16.00 h

El tren arrancó lentamente a la hora prevista y echó a rodar por los raíles de acero pulido con un suave rechinar de ruedas. En tan solo unos momentos quedaron atrás la estación y su marquesina protectora. Para entonces el cielo había adquirido una tonalidad gris cada vez más plomiza que amenazaba, ya sin rodeos, lluvia. Conforme iban desapareciendo los edificios de San Lucas del Arenal y el tren pasaba por una serie de desvíos y cruces de vías, destelló un relámpago en la lejanía y retumbó un trueno al cabo de unos segundos. Al llegar a campo abierto, el tren ganó velocidad y el paisaje comenzó a sucederse en forma de manchas de tonalidades amarillentas, marrones y verdes. En algunos puntos destacaban casitas de tejados rojos entre grupos de árboles o junto a huertecitos cultivados con esmero.

Visto a través de las ventanillas, el mundo fuera del coche de viajeros era un remanso de paz y orden. Dentro, en cambio, el caos se había adueñado del lugar. Los niños continuaban alborotando sin que sus padres pudiesen evitarlo. El más pequeño había roto a llorar con tal desconsuelo que la madre trataba de tranquilizarlo meciéndolo. El padre estaba ocupado intentando separar con buenas palabras y razonamientos más o menos sensatos a los gemelos, que ahora chillaban y se peleaban por un juguete. La niña regordeta con cara de muñequita se había unido a la trifulca y le daba patadas sin cesar al respaldo del asiento delantero. Únicamente la muchacha adolescente se mantenía quieta, embebida en la lectura de un cómic juvenil con grandes dibujos y títulos de formas caprichosas y colores vistosos.

Pedro trató de ignorar la situación enfrascándose en los periódicos. Quizá Rosa estaba en lo cierto y los niños no tardarían mucho en sosegarse, de modo que prosiguió buscando los partes meteorológicos de los días en que se habían producido las desapariciones. Sin embargo, la tarea se reveló imposible. Cada nuevo grito era respondido con un chillido más fuerte y agudo que tapaba el primero. Aunque en ningún momento elevasen la voz ni perdiesen la compostura, los padres no parecían capaces de apaciguar a los niños.

Uno de los gritos, más alto y estridente que el resto, hizo que el hombre de las gafas se levantase de su asiento y se marchase pasillo adelante hacia el coche bar. Pedro sintió entonces que los nervios iban a traicionarlo de un momento a otro y arrojó de malos modos los periódicos sobre la bandeja reclinable del respaldo que tenía frente a él.

—¡Esto es inaguantable, no hay derecho a tener que soportar esto! —protestó, la respiración entrecortada y los puños crispados con tanta energía que los nudillos de las manos sobresalieron como pequeños montículos blancos.

—Cálmate o te dará uno de tus ataques de angustia —le aconsejó Rosa sin apartar la mirada de la foto de una novia con un espectacular traje de boda.

—No puedo. Cada vez que intento leer una línea, alguno de esos salvajes grita. Es imposible concentrarse con este jaleo.

—De acuerdo… Pero ¿qué me estabas contando hace un momento sobre las personas desaparecidas? —Rosa probó a distraer a su marido preguntándole por su tema favorito de aquella última semana de vacaciones.

Pedro sacudió ligeramente la cabeza, como si así pudiese apartar los molestos ruidos que lo irritaban tanto como una nube de moscas a un caballo.

—Verás —comenzó la explicación de mejor humor abriendo uno de los periódicos que previamente había colocado en la bandeja del respaldo delantero—, la primera persona que desapareció fue una mujer. No sé si lo recordarás. Fue el lunes de la semana pasada —especificó al ver que Rosa parecía perdida.

—Claro que lo recuerdo —mintió ella para no darle pie a que se distrajese y volviera a sus quejas.

—Pues bien, esa noche no llovió. De hecho, no cayó una sola gota de agua en todo el día ni sopló el viento. Hizo un día radiante. Acabo de comprobarlo —se adelantó a su mujer.

Rosa asintió e hizo un gesto con la mano para que su marido prosiguiese.

—Después, el miércoles, cuarenta y ocho horas más tarde, desapareció un hombre y ese día sí hubo temporal.

—Eso explicaría la desaparición, ¿no crees?

—Por supuesto, pero no en el caso de la mujer.

—Es posible que la mujer fuese a nadar y quizá la resaca se la llevó mar adentro —apuntó Rosa.

—Es posible, pero no es así porque… —a Pedro le interrumpió un nuevo alarido de uno de los niños, tan agudo y penetrante que le produjo un escalofrío y le puso la piel de gallina. Sin embargo, continuó con su exposición—, porque, según la noticia, era ya tarde, casi de noche.

—Razón de más para que ocurriera algo semejante. La gente es a veces muy imprudente, ¿o no? ¿Cuántos casos hay de personas a quienes les da por bañarse en zonas apartadas o con el estómago lleno y se ahogan?

Pedro refunfuñó para no tener que admitir que debía dar por bueno un argumento tan irrefutable como aquel. No obstante, prosiguió su explicación como si no hubiese oído nada.

—Luego está la muchacha del viernes.

—Ese día el tiempo ya había empeorado —recordó Rosa.

—Cierto, pero no llovió.

—Claro que no, pero la torrentera iba crecida por culpa de las lluvias.

Él se calló unos instantes para meditar esto último, reacio a reconocer que su mujer podía estar en lo cierto.

—Todos estos casos pueden ser simples accidentes —retomó Rosa la discusión, que ahora sí había logrado aguijonearle el interés.

—Pueden ser… —murmuró él—. Pero hay algo que no tiene sentido.

—Tú dirás —lo invitó su mujer a que se explayase con lo que empezaba ya a asemejarse a la clase magistral de un catedrático.

—Las tres desapariciones se han producido en días alternos, lunes, miércoles y viernes —enumeró Pedro estirando mucho los dedos—. No irás a negarme que por sí solo eso ya es bastante raro.

—No, por supuesto que no, aunque vuelvo a insistir en que no sería la primera ni la última vez que ocurre algo así. Cosas más raras se ven y todo podría deberse a una mera casualidad.

—Podría, pero espera, porque lo mejor de todo viene ahora. Ninguna de las noticias figura en la portada del periódico. Repito, ninguna de ellas, porque todas están en las páginas interiores, como si a alguien le interesase que estén bien escondidas y se pasen por alto.

—No sé muy bien adónde quieres llegar con eso. —Aunque no quisiera confesarlo, Rosa hubo de reconocer en su fuero interno que estaba comenzando a disfrutar con aquella especie de juego detectivesco que le estaba sirviendo para matar el aburrimiento del viaje, si bien seguía creyendo que su marido veía conspiraciones donde no las había.

—En un pueblo como San Lucas del Arenal algo así es un acontecimiento; sobre todo, al final de la temporada de verano, cuando ya no quedan fiestas ni verbenas ni nada que distraiga la atención… ¿No te parece?

—Siempre y cuando a las autoridades no les interese que se les dé mucho bombo a historias que podrían espantar a los turistas…

—Pero no es fácil amordazar a la prensa.

—Salvo que el propio periódico local se vea perjudicado si no viene nadie a un pueblo que hasta no hace mucho vivía de la pesca.

—Ahora soy yo quien no sé adónde quieres llegar.

—Si no vienen los turistas, cierran restaurantes, bares, heladerías… y se acabó la publicidad de locales dedicados a la restauración. Por no hablar de los anuncios de apartamentos y pensiones.

Pedro abrió la boca para responder, pero las voces de los gemelos, chillonas y desagradables, interrumpieron el hilo de sus pensamientos. Trató de concentrarse en lo que quería decir para rebatir el argumento que acababa de oír, pero le fue imposible porque los gemelos no dejaban de armar jaleo.

—Rosa, dame los billetes —le pidió a su mujer en un murmullo que se asemejó a un gruñido.

—¿Para qué?

—En cuanto pase el revisor, le diré que nos cambie a cualquier otro vagón donde haya sitios libres.

—Pero Pedro…, esto es primera clase. Si nos cambian, tendremos que ir en segunda y allí no hay tanto espacio para estirar las piernas, ¿lo sabes?

—¡Me da igual! Preferiría viajar en un vagón para cabras antes que con esos niños asilvestrados.

—De acuerdo —suspiró Rosa entregándole los billetes tras sacarlos del bolso—. Pero ocúpate tú. A mí no me enredes. —Y volvió la cara hacia la ventanilla para contemplar el paisaje, poniendo así claramente de manifiesto que deseaba dar por zanjado el asunto de las desapariciones.

Entretanto, el tren continuaba la marcha. Los espesos nubarrones de color panza de burra cumplieron su amenaza y del cielo comenzaron a caer con fuerza enormes gotas que, como perdigones de plomo, acribillaban la techumbre y los vidrios de las ventanillas. Uno de los gemelos prorrumpió en un llanto similar a un aullido desgarrador cuando su hermano se las apañó para arrebatarle con una finta el juguete: un camioncito de plástico por el que habían empezado a pelearse desde que estaban en el andén de la estación. La niña regordeta se puso a proferir gritos estridentes, similares a los de un simio, entremezclados con una risa cruel.

—¡No lo soporto más! —exclamó él en voz baja.

—¿El qué?

—Este escándalo.

—¿Y qué vas a hacer?

—Voy a decirles a esos energúmenos que se callen de una vez.

—No puedes hacer eso —le advirtió Rosa.

—¿Por qué no? He pagado mi billete como cualquiera y tengo derecho a viajar sin que me molesten.

—Porque si lo haces, seré yo quien se enfade… ¡Y hablo muy en serio! —Rosa volvió a mostrar el dedo índice para dar a entender que no iba a tolerar ninguna respuesta—. Cada día estás más cascarrabias —añadió.

—Pues entonces me iré a la cafetería un rato —anunció con aire pomposo doblando los periódicos y colocándoselos debajo del brazo.

—De acuerdo.

—¿Vienes conmigo? —preguntó a Rosa.

—No, me quedaré aquí.

—Puedo terminar de explicarte allí lo que creo…

—A mí no me molestan —Rosa fue tajante y rápida.

—Pues yo sí me voy —dijo él en un alarde de dignidad levantándose del asiento y enfilando por el pasillo hacia el coche bar.

—¡Pedro! —llamó Rosa en un susurro, alzando la cabeza por encima del respaldo del asiento que tenía delante.

—Dime.

—Cuando vuelvas, tráeme una botella de agua.

Él asintió con un gesto y salió camino del bar, que estaba en el primer coche del tren, detrás de la locomotora. Al pasar junto a la bulliciosa familia aminoró el paso y aprovechó para lanzarles una mirada cargada de odio a los gemelos. Estos, a su vez, le devolvieron otra burlona y desafiante. A Pedro le sorprendió tanto el descaro de los niños que, por unos instantes, le tentó la idea de darles una buena lección reprendiéndolos delante de sus padres. Sin embargo, las palabras de advertencia de Rosa resonaron en sus oídos y decidió callarse para evitar problemas con aquella familia tan rara. Probablemente, pensó, los padres no sentirían ninguna vergüenza y saldrían en defensa de sus retoños como dos leones, y todo terminaría en una agria discusión en la que él, un viejo solo, llevaría todas las de perder. Qué se podía esperar de unos progenitores que permanecían impertérritos mientras sus hijos se dedicaban a incordiar a todo el mundo, pensó con amargura. Las cosas ya no funcionaban como cuando él era joven, de manera que se aguantó las ganas de abroncarlos, apretó ligeramente el paso y alcanzó con unas cuantas zancadas la puerta del coche sin volver la vista.