Estación de San Lucas del Arenal

Lunes, 15.20 h

CONTINÚA LA BÚSQUEDA DE UNA TURISTA DESAPARECIDA

La policía local y un grupo de voluntarios prosiguen las labores de búsqueda de A. K. L., la turista británica desaparecida en San Lucas del Arenal la noche del viernes al sábado en misteriosas circunstancias. San Lucas del Arenal, 17 de octubre de 2011.

La policía de San Lucas del Arenal continúa buscando a A. K. L., la turista de nacionalidad británica de dieciséis años que desapareció el pasado viernes sin dejar rastro. La joven salió a comprar hielo pasadas las diez de la noche, han declarado unos amigos con quienes se hospeda en un apartamento de la urbanización Las Gaviotas, situada frente a la playa de El Risco. Extrañado por la tardanza de A. K. L. y al ver que no contestaba al teléfono móvil, su novio fue hasta la gasolinera cercana adonde la joven dijo que iría.

Según los empleados de guardia, la chica estuvo un par de minutos en el establecimiento y uno de ellos la vio tomar una vereda que atraviesa un descampado entre la carretera y el paseo marítimo, donde está situada la urbanización Las Gaviotas.

Tras una hora de búsqueda infructuosa en la que participaron los propios empleados de la gasolinera, el novio y los amigos de A. K. L., estos informaron sobre la desaparición a la policía, que puso en marcha una batida con perros rastreadores sin que hasta el momento haya habido resultados positivos. Se da la circunstancia de que la noche del jueves el fuerte temporal de la última semana vino acompañado de una intensa lluvia y que un tramo de la vereda citada discurre paralelo a una torrentera que desemboca en el mar.

«Hemos solicitado un equipo de buceadores por si la muchacha se acercó demasiado al borde de la torrentera, que iba muy crecida, cayó en ella y fue arrastrada mar adentro», ha declarado el portavoz de la policía. «Eso explicaría por qué hasta ahora los perros no han encontrado nada», ha añadido.

La noticia, pese a la curiosidad morbosa y malsana que suele suscitar este tipo de casos entre el gran público, no figuraba en la portada del periódico local ni estaba encabezada por un titular sensacionalista escrito con letras que destacasen por su tamaño o su tipografía, sino todo lo contrario. Era una información breve y anodina, escondida en las páginas interiores del diario. Estaba tan lejos de las primicias de aquel día o de la sección de deportes que pasaría desapercibida para la mayoría de los lectores, ya sea por despiste o por la desgana de leérselo todo de cabo a rabo. No obstante, venía acompañada por el retrato no muy grande, en color, de una adolescente de cabello rubio liso sujeto por una diadema de carey o algún material similar, ojos de color azul claro empequeñecidos por dos enormes carrillos rubicundos y una naricilla respingona en una de cuyas aletas relucía un arete plateado.

Por algún motivo incomprensible el redactor jefe no había escogido una foto reciente de las muchas que se habían hecho la adolescente y sus amigos durante los últimos días, sino uno de esos retratos en los que se posa de medio cuerpo sobre un fondo blanco con el uniforme escolar recién planchado e impecable, la cara despejada y una amplia sonrisa entre pánfila y forzada. Era obvio que se trataba de una foto destinada a ser colocada por orden alfabético a final de curso en una orla enmarcada que, con el paso de los años, acabaría arrumbada en un trastero polvoriento entre un montón de trastos inservibles, junto con los libros y los cuadernos escolares olvidados por su propietaria.

Pedro Navarro estudió con detenimiento el retrato granulado del papel prensa durante unos instantes, frunció el ceño y meneó sin disimulo la cabeza de derecha a izquierda con gesto avinagrado. Después, tras emitir un prolongado y sonoro bufido, se arrancó los anteojos de lectura comprados en la farmacia tirando con brusquedad de una de las patillas, y dobló con movimientos ostentosos el periódico con gran ruido mientras mascullaba entre dientes algo que Rosa, su mujer, fue incapaz de entender.

—¿Se puede saber qué te pasa ahora, Pedro? —preguntó ella entonces arrugando el entrecejo.

Aunque estuviese ya más que acostumbrada a oír rezongar a su marido a todas horas y por cualquier nimiedad desde el mismo día de su jubilación, hacía un año, sabía distinguir sin problemas cuándo él quería que le prestasen atención como a un crío, y aquella era una de esas cada vez más numerosas ocasiones.

—Nada, no me pasa absolutamente nada. Solo he dicho que con esta chica ya van tres.

—¿De quién hablas?

—¿De quién crees que voy a hablar? De la chica del periódico, la que andan buscando desde el viernes por la noche —replicó Pedro golpeando con suavidad el diario con los anteojos plegados antes de volver a calárselos con ambas manos para poder examinar de nuevo el retrato y la noticia.

Rosa no contestó. Se limitó a encogerse de hombros y a enarcar las cejas mientras él leía sin prisa cada palabra del titular, vocalizando con mucho cuidado para que ella no se perdiese ni un solo dato.

—¿Te das cuenta? Es la tercera persona que desaparece en solo una semana —prosiguió Pedro, a quien sacaba de sus casillas que su mujer hiciese aquel gesto de indiferencia en lugar de darle conversación—. ¿No te parece un poco extraño para un pueblo tan pequeño como este?

Rosa entornó levemente los párpados y apoyó con suavidad la cabeza sobre el respaldo del asiento mientras enrollaba con las manos una revista de moda y cotilleos hasta formar un canuto.

—Si quieres que te sea sincera, no —repuso, con la revista colocada en el regazo y agarrada como si fuese un manillar.

—¿Pero has leído la noticia?

—¿Para qué iba a leerla? No ha sido necesario. Tú mismo me la has contado con todo lujo de detalles esta mañana mientras desayunábamos, y me acabas de repetir el titular por si acaso se me había olvidado.

—¿Y qué opinas? Dime —insistió él con vehemencia.

Esta vez fue Rosa quien suspiró con gran ruido antes de incorporarse para responder con una mezcla de apatía e irritación a la pregunta, recalcando las palabras del periódico para dar a entender a su marido que ella las daba por buenas.

—Pues ya que me lo preguntas, te recuerdo que desde el lunes pasado hemos tenido temporal casi todos los días. Como dice la policía, es probable que esa chica se acercase demasiado a la orilla del cauce, que tropezase o se resbalase y la corriente la haya arrastrado hasta el mar. Así que opino que no sería la primera ni la última vez que ocurre algo así, y fin de la historia.

—Eso es lo que cuenta el periódico —masculló él arrastrando mucho las palabras para imprimirles un inequívoco tono de duda.

—¿Y qué otra cosa quieres que cuente, si se puede saber?

—No sé.

—Pues entonces no le des más vueltas al asunto. Los periódicos no suelen inventarse las noticias salvo para gastar una broma el día de los Inocentes… Y, si las cuentas no me fallan, creo que para eso aún faltan casi tres meses.

—¡Por supuesto!

—¿Por supuesto qué?

—Que faltan tres meses…

—¿Entonces qué es lo que te sorprende tanto de la noticia? —cortó Rosa a su marido, exasperada por lo que prometía convertirse en una disertación sobre alguna conspiración de la prensa urdida por mentes retorcidas para acallar la verdad—. Se limitan a explicar que una chica volvía a su casa de noche, que es probable que se haya caído en una torrentera y que están buscándola incluso con perros rastreadores. Es así de simple y sencillo.

—Ya, pero yo he visto esa torrentera y te puedo asegurar que no es tan profunda como para tragarse a una persona casi adulta.

—¿Que la has visto? ¡Claro que la has visto y también yo un montón de veces! Pero ha sido este verano, cuando estaba seca y no habían empezado a caer chuzos. Ahora que está llena de agua es un verdadero peligro; así que, repito, no le des más vueltas a ese asunto de la chica desaparecida porque lo más probable es que la corriente la arrastrase hasta el mar. Ya aparecerá.

—Pues yo no estaría tan seguro de que haya sido ese el motivo —refunfuñó de nuevo para tratar de imponerse a la locuacidad de su mujer.

—¿Por qué, si puede saberse?

Rosa volvió la cabeza y, más calmada, contempló a su marido con una media sonrisa dibujada en el rostro. Con la barba de unos días, su vieja gorra de cuadros, una rebeca de lana verdosa deslucida, su camisa azulenca favorita, pantalones de pana marrón y una mugrienta gabardina grisácea que solo se quitaba en verano, Pedro Navarro había terminado convirtiéndose en la viva estampa del jubilado aburrido que pasa las horas muertas contemplando obras en la calle y haciendo un mundo de cualquier cosa por insignificante que sea. Para recalcar aún más aquella penosa imagen, sobre sus rodillas reposaba una gran pila de periódicos atrasados que no había tenido tiempo de releer hasta la saciedad en los últimos días. Y encima de la pila, contrastando con los diarios, destacaba un librito viejo de papel amarilleado por el paso del tiempo, medio desmenuzado ya y resobado por innumerables lectores, comprado en una librería de segunda mano por tan solo unos céntimos.

—Eso significa que tienes alguna teoría sobre lo que ha sucedido, ¿verdad? —lo pinchó ella para tirarle de la lengua antes de volver a su anterior postura con los ojos medio cerrados y la revista bien agarrada con ambas manos.

—¡Pues claro que sí! —exclamó él, ofendido por la burla implícita en la frase.

—Estoy deseando escucharla —mintió Rosa, consciente de que si no le seguía la corriente, más tarde o más temprano él se la contaría, quisiera o no.

—Sé que te sonará un tanto estrambótico —aunque supiese que su mujer no tenía ningún interés, él se animó. Entonces, tras inspirar como si realizase un esfuerzo, bajó la voz hasta convertirla en un susurro difícilmente audible—: Tráfico de órganos.

—¿Cómo dices? —sorprendida, Rosa se reincorporó de golpe al oír aquellas tres últimas palabras.

Pedro contempló con fijeza a su mujer, los ojos entrecerrados para poder enfocar mejor a través de las lentes de los anteojos, que no eran de su graduación.

—He dicho «tráfico de órganos» —repitió en tono conspiratorio, arrimándose mucho a Rosa, cuyo traje de chaqueta celeste conjuntado con un pañuelo de color ceniza al cuello y unos elegantes zapatos grises con su bolso a juego le daban un aspecto deslumbrante al lado de alguien como él, tan poco pendiente de su aspecto o de la moda más elemental.

—¡Pero qué idea tan descabellada!

Rosa le propinó unos golpecitos suaves en el pecho con su revista, ahogando una carcajada.

—¡Al contrario! —él se sintió herido en su orgullo por el tono desdeñoso del comentario—. Piénsalo bien. San Lucas del Arenal es un lugar de veraneo donde vienen turistas de todas partes. Hasta ese punto estamos los dos de acuerdo. —Esperó a que ella asintiese con un movimiento de cabeza antes de proseguir—. De repente, en solo una semana, desaparecen como por arte de magia y sin dejar rastro nada menos que tres personas. ¿Y qué es lo único que tienen en común? Que todas ellas son jóvenes.

—¿De quién hablas ahora?

—De las otras dos personas que han desaparecido también.

—¿Te refieres a la mujer y al hombre de quienes no dejaste de hablarme la semana pasada?

—Sí, a esos.

—Si te soy sincera, no comprendo muy bien qué relación existe entre ellos y la chica de la torrentera.

Pedro meneó la cabeza durante unos segundos y miró hacia arriba, como si implorase paciencia y fuerzas para explicarle algo a una persona dura de mollera.

—Lo que quiero decir es que existen organizaciones, mafias…, llámalas como prefieras, dedicadas a ese negocio infame del tráfico ilegal de órganos.

—¿No irás a creer que…? —Rosa ni siquiera se tomó la molestia de terminar la frase.

—Por supuesto que lo creo. En realidad lo sé —afirmó tajantemente Pedro y agitó frente a sus narices el librito que reposaba sobre los periódicos—. Esta novela cuenta la historia de un detective de policía que investiga la desaparición de varios chicos y chicas jóvenes en una ciudad pequeña donde nunca sucede nada.

—¿Y qué tiene eso que ver con lo que me has dicho de las mafias?

—Pues que el protagonista acaba de descubrir que en las afueras de la ciudad existe una clínica privada. Casualmente, antes de desaparecer, todos los jóvenes habían ido allí para someterse a operaciones de cirugía estética. Es entonces cuando él se huele que han podido secuestrarlos para matarlos y extirparles los órganos para trasplantárselos a otras personas, millonarios que pagan fortunas. Se da cuenta porque ve salir de la clínica una camioneta frigorífica y…

—¡Por el amor de Dios, Pedro! —Rosa lo interrumpió con rudeza.

—¿Qué?

—¡Desde que dejaste de trabajar te pasas el día encerrado entre cuatro paredes leyendo esas historias absurdas o pegado al televisor viendo programas sobre crímenes! Hace unos meses te dio por creer que en el vecindario se había instalado una red de trata de blancas simplemente porque viste un reportaje en la televisión después de que abriesen un bar enfrente de casa.

—No me negarás que ese local no tiene precisamente lo que se dice horarios muy normales.

—Es un bar que abre por las noches, nada más.

—Razón de más para que se dediquen a ese negocio, sobre todo si tienes en cuenta que…

—¡Basta ya! No quiero oír ni una sola tontería más —zanjó Rosa la explicación sin querer escuchar una palabra más sobre un tema con el que su marido la había machacado durante semanas el invierno anterior—. Si sigues por ese camino, terminarás por confundir la fantasía con la realidad —le advirtió con severidad.

—¿Pero quién te dice que no podría ocurrir algo parecido aquí?

—¿El qué, la trata de blancas? ¿En San Lucas del Arenal?

—No te hablo de la trata de blancas, sino del tráfico de órganos.

—Tienes demasiada imaginación —le reprochó ella, haciendo acopio de toda su paciencia y con una mueca de disgusto dibujada en los labios mientras rebuscaba en su bolso.

—No tengo imaginación. Simplemente no me dejo engañar por la primera patraña que me cuentan en un periódico.

—Te dejas engañar por lo que lees y lo aderezas con tu imaginación.

—Sabes que no es así, Rosa —protestó él, firmemente convencido de que existía una conjura mundial para ocultar la verdad, tras haberlo leído en una de sus novelas baratas—. Y no fumes —reprendió con aspereza a su mujer alargando mucho la u al ver que esta sacaba una pitillera de cuero—. Es un vicio nefasto para la salud —remató la regañina al distinguir también el mechero dorado de gasolina que la acompañaba a todas partes.

—Y tú no gruñas. —Rosa lo imitó alargando también la u—. Es un vicio nefasto para el humor —se burló de él repitiendo sus palabras mientras aprovechaba para guardar la revista en el bolso.

Molesto por la mofa, Pedro se encogió de hombros, se quitó los anteojos de lectura y los metió en el bolsillo de la camisa. Luego paseó la mirada por la estación de San Lucas del Arenal, un edificio clásico de ladrillo rojizo de los primeros tiempos del ferrocarril. Sus imponentes ventanales de madera enmarcados en dinteles de piedra blanca y el piso de mármol deslustrado le recordaban otras épocas en que nadie soñaba siquiera que un día se viajaría por el aire o en un vehículo propio.

En la fértil imaginación de Pedro Navarro se pintó por unos instantes un cuadro animado de gente paseando sin prisa por el vestíbulo. En su visión, las mujeres, con grandes sombreros decorados con una profusión de plumas, voluminosas faldas hasta las suelas de delicados botines, blusas llenas de volantes, guantes de croché y sombrillas de encaje, charlaban con hombres apoyados en bastones con empuñadura de plata, tocados con chisteras, levitas, chalecos y abrigos largos. Al ver las taquillas, que aún conservaban las ventanillas con sus barrotes de hierro cromado, imaginó las largas colas de viajeros aguardando con infinita paciencia su turno a que un displicente empleado ferroviario, con los ojos ocultos por una visera y las mangas de la camisa sujetas por una liga, despachase los billetes.

A continuación acarició —casi rozó— delicadamente con las yemas de los dedos el banco de madera ajada donde se hallaba sentado y miró al frente, a las puertas vidrieras de acceso al andén. De nuevo su ensoñación lo trasladó a otra época e imaginó todas las familias que se habrían sentado allí mismo mientras esperaban su tren. Entornó los párpados una fracción de segundo y pudo sentir el estruendo de una pesada locomotora de vapor con su ténder cargado de carbón al acercarse por la vía, el olor del humo e incluso la carbonilla flotando en el aire. Al abrirlos, todas aquellas imágenes románticas a sus ojos se desvanecieron. En su lugar quedó tan solo un vestíbulo vacío sin más concesión a la modernidad y a la era de la electrónica que un enorme panel luminoso completamente fuera de lugar.

—Será mejor que salgamos de aquí si quieres fumarte esa porquería que está dejándote los pulmones como una chimenea vieja —rezongó Pedro de mala gana.

—No es necesario que vengas si no quieres —replicó Rosa, ya en pie, dispuesta a ir al andén ella sola.

—No me importa. Prefiero esperar el tren fuera.

Rosa contempló con cariño la figura de su marido mientras se dirigía a la puerta arrastrando las maletas de los dos, y se prometió que, en cuanto estuviesen de vuelta en casa, le buscaría algún tipo de entretenimiento —lo que fuese— para ese invierno antes de que acabase por desquiciarla con sus historias de conjuras.