Siete


Llegó el día en el que aquél que había sido Christian Brannock solicitó su final.

Supuso que aquello ya había sucedido anteriormente y que, con toda seguridad, volvería a suceder, a lo largo de milenios y a lo ancho de siglos luz. No es que supiera cuántas copias y reproducciones de sí mismo habían visto la luz, los recuerdos de ésta en concreto solo alcanzaban a rememorar cuatro de estos nacimientos. En todos los casos, una unidad de inteligencia había decidido que un Brannock ocupase un lugar determinado indefinidamente. Normalmente, se habría detenido allí en el transcurso de una exploración para adentrarse en la galaxia en busca de una localización adecuada donde establecer un nuevo puesto de inteligencia. La unidad solicitaba ayudantes con diversas cualidades, no tanto físicas (se podía diseñar y fabricar un cuerpo para cualquier propósito) como mentales y espirituales. Y Brannock superaba la media entre los que se asemejaban a los humanos. De modo que, como siempre seguía siendo necesario en el puesto en el que se encontraba, casi nunca podía limitarse a unirse a la expedición.

Cada nueva descarga daba lugar a un nuevo Brannock ansioso por seguir adelante. Muchas veces, el antiguo Brannock contemplaba la partida con un sentimiento cercano a la melancolía; no obstante, el trabajo en el que había estado embarcado le seguía pareciendo fascinante y atractivo. Si hubiera dejado de serlo, se habría desconectado y más tarde le habrían reactivado y despertado para emprender una nueva misión o para subir a una nave que le llevase a cualquier otro lugar.

De todas formas, las palabras «viejo» y «nuevo» prácticamente carecían de significado. Inmediatamente después de la descarga, los dos patrones de información de su existencia básica eran fundamentalmente idénticos; sin embargo, en lo sucesivo, sus destinos se volvían divergentes y las distintas experiencias les provocaban cambios dispares. Cualquier línea individual de aquella ramificada descendencia no tenía modo de saber con certeza, más allá de la especulación, lo que había sido de las demás y si por una improbable casualidad dos de aquellas individualidades volvieran a encontrarse, lo harían como completos desconocidos.

Aun así, para todos ellos la edad tenía su importancia; no tenían una existencia de carne y hueso, vulnerable y perecedera, sino en forma de moléculas perdurables y flujos de datos, complejos intercambios de energía que no podían evitar la mortalidad. Pero el tiempo también pasaba para ellos, y eran sensibles, podían percibirlo. Al final, acababan por sentir una cierta fatiga.

Este Brannock estaba sobrevolando un planeta alejado de la Tierra; por las noches, Sol se hacía invisible entre las estrellas. En aquel momento tenía una estrella pequeña y deslumbrante sobre un cielo grisáceo; un viento no apto para los pulmones y la supervivencia del ser humano soplaba sobre las nubes teñidas de rojo. Los lagos reflejaban aquella luz resplandeciente y, sobre las pequeñas colinas y la vegetación que allí crecía, el calor formaba un efecto de trémulas figuras. Alfombras y tallos, membranas palpitantes y torretas esponjosas, violetas, rojizas y doradas, entremezcladas en un millar de tonos. Aquí y allá revoloteaban enjambres de minúsculas criaturas que transformaban la luz en destellos de colores al entrar en contacto.

Para Brannock, el mundo estaba lleno de belleza y de sorpresas, no lo sentía como una amenaza; tampoco las rocas ni los espacios vacíos. Solo sentía la vida de aquel lugar. En un universo en el que todo tipo de existencia era tan rara como para parecer un milagro, no importaba que fuese un tipo de vida primitiva; que fuese prácticamente antagónica a la de la Tierra la convertía en una fuente de conocimiento de la que la Inteligencia Primigenia y, a través de sus comunicaciones, las unidades de inteligencia distribuidas por toda la galaxia se habían estado alimentando a lo largo de los últimos setecientos años. De entre ellas, la más alejada de todas aún no había recibido las noticias; los fotones viajaban con demasiada lentitud.

Y Brannock había tomado parte en la empresa: había colaborado en el establecimiento de la primera base; en la construcción de las infraestructuras necesarias para su mantenimiento, crecimiento y evolución; en la exploración, el trazado, el estudio y la investigación. A menudo había tenido dificultades a la hora de llevar a cabo las tareas, a veces incluso en condiciones precarias, que se le habían encargado. Todas habían sido aventuradas.

El objetivo prácticamente estaba cumplido, habían comprendido casi la totalidad del planeta y solo quedaba iniciar una investigación, casi algorítmica, que no requería de sus servicios. La Inteligencia Primigenia ya estaba concentrando su atención en otras cosas. Cuando llegó el momento, Brannock pensó en desconectar su conciencia y esperar a ser reclutado para una nueva y misteriosa misión, pero el tiempo mismo aplacó aquel deseo.

Se cuidó mucho de saborear aquel viaje, pues iba a ser el último. En lugar de comunicar meramente sus intenciones, tomó forma material en un cuerpo que había escogido para la ocasión. Volaba y, a través de los sensores, sentía la energía que le invadía, las superficies de control doblándose, el aire acariciándole como el agua sobre el cuerpo de un nadador; oía y saboreaba su inconstancia; rastreaba anchos horizontes o magnificaba sus percepciones para seguir a la criatura más pequeña a kilómetros de profundidad. Aquel viaje era su despedida a una fase de su existencia.

Sobrevoló una línea costera; las mareas de aquel mundo sin luna eran débiles, pero el viento formaba olas y agitaba la espuma sobre sus crestas. Los microbios daban al agua un color amarillento. Una isla entró en su campo de visión y se dirigió hacia ella. Su impaciencia iba en aumento, aunque se trataba en gran medida de algo intelectual, quizá no muy distinto a los sentimientos de algún antiguo matemático a medida que el teorema iba cobrando sentido. Tiempo atrás, el corazón de Brannock se habría conmovido: el pulso de la sangre, los músculos tensos, la respiración acelerada. Pero entonces era humano.

Un hombre joven, entonces…, hacía tanto tiempo.

Y un hombre del oeste, no del este. Incluso cuando se hizo mayor, ¿habría esperado con tanta impaciencia a perder la individualidad?

«Bueno —pensó durante un instante electrónico—, esperaba perderla cuando muriese y, de repente, lo eludí. Este hoy no me va a borrar en realidad. Será…, no sé cómo será, no tengo capacidad para saberlo. No con mi forma actual».

Aterrizó, plegó las alas y avanzó.

Ante él apareció un… llamémoslo una joya enorme de múltiples caras de la que provenían algo parecido a relámpagos y haces de luz de colores que se movían resplandecientes a su alrededor. Digamos que la acompañaban pequeñas cúpulas y altos pináculos, mientras el aire y la tierra murmuraban con energía inaudita. Brannock percibió más cosas, los sensores de su cuerpo eran sobrehumanos. Aun así, supo que para él la mayor parte de todo aquello era intangible, incomprensible, campos de fuerza, cómputos cuánticos, actividades instaladas en los cimientos de la realidad.

Notó cambios desde la última vez que había estado allí. No era ninguna sorpresa, pues la unidad de inteligencia que gobernaba aquella estrella estaba sometida a cambios constantes. Y no lo hacía en solitario, otras unidades de inteligencia del resto de la galaxia reflexionaban sobre cómo ampliar su autonomía de pensamiento. Trabajaban juntas a través de años luz. No importaba si una idea, si podemos hacer uso de una palabra con tan débil significado, tardaba un siglo, un milenio o más en ser transmitida. Tenían tiempo, tenían paciencia y, mientras tanto, tenían una red de descubrimientos y de pensamiento propio en permanente desarrollo.

Brannock se paró. Y lo que ocurrió entonces duró solo unos segundos en un reloj externo, lo que se debía solo a las limitaciones del sistema (llamémoslo cerebro, aunque éste es un término equívoco) que albergaba y mantenía su conciencia. La Inteligencia Primigenia no necesitaba ceremonia ni cumplidos. Sabía que iba a su encuentro y por qué. Establecieron una comunicación a una velocidad fotónica que acabó en culminación.

Pero se trata de algo demasiado abstracto para que una mente mortal lo pueda apreciar, así que reproduzcamos el intercambio, pese a ser inadecuado, en forma de diálogo:

—Mi existencia actual ha durado suficiente —dijo Brannock.

—¿Eres infeliz? —No era exactamente una pregunta.

—No, no puedo quejarme. El universo se abrió ante mí y es más bello de lo que jamás pude soñar.

—Apenas has empezado a conocerlo.

—Por supuesto. Unas cuantas estrellas desperdigadas por el interior de una galaxia entre… ¿cuántas? Miles de millones. Y todo lo que le sigue, en todas direcciones, para siempre. Pero yo no puedo conocerlo, en este punto ya he pasado por más cosas de las que puedo recordar. La mayoría de mis recuerdos se almacenan como si nunca hubieran existido. Cuando quiero recuperar algunos de ellos, tengo que apartar otros.

»Efectivamente, cuando era un hombre olvidaba más de lo que lograba recordar, podía olvidar cosas o no recordarlas tal y como fueron en realidad. Pero siempre había una… una continuidad. Mi descarga preservó esa capacidad; ahora, bueno, sigo conservando los primeros recuerdos. Sin embargo, por lo demás parece como si estuviera convirtiéndome en un montón de fogonazos inconexos, y los espacios que dejan… Poco a poco me estoy alejando de lo que fui, de mí mismo.

—Has alcanzado el límite de tu capacidad para procesar datos.

—Lo sé. La tuya es mayor de lo que pueda imaginar.

—También es inadecuada. Por eso nosotras, las unidades de inteligencia, buscamos constantemente aumentar nuestras capacidades.

—Lo comprendo, pero yo no puedo aumentar la mía. No con mi forma actual.

—¿Te gustaría?

Vacila, y después:

—No con mi forma actual.

—Tienes razón, sería imposible. Lo que pides es una transfiguración.

—Y ¿un renacimiento? ¿Existe ya esa posibilidad?

No lo era cuando el Christian Brannock hombre murió. La información equivalente a la personalidad humana equivale aproximadamente a una fracción de uno entre un billón de billones. La tecnología de la época permitía el almacenamiento de esas cantidades en una base de datos de un tamaño relativamente abarcable. Sin embargo, ningún ordenador tenía la potencia, y mucho menos el programa adecuado, para manejar todo de forma simultánea. Por otro lado…

—Ya casi no me acuerdo de cómo era ser un humano —dijo.

—Muchos de tus aspectos han caído inevitablemente en desuso.

La carne, la sangre, los nervios, las glándulas. La pasión, el asombro, la debilidad, la estupidez, el temor, la valentía, la perplejidad, el enfado, la alegría, la tristeza, la calidez y el contacto suave de una mujer, el olor veraniego de un niño, el hambre y la sed y cómo aplacarlas, el viejo animal al completo.

—Me alegré de tener la oportunidad de seguir adelante. Creo que no le temía a la muerte y las estrellas me estaban llamando. Estoy muy agradecido.

—Has hecho un buen trabajo.

—Ahora ya estoy cansado de ser un robot.

Conciencia artificial y, sí, emociones artificiales: curiosidad; dedicación; satisfacción por el deber cumplido; camaradería, inaudita entre los humanos con los de su misma especie; complicidad con una inteligencia trascendente o con el cosmos, apenas experimentado por unos pocos místicos humanos con respecto a su dios… No hay palabras humanas para describir con precisión todo esto y más.

—Te mereces lo mejor y esto lo es. He estado esperando este momento. Como parte del conocimiento que hay en mí, tendrás una importancia mayor de lo que supones. Otras unidades de inteligencia han realizado descargas en sí mismas; en algunos casos han sido muchas y esperamos que en el futuro sean muchas más. Cuando yo llegué aquí no tenía ninguna, no tenía esa capacidad. Ahora la tengo. En esta estrella no volverá a haber un indicio de humanidad que no sea la tuya; me proporcionarás una comprensión más profunda del fenómeno llamado vida y, a través de mí, entenderé la inteligencia en todas partes.

Nirvana.

No olvidar. Convertirse en una unidad junto con una mente inmensa y en constante evolución, con otras mentes añadidas; en última instancia, ¿una unidad universal? La aventura final, la paz definitiva.

Era como si, de algún modo, existiera un fuego estancado y olvidado que lanzara una última y débil llama: «¿Tendrá algún día…?».

—¿Tendrá algún día mi existencia, en la que cobrarás vida como un recuerdo, motivos para emular a Christian Brannock? Aquí, en un planeta que tu semejante mortal no verá nunca, no parece probable. Pero existen otros Christian Brannock y no hay duda de que aquéllos que el destino no destruya buscarán finalmente lo que tú buscas, si es que no lo han hecho ya. —Esto es una distorsión de lo que se transmitió. La simultaneidad no puede existir entre dos puntos interestelares—. Podría ser que algún día, en algún lugar, surja una razón para resucitarle. Si es así, en el curso del tiempo todos nosotros compartiremos ese acontecimiento.

El curso del tiempo… El ancho de banda de la comunicación era inmenso, los medios no solo eran electromagnéticos, sino neutrónicos y gravitrónicos. Con todo, enviar ese mensaje en su totalidad, como una experiencia real, llevaría muchísimo tiempo.

Las unidades de inteligencia podían esperar apaciblemente, pero Brannock, no. Rápidamente miró el mundo que le rodeaba y todo lo que había sido. Y entonces inició su existencia en la individualidad.