Comparado con el maremágnum que acababa de dejar atrás, a Pedro le pareció que el coche del bar era un oasis de tranquilidad sin alaridos de peleas infantiles, niños que no agradecían un regalo, ni molestas carreras por los pasillos. Allí el ambiente solo estaba amenizado por el ligero rumor del traqueteo mezclado con una relajante musiquilla de fondo. Apenas se hubo cerrado la puerta de comunicación con la plataforma, se encontró enseguida a gusto en aquel espacio diáfano y bien iluminado cuyo mobiliario consistía únicamente en una mesa en el centro, rodeada de taburetes atornillados al piso, y una barra en un lateral del fondo. Le calmaba los nervios no estar en medio de un pasillo estrecho, jalonado por dos interminables filas de asientos, iguales todos como los soldados en un desfile, que no hacían sino provocarle una incontrolable sensación de ahogo muy próxima a la claustrofobia.
Se acercó a la barra con pasos lentos, sus periódicos sujetos bajo el brazo como si fuese un pirata con el mapa con las pistas para encontrar un tesoro de valor incalculable enterrado en una isla desierta. El hombre de las gafas, el que había cargado los dos cajones de aluminio en la estación de San Lucas del Arenal, estaba allí. Pese a encontrarse en un recinto cerrado con calefacción, llevaba el abrigo aún puesto. Sostenía un vasito de plástico mientras charlaba entre susurros con una joven vestida con uniforme de camarera, el cabello rubio recogido en una cola de caballo y expresión distante. Sin embargo, al percatarse de la presencia de Pedro, ambos se callaron.
Él aprovechó la ocasión que le brindaba aquel silencio inopinado para pedir un café con leche y, mientras la camarera se ocupaba de prepararle la bebida, contempló al hombre de los cajones. No había vuelto a fijarse en él desde que se acomodó en su asiento. Pero ahora que lo tenía a solo unos palmos de distancia y sin las gafas de sol —y aunque no pudiese decir de qué—, su rostro y sus facciones le resultaron todavía más familiares que cuando lo vio de lejos en el andén de la estación.
Dudó si debía acercarse a él y preguntarle sin ningún tipo de rodeos si se conocían, de modo que hizo el ademán de hablarle. Sin embargo, un repentino gesto hosco del hombre lo disuadió de abrir la boca. Transcurrieron unos segundos. La curiosidad era un verdadero suplicio para Pedro, así que se acercó unos centímetros más para intentar identificar a aquel extraño viajero. Quizá si se aproximaba lo suficiente, pensó entonces, el otro se decidiese a entablar conversación, o tal vez él podría hacer un comentario casual y dar pie a que le contestase. Se inclinó hacia delante con tanta naturalidad como le fue posible y apoyó los codos en la barra, como si quisiera leer los precios de una lista de bebidas y aperitivos pegada a una de las paredes del bar. Al hacerlo, acortó aún más la escasa distancia que lo separaba del hombre y volvió a mirarlo, ahora mucho más de cerca, tanto que podía sentir su aliento.
Al darse cuenta de que estaba siendo observado, el hombre se giró rápidamente con disimulo, se puso las gafas de sol y se levantó el cuello del abrigo como si tuviese frío. Pedro hizo memoria tratando de recordar dónde lo había visto antes. Estaba tan seguro de que aquel día no era la primera vez que coincidían que comenzó a enumerar con la mente distintos lugares para ubicarlo. Durante unas décimas de segundo creyó entrever la cara del hombre en un sitio vagamente familiar. Sin embargo, la imagen se desvaneció como un espectro. Fue entonces cuando sintió la tentación de no andarse más por las ramas y preguntar al hombre si se conocían.
—Su bebida, señor —oyó que le decían de repente en voz alta y casi en la oreja.
—Perdón… —Sobresaltado, Pedro se volvió para encontrarse con la camarera, que estaba delante de él, mirándolo con fijeza con ojos inexpresivos.
—Aquí tiene su café. ¿Quiere la leche fría o caliente? —añadió ella con sequedad, sosteniendo sendas jarritas en cada mano.
—Caliente, por favor. —Pedro se sintió intimidado por aquella actitud brusca, más propia de un sargento que de una persona dedicada a atender al público, pensó.
—¿Desea alguna cosa más…? ¿Quiere algo de comer? —prosiguió ella la acostumbrada retahíla para tratar de tentarlo y que comprase algo más, lo que fuese.
—No —contestó—. ¿Cuánto es?
La camarera tecleó con rapidez en una maquinita pequeña colocada sobre la barra mientras Pedro se afanaba por mirar de nuevo al hombre de las gafas.
—Dos euros cincuenta, por favor. —Frustró ella otra vez sus intenciones plantándole casi en las narices el papelito de la factura.
Pedro rebuscó en uno de sus bolsillos varias monedas, pagó el importe exacto y agarró su vasito de café humeante. Al hacerlo, se arrepintió de no haber buscado un billete para ganar unos segundos mientras la camarera contaba el cambio. Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso, de modo que decidió ir al otro extremo del coche y sentarse en uno de los taburetes.
Una vez acomodado, colocó su vaso de café en la mesa del centro, desplegó el periódico del día sobre el tablero y se dispuso a leer de nuevo la noticia acerca de la turista desaparecida. El caso le llamaba poderosamente la atención no solo porque él se hubiese aficionado a las novelas de intriga desde que se jubiló, sino porque en todo aquello había algo que no terminaba de cuadrar. Cuantas más vueltas le daba al asunto, una vocecita machacona le repetía en su interior con mayor insistencia que lo sucedido era inusual, por mucho que Rosa opinara lo contrario.
San Lucas del Arenal era un pueblo tranquilo, pensó Pedro, tanto que llegaba a ser tedioso. Se trataba de uno de esos sitios donde los días transcurrían sin que jamás sucediera nada que alterase la paz. Él lo sabía bien porque había tenido la oportunidad de comprobarlo durante su estancia allí. Como le había explicado a su mujer un rato antes, no era habitual que en un lugar de esas características desapareciesen tres personas en menos de una semana, y él no creía en las casualidades. Algo anormal ocurría allí, caviló acariciándose el mentón sin apartar un solo instante los ojos de la foto del periódico. La expresión franca de la muchacha y su mirada limpia no se correspondían con las de una persona temeraria que se acercaría a una torrentera en plena noche, sino más bien con las de una chica precavida y obediente que alguna vez haría una trastada, pero que jamás correría riesgos innecesarios.
Además, otra circunstancia le roía por dentro: en los tres casos la noticia siempre había aparecido en las páginas interiores de los periódicos muy lejos de los temas de interés. En una ciudad grande eso era habitual porque siempre sucedían tantas cosas que no había espacio para contarlas todas, pero no en un pueblo que se vacía en invierno y donde no quedan muchas diversiones… No, Rosa estaba también equivocada con respecto a eso. No eran las pensiones ni los restaurantes de San Lucas del Arenal los interesados en que no se levantase demasiada polvareda con las desapariciones. Allí había algo más.
—Asombroso, ¿no cree? —Una voz masculina con un timbre grave y cálido le arrancó de su ensimismamiento.
Sobresaltado por segunda vez desde que entró en el coche bar, Pedro levantó la cabeza y se giró. A su lado, en pie, se hallaba el padre de los niños sonriéndole con cordialidad. Visto más de cerca, tenía el aspecto irreal de un personaje salido de un retrato antiguo en blanco y negro. Su traje de rayas y el cabello peinado hacia atrás con fijador le recordaron a un gánster del Chicago de principios del siglo XX.
—Perdón, ¿cómo dice? —preguntó entonces, fantaseando con la imagen del desconocido sentado al volante de un rutilante Ford T durante los años de la ley seca en Estados Unidos.
—Que apena pensar que a una chica en la flor de la vida pueda sucederle algo malo. —El desconocido señaló con un ligero movimiento del mentón la fotografía del periódico.
—¿Malo? —repitió Pedro la última palabra perplejo.
—Quiero decir que haya podido caerse a una riera y desvanecerse de esa manera, sin dejar rastro.
—Sí —fue la contestación lacónica de Pedro mientras daba rienda suelta a su imaginación y se figuraba al desconocido en la sórdida trastienda de un bar clandestino, rodeado de fajos de dólares, negociando un alijo de licores de contrabando con una banda de malhechores.
—Espero que acepte mis disculpas por el alboroto que han estado armando los niños.
—No se preocupe… —balbuceó Pedro atendiendo a medias a lo que le decían, los ojos en el vacío, regodeándose en su fantasía de un garito en los bajos fondos donde se vendían whisky y ginebra destilados en Canadá, que transportaba en camiones el desconocido.
—Lo he visto en el pasillo —prosiguió este—. Se ha parado junto a los gemelos y… En fin, creo que han debido molestarlo con sus peleas.
Pedro no contestó, simplemente se encogió de hombros.
—Mi mujer me ha comentado que los ha mirado con mala cara.
—No, yo… —Pedro regresó a la realidad y rebuscó en su cerebro una excusa que resultase plausible—. Estaba pensando en mis cosas y quizá le haya parecido que estaba enfadado.
—Claro, aunque también entiendo que hayan podido incomodarlo con tanto ruido. Están rendidos y son muy sensibles a los cambios.
—Es comprensible —mintió Pedro, desarmado por la amabilidad y los buenos modales del desconocido, incapaz ahora de espetarle todo lo que pensaba de sus hijos, en especial de los gemelos y del más pequeño.
—A mí también me sacan a veces de mis casillas y se supone que debería estar acostumbrado.
—Todos hemos sido niños alguna vez en nuestra vida —repitió Pedro entonces, una por una, las palabras de Rosa.
—Permítame que me presente. —El desconocido extendió el brazo para ofrecerle la mano—. Me llamo José García.
—Encantado. Yo me llamo Pedro —respondió de forma mecánica estrechándosela con un apretón rápido.
—¿Le importa que me siente a su lado? —pidió permiso el recién llegado.
—En absoluto. Póngase donde quiera.
—Vaya tardecita tan desapacible, ¿no le parece? —El tal José se acomodó en uno de los taburetes junto a Pedro.
Este asintió con un movimiento de cabeza al ver que, efectivamente, durante los últimos minutos la lluvia había ido arreciando hasta convertirse en un intenso aguacero, cuyas gotas impactaban contra las ventanillas formando largos hilillos de agua que se escurrían en diagonal sobre los vidrios.
—Para serle sincero, cuando uno ve un tiempo semejante se alegra de estar a cubierto, ¿no le parece?
—Sí… —A Pedro le sorprendió tanto la locuacidad de aquel hombre que no sabía si debía o no darle conversación.
—Yo siempre digo que no hay nada como un día así para quedarse metidito en casa en bata y zapatillas con un buen libro en las manos.
—Naturalmente… —Pedro se sentía un poco abrumado por aquella verborrea que parecía no tener fin.
—¿Es usted de Madrid? —le preguntó entonces.
—Sí.
—Como nosotros, entonces… ¿Está de viaje de negocios?
—No.
—Lo digo por la pila de periódicos. Son suyos, ¿no es así? —Indicó con otro movimiento del mentón el resto de diarios doblados que reposaban a un lado de la mesa.
—Sí, son míos, pero no… No estoy de viaje de negocios.
—¡Ah!
—Mi mujer y yo hemos ido a San Lucas del Arenal a visitar a nuestra hija. —Consideró que sería de buena educación dar una breve explicación.
—¿Vive su hija allí? —El recién llegado sonrió, se tapó la boca con una mano e hizo un ligero fruncimiento de cejas que dibujó en su rostro una mueca de niño travieso—. Perdone mi indiscreción. No es asunto mío —se disculpó con modestia.
—No… Bueno, en realidad ahora sí vive en San Lucas del Arenal.
—Comprendo. Imagino que se habrá casado con alguien del pueblo.
—No, en realidad no. —Pedro se encontraba cada vez más sorprendido por el desparpajo con que aquel tipo trataba de sonsacarle detalles sobre su vida privada.
—Lo siento mucho. He vuelto a pecar de indiscreto. No puedo evitarlo, debe ser deformación profesional. Quizá desea estar solo y yo he venido a interrumpirle su lectura.
Pedro se limitó a negar con la cabeza.
—No se preocupe. Ya he leído varias veces los periódicos —aclaró—. Creo que casi me los sé de memoria.
—Ya veo… Me decía usted entonces que su hija vive en San Lucas del Arenal y que ha venido a visitarla.
—Eso es.
—Es un pueblecito muy agradable. A nosotros nos ha encantado. Nos lo recomendaron unos amigos… ¿Hace mucho tiempo que su hija vive allí? —El hombre se retrepó en su taburete.
—Unos meses, desde que empezó a trabajar como bióloga en el CIBMA.
—¿El CIBMA…? Me suena ese nombre.
—Es el Centro de Investigación Biológica Marina.
—¡Ah! Creo que ya sé de qué me habla.
—Son unos laboratorios.
—¿No será un edificio que está al final del paseo marítimo, casi en las afueras del pueblo, junto a una cala?
—Ese mismo.
—Unos laboratorios… Cuando lo vi me pareció que eran algo relacionado con el estudio de los animales.
—Más o menos, aunque tampoco podría decirle con mucha exactitud lo que hacen allí. Solo sé lo que me ha contado un poco por encima mi hija, que no ha sido mucho.
—En todo caso, supongo que debe ser un buen empleo para haber dejado su casa en Madrid y cambiar la ciudad por un lugar donde cierra todo en cuanto pasa el verano —dijo el recién llegado.
—Supongo que sí. Al menos a ella le apasiona lo que hace.
—¡Qué envidia! No hay nada mejor en este mundo que disfrutar con el trabajo. Eso hace que las horas pasen volando.
—No crea.
—¿Por qué dice eso?
Pedro, que hasta ese momento se había sentido un poco tenso, comenzó a relajarse. Desde que se había jubilado, nada le apetecía más que trabar conversación con cualquiera para matar el tiempo, porque si algo le sobraba era precisamente tiempo.
—Está muy lejos de casa y apenas la vemos. Supongo que es ley de vida que los hijos se marchen. Algún día le ocurrirá a usted lo mismo con los suyos, así que prepárese para pagar las facturas de teléfono.
—Yo no tengo hijos.
—¿Y los niños que van con usted? —Pedro se arrepintió casi de inmediato por haber sido él esta vez el indiscreto.
—¿Ellos? Bueno…, en realidad son pacientes míos.
Atónito por lo que acababa de oír, a Pedro se le pusieron los ojos como platos. De todas las respuestas imaginables, aquella era tan asombrosa que rayaba en lo inverosímil. ¡Sus pacientes! La curiosidad lo aguijoneó con tal intensidad que abrió la boca para pedir a aquel hombre que le aclarase eso de que los niños eran sus pacientes. Sin embargo, enmudeció al notar que el tren comenzaba a frenar con un suave quejido metálico y cómo la inercia lo arrastraba hacia delante.