Al salir del vestíbulo de la estación de San Lucas del Arenal, Pedro y Rosa fueron recibidos por un cielo cubierto de nubarrones compactos y una ráfaga de viento fresco, cargado de olor a humedad, que presagiaban lluvia. Él lanzó una ojeada de desagrado al andén desierto. Su viejo y polvoriento reloj redondo colgado de la marquesina, las hileras de duros asientos de algún moderno material sintético de color naranja chillón y un par de vías sembradas de envoltorios de chicles y chocolatinas le parecieron detestables.
Pedro aborrecía las estaciones y los aeropuertos con toda su alma. Era una fobia que se remontaba a sus años de juventud y tan arraigada en su carácter que, siempre que debía utilizar cualquier transporte que no fuese su propio automóvil, se agobiaba hasta el punto de temblar como un flan. Ya desde el día anterior se impacientaba, miraba y remiraba los billetes para comprobar la hora de salida, y apenas dormía temiendo llegar tarde a la estación o al aeropuerto por culpa de un taxi averiado, un embotellamiento de tráfico o cualquier otro imprevisto imaginable. Albergaba la absurda idea de que los trenes y los aviones tenían la fea costumbre de reírse de los viajeros marchándose a mala idea sin previo aviso, de modo que había atosigado a su mujer desde la víspera para que estuviesen listos «con tiempo suficiente para no quedarse en tierra», y habían llegado a la estación de San Lucas del Arenal con mucha antelación.
Era muy temprano y, sin embargo, a juzgar por lo vacío que estaba el andén, lo más probable es que fuesen los únicos pasajeros para el expreso de las cuatro de la tarde: el último que viajaba a Madrid desde el pueblecito de veraneo donde habían pasado casi tres meses.
Él consultó alternativamente su reloj de pulsera y la esfera amarillenta que pendía sobre su cabeza hasta quedar satisfecho por la puntualidad con la que las manecillas de ambos marcaban la hora. Después, lanzó una mirada de reproche al cigarrillo que sostenía Rosa entre los dedos sin poder disimular cuánto le disgustaba el tabaco.
—Ese veneno te matará —musitó Pedro, que jamás perdía la ocasión para reprobarla por fumar.
—¿Cómo dices? —ella sonrió sin piedad porque sabía de sobra que su marido cambiaría de tema en cuanto ella fingiese que no lo había oído.
—Que deberíamos haber venido en nuestro coche —comentó entonces él de repente girando el torso.
—¿Por qué?
—Así habríamos podido marcharnos más temprano y ya estaríamos tranquilos en casa, en vez de aquí.
—¿Bromeas? —preguntó Rosa expulsando con deleite una gran bocanada de humo por el placer de chincharle.
—¡En mi vida he hablado más en serio! —protestó él sacudiendo con energía una mano para apartar las volutas del espeso humo blancuzco y acre que transportaba el viento hacia donde estaba y le irritaban los ojos.
—Con ese coche que tenemos no habríamos hecho ni un par de kilómetros antes de que nos dejase tirados en mitad de la carretera.
—No tienes ni idea de lo que dices.
—Yo creo que sí.
—No sabes nada de mecánica —acusó Pedro a su mujer.
—No, pero tengo oído. El motor suena como una caja llena de latas viejas, se calienta en las cuestas, se cala siempre en los semáforos… Y por si eso fuese poco, al frenar las ruedas chirrían como si estuviesen asesinando a un pobre gato. ¿Necesitas más datos?
—Solo necesita un pequeño ajuste —admitió él de mala gana que el coche ya no estaba precisamente recién salido de fábrica.
—¿Tú crees?
—Mañana mismo lo llevaré al taller para que veas que tengo razón.
—Más bien deberías llevarlo al desguace antes de que nos dé un disgusto —se burló ella mientras contemplaba la brasa del cigarrillo.
—No sé por qué me empeño en discutir contigo —rezongó él haciendo un mohín con los labios como un niño pequeño.
—Pues entonces no discutas, y arreglado.
—Da igual lo que diga; tú siempre tienes la última palabra. De todos modos, si hubiésemos venido en coche, al menos no estaríamos completamente solos en una estación perdida en una especie de pueblo fantasma en cuanto pasa el verano.
—Esto no es una estación perdida ni estamos solos —replicó Rosa, cada vez más divertida con la discusión, señalando con un movimiento de cabeza hacia un punto situado detrás de su marido.
Pedro se giró con discreción y reparó en un nuevo viajero que estaba de pie junto a dos cajones enormes en medio del andén solitario. Había debido llegar hacía unos momentos, mientras él y Rosa hablaban sobre el coche. Se fijó primero en los cajones: como dos féretros de aluminio, altos, con unas abrazaderas que los cerraban herméticamente y unas asas para transportarlos. Después contempló al hombre con curiosidad. Vestía un traje muy bien cortado, posiblemente confeccionado a medida, zapatos de marca y un abrigo caro. Aunque el cielo estaba encapotado, llevaba unas gafas de montura metálica cuyas lentes de espejo le ocultaban la parte superior del rostro hasta hacerlo difícilmente reconocible.
El hombre parecía relajado y, no obstante, algo en sus ademanes delataba que estaba inquieto. Pedro habría jurado que miraba de soslayo con gran disimulo a diestra y siniestra, sin separarse ni un solo instante de los cajones. De vez en cuando les colocaba las manos encima y los acariciaba con movimientos circulares suaves, como si quisiera cerciorarse en todo momento de que no les habían crecido patas y seguían allí, quietos, junto a él. Por lo demás, el andén permanecía silencioso, bañado en la tenue luz grisácea de un cielo cubierto de nubarrones.
—Alicia debería haber venido a despedirse de nosotros. —Pedro se removió en su asiento, incómodo, porque se le estaba clavando en los huesos.
Tras comprobar que Rosa tenía razón una vez más y que no estaban solos, había optado por cambiar de tema de nuevo.
—No te enfades con ella.
—No me enfado, pero me habría gustado verla antes de marcharnos.
—Ahora está muy ocupada en ese proyecto confidencial del que nos habló.
—¿Tanto como para no habernos traído a la estación y luego volver al trabajo? Apenas la vemos desde que la contrataron en ese sitio de investigación del mar o de lo que sea.
—Pedro, Alicia es una mujer adulta con responsabilidades y nosotros no necesitamos que nadie nos traiga y nos lleve como si ya fuésemos dos viejos gagá.
Rosa continuó fumando sin prestar atención a la interminable retahíla de quejas de su marido, las cuales se vieron interrumpidas cuando el andén se llenó de voces infantiles. Sorprendido por el barullo, él se calló y observó a un grupo de recién llegados: una familia compuesta por un matrimonio y cinco niños.
El padre vestía un traje con corte pasado de moda. La tela, oscura y con rayas, hacía juego con una corbata ancha a la que le había hecho un nudo Windsor sobre el que destacaba una prominente nuez. Pedro no pudo evitar fijarse en los zapatos, de color blanco y negro como los que hacían furor en la década de 1920, y en el sombrero Borsalino. La madre, por su parte, llevaba un traje sastre anodino, aunque se notase que estaba tan anticuado como el del marido, un maquillaje ligero que le resaltaba los ángulos del rostro y el cabello de color trigueño recogido con una sorprendente perfección en un moño bajo. Verlos de aquella guisa, totalmente fuera de contexto en aquel andén, le recordó el argumento de una película en la que un personaje en blanco y negro salía de la pantalla para conocer a la protagonista. No daban la impresión de ser veraneantes como cualquier otro ni que su atuendo fuese el que alguien que se va de vacaciones metería en la maleta para estar cómodo.
Los hijos, en cambio, eran de lo más variopinto. Pedro reparó primero en una muchacha adolescente, esmirriada y larguirucha, de cabello lacio, cuyo tono azabache era sin duda el resultado de algún tinte químico. Debía ser la mayor de los hijos, supuso. Vestía como muchas chicas de su edad, con una cazadora de cuero negro decorada con tachuelas, una camiseta oscura sobre la que destacaban varios collares hechos con extrañas piezas de acero, procedentes de alguna chatarrería a juzgar por el aspecto, pantalones también oscuros y unas botas militares con la piel cuarteada. No guardaba ningún parecido con los padres, al menos físicamente, advirtió entonces Pedro al compararla con ellos, ni tampoco con otras chicas de su edad. Su expresión, distante y fría, le resultó peculiar, como si la muchacha estuviese por encima del bien y del mal, ajena a todo cuanto la rodeaba. Carecía, pensó, de la timidez que les provoca la inseguridad a las adolescentes.
La muchacha llevaba de la mano a un niño de corta edad, no más de seis o siete años, bajito y desgreñado, despechugado, los faldones de la camisa sin remeter en un pantalón corto que dejaba al descubierto unas rodillas llenas de costras resecas y despellejaduras. Por encima de los zapatos, sucios de polvo, le caían los calcetines comidos. Aunque el niño fuese de corta edad y estuviese tan alejado que ni siquiera hubiese reparado en él ni lo mirase, su aspecto le causó una sensación de repugnancia apenas explicable, mezclada con incomodidad, que lo hizo sentirse como un monstruo.
A su lado había otra chica bastante joven, todavía con las redondeces propias de la infancia, muy peripuesta y con aspecto de no haber desobedecido a sus mayores jamás en toda su vida. Lucía un vestidito muy pulcro de raso color crema, similar a los que llevan las damas de honor en una boda, con la falda bien alisada, zapatitos de charol relucientes y el cabello cobrizo recogido a los lados en dos trenzas con sendos lazos de satén rosa bastante cursis. Como si fuese la encarnación de una niña de la Inglaterra victoriana, a Pedro le trajo a la memoria una muñeca salida de una casita de juguete con la carita de porcelana, de tez sonrosada y mejillas arreboladas hasta la exageración, desportillada en algunos puntos, y unos ojos muy redondos y vítreos de pez.
Jugueteaba cuidando mucho de no mancharse con dos niños gemelos tan sumamente idénticos que habría sido imposible distinguirlos de no haber sido por el color de la ropa. Ambos llevaban jerséis de rombos como si fuesen un par de arlequines y pantalones de pana gruesa, más adecuados para el frío del invierno que para un día templado de otoño, e iban muy repeinados.
Le llamó mucho la atención el hecho de que, salvo los gemelos, ningún niño guardase parecido con otro, y que todos ellos tuviesen un aspecto poco saludable debido a la palidez de sus rostros.
Cada miembro de la familia llevaba una bolsa de viaje no muy grande de nailon. La tela se veía flácida, de modo que lo más probable era que viajasen con poco equipaje. Tanto el padre como la madre estaban muy pendientes de los niños y Pedro dedujo por la actitud de ambos que les preocupaba más de lo normal que se alejasen de ellos en algún momento, como si la estación de aquel pueblo fuese un lugar peligroso o temieran que se pudieran escapar en cualquier momento.
De repente, uno de los gemelos intentó arrebatarle algo al otro de las manos y ambos comenzaron a pelearse y a gritar. En tan solo unos segundos la chica regordeta se unió a la trifulca, siempre cuidando de no ensuciarse el vestido. El niño más pequeño se puso a llorar con desconsuelo a la vez que emitía unos gruñidos sonoros e inarticulados. La muchacha adolescente comenzó entonces a reprender a los gemelos de malos modos tras dedicarles un gesto obsceno con el dedo corazón de la mano mientras los padres trataban de separarlos sin demasiado éxito.
—¡Qué gentuza tan maleducada! —rezongó Pedro en voz baja dedicándoles una mirada hosca, espantado de ver lo que para él era el colmo de la ordinariez.
—No se lo tengas en cuenta. No son más que críos —le riñó Rosa, mucho más tolerante, tras expulsar sin prisa otra bocanada de denso humo lechoso.
—Eso no es una excusa.
—Estarán nerviosos por el viaje.
—Los nervios no disculpan a esa muchacha. Ese gesto…
—¿Qué gesto? —preguntó Rosa.
—Ese que ha hecho con la mano. —Pedro lo imitó cuidando mucho de no levantar demasiado el dedo para no ser tan explícito como la adolescente—. Eso solamente lo hacen los barriobajeros y… En fin, olvídalo. Será mejor que me calle.
—No los juzgues sin conocerlos.
—Seguro que con mi suerte tendrán sus asientos pegados a los nuestros —farfulló Pedro con el ánimo sombrío.
—Eres un pesimista incorregible. —Su mujer le dio unas suaves palmaditas en la rodilla.
—Soy realista, y esos mocosos, insufribles. Si sus padres no aprenden a controlarlos, acabarán por darles un disgusto el día menos pensado. Ya lo verás —apostilló, atento a la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
Los padres consiguieron por fin y con mucho esfuerzo separar a los gemelos y los regañaron en voz queda. Entretanto, el hombre de los cajones de aluminio permaneció en el mismo lugar donde Pedro lo vio por primera vez, sin moverse ni separarse siquiera un centímetro de los cajones, las manos colocadas sobre ellos, ajeno a lo que estaba sucediendo a escasos metros de él.
En ese momento, el sonido de la megafonía se superpuso a cualquier otro y una voz anodina con estridencias metálicas anunció la llegada del próximo tren con destino a Madrid.