15.50 h

Dentro del coche de viajeros reinaba una apacible calma de lugar cerrado, aislado de los ruidos externos, y en el aire flotaba el aroma dulzón de un ambientador perfumado con vainilla. Pedro analizó el interior recorriendo los asientos con la mirada y avanzó por el pasillo hasta alcanzar una puerta corredera que daba acceso a una plataforma, donde había unas bandejas para equipajes vacías. Rosa lo siguió sin hablar y esperó a que abriese la siguiente puerta, que daba paso al coche que les correspondía.

Una vez allí, buscó con gran ceremonia sus asientos, que resultaron estar situados al final del coche, junto a la puerta por la que acababan de entrar. Tras haber comprobado varias veces que la numeración de sus plazas se correspondía con la de los billetes, colocó las maletas en el portaequipajes haciendo un pequeño esfuerzo más teatral que real. Rosa sacó del bolso su revista y un paquetito de caramelos, dobló con muchísimo cuidado su chaqueta antes de colocarla sobre su maleta y se arrellanó en el asiento. Él hizo lo mismo con su gabardina, remetió su pila de periódicos atrasados debajo, tras cerciorarse de que estuviesen ordenados por fechas, y se dispuso a sentarse cuando el hombre de las gafas entró en el coche por la misma puerta que ellos habían utilizado momentos antes y pasó a su lado como una exhalación. Al hacerlo, le propinó un empujón.

—¡Será incívico! —se quejó Pedro indignado—. Ni siquiera ha tenido la delicadeza de disculparse. Le voy a…

—Habrá sido sin querer. Olvídalo. —Rosa lo retuvo agarrándolo por una de las mangas para evitar una bronca.

—Se han perdido la educación y el respeto. Si fuese más joven… —Se le quedó el resto de la frase en la garganta.

—Pero no eres más joven —le espetó Rosa.

—Debería ir a decirle algo.

—No vas a hacer nada. Te vas a quedar ahí donde estás sin moverte —le advirtió ella levantando el dedo índice.

Obedeció a su mujer y contuvo sus impulsos porque, aunque se habría dejado matar antes que confesarlo, era consciente de que el hombre de las gafas era bastante corpulento y se sentía intimidado por él. Por su parte, el hombre de las gafas se dirigió a uno de los asientos de la parte delantera del coche, echó un breve vistazo a su billete para asegurarse de que no se había equivocado de lugar y se dejó caer en su asiento sin siquiera quitarse el abrigo.

Pedro también se sentó, ceñudo y a la vez cabizbajo por la reprimenda de Rosa, y se caló los anteojos. Después, más animado y siguiendo un ritual adquirido desde que se jubiló muchos meses atrás, desplegó el periódico de ese día y se puso a hojearlo por enésima vez en busca de la noticia que tanto le había llamado la atención cuando aún estaba en el andén. De repente, al llegar a la página que le interesaba, se quedó inmóvil unos segundos, pensativo.

—Creo que no tardará mucho en empezar a llover otra vez. Llevamos así día sí y día no —comentó Rosa en ese mismo instante tras mirar distraídamente por la ventanilla.

—Eso es, claro… Día sí y día no —repitió Pedro en un susurro poniéndose rígido de repente.

—¿Te encuentras bien? —Rosa lo miró inquieta al recordar los frecuentes ataques de angustia que sufría su marido cuando se encontraba en lugares cerrados como aquel.

—Sí, es solo que… —musitó él, la mirada fija en la fotografía de la muchacha rubia y su forzada sonrisa artificial.

—¿No estás cómodo? ¿Quieres que te cambie el asiento? A mí me da igual uno que otro —insistió ella entonces, en el fondo apenada por haberse mostrado tan arisca con él desde que habían llegado a la estación.

—No… Quiero decir que sí, que no te preocupes, que estoy cómodo aquí. —Y se levantó de un brinco.

De puntillas, Pedro rebuscó en el montón de periódicos que había guardado junto a las maletas, consultando las fechas de las portadas. Finalmente, cogió toda la pila, se sentó de nuevo y se la colocó en el regazo para poder terminar la tarea con más comodidad.

—Acabo de recordar algo —explicó a Rosa, que no cesaba de mirar cómo apartaba algunos de los periódicos, intrigada por aquel repentino cambio de actitud.

—¿Es alguna cosa importante?

—No estoy muy seguro. Hay un detalle…

—¿A qué te refieres?

—¿Recuerdas que hace un rato te hablé de las otras dos personas desaparecidas la semana pasada?

—Naturalmente que me acuerdo —suspiró Rosa poniendo los ojos en blanco porque se temía que su marido volvería a la carga con una historia que a ella no le suscitaba el más mínimo interés.

—Una de ellas era una mujer y otra un hombre.

—¿Y qué?

—Me gustaría ver el parte meteorológico de esos días y en qué página de los periódicos se dio la noticia de la desaparición. —Pedro comenzó a buscar las fechas en las portadas de cada uno de los diarios.

—¿Qué importancia tiene eso?

—Mucha.

—¿Por qué?

—Antes me hablaste de que habíamos tenido temporal durante toda la semana cuando te dije que no me parecían normales tres desapariciones.

—Sí, pero no comprendo la relación con el tiempo —dijo Rosa arrastrando tanto el sonido de las palabras que más bien se asemejaron a un silbido.

—Pues que si no recuerdo mal, la semana pasada únicamente llovió un par de días, quizá tres, pero no todos.

—¿Y qué más da si llovió dos o tres días?

—¿No te das cuenta, Rosa?

—Si quieres que te sea sincera, no.

—Que el temporal no ha podido ser la causa de las desapariciones. Al menos no de todas ellas.

—Pedro… —Rosa meneó la cabeza de un lado a otro con cansancio.

—¡Espera un momento! —la interrumpió él mientras apartaba uno de los diarios y seguía rebuscando.

—Pedro, deja ya de jugar a los detectives, por favor.

—Dame solo un minuto y enseguida verás que tengo razón. —Terminó él su selección entre crujidos de páginas arrugadas ya de tanto pasarlas.

—De acuerdo, tú ganas —repuso ella aburrida.

En cuanto empezó a hojear los periódicos en busca de la ansiada información, los niños entraron en el coche con sus padres por el extremo opuesto al de los asientos donde se sentaban él y Rosa, armando bastante más jaleo que cuando estaban en el andén.

—¡Lo sabía! —masculló Pedro.

—¿Has encontrado ya lo que buscabas?

—No.

—¿Entonces qué es lo que dices que sabías?

—Que tendríamos a los monstruitos en nuestro vagón.

—Se dice coche, no vagón —corrigió Rosa, a quien de repente le apeteció hacerlo rabiar un poco más.

—¡Me da lo mismo cómo se diga! Míralos. Ahí los tienes dando guerra y los padres como si no pasase nada —redobló él sus quejas.

La familia entera se puso a colocar las bolsas en el portaequipajes del techo entre un barullo de voces que llegaba indistintamente hasta donde se encontraban Pedro y Rosa. El padre iba llamando, uno tras otro, a los niños por sus nombres, acomodaba la bolsa y la madre les asignaba un asiento, como si aquello se tratase del trabajo en cadena de una fábrica.

—Insoportables —murmuró Pedro mirándolos por encima de los anteojos con una mueca de desagrado.

—No seas así —Rosa sonrió observándolos con benevolencia—. Están en la otra punta. Además, en cuanto se hayan acomodado y empecemos a movernos, el vaivén los adormecerá.

—¡Pero qué ilusa eres! ¿Acaso te has creído que esos vándalos son bebés y el tren es una cuna?

—¡Pedro! —lo reprendió Rosa frunciendo el ceño.

—¿Qué? —Él cruzó los brazos apretándolos mucho contra el pecho para dar a entender que estaba enfurruñado—. Esos brutos van a darnos el viaje.

—Haz el favor de no exagerar y baja la voz si no quieres que te oigan.

El padre y la madre a duras penas podían controlar a los niños. Poco a poco habían ido sentándolos en sus asientos, pero ellos se levantaban una y otra vez, y querían ir a otro lugar.

—¡Encima esto! —bisbiseó él.

—¿Se puede saber qué te ocurre ahora?

—Los vamos a tener dando guerra por todo el vagón.

—Pedro, no digas eso. Todos hemos sido niños alguna vez en nuestra vida y hemos dado la lata.

—Pero no hemos sido tan revoltosos.

—Eso es que ya no te acuerdas de cómo eras a su edad. Ahora el insufrible estás siendo tú. —Rosa se cubrió la boca con una mano para que su marido no notase cómo se reía de él.

El más pequeño de los niños comenzó a corretear por el pasillo del coche. La madre lo llamó varias veces por su nombre sin girarse siquiera mientras se ocupaba de volver a sentar a los gemelos, pero el pequeño no le hizo ningún caso y continuó deambulando de un lado a otro. Después desapareció durante un par de minutos en el coche siguiente. Pedro suspiró, aliviado de pensar que se habrían librado de él. Sin embargo, no tardó en reaparecer y continuó correteando pasillo arriba y abajo hasta que se detuvo junto a los asientos de Rosa y Pedro. Visto de cerca, el niño parecía aún más desaliñado que en el andén, el cabello desgreñado y grandes ojos oscuros de mirada torva.

—Hola —lo saludó Rosa con amabilidad moviendo la mano.

El niño no respondió al saludo. Se limitó a contemplarla con fijeza, abriendo mucho la boca y clavando en ella sus pupilas negras como botoncitos.

—Hola, guapo, ¿cómo te llamas? —insistió Rosa.

El niño siguió sin pronunciar una sola palabra, absorto en su contemplación.

—¿Quieres uno? —le ofreció ella un caramelo de la bolsita, que ahora reposaba en su regazo.

Al ver el caramelo, el niño alargó la mano y lo agarró con un movimiento raudo, como el de un ave rapaz cuando se lanza en picado para cazar una presa. A continuación, se lo introdujo con rapidez en la boca sin apartar los ojos de Rosa, se inclinó hacia delante tanto como le permitieron sus piernecitas y le acarició el rostro con suavidad, sonrió de una manera extraña, casi siniestra, y regresó trotando hasta donde estaban sus padres.

—Ya te dije que son unos maleducados. Casi se me sube encima como si yo fuese un cojín y ni se ha dignado dar las gracias. —A Pedro se lo llevaban los demonios.

—Será tímido.

—Alicia era muy retraída de pequeña. Si le decían algo, se ponía colorada como un tomate y tartamudeaba. Ese niño, en cambio… Te ha mirado con descaro. No me gusta, Rosa; no me gusta nada. Hay algo en él que no es normal.

—¿Qué?

—No lo sé… No me parece un niño como los demás.

—Pues yo no le veo nada raro.

—Eres demasiado cándida —repuso él, y continuó criticando a la familia y quejándose por lo mal que se educaba a las nuevas generaciones.

Rosa no respondió nada, acostumbrada como estaba a sus protestas por cualquier cosa y que a todo le encontrase alguna falta, por leve que fuese. Simplemente guardó el paquetito de caramelos en el bolso. Luego abrió su revista por una de las páginas centrales y se concentró en un mosaico de fotografías en color de la boda de un personaje famoso. Él, por su parte, volvió a sus periódicos y comenzó a releer con verdadero deleite las noticias de las desapariciones.