El tren quedó totalmente detenido en pocos segundos. Pedro miró por encima del hombro, hacia las ventanillas del coche bar cubiertas de salpicaduras. A un lado del coche solo se veían trigales ya segados y desiertos; al otro, un andén desnudo sin letreros ni señales, invadido por la maleza que brotaba entre las grietas del cemento y lleno de charcos sobre los cuales las gotas formaban sin cesar cientos de pequeñas ondas de distintos tamaños. La única construcción de aquel lugar desangelado era una caseta de tejado ondulado con una puerta de hierro marrón decorada con pintadas, ventanas cegadas con tablones de madera medio podrida claveteados a los marcos, muros con la cal del revoco desconchado y manchas entre negruzcas y verdosas producidas por el moho.
—¿Qué ocurre? —Pedro se levantó un poco del taburete y volvió a sentarse casi de inmediato.
—Nos hemos parado.
—Esto no parece una estación.
—Ya veo —musitó el desconocido escudriñando también a través del vidrio y encogiéndose de hombros.
—Cuando compré los billetes me aseguraron que esto era un tren expreso —comentó Pedro decepcionado.
—Eso mismo me dijeron a mí. Quizá la tormenta que hemos dejado atrás haya provocado alguna avería o una caída de tensión.
—Espero que esto no nos demore demasiado. Detesto llegar a los sitios con retraso —protestó Pedro, ahora encantado de tener a alguien que escuchase educadamente sus quejas sin rebatirlas.
—Lo mejor será preguntar al revisor. —El hombre señaló la barra con su habitual movimiento del mentón—. A mí tampoco me gusta llegar tarde. Los niños tienen unos horarios de comidas y de sueño que no deben alterarse.
Pedro dirigió la vista al lugar que le indicaban y vio al empleado uniformado que había ayudado a subir los cajones de aluminio en la estación de San Lucas del Arenal hablando con el hombre de las gafas. Había debido aparecer mientras él y el recién llegado charlaban, con toda probabilidad procedente de la locomotora que estaba delante. El hombre de las gafas sacudió varias veces la cabeza en señal de asentimiento a lo que le decían. A juzgar por el gesto y los aspavientos que hizo al responder, no parecía muy satisfecho con lo que estaba escuchando. De repente, tras oír una nueva explicación o quizá una disculpa y como impulsado por un resorte, atravesó el coche bar dando unas zancadas y salió de allí como una exhalación. El revisor, que llevaba unas hojas en la mano, no se movió de donde estaba.
—Espere un momento aquí —le pidió aquel hombre—. Voy a enterarme de qué es lo que pasa. No tardaré. —Y se encaminó también con pasos rápidos hacia el revisor.
Tras hablar con él unos segundos, hizo una seña a Pedro para darle a entender que ya sabía lo que ocurría y regresó sin apresurarse. En cuanto llegó a la mesa, ocupó el mismo taburete donde se había sentado antes.
—No hay que preocuparse por nada. El revisor acaba de decirme que estaremos parados cinco minutos como mucho.
—Esperemos que sea verdad —masculló Pedro, a cuya memoria acudieron los trenes desvencijados de su infancia y las paradas eternas en todas y cada una de las estaciones por las que pasaban.
—Me lo ha asegurado.
—¿Y le ha dicho al menos dónde estamos?
—En un apeadero abandonado.
—¿Para qué hemos parado aquí, entonces, si no hay viajeros?
—Tendremos que esperar a que cambien las agujas o algo por el estilo. Tampoco me ha dado muchas explicaciones.
—A lo mejor debería avisar a mi mujer de que estaremos parados aquí unos minutos.
—No se preocupe por eso, llegaremos puntuales de todos modos. Si quiere, le convido a otro café para compensarle por las molestias que le han ocasionado los niños.
—No es necesario. Me parece que voy a volver a mi asiento.
—¡Caramba! Es una pena que se marche ahora que la charla empezaba a ser tan amena… —El hombre se mostró compungido—. Justo antes de detenernos me estaba hablando de su hija, ¿no es así?
—Sí…
—Cierto, y me dijo que mis hijos se marcharían de casa algún día.
—Exacto. —Pedro dudó sobre si debía o no recordarle el punto donde se había interrumpido la conversación e indagar más acerca de lo que aquel hombre acababa de revelarle.
—Entonces insisto en que me permita invitarle a un café o a lo que prefiera y, de paso, responda a su pregunta sobre los niños. Es lo menos que puedo hacer después de que usted haya contestado a las mías.
A Pedro se le iluminó el rostro al oír esto último, porque aquel individuo se estaba ofreciendo a contarle algo que le entretendría al menos durante un rato.
—De acuerdo, acepto la invitación. No me gustaría parecer descortés.
—Magnífico, le traeré entonces otro café… ¿Con leche?
—Sí, por favor.
Pedro miró cómo su improvisado compañero iba hacia la barra. Mientras aguardaba con paciencia a que regresase, se preguntó qué habría querido decir al responder que los niños eran sus pacientes. Era cierto que estaban muy pálidos, demasiado quizá para ser tan jóvenes. Tal vez padeciesen anemia o alguna enfermedad que les provocase consunción, aunque en ningún momento los había visto apagados o inactivos como cabría esperar en un caso semejante, sino más bien lo contrario. Los niños eran unos auténticos torbellinos. También era posible que sufriesen algún tipo de cáncer… A Pedro le estremeció la idea de que pudiese sucederles algo tan horrible y meneó la cabeza, como si así pudiera sacudirse un pensamiento tan sombrío. Después consultó su reloj. No estaba seguro de si hacía mucho tiempo que se habían detenido. Quizá debería acercarse un momento hasta donde estaba Rosa para explicarle lo que estaba sucediendo, se dijo cuando aquel hombre colocó dos vasitos de plástico sobre la mesa, varios sobrecitos de azúcar y un par de galletitas envueltas cada una en papel de celofán.
—Aquí están los cafés —anunció y volvió a acomodarse en su taburete.
—Gracias. —Pedro rasgó el sobre de azúcar y comenzó a remover su bebida con un palito de madera mientras aguardaba con paciencia a que le contasen lo que tantas ganas tenía de oír.
—No sé dónde nos quedamos antes. Disculpe mi mala memoria —se excusó; sostuvo con cuidado su vaso y se puso a soplar tras haber dado un sorbito corto.
—Me estaba diciendo que los niños son sus… pacientes. —La curiosidad aguijoneaba a Pedro sin piedad como un alacrán furioso.
El hombre asintió con la cabeza y se arrimó a él tanto como le permitía el taburete fijado al suelo.
—Quizá sea una palabra un poco cruda para describirlos, pero es así.
—Entonces no comprendo muy bien.
—Cierto, he debido explicarme mal. No se lo he comentado, pero soy médico psiquiatra.
—Psiquiatra… —farfulló Pedro, que mentalmente bautizó al desconocido con esa palabra; ni un nombre de pila ni un apellido, solo «psiquiatra»—. ¿Y la mujer que lo acompaña también es… médico? —Abrió tanto los ojos que en su frente se formaron varias arrugas horizontales, paralelas como surcos desiguales.
—Es mi esposa.
—¿Viene con usted a un viaje… profesional? ¿No es un poco raro?
—Sí y no. Ella es enfermera y farmacéutica. Somos propietarios de una pequeña clínica psiquiátrica y los niños forman parte de un programa de ayuda dirigido por nosotros mismos.
—¿Cómo se llama la clínica? —interrumpió Pedro, que se moría de ganas por saber más, por saberlo todo en realidad.
—Perdone que no le diga el nombre. No quiero que me tome por un grosero, pero no tengo más remedio que mantenerlo en secreto.
—Perdóneme usted a mí por meterme donde no me llaman.
—No se disculpe, por favor. —El psiquiatra se arrimó aún más a Pedro y, al hablar, empleó un tono confidencial—. Si no le digo el nombre es porque se trata de un establecimiento muy selecto al que acuden personas famosas y adineradas que exigen la más estricta de las intimidades y, sobre todo, confidencialidad.
—¿Muy famosas? —Pedro se sintió fascinado por la idea de una clínica plagada de celebridades afligidas por problemas psiquiátricos ocultos bajo una engañosa apariencia de extravagancia, glamour y una pátina de falsa felicidad.
—Puedo asegurarle que algunas de ellas son muy conocidas. Por ese motivo elegimos para instalarnos una zona muy tranquila y discreta en las afueras de la ciudad. Tendrá que perdonar de nuevo que no le diga dónde. De todos modos, lo que sí le contaré es que uno de nuestros últimos pacientes ha sido…
El psiquiatra miró a ambos lados para comprobar que no hubiese nadie cerca, se acercó a Pedro tanto que tuvo que colocar un pie en el suelo para no perder el equilibrio y le cuchicheó en voz muy baja un nombre al oído.
—No me lo puedo creer. —Pedro estaba encantado de que un desconocido le hiciese semejante confesión—. ¡Entonces no es cierto eso de que haya pasado una temporada encerrado en su casa de la sierra ensayando para el rodaje de su próxima película!
—¡Exacto! Sufrió un ataque de ansiedad debido a su reciente divorcio y al abuso de ciertas sustancias. —El psiquiatra aclaró lo que quería decir llevándose el pulgar estirado a la boca y volvió a acomodarse en el taburete.
—¡Así que también empina el codo!
—No solo eso.
—¿Es que hay más?
—Sí. De hecho, hay bastante más. —El psiquiatra se dio entonces unos suaves golpecitos en la nariz con la punta del dedo índice.
—¿No será lo que estoy pensando? —Pedro bajó la voz.
—Cocaína en grandes cantidades, pero no cuente nada de esto absolutamente a nadie, por favor. Si saliese a la luz, podríamos enfrentarnos a una demanda civil y tendríamos que pagar una indemnización millonaria como mínimo, y yo podría perder mi licencia para ejercer la medicina por revelación de secretos profesionales. Ese actor es un hombre muy quisquilloso.
—Eso cuentan de él. Pero esté tranquilo, le prometo que seré una tumba.
—Confío en usted. Ya sabe que el secreto médico es fundamental.
—Naturalmente.
—No sé si me he excedido… —El psiquiatra se mostró abrumado y arrepentido por su repentina indiscreción.
—No se preocupe. Esto quedará entre nosotros.
—Se lo ruego.
Pedro hizo un gesto con la mano simulando que se cerraba la boca con una cremallera. El psiquiatra juntó las palmas de las manos para darle a entender que se lo imploraba y sorbió un poco más de café.
—Y cambiando de tema… ¿Qué es ese programa de ayuda para los niños que ha mencionado? —Las preguntas se encadenaban en la cabeza de Pedro como las cerezas se enredan en un frutero.
—Es una historia un poco larga y no me gustaría aburrirlo con mis asuntos.
—¡No me aburre en absoluto! —protestó Pedro—. No tengo nada que hacer hasta que lleguemos a Madrid. Ahora soy yo quien le ruega que me la cuente.
—¿De veras?
—¡Por supuesto!
—Entonces debo remontarme a cuando Ana y yo abrimos la clínica hace ya varios años. Ana es mi esposa —precisó el psiquiatra—. Una de nuestras primeras pacientes fue una mujer que había hecho una fortuna vendiendo ropa interior y lencería por catálogo. Era bastante excéntrica. En realidad, estaba llena de manías y periódicamente sufría graves depresiones. Tan pronto lloraba como una Magdalena por cualquier nimiedad y se negaba a comer siquiera una miga de pan como reía sin parar y se atiborraba de bombones, de pasteles…, de todo tipo de grasas. Durante sus periodos depresivos se hacía ella misma cortes en los brazos con cuchillas o vidrios rotos y tomaba laxantes químicos y extracto de ipecacuana para provocarse vómitos. Era un típico trastorno de anorexia y bulimia nerviosa.
—Pero ese tipo de enfermedades se curan alimentando al paciente por vía intravenosa y haciendo que la persona duerma durante unos días, ¿no? —Pedro sintió un nudo en la garganta al pensar en las cuchillas y visualizar las heridas.
—En principio es lo que suelen hacer algunos de mis colegas. Se administra una mezcla de antidepresivos y de calmantes, además de terapia y vigilancia para que el paciente no se provoque vómitos.
—¿No son los medicamentos y la alimentación en sí mismos una terapia?
Para Pedro todo aquello era una novedad. Jamás en su vida había acudido a ningún médico que no fuese el de cabecera y la psiquiatría le sonaba casi a brujería, de modo que se moría de curiosidad por saber más.
—Terapia psicológica —puntualizó entonces el psiquiatra—. Consiste en charlar con el paciente, estudiarlo, tratar de escarbar poco a poco en su pasado para averiguar si su enfermedad es únicamente de carácter físico o también afecta a la psique.
—No entiendo muy bien…
—Puede tratarse de la carencia en el organismo de alguna sustancia como la serotonina, lo cual provoca esos estados depresivos, o sencillamente de algún trauma infantil. Eso es lo que intentamos dilucidar conversando con el paciente.
—¿Y qué ocurrió con la mujer?
—La paciente, claro… Me estoy desviando del tema —masculló el psiquiatra casi en tono de reproche hacia sí mismo—. Aunque no nos guste administrar medicamentos, mi mujer y yo lo probamos todo: antidepresivos, sedantes, incluso vitaminas inyectadas, pero nada daba resultado. Es más, incluso llegó a empeorar porque le dio por acusarnos de querer asesinarla.
Pedro dio unos sorbitos al café sin dejar de contemplar al psiquiatra, subyugado hasta la médula por lo que estaba oyendo. Ahora imaginaba a una mujer delgada y huesuda, de piel fina como el papel de fumar, casi traslúcida, con largos cabellos alborotados entrecanos, mirada extraviada de loca, vestida con un camisón sucio medio desgarrado, gritando palabras y frases incoherentes por los pasillos alicatados de una clínica mientras varios enfermeros se esforzaban por sujetarla para evitar que se lesionase con todo tipo de objetos cortantes.
—Pero… ¿se curó? —Pedro borró aquella cruenta imagen de su mente.
—Eso iba a contarle. Mi mujer y yo no sabíamos muy bien qué hacer con ella. No queríamos ingresarla con carácter definitivo, pero tampoco nos parecía seguro dejarla salir. En realidad nos parecía una completa irresponsabilidad.
—¿Por qué?
—Dejarla encerrada en la clínica nos habría enfrentado a sus herederos porque podrían habernos acusado de sacarle el dinero a base de facturas, y si la dejábamos volver a la calle… podría haber sido peor.
—¿Puede haber algo peor que estar como un prisionero?
—En su estado, sí. Podría haberse autolesionado de forma irreversible o quién sabe qué otras cosas.
—¿Qué hicieron entonces?
—Estuvimos investigando y discutiendo con varios colegas las posibilidades de tratamiento hasta que, al final, decidimos ensayar un método innovador con ella. —El psiquiatra hizo una pausa para desenvolver su galleta y mordisqueó el borde.
—¿En qué consiste ese método? Si puede saberse.
—Eso sí que no puedo contárselo. Es un secreto profesional; pero sí puedo asegurarle que comenzó a mejorar a ojos vista sin necesidad de una sola pastilla. Finalmente, en solo un mes, pudimos darle el alta.
—Tendrán entonces una paciente agradecida.
—Resulta curioso que diga eso porque en cierto modo así fue, y le explicaré el motivo. Por desgracia falleció en el acto pocos días después a causa de un desgraciado accidente de automóvil provocado por un desmayo al volante… Es probable que se debiese a un nuevo episodio de anorexia y de autolesiones que la había debilitado mucho, aunque no estamos seguros a ciencia cierta. Nos enteramos porque al cabo de una semana de la muerte su abogado vino a visitarnos a la clínica para comunicarnos que, nada más recibir el alta, la paciente había acudido a un notario para redactar un nuevo testamento en el que nos nombraba herederos universales de su pequeña fortuna.
—¡A eso se le llama tener un golpe de suerte! —exclamó Pedro entre dos sorbitos de café.
—Sí, supongo que podría decirse que fue una suerte. Aunque, para serle franco, debo añadir que el testamento establecía una condición esencial bastante peculiar para que pudiésemos quedarnos con el dinero.
—¿Cuál?
—Que dedicásemos un porcentaje muy elevado, en realidad casi el cien por ciento, de la herencia a cuidar de niños huérfanos con problemas psiquiátricos similares al suyo.
—El fin es altruista, aunque la condición esté un tanto… fuera de lo corriente —opinó Pedro en un arranque de sinceridad.
—En realidad no es una condición tan rara. Según supimos durante la lectura del testamento, aunque tuviese familiares, era huérfana de padres y estaba tan contenta con los resultados de nuestro método que deseaba hacer algo en beneficio de personas en su misma situación.
—¿No les había contado nada de eso durante la terapia?
—Jamás lo mencionó en ninguna de nuestras sesiones. Si lo hubiésemos sabido de antemano, habría sido muchísimo menos difícil tratarla y habríamos encontrado una explicación a sus deseos de autolesionarse. Además, yo no le habría permitido salir tan pronto y aún estaría entre nosotros.
—Ya veo. Entonces, eso quiere decir que los niños que viajan con usted y su mujer… —Pedro dejó la frase en suspenso e imitó al psiquiatra rasgando con dedos inseguros su paquetito de galletas.
—Proceden todos ellos de orfanatos e instituciones de protección al menor. Los tenemos en régimen de acogida y cuidamos de ellos.
—Hasta que encuentren una familia que los adopte definitivamente, supongo —añadió Pedro.
—Esa sería la solución ideal para ellos: una familia que les proporcione un hogar y una vida normal como la de cualquier crío de su edad… El problema con estos niños es que no hay nadie que quiera adoptarlos.
—¿Por qué?
—Porque todos ellos sufren algún tipo de trastorno psiquiátrico que los inhabilita para integrarse en una familia corriente.