Durante toda una tarde, Serdar y Naia estuvieron sentados y callados, bebiendo vino y practicando el arte del visionado de sombras.
Tenían una terraza perfecta para ello, con un entramado que proyectaba distintos dibujos a medida que la luz del sol se iba inclinando y las hojas de la parra se agitaban con la brisa. Las pequeñas oscuridades se entretejían sobre una pared blanca mate, no demasiado plana, lo que la hacía partícipe de la danza. Consistía en contemplar los delicados detalles, apreciar la belleza fugaz de cada figura y el objetivo era perderse en aquella sosegada armonía.
Terminó cuando el sol se escondía por el oeste tras las torres, que durante un rato se vieron de color morado sobre el fondo, aún azul, del cielo y cuyas propias sombras formaban una coda. Rápidamente, la oscuridad cubrió los surcos de la ciudad. Algunas luces aisladas, minúsculas en la distancia y muy diseminadas, se iban encendiendo. Los acreedores no las necesitaban, solo algunos de los humanos que quedaban las utilizaban. Poco a poco, el cielo también se fue apagando, aunque el ambiente seguía algo templado y las flores y la parra seguían desprendiendo su aliento dulce.
Serdar se revolvió perezosamente y dijo en voz baja:
«Las sombras, como la vida,
se movían bajo la estival luz del día.
La noche las reclama».
Un poema era apropiado, como una declaración de que el evento había finalizado.
—¿Es muy antiguo? —preguntó Naia desde el asiento de al lado.
—La forma sí que lo es, claro —dijo—. La letra es mía.
—Podías haber comparado esos renacimientos artísticos con las sombras —sugirió—. La base de datos las presentía especialmente para nosotros, según nuestras preferencias; escogemos unas cuantas y jugamos con ellas; perdemos interés y se vuelven a desvanecer para regresar a su estado cuántico.
Lo consideró.
—Una idea interesante —convino—. Podría resultar difícil conseguir una redacción tan compacta.
Ella sonrió con un rostro que a él le parecía cada vez más borroso; pensó que estaba forzando la sonrisa.
—Un problema para pasar el rato.
—No creo que me molestase en hacerlo. ¿Y tú?
—No, pero a lo mejor ordeno que lo hagan por mí.
—¿El programa puede crearlo exactamente igual que tú?
—¿Por qué no?
Vaciló.
—Me pregunto (discúlpame) si el resultado sería demasiado elegante. No quiero decir que no pudieras lograrlo tú misma, querida; sin embargo, probablemente tardarías días en pulirlo, y dudo que lo hicieras.
Ella suspiró:
—Es cierto, un poema creado en menos de un nanosegundo carece de ese valor.
No es que se fuera a notar la diferencia, pero en cualquier caso ¿quién, aparte de ella y de su compañero, iba a toparse con el verso?
El ocaso se precipitaba hacia la noche y se empezó a ver el brillo de algunas estrellas. Repentinamente, un destello blanco resplandeció al oeste. Uno de los satélites que desviaban el bombardeo de rayos cósmicos había tropezado con una nube de polvo y gas, un coágulo de la nebulosa en la que el sistema solar estaba inmersa, y estaba ionizando la materia para deshacerse de ella.
—¡Oh, mira! —dijo Naia. Sus ojos buscaban las sombras que se habían vuelto a proyectar.
La luz desapareció y pareció que el cielo se oscurecía aún más profundamente que antes. No hubo tiempo para observar los nuevos estampados, ni los detalles, ni para disfrutar de las sutilezas. Una suave brisa trajo la primera ráfaga de frío.
Naia se estremeció.
—Es un momento frío del día —murmuró.
—¿Vamos adentro?
—Todavía no, me gustaría redimir mi mal humor, si puedo. ¿Te importa?
—Claro que no. Yo también tengo cosas en qué pensar. —La verdad era que creía que debía permanecer cerca de ella, era propensa a sufrir períodos de melancolía, aunque no era la única.
Se recostaron para admirar las estrellas, que seguían apareciendo. Sabía que lo que ella trataba de hacer era comprender y apreciar, con todas sus fuerzas, que en la lejanía habitaba la inteligencia, que el universo había empezado a cobrar sentido.
El tiempo transcurrió, la ciudad se volvió todavía más oscura que el cielo, pues había más luces brillando arriba que abajo.
—Pero ¿es lo que nosotros significamos? —reclamó Naia.
—¿Cómo? —preguntó sobresaltado.
Se inclinó de costado para situarse frente a él y buscó su mano a tientas. Él se la cogió y ella se aferró con fuerza.
—Ya sabes, esas mentes, como nuestro Ecuménico. Ya no somos nada.
Trató de armarse de toda la calma que le fue posible y escogió sus palabras cuidadosamente.
—Un número «an» equivale a un «sha» dividido entre «yi». Cuando «yi» se aproxima a cero, «an» aumenta ilimitadamente.
—¿Qué… qué quieres decir con eso?
Se encogió de hombros, un gesto que, pensó, a duras penas ella iba a advertir.
—Es una observación que oí una vez que estuve en un viaje virtual entre filósofos humanos, sin máquinas de ningún tipo. Es una metáfora; la interpretación es la siguiente: sí, somos minúsculos, pero precisamente por ese motivo nos dirigimos hacia la grandeza.
—¿De verdad? A lo mejor una vez, pero ahora somos tan pocos…
—¿Quieres tener un hijo? —le propuso pasado otro intervalo sin palabras. No era la primera vez que lo preguntaba, había oído decir que la paternidad era una experiencia extraordinaria.
Negó con la cabeza como en las anteriores ocasiones:
—¿Para qué? ¿O para qué tener descendencia por cualquier otro medio? ¿Para que juegue, para que desarrolle los sentidos, para que active su creatividad y que se pierda en mundos imaginarios…, como nosotros?
Endureció el tono de voz:
—Esa reflexión no es nada novedosa.
—¿Qué reflexiones nos quedan por hacer? —apartó la mano y su voz sonó fatigada—. Lo siento, no era mi intención. Sí, vámonos dentro y a ver si puedo aclarar mis sentimientos y…
Lo que siguió se perdió sin que pudiera oírlo.
—Y planificaremos placer —la animó—. Placer real. He estado pensando en ello; ¿qué te parecería un viaje por la naturaleza? El Himalaya, por ejemplo. Tendríamos que entrenarnos.
Intentó responder con el mismo entusiasmo:
—Sí, eso sería todo un reto, a la vuelta tendríamos algo que contar.
—Sería algo más que un pasatiempo. —El deseo era auténtico y se hacía más intenso a medida que hablaba—. Todo un logro. —No importaba cuántas veces lo hubieran logrado otros con anterioridad—. Una ayuda hacia la unidad definitiva con el Ecuménico.
El pesimismo se volvió a cernir sobre ella:
—Si es que quiere acogernos.
—Aportaremos esa cualidad adicional. Nos haremos merecedores de la asimilación.
Suspiró de nuevo:
—¿De verdad que todavía nos quiere a alguno de nosotros el Ecuménico? ¿O solo está siendo amable con los que lo están intentando?
—Bueno, cada una de las personalidades que ha ido asumiendo, con su nivel de profundidad, es una mejoría.
—¿Y qué importancia tienen? —Naia se quedó mirando la pared vacía—. Me pregunto si… ¿el Ecuménico lamenta que las cosas hayan salido así? ¿Se pregunta por qué se torcieron?
—¿Torcerse? ¿A qué te refieres? —le preguntó.
—Nada, nada —dijo precipitadamente y se levantó—. Vayamos adentro. Cuando esté de mejor humor pediremos una cena especial, algo elaborado, y celebraremos que la sesión de visionado de sombras de hoy haya ido tan bien.