16.30 h

A Pedro, que había comenzado a roer su galleta a mordisquitos pequeños como una ardilla, se le encajó la mandíbula al oír las últimas palabras del psiquiatra. Su inicial idea romántica aderezada con un hermoso toque de sentimentalismo sobre unos pobres huerfanitos con anemia salidos de un drama como Oliver Twist había quedado hecha trizas en solo un instante. Le estaban hablando de unos niños con serios problemas psiquiátricos, tal vez de personas tan agresivas como algunos de los personajes de las novelas que leía con tanta fruición en el sofá de su casa, salvo que en esta ocasión esos personajes eran de carne y hueso… Y se hallaban en su mismo tren, a tan solo unos metros de distancia.

—Pero… —Pedro hizo una breve pausa para escoger bien las palabras que iba a emplear—. ¿Padecen alguna enfermedad grave?

—¡En absoluto! —El psiquiatra acompañó la exclamación con una estentórea carcajada al percatarse de cómo Pedro se había tensado al formular la pregunta—. Son hiperactivos, nada más.

Pedro se relajó visiblemente al saber que los niños no eran unos locos furiosos que en cualquier momento asaltarían el coche bar.

—Se trata de una patología por la cual desarrollan una actividad fuera de lo normal para chicos de su edad —prosiguió el psiquiatra—. Dicho en términos sencillos, les sobra energía.

—¿Solo eso?

—Fundamentalmente, sí. Su patología hace que sean incapaces de estarse quietos ni un minuto.

—Entonces… Cualquier familia con un poco de paciencia podría adoptarlos. Es una cuestión de saber tratarlos.

—Sí y no. Su hiperactividad hace que se irriten con facilidad, que no sean capaces de centrar la atención en nada durante mucho tiempo. Ninguna familia quiere hacerse cargo de ellos porque pueden resultar agotadores.

—¡Ah, ya veo! —exclamó Pedro con la galleta a medio camino de la boca abierta—. Pero creo que para eso existen medicinas que los calman e incluso para que se concentren en los estudios —añadió.

—Efectivamente. Sin embargo, como le he comentado, Ana y yo no somos en absoluto partidarios de suministrar medicamentos innecesarios. Si esos pobres niños viviesen con una familia adoptiva, los llevarían a un médico tradicional que los hincharía de pastillas, jarabes y quién sabe qué otros productos químicos. Además, hay algo que no le he contado.

Pedro asintió con los ojos muy abiertos dando a entender que era todo oídos en esos momentos.

—La etiología de su hiperactividad se debe a causas exógenas.

—No comprendo muy bien la terminología médica —se disculpó Pedro y continuó mordiendo su galleta.

—Es natural que no la comprenda. Le ruego que me perdone. A veces olvido que no todo el mundo ha estudiado medicina —el psiquiatra sonrió—. Lo que quiero decir es que todos ellos se han vuelto hiperactivos por culpa de un trauma infantil.

—¿De qué tipo?

—No hay uno solo, aunque para explicárselos supongo que debería empezar por Lucía, la mayor. Fue la primera que vino a vivir con nosotros hace casi dos años. Desde entonces ha hecho grandes progresos.

—Ya he visto que es muy formal —comentó Pedro.

—Sí. Nadie diría que al principio tuvimos muchísimos problemas con ella. Apenas dormía y tenía tendencias cleptómanas que nos costaron más de un sofocón y varios disgustos con los tenderos del barrio. Por si eso fuese poco, nunca obedecía, sufría brotes violentos e incluso se escapó de la clínica en un par de ocasiones.

—¿Y a qué se debía ese comportamiento?

—Su padre la sometió a abusos sexuales siendo muy pequeña —dijo el psiquiatra bajando mucho la voz.

—¡Qué horror! —A Pedro se le erizó el vello de los brazos.

—Sí. Esa chica vivió en una pesadilla. Sus padres biológicos son alcohólicos. La tenían mal cuidada, la golpeaban y, como le he contado, el padre…, en fin.

—¿Y su madre no hacía nada por evitarlo?

El psiquiatra negó meneando la cabeza.

—Ella lo consentía porque estaba obsesionada con el marido y no quería que la abandonase para irse con otra mujer.

—Esa chica ha debido sufrir mucho.

—Desde luego que sí, pero gracias a nuestro método y con paciencia fuimos encarrilándola después de muchas sesiones charlando con ella. Aunque al principio no quería hablar. Había días que pasaba la tarde entera sentado frente a ella sin que cambiásemos una sola palabra. Reconozco que me exasperaba tanto que estuve a punto de tirar la toalla, aunque me costase tener que renunciar a la herencia, pero Ana me convenció para que no abandonase… Y ni se imagina cuánto se lo agradezco ahora al ver los resultados.

—¿Y los demás?

—Llegaron hace solo unos meses y todavía están adaptándose a nuestra terapia. Cristóbal y Daniel, los gemelos, e Irene, su hermana, son un caso diferente.

—Entonces, ¿algunos de los niños son hermanos?

—Sí. Ellos fueron abandonados por sus padres siendo poco más que unos bebés. Tuvieron suerte de que unos vecinos los oyesen llorar y avisasen a la policía. Cuando los encontraron en su casa estaban desnutridos, deshidratados, con el cuerpo lleno de llagas y rodeados de basura por todas partes.

—¿Cómo es posible que suceda algo así? ¿Y cómo es posible que la policía no haya encarcelado a unos padres tan desalmados?

—Ojalá lo hubiesen hecho, porque lo merecen, pero desaparecieron de la noche a la mañana. Jamás los han encontrado. Son extranjeros y nadie conoce su paradero. Es probable que regresasen a su país o se marchasen Dios sabe dónde. Con ellos las cosas han sido en cierto modo más fáciles porque eran más jóvenes, aunque nos cuesta más controlarlos porque aún estamos en las primeras fases de la terapia.

—Comprendo…

—Y, por último, tenemos a Óscar, el más pequeño y el último miembro de nuestra peculiar familia.

—¿Qué le ocurrió a él?

—No estamos muy seguros. Solo sabemos que cuando llegó a nuestras manos tenía la espalda cubierta de marcas hechas con una correa o una vara. Aún no hemos sido capaces de averiguarlo. A sus padres les retiraron la patria potestad y ahora están en la cárcel a la espera de juicio porque… —El psiquiatra hizo una pausa y adoptó un aire grave, muy lejos del tono casi informal que había estado empleando hasta ese momento—. En fin, dejaron morir de inanición al hermano pequeño de Óscar, un bebé de solo dos años.

—¡Qué horror! —Pedro se llevó ambas manos a la boca.

—Como ve, todos ellos arrastran historias realmente traumáticas. Pero también por suerte ahora les estamos brindando una nueva oportunidad de hacer una vida normal y corriente como la de cualquier crío de su edad.

—Ya veo… ¿Y de verdad no toman ningún tipo de fármaco? —se sorprendió Pedro, para quien la psiquiatría era sinónimo de siniestros edificios de piedra aislados en medio de la nada, rodeados de altas tapias, con salas y pasillos tétricos, ventanas enrejadas, celdas acolchadas, duchas de agua fría y camisas de fuerza.

—¡Jamás! Nuestro método consiste en psicología aplicada y en administrarles productos que elaboramos nosotros mismos: tisanas, cocimientos de plantas, gotas homeopáticas y, lo que es fundamental, una alimentación natural sin ningún tipo de grasas y, sobre todo, nada de azúcar. Al mismo tiempo, tenemos manga ancha con ellos. Por ejemplo, si se quieren vestir de una determinada manera, les seguimos la corriente y nos disfrazamos todos, como hoy, o si alborotan un poco en ocasiones, no nos enfadamos con ellos.

—Eso es muy interesante. Le felicito por los resultados.

—Gracias. La parte de la terapia psicológica es casi la más sencilla porque consiste en darles todo el cariño y la comprensión de los que han carecido con sus familias biológicas. También intentamos que hagan mucho ejercicio para que se desfoguen. De hecho, los habíamos traído a la playa para que pudiesen pasar una semana practicando deporte y tomando el sol; pero con el mal tiempo y la lluvia han tenido que estar encerrados en el apartamento prácticamente todos los días. Al final han vuelto bastante más inquietos de lo que se fueron.

—Pobrecitos —se compadeció Pedro.

—Por ese motivo mi mujer y yo hemos sido hoy especialmente tolerantes con ellos. Es lo que hacemos siempre, sobre todo al principio, cuando llegan a la clínica. Después, conforme van pasando las semanas y nuestro método empieza a surtir efecto, endurecemos las normas y reducimos la medicación. —El psiquiatra gesticuló con los dedos para hacer el signo de las comillas.

—Es muy interesante. Estoy seguro de que a mi hija le interesaría mucho todo esto que me está contando.

—¿Por qué?

En el momento en que iba a responder Pedro, se fijó en la puerta acristalada de acceso al coche bar. A través de ella se veía la plataforma y la puerta de uno de los aseos, que se abrió con un golpe brusco. El hombre de las gafas salió con prisa, volvió a entrar en el coche bar y se dirigió a grandes trancos hacia la barra. Decididamente había algo en su forma de comportarse que no era normal, pensó Pedro. Habría jurado que, al pasar junto a él, giró la cara hacia un lado para que no se la viese, igual que cuando Pedro pidió su primer café. Sin embargo, en esta ocasión el hombre de las gafas lo hizo fingiendo que miraba algo a través de una de las ventanillas. Luego, al llegar a la barra, se acodó en ella ladeándose un poco y se puso a charlar de nuevo con la camarera entre susurros.

Pese a haberse colocado dándole parcialmente la espalda, al cuello del abrigo levantado y a las gafas de sol que le ocultaban los ojos y parte del rostro, Pedro no podía dejar de pensar en su aspecto en general. Trató de ubicarlo en lugares concretos: un quiosco de prensa, una heladería o quizá una cafetería. Su imaginación lo vistió con todo tipo de trajes distintos y lo colocó en diferentes sitios, pero no encajaba en ninguno de ellos. Pedro tenía la sensación de que habían hablado en alguna ocasión no muy lejana en el tiempo. Sin embargo, era incapaz de recordar con precisión cuándo. Lo único que sabía con seguridad es que el hombre de las gafas lo esquivaba.

La voz del psiquiatra y una ligera sacudida del tren lo devolvieron entonces a la realidad.