeros en pleno trayecto. Eso no era lo normal, pensó, como tampoco lo era que Rosa no estuviese allí. Eso solo podía significar que los niños habían incordiado hasta tal punto que su mujer se había alejado tanto como le fue posible, de modo que enarcó las cejas, frunció el ceño y decidió continuar avanzando.
El siguiente coche tampoco estaba ocupado. Por segunda vez en solo unos segundos, Pedro se quedó atónito de ver un coche de tren desierto, sin viajeros mirando por las ventanillas o leyendo entre el murmullo de las charlas, sin los abigarrados bártulos y bolsas que suelen atestar los portaequipajes ni el tufillo a humanidad típico de un lugar abarrotado de personas. Si Rosa no se encontraba allí, no le quedaba más remedio que continuar hasta el final del convoy.
Pedro pulsó el botón de la puerta corredera y llegó a la siguiente plataforma. Para su asombro, descubrió que no podía seguir avanzando porque allí se terminaba la zona del tren destinada a los viajeros. Las puertas de salida de ambos lados tenían los cristales salpicados de gotitas de agua. Al fondo, otra puerta de doble hoja que debía dar paso a un último vagón permanecía cerrada. No había nadie en la plataforma, al igual que sucedía en los coches de viajeros, a excepción de las personas que Pedro había visto. Extrañado, decidió dar media vuelta y desandar todo el camino hasta el coche bar. Quizá Rosa estuviese hecha un ovillo en alguno de los asientos y, con las prisas y el asombro de encontrarse en un tren tan extrañamente vacío, él no se había dado ni cuenta.
Atravesó los dos coches de segunda clase, esta vez poniendo buen cuidado de revisar cada asiento. A medida que se iba acercando al coche de primera, notaba cómo lo invadía una terrible desazón. Rosa no estaba en ninguno de ellos, ni tumbada ni sentada. Al llegar a sus asientos, comprobó que todo seguía igual: las dos maletas colocadas en el portaequipajes y su gabardina doblada de cualquier manera y remetida entre ellas con su pila de periódicos junto a la chaqueta color celeste de Rosa. La revista continuaba en el mismo sitio donde la había dejado, cerrada y en la misma posición de antes, pero no había ni rastro de su mujer.
«Quizá haya ido a la cafetería, después ha entrado en el aseo mientras yo la buscaba, y luego ha vuelto allí. Seguro que eso es lo que ha hecho. Siempre se las apaña para sacarme de quicio», refunfuñó Pedro, ansioso por encontrar una explicación, por rocambolesca que esta fuese, que le serenase el ánimo. Sentía un nudo en el estómago, una extraña inquietud nueva para él. Rosa no acostumbraba jamás a marcharse de esa manera, sin avisarle antes. De hecho, desde que se habían casado hacía ya muchos años, siempre que iba a salir le dejaba una nota en un lugar visible o le llamaba por teléfono.
Angustiado y con una sensación de opresión en el pecho, se dirigió entonces casi a la carrera al coche bar. Al pasar por segunda vez junto al resto de los pasajeros, reparó en que el hombre de las gafas no viajaba con ninguna maleta. El espacio del portaequipajes sobre su cabeza permanecía vacío, en contraste con el del psiquiatra y su familia, donde reposaban un montón de bolsas de viaje apiladas de cualquier manera.