De camino a Madrid

Lunes, 16.45 h

Tras pagar el agua, Pedro se marchó con la botella en una mano y la pila de periódicos bajo el brazo. Se moría de ganas de repetirle a Rosa la conversación tan interesante que había mantenido con el psiquiatra, o al menos la parte que se podía contar, así que apretó un poco el paso para estar de vuelta al lado de su mujer cuanto antes.

Sin embargo, al entrar en la plataforma de paso entre el coche bar y el suyo, cambió de opinión y, en lugar de volver a su asiento sin detenerse, pensó que lo mejor sería aprovechar que estaba allí para entrar en el aseo y lavarse los dedos manchados de tinta de periódico. En la plataforma había dos aseos, se fijó entonces, uno a cada lado, de manera que, tras dudar unos instantes sobre cuál de ellos iba a utilizar, se decidió por el mismo que había usado el hombre de las gafas.

Mientras se enjabonaba las manos, una vez dentro, observó el habitáculo del aseo: un espacio excesivamente diminuto para su gusto y, por si aquello no bastase, sin ventanillas. La falta de luz natural le produjo una sensación claustrofóbica, como si le faltase aire o este se hubiese tornado denso e irrespirable. Trató de calmarse concentrándose en los sonidos que lo rodeaban. Aun estando en un lugar cerrado, podía sentir el traqueteo del tren sumado al golpeteo rítmico de las ruedas a su paso sobre las traviesas y al rumor del chorro de agua que caía del grifo. Eso hizo que se olvidase momentáneamente de la angustia, pero tan solo unos instantes porque no eran esos los únicos ruidos en aquel cuchitril, había algo más: un pitido intermitente, sutil, casi imperceptible si no se aguzaba bien el oído y se prestaba mucha atención.

El sonido, que hasta entonces no lo había molestado, le pareció crispante e insoportable. Era casi peor que el agobio que le producía la escasez de espacio. Trató de captar la fuente, que no procedía de ningún lugar concreto, aplicando la oreja a la pared mientras la palpaba con las palmas de ambas manos. Por un momento creyó que el origen se hallaba detrás del espejo, aunque no habría podido asegurarlo a ciencia cierta. Por unos instantes se imaginó una bomba de relojería a punto de estallar, como las que desactivaban en el último minuto los intrépidos héroes de sus libros. Quizá el hombre de las gafas era un terrorista que acababa de colocarla para hacer volar el tren en mil pedazos. Sintió miedo ante aquella posibilidad. No sería la primera vez que sucedía algo así. Los periódicos estaban plagados de noticias sobre atentados y explosiones en todo el mundo.

Luego, de repente, se rio de sí mismo y de la tontería que se le había ocurrido. La idea era del todo absurda, se dijo meneando la cabeza. El hombre de las gafas estaba en el tren, lo había visto unos minutos antes, y nadie en su sano juicio haría saltar por los aires el lugar donde está sin haber tenido la precaución de marcharse previamente. Lo más seguro es que se tratase de alguno de los muchos aparatos electrónicos del tren y la única bomba era su cerebro de viejo maniático obsesionado con las historias policiacas que devoraba sin cesar. Rosa le reprochaba a todas horas que no saliese de vez en cuando a dar un paseo o para quedar con amigos en lugar de estar siempre encerrado en casa. Quizá tenía ella razón cuando lo acusaba de leer demasiadas novelas de misterio y de meter la nariz donde nadie lo llamaba por puro aburrimiento. El recuerdo de Rosa hizo que se olvidase del pitido, terminase de lavarse las manos, se las secase con unos paños de papel y saliera del aseo.

Al entrar en su coche, el silencio reinante lo sorprendió gratamente. Miró a su alrededor y vio al psiquiatra y a su mujer, ella recostada con los ojos cerrados, él leyendo una revista. Los gemelos estaban en asientos contiguos, apoyados el uno en el hombro del otro, dormidos como lirones. También la muchacha adolescente y la más joven, que se encontraban detrás, dormían plácidamente, e incluso el niño pequeño, que estaba tumbado y arropado con un abrigo.

Pedro saludó al psiquiatra con la mano y este le devolvió el saludo con una sonrisa, pero sin hacer el menor ruido. Después se enfrascó de nuevo en su lectura y Pedro continuó avanzando por el pasillo. Por primera vez desde que había subido al tren se dio cuenta de un detalle que le había pasado desapercibido. Salvo el psiquiatra, su mujer, los niños y el hombre de las gafas, que se hallaba un par de filas más atrás y contemplaba absorto el paisaje escuchando música con unos auriculares, ajeno a lo que sucedía a su alrededor, no había más viajeros en el coche.

Una vez más, intentó recordar de qué conocía al hombre de las gafas. La idea de acercarse a él y preguntarle volvió a tentarlo como un diablillo; sin embargo, se lo pensó mejor y consideró de mala educación interrumpirlo mientras escuchaba música. Se dijo que era muy buen fisonomista, que tarde o temprano lo recordaría y, tras un leve encogimiento de hombros, prosiguió hasta el final del coche.

Al llegar a su asiento, a Pedro le sorprendió que Rosa no estuviese allí sentada. Suponía que la encontraría aguardando su botella de agua y que incluso ella le preguntaría el porqué de su tardanza. Pero le extrañó sobre todo que hubiese dejado el bolso y la revista que había estado hojeando cuando la abandonó un rato para ir al coche bar. Era impropio de ella que, encontrándose en un sitio público, no se hubiese llevado el bolso. Quizá, supuso, se acababa de levantar para ir también ella al aseo y, al ver que el tren iba prácticamente vacío, habría hecho una excepción. De todos modos, Pedro comprobó que la cremallera estuviese cerrada. Después y por si acaso, abrió el bolso y echó un vistazo rápido dentro por si faltaba algo. A primera vista todo parecía en orden: el monedero tenía el dinero y las tarjetas de crédito y el teléfono estaba guardado en un bolsillito.

—Un día de estos va a dejarse la cabeza en cualquier sitio por confiada —rezongó en un susurro mientras colocaba la botella de agua en la redecilla del respaldo delantero.

Hecho esto, guardó la pila de periódicos bajo la gabardina con mucho cuidado de que no se rasgasen, buscó su novela, la abrió por la página donde había interrumpido la lectura y se acomodó en su asiento para sumergirse en la narración.

Después de haber constatado que todos los jóvenes habían desaparecido tras un ingreso en una lujosa clínica dedicada a la cirugía estética, el detective de la historia había decidido aprovechar la oscuridad de la noche para colarse dentro por una ventana entornada. El protagonista estaba a punto de entrar en una habitación en penumbra con olor a formol cuando alguien carraspeó con suavidad al lado de Pedro.

—Puedo ver su billete, por favor —resonó una voz neutra, sin ningún tipo de inflexión.

Al levantar la cabeza, Pedro vio que tenía enfrente al revisor, en pie, con gesto serio, sosteniendo con una mano un taco de folios prendidos con un bolígrafo.

—Aquí los tiene —alargó el brazo para entregarle los billetes.

El empleado ferroviario verificó que estuviesen en regla, tachó algo en uno de los papeles tras devolvérselos y se dio media vuelta. Pedro contempló descuidadamente cómo se alejaba hacia el coche bar en lugar de continuar hacia el siguiente coche de viajeros.

—¡Qué hombre tan desabrido! Ni siquiera me ha dado las gracias —murmuró en voz queda, como si el respaldo del asiento pudiera escucharlo.