Las baldosas del andén trepidaron cuando, entre bufidos y un agudo chirriar de frenos, hizo su entrada la pesada locomotora del tren arrastrando tras de sí un coche bar, tres coches de viajeros y un furgón de equipajes en la cola. El estrépito, excesivo para una máquina moderna, acalló cualquier otro sonido y logró que los únicos viajeros que se hallaban en el andén se olvidasen de todo y fijasen la vista en el convoy a medida que se aproximaba a ellos con lentitud.
En cuanto el tren se hubo detenido por completo, las puertas se abrieron con un siseo neumático y un revisor uniformado, tocado con una gorra ligeramente ladeada, se apeó de un salto de uno de los coches de viajeros. El hombre de los cajones de aluminio lo llamó chistando y, mientras aguardaba a que fuese hasta donde él estaba, se sacó de un bolsillo del abrigo unos papeles, extendió el brazo en cuanto el revisor llegó y se los entregó sin decir ni mu. El empleado ferroviario los examinó con atención ante la mal disimulada resignación del hombre. A continuación y tras un breve intercambio de palabras, cada uno de ellos empujó un cajón hasta el furgón de equipajes. El revisor descorrió un portón lateral y entre los dos subieron rápidamente los dos cajones de aluminio. Después, bajo la atenta vigilancia del hombre, el empleado ferroviario cerró el portón con un porrazo estridente, lo bloqueó con una llave y lo aseguró también con un candado.
—Rosa, mira los billetes para ver cuál es nuestro vagón. —Pedro, que hasta ese momento había observado la escena con una mezcla de fascinación y curiosidad, retornó a la realidad.
—Aquí dice «coche número 1», o sea, que será el primero.
—¡Rosa, apaga ese cigarrillo, que perdemos el tren! —apremió a su mujer al ver que ella iba a dar una calada.
—Cálmate. El tren sale a las cuatro y faltan diez minutos para la hora. Tenemos tiempo de sobra —dijo ella riéndose mientras aplastaba sin prisa el cigarrillo casi consumido en un cenicero adosado a la pared.
Conocía la fobia de su marido y siempre que salían de viaje disfrutaba demorándose con pequeñas tareas de última hora, como revisar las luces y los grifos de casa o deteniéndose un momento en la calle a mirar algo para martirizarlo un poco.
Los dos se levantaron, él hecho ya un manojo de nervios, con el montón de periódicos bajo el brazo, su novela y la maleta bien agarrada por el asa. Antes de subir al tren, echó un último vistazo al andén. El matrimonio de los niños insufribles, como los había bautizado Pedro, estaba organizando las bolsas y dando órdenes como si fuesen un par de domadores de circo enfrentados a fieras salvajes. Ninguno de los dos adultos prestaba atención a nada que no fuesen los gemelos, de nuevo enzarzados en una pelea aún más agria que la anterior.
El hombre de los cajones de aluminio contemplaba impasible la escena sin quitarse las gafas de espejo. Pedro lo observó con interés unos instantes. Había algo extraño en él, algo que no terminaba de encajar en un simple viajero, pensó, al igual que las ropas de la familia tampoco eran las de unos veraneantes normales. Se comportaba como si estuviese patrullando el andén, analizando minuciosamente cada detalle del tren por insignificante que fuese. De repente, clavó la vista en Pedro, o al menos eso le pareció a él. Pedro se sintió incómodo. Aunque llevase los ojos cubiertos por las lentes, se figuró que estaba escudriñándolo con disimulo. Pese a todo, su aspecto y su porte no le resultaban del todo desconocidos. El Hombre de las Gafas, lo apodó mentalmente. Estaba seguro de que no era la primera vez que lo tenía delante. Quizá si se ponía de nuevo los anteojos de lectura para verle mejor, podría descubrir quién era… Sin embargo, el hombre de las gafas se subió con un salto ágil al tren aprovechando que se hallaba junto a la puerta abierta del último coche de viajeros, como si no quisiera darle más tiempo para que lo mirase.
—¡Pedro! —Rosa lo sobresaltó llamándolo con un grito desde dentro del coche que tenía enfrente—. Has estado metiéndome prisa desde esta mañana y ahora te quedas ahí quieto como un pasmarote. ¡Sube ya de una vez y no te quedes embobado si no quieres perder el tren! —le ordenó recordándole lo que más pavor le daba en este mundo para que no se entretuviese.
Al oír esto último, Pedro subió al tren casi de un salto que habría parecido imposible en un hombre de su edad. En cuanto tuvo la certeza de que, sucediera lo que sucediese, ya no se quedaría en tierra, respiró aliviado.