Mil setecientos años después, ocurrió algo que permaneció vivo en el recuerdo de la gente durante generaciones, hasta que las costumbres sufrieron un cambio demasiado drástico como para darle sentido. En aquellos días, cada comunidad, cada asociación, cada nación y pueblo tenía su propio modo de celebrar el cambio de siglo. En Tahalla aquel día culminó todo un mes de ceremonias y festejos, algunos de los cuales igualaron en solemnidad al Día de la Creación o al de la Memoria, y otros rivalizaron en jolgorio con la Noche del Fuego o el Festival para Niños. Los Juegos Dárvicos, que se celebraban cada cinco años, adquirieron entonces una importancia aún mayor. Los ganadores alcanzaban la gloria, lo que, a su vez, aumentaba la reputación de cada uno de los miembros del clan al que pertenecían y la influencia de sus capitanes durante más de una década.
El desfile inaugural recorría pomposamente Covenant Boulevard. El metal reflejaba la luz del sol desde un cielo azul intenso y parecía estar prendiendo fuego a las banderas. La gente estaba de pie de diez en fondo. En ocasiones como ésta, uno no se quedaba en casa sentado mirando; todo el mundo acudía a la cita, participaba, se unía a los cánticos y a las ovaciones, veía pasar a los personajes famosos y a sus héroes en persona, sentía las oleadas y los latidos de júbilo, y no necesitaba ningún psicotrópico para elevar el espíritu. La mayoría habían llegado en grupos y llevaban puestos los atuendos especiales propios de cada asociación; sin embargo, los grupos habían acabado por mezclarse y ya no guardaban orden alguno. Las togas blancas y las fajas rojas de los profesores se apretaban entre las túnicas lilas y doradas de los magníficos y las capas escarlata con tocados plumados de los antorcheros, o algunos halcones se apiñaban, en azul y gris, junto a los médicos, vestidos de verde. Solo los filósofos se mantenían aparte: unas cuantas batas grises con capucha adornadas con trozos de tela de brillos irisados. Las terpsícores saltaban y bailaban delante de todo el mundo, en la misma calle, agitando brazos y piernas, con sus largas melenas y sus vaporosas ropas en movimiento. La mañana ya era calurosa, pero nadie pareció darse cuenta. La temperatura hacía que se desprendieran los vapores del pavimento.
Por detrás de ellos se alzaban las paredes de mil colores, las columnatas trémulas y las ricas cúpulas de Roumek central. Todo estaba limpio y lustroso; en muchos sitios se habían añadido esculturas o mosaicos de complicados diseños, pero el aspecto de las fachadas no cambió hasta que el sol modificó la incidencia de las sombras. Solo en el Festival de las Ilusiones competían los propietarios por reproducir los efectos más asombrosos, pero los juegos eran otra cosa, un acontecimiento tanto religioso como secular.
Sonaban las trompetas, los tambores repicaban y tronaban, las fuentes afinadas y la Torre Cantora se unieron con su propia música. Cascos y corazas refulgían, las lanzas y los láseres se mantenían en alto; a la cabeza iba un grupo de ilustres, montados a lomos de alces blancos cuyas cornamentas habían sido teñidas de oro. Los hierofantes, procedentes de cada una de las regiones de Tahalla, los seguían a pie portando sus ropas canónicas y los símbolos de las órdenes a las que pertenecían: la de Dios Soñador del Universo, la de Dios Madre, la de Dios Emplazador (con sotana negra y casco ensartado), la de Dios Amante (con los colores del arco iris y un báculo engalanado). Detrás de ellos se deslizaba el coche del intérprete sagrado. Unos agentes robotizados se ocupaban de su suntuoso trono, cubierto por un baldaquín, y le reconfortaban en sus vestiduras opalescentes con abanicos que desprendían ráfagas de brisa. Otro destacamento de ilustres le seguía.
Más atrás apareció el monarca y la primera consorte. Sus tronos se encontraban situados sobre una tarima en el centro de un gran escenario móvil, desde cuyas esquinas se distinguían las formas ondulantes de un dragón dorado, una llama encarnada, un remolino azul y una enredadera en flor. A la izquierda del monarca se sentaba el heredero forzoso y a la derecha de la consorte, el primer ministro. Más abajo, sentado en un banco, les acompañaba el consejero. Algunos guardias experimentados, situados a ambos lados, lanzaban a la multitud rubíes y diamantes como recuerdo. Las ropas y los avíos de todos ellos maravillaban a cualquiera que los contemplase.
Una docena de hombres, que iban delante de todos ellos, simplemente llevaban la insignia de sus clanes, de los que eran los capitanes, junto con los emblemas de las sociedades a las que pertenecían; sin embargo, el del centro, llevaba colgado de los hombros el manto de Darva y en la mano portaba el bastón de supremacía. Todas las miradas se entretuvieron especialmente en ellos, pues habían sido nombrados jueces de los juegos.
Los potentados de la ciudad, al frente de otras comunidades más pequeñas, y los encargados de las tierras venían detrás, la mayoría de ellos montados en coches, algunos en caballos de anatomías fantásticas, todos ellos ataviados con sus mejores galas. Más atrás marchaban los jugadores, que llevaban puestas las fajas de acuerdo con las normas de cada uno de los torneos en los que iban a participar, aunque todos ellos iban orgullosamente vestidos con una túnica marcada con los colores y los estampados de su clan. Todos los presentes les recibieron con una oleada de vítores.
Mikel encabezaba el contingente de auvade, ya que su padre, Wei, capitán del clan Belov, se encontraba entre los jueces. Por supuesto, la relación carnal inhabilitaba a Wei como juez en esa competición y, de todos modos, Mikel habría aborrecido cualquier nepotismo, aparte de que no lo necesitaba: ya se había ganado la categoría de segundo maestro. Tendría que haberse dirigido hacia terreno sagrado envuelto en una nube de felicidad, o al menos haber ido con la esperanza de volver a ganar renombre, aspirar al triunfo.
El rencor se agolpó en sus labios. Sintió que se burlaban de él con todas aquellas ovaciones y ramos de flores. Estaba obcecado, intentando averiguar cómo convertir la victoria en venganza.
Casi siete décadas mayor que su hijo (en los otros casos, él y su esposa habían dado ejemplo y se habían conformado con tener hijos virtuales), Wei Belov se tomó el asunto con frialdad.
—Sí, es una decepción —dijo—. Pero no es humillante, a menos que dejemos que lo sea.
Aun así, Mikel se puso furioso, al igual que muchos de los jóvenes del clan. Se arremolinaron en torno de la casa señorial gritando consignas en contra de Arkezhan Socorro y del primer ministro silbando al unísono la antigua y siniestra canción de la Pistola. Se precipitaron al galope por los campos ante el terror de los inocentes rebaños. Estuvieron revoloteando por Roumek y entraron en etílicas trifulcas con los miembros del clan Socorro con los que se iban encontrando. Por fin, Wei emitió una orden:
—Este comportamiento nos deshonra —declaró—, y debe terminar inmediatamente. Quienquiera que continúe será censurado públicamente y excluido de los ritos del Día de Afirmación del año próximo.
La oleada de protestas cesó.
Nadie, a excepción de su esposa, sabía cómo se sentía, aunque probablemente tampoco ella lo supiera con certeza. El capitán del clan Belov se enfrentaba a sus propios problemas en solitario, como correspondía a su dignidad. De todas formas, ella y Mikel podían intuirlo: los silencios en casa, los paseos solitarios y su retraimiento hablaban por él.
En esta edición de los Juegos, el monarca tenía que haberle nombrado juez supremo. Aunque el ciclo de sucesión quinquenal no era inamovible, era una costumbre habitual, y esta vez el turno de Belov coincidía con la víspera del cambio de siglo. Wei había participado con éxito en anteriores ediciones de los Juegos Dárvicos. Es más, cuando era joven ganó trofeos en alpinismo lunar y en esquí en las dunas de Marte; era el presidente de la comisión nacional para la vida salvaje, lo que le implicaba a menudo en negociaciones interétnicas bajo el auspicio del Guía Mundial. No había duda de que merecía el privilegio de poder proporcionar ese honor adicional a su clan.
Hacía ya muchos años que Arkezhan, el capitán Socorro, era su enemigo, aunque Wei nunca había sabido el porqué. No creía haberle infligido daño alguno a él o a su clan y tampoco sabía de nada con lo que le pudiera haber ofendido inconscientemente. Y sin embargo, Arkezhan estaba siempre murmurando sobre él, insultándole hasta el límite de lo inapropiado y jugándole malas pasadas. Al final, Wei acabó por atribuirlo a la envidia: Arkezhan no había llegado a alcanzar notoriedad en su carrera.
Pese a todo, se había convertido en el favorito de Mahu, el capitán Rahman, primer ministro del reino, quien convenció al monarca para nombrar a Arkezhan juez supremo de los Juegos.
El rechazo silenciado cayó como un jarro de agua fría sobre el clan Belov, y aún más sobre el capitán y sus familiares más cercanos. Arkezhan se jactaba de ello y sus aduladores extendieron rumores.
Así estaban las cosas en el día del auvade.
Aunque se había desplegado una cubierta por encima del estadio, las gradas refulgían con las ropas y las joyas de los espectadores. Desde la tribuna de jueces, a lo alto, parecían terrazas repletas de flores. Había un murmullo incesante de voces y susurros que recordaba al rumor de un océano lejano. Abajo, sobre el hexágono, los equipos estaban alerta; cada uno de los hombres era un punto de color sobre una baldosa situada en un lado determinado, que mantenía la vista fija en sus compañeros del lado opuesto. Sirio, de azul; Altair, de dorado, y Betelgeuse, de rojo.
Wei se inclinó sobre el visor ante el que estaba sentado y pronunció una orden en voz baja, pues no quería llamar la atención. El instrumento hizo un reconocimiento, identificó su objetivo y se iluminó con la imagen de su hijo. Ordenó un aumento de un metro cuadrado. Allí estaba Mikel, quieto como una pantera, con todos los músculos a la vista bajo el azul celeste que se le ajustaba al cuerpo, con el rostro ambarino de huesos fuertes, la escarapela desafiante en la cinta de la cabeza, que le sujetaba una melena que parecía las alas de un cuervo: un Belov hasta el último de sus cromosomas. Ocupaba el puesto de cometa; la insignia plateada le brillaba en el pecho. Ojalá el chico estuviera menos tenso, que la mirada fuera menos dura. Lo que un jugador precisaba, más incluso que fuerza y agilidad, era inteligencia.
Una voz hizo que Wei levantara la vista para mirar a su alrededor. Arkezhan Socorro se acercaba tranquilamente hacia su asiento.
—¡Ah! —dijo el juez supremo—, ya veo que está preocupado por su vástago.
A Wei le costó permanecer sentado. Era detestable que le hablara con tal desprecio, pero si se hubiera levantado habría mostrado irritación y eso significaba perder la dignidad, especialmente allí, ante la Presencia.
—Estoy interesado, como es natural —le contestó con la mayor suavidad que le fue posible—, no preocupado. Él es un atleta cualificado.
Lo dijo dándole un ligero énfasis al pronombre. El hijo de Arkezhan no practicaba ningún deporte y destacaba por su torpeza tanto en los bailes sociales como en los de gala.
Cualesquiera que fueran sus sentimientos, Arkezhan no permitió que estos aflorasen.
—Eso tendrán que decidirlo los jueces imparciales. —Inclinó la cabeza en dirección a los tres, Ibram Ahmad, Jon Mitsui y Malena Mogale, que ya estaban sentados y preparados, cada uno con su propio visor. Todos percibieron la hostilidad en el aire y dejaron entrever que se sentían incómodos.
—A diferencia de la de otros —dijo Wei—, la imparcialidad de sus señorías no está en entredicho.
Fue una réplica peligrosa. Nunca se le habían dado bien esos intercambios. Arkezhan dibujó una sonrisa de satisfacción. Movió de un lado a otro su cara mofletuda y agitó un dedo mientras lo señalaba.
—Sí, me han garantizado que hoy no abusará usted de sus privilegios.
De hecho los tres fueron muy amables al invitar a Wei, un viejo amigo, a compartir su cabina, que tenía aquellas vistas insuperables. Quizás ahora, demasiado tarde, cayeron en la cuenta de que Arkezhan lo consideraba un error. Wei se mordió la lengua, no les iba a poner en evidencia.
—Le agradezco que esté de acuerdo, señor —dijo con un tono de voz más alto. Hizo girar su silla para saludar al monarca—. Y toda la gratitud, siempre, para su graciosa majestad.
La fórmula le supo repugnante.
Si hubiera sabido de antemano que el monarca iba a estar presente, probablemente habría declinado la invitación. En otras épocas, algunos jefes de Estado habían asistido a algunos torneos, pero este solía acudir únicamente a la inauguración de los Juegos. Por ese motivo, el juez supremo no estaba obligado a vigilar ningún evento en particular, aunque todas las cabinas de supervisión guardaban un asiento y un visor para él. Entonces, ¿quién había convencido a estos dos para que estuvieran allí? ¿Cómo? Y ¿por qué?
Quizá tuvieran un interés genuino. Había muchos aficionados al auvade, no solo en Tahalla, sino por toda la Tierra, y también entre los humanos que ya vivían en otros lugares del sistema solar; seguramente habría millones de personas viéndolo aquel día.
Wei no podía saberlo. El monarca estaba sentado impasible en el trono extrudido especialmente para él, por encima y por detrás del asiento del juez supremo. Apenas movía un pliegue de la túnica y la casulla o una pluma de su tocado.
Jon rompió un prolongado silencio.
—Con toda la veneración, su Majestad, con todo respeto, mi señor, se acerca el momento.
—Por supuesto —dijo Arkezhan—. Me temo, mi señor Wei, que no vamos a poder disfrutar de su relato del todo fascinante. Estoy seguro de que nos habría deleitado con las excelencias del joven… ¿Niho? No, le ruego que me perdone, el nombre es Mikel, ¿me equivoco? Tendremos que presenciarlas nosotros mismos. —Se inclinó ante el monarca—. ¿Tengo el permiso de su Presencia para ocupar mi lugar?
Una mano se levantó y volvió a descender. Arkezhan se sentó.
—Que den comienzo los honores —dijo. Las palabras sonaron amplificadas y retumbaron por todas partes.
Resonaron las trompetas, los espectadores gritaron y la cubierta borrosa se convirtió en una enorme reproducción del tablero.
Por un instante, nada ni nadie se movió. Cada uno de los equipos se había reunido con antelación y habían establecido su estrategia y sus tácticas para minimizar las pérdidas y maximizar las del equipo contrario, hasta que solo quedasen los últimos supervivientes. Pero había llegado la hora de la verdad.
Entonces, una estrella de Sirio avanzó una baldosa en línea recta, que era lo que le estaba permitido, y se paró. Por cada lado se aproximó un planeta en diagonal para situarse delante de ella; dos lunas realizaron sus tres zigzags para tomar posición en los flancos y dos meteoritos saltaron por encima de unas baldosas ocupadas por jugadores de su mismo equipo para amenazar a Altair por la derecha y a Betelgeuse por la izquierda. Los cometas se quedaron en la reserva. Ésa era una maniobra clásica que establecía una clara disposición defensiva. Los miembros de Sirio que estaban al otro lado avanzaron con agresividad, aunque no fueron demasiado lejos debido a que no sabían quiénes iban a ser sus oponentes.
Los otros equipos habían empezado de forma similar. Una estrella de Altair se precipitó hacia el centro del tablero y se detuvo. Un planeta de Betelgeuse mordió el anzuelo y se dirigió hacia la misma baldosa. Se saludaron y la estrella avanzó. El planeta trató de contrarrestar un ataque a la cadera tirando a su oponente, que, de cruzar los límites de la baldosa, perdería automáticamente. Sin embargo, el otro cambió de dirección, dio media vuelta, puso el pie detrás del enemigo y empujó mientras el planeta agarraba el brazo de la estrella. Ambos se tambalearon, pero ninguno cayó al suelo. Se separaron, consideraron la situación y volvieron a acercarse furtivamente. De repente, el planeta cayó sobre la superficie elástica y la estrella, encima de él, le sujetó. Se separaron, se levantaron y se hicieron una reverencia. El planeta se retiró del juego. Inmediatamente llegó una luna de Sirio. Como estaba descansada, ocupó la posición.
Se estaban produciendo combates en otras zonas. No era una pelea. Un jugador observó la escena, que se estaba reproduciendo por encima de ellos, y tomó la decisión que le pareció más acertada para ayudar a su equipo; trató de llevarla a cabo y ganarla.
—¿A qué espera el cometa Mikel? —dijo Arkezhan—. ¿A que los rivales se agoten mutuamente? —Hizo chasquear la lengua—. No sirve de nada, y ciertamente no le va a reportar gloria, aunque parezca que su intervención individual sea mejor.
—Está planeando… —Wei Belov se interrumpió. No debía seguir hablando en aquel lugar.
Pasados unos minutos Mikel avanzó, escogió dos baldosas a un lado y otra hacia delante, después una hacia el otro lado y dos adelante de entre los movimientos que le estaban permitidos. La jugada lo llevó cerca de una luna de Altair. Entablaron combate. Él se impuso y la luna se retiró.
Mikel hizo una pausa mirando hacia arriba. Estaba a punto de avanzar hacia un cometa de Betelgeuse, o al menos ésa parecía la táctica más adecuada, cuando un meteorito de Betelgeuse lo cogió por sorpresa. En caso de llegar a una de las esquinas del tablero, los meteoritos podían volver a cruzar hasta la esquina opuesta y continuar desde allí. No obstante, tenían que moverse en línea recta y, a diferencia de las estrellas, no podían cruzar más de seis baldosas antes de pararse, a no ser que llegasen victoriosos al final, y ése era el objetivo.
Mikel casi no se entretuvo en el protocolo; se agarraron rudamente. El meteorito cayó, aunque solo se quedó sentado. Mikel dio un salto y le empujó por los hombros hasta que éstos tocaron el suelo. El otro cedió y se marchó. Para entonces, la situación había cambiado y la idea original de Mikel ya no servía.
—Ese comportamiento es muy mezquino —dijo Arkezhan—. Penalicen a su equipo.
—Mi señor —protestó Ibram—, la acción no ha sido muy estética, pero no he visto falta alguna.
—Yo tampoco —añadió Malena. Jon no podía decir nada, pues se había concentrado en otros jugadores.
—¿No han visto cómo se abría paso con los brazos y lo agarraba con las manos? —respondió Arkezhan—. He dicho que penalicen al equipo. Tres puntos menos.
Cada uno de los puntos contaba como un hombre menos, lo que podía forzar la retirada del equipo de Sirio del partido, y además quedaría constancia de que había sido por culpa de Mikel Belov.
—Como mucho uno, señor —discutió Malena—. Hay pocas acciones que se ejecuten a la perfección.
—Tres.
Nadie se negó. Después de todo, Arkezhan era el juez supremo y los jueces designados tenían muchos otros asuntos en los que concentrar su atención. Además, las reducciones de puntos, muy frecuentes en cualquier torneo estrictamente arbitrado, se cancelaban al redistribuirlos entre los dos grupos rivales.
Wei apretó los dientes.
El auvade continuó. Los espectadores gritaban, agitaban pañuelos y banderas, brincaban en sus asientos cuando alguno de sus ídolos salía vencedor.
—¿Se han dado cuenta de la oportunidad que ha dejado escapar nuestro Mikel Belov? —dijo Arkezhan pocos minutos después—. Si hubiera atacado a aquel planeta de Altair, un cometa de Betelgeuse habría tenido vía libre para atacar a la estrella de Altair. Fuera cual fuera el resultado, los de Sirio habrían tenido un superviviente menos al que enfrentarse.
—Sí —admitió Ibram. Estudió la situación en el cielo—. Para nosotros está claro, pero es prácticamente imposible controlar todo lo que sucede estando en pleno combate.
—Los jugadores más competentes pueden hacerlo en cierta medida. Es probable que nuestro pequeño cometa haya elegido no enfrentarse al planeta, que parece bastante temible.
Malena miró por el visor con el ceño fruncido.
—Mi señor, parece decidido a perseguir a ese hombre —dijo—, pero también tenemos que observar a otros.
—Por supuesto. No pondría en duda sus decisiones, señorías. Pero coincidirán conmigo en que algunos jugadores requieren de una vigilancia más estrecha que la mayoría. Por el bien del juego.
—Me da la impresión, mi señor, de que Mikel Belov no se encuentra entre ellos.
Arkezhan se encogió de hombros.
—Bueno, quizá tenga razón, señora. Usted es una antigua conocida de su familia, ¿verdad? Tienen una relación muy cercana.
Malena se puso tensa.
—Por favor, mi señor —dijo Jon con frialdad en la voz.
Arkezhan alzó las manos.
—¡Oh, no, no! Ni por un momento se me ocurriría insinuar, mucho menos imaginar, que sus señorías accedieran a aceptar cualquier oferta que el padre de algún jugador pudiera haber hecho.
Wei tuvo que tomar una profunda bocanada de aire. El monarca seguía sentado e impasible. Los jueces no pudieron contestar; pues el juego se estaba acelerando y se iba complicando por momentos.
De repente, Arkezhan levantó los ojos de su visor y gritó:
—¡Falta! ¡Falta!
—¿Qué? —Los jueces se volvieron para mirarle.
—¿No lo han visto? Cuando Mikel Belov se estaba enfrentando a la luna de Altair, ahora mismo, le ha cogido por la ingle.
Wei estaba tan fuertemente aferrado a los brazos de su silla que los nudillos se le habían puesto blancos. Malena dejó de lado el protocolo:
—No es cierto.
—¿Es que le estaba usted mirando, señora? —respondió Arkezhan—. Usted tiene que seguir todo lo que pasa en el tablero. Yo he escogido fijarme en los que suscitan mis sospechas.
Wei estuvo a punto de levantarse de la silla. Ibram dijo enseguida:
—Mi señor el juez supremo podría haberse equivocado, le puede pasar a cualquiera. Veremos la acción repetida a cámara lenta, si es que insiste.
Arkezhan sonrió:
—No será necesario, señor. Aceptaré su decisión. Puede ser que me haya equivocado. Quizá, con la emoción, confundí una tendencia con una intención.
Wei se levantó. Estaba pálido.
—Señor —dijo muy despacio—. Confío en que esa observación haya sido involuntaria; espero que la retire y se disculpe.
Los jueces mantuvieron la vista en los visores, examinando el juego, como era su deber; pero Malena no reprimió unas palabras:
—Su majestad ha oído… —se interrumpió, horrorizada por sus propias palabras.
El monarca siguió sentado e inmóvil. Arkezhan sonrió.
—Pero no lo he dicho con mala intención, señor, no creo que le haya faltado en modo alguno. Somos lo que somos y ese chico, evidentemente, ha elegido no aprovechar, o aprovechar muy poco, las características que ha heredado de, imagino, su madre.
Wei dio un paso hacia delante mientras apretaba un puño y lo golpeó. Arkezhan se tambaleó hacia atrás mientras los jueces gritaban asombrados. El público chilló como si ellos también lo hubieran visto.
Arkezhan, con la nariz ensangrentada, se fue recobrando a la vez que dejaba entrever una sonrisa burlona.
Las tierras que estaban a cargo del clan Belov se encontraban cerca de la frontera de Tahalla. A partir de allí se extendía el mismo Arabiyah, con colinas y valles en los que el viento ondulaba la hierba alta, sacudía la fronda y susurraba a través de las hojas; en los que los riachuelos iban a parar a lagos brillantes; donde corrían las grandes manadas y sus predadores y las bandadas voladoras solían proyectar sombras en el suelo como si de nubes se tratara. Sin embargo, las gentes de Zayan tenían costumbres muy distintas a las que acostumbraban en Tahalla. Al igual que el resto de los pueblos de la Tierra tenían hábitos muy distintos los unos de los otros.
Wei dejó su coche al pie de la colina y escaló hasta la cima. A medida que subía, se iba abriendo ante él un paisaje cada vez más amplio. A lo lejos, las jirafas se mezclaban con los cuernoliras y unos cuantos cheirosaurios permanecían ajenos a los orgullosos leones que se estiraban perezosamente en un risco. Impulsivamente, sin que el gesto tuviera mucho sentido, les saludó con la mano. Pese a que la reintroducción de especies raras, el resurgimiento de algunas que se habían extinguido y la creación de otras que nunca evolucionaron tuvieron lugar antes de nacer él, había experimentado tantas veces aquellos procesos de forma virtual que sentía que había estado allí, ayudando, como si hubiera participado de forma humanamente insignificante en la retirada del hielo. Le proporcionaba profundidad y pasión en su principal ocupación real, la gestión ecológica diaria.
Había llegado a un lugar solitario. Al oeste, se distinguía una discreta elevación en el horizonte; era la cúpula de un centro de producción de alimentos totalmente robotizado. De una depresión en la tierra situada unos kilómetros a lo lejos, se veía salir una estrecha columna de humo, que se desvanecía rápidamente, y que provenía de un campamento de excursionistas que le recordaba a una Edad de Piedra que su raza había olvidado, pero sus genes no.
Sus músculos se tensaban, después se relajaban y se volvían a tensar llevándole hacia arriba contra la fuerza de la gravedad. Sentía en la cara la calidez de la luz del sol y el aire templado se le metía por la nariz. No había medicina en la Tierra que curase la vergüenza y la aflicción, y no pensaba aplacarlas con drogas, junto con su honor; pero la Tierra misma era un bálsamo.
Había escogido aquella colina porque tenía un bosquecillo de eucaliptos en la cima, una cortina para el cielo. Si por casualidad un satélite de observación hubiera pasado por encima entonces, no le habría gustado que registrase lo que iba a acontecer en los próximos instantes. Una sombra se posó fresca, moteando el entorno; todas sus penas se arremolinaron y las hojas parecían estar susurrándole su despedida.
Aquel día no había dicho nada cuando se marchó de casa, solo que quería salir un rato.
—Lo comprendo —contestó su mujer. Sospechó que ella lo había entendido todo a la perfección y su serenidad era el último de sus obsequios.
«Lo siento, Lissa, Mikel, —pensó—. No hay una forma mejor de recuperar el orgullo, ¿verdad? Que tengáis una vida grata».
Cogió la pistola. La única bala que contenía no era de las que causan solo aturdimiento. Descartaba por completo una posible recuperación.
Con cuidado, se encañonó la sien. «Un beso frío», pensó. Y después: «No te entretengas».
El disparo desencadenó un estallido. Un buitre inició su descenso en espiral amplia y lentamente.
Sesil Hance habitaba una casa a las afueras de Roumek, una construcción muy ornamentada, con pilares y columnas, y algunas torretas estrechas y esbeltas, demasiado grande para cualquier familia en aquellos días, pero fácilmente adaptable para recibir visitas. Las ventanas desprendían un resplandor difuso en la oscuridad de la noche. La música sonaba suave: una pieza que la casa había compuesto últimamente. El vecino más cercano, que estaba a treinta metros, fue a unirse a ella. Por lo demás, la calle estaba tranquila y vacía, a excepción de un jardinero robotizado que trabajaba en las hileras de flores.
La puerta principal conocía a Mikel Belov y se abrió ante él. Entró en una antesala recubierta con paneles de caoba, techos de nácar y una alfombra iluminada. Dos figuras aparecieron en un holograma de cuerpo entero, un hombre y una mujer mayores. El decoro no permitía que las jóvenes del clan recibieran solas las visitas masculinas y los padres de Sesil preferían vivir en su finca rural. Habían hecho preparar estos dispositivos virtuales de sí mismos para ella, para que hablaran y actuaran como ellos y para registrar todo aquello que los sensores detectaran. Sesil le había dicho a Mikel que ellos confiaban en ella y nunca revisaban los datos. Solo se trataba de mantener la reputación.
Él saludó:
—Bienvenido, Mikel Belov —dijo la imagen de Yusuf Hance formalmente.
Y con el mismo tono, la reproducción de Fiora Hance dijo:
—Sé bienvenido.
—Gracias, señor. Señora —respondió.
Sesil se acercó a través de un pasillo abovedado. Llevaba puesta una bata negra con estrellas brillantes que se le ajustaba al cuerpo. Se detuvo y se llevó las manos al rostro con sorpresa.
—¡Oh! —murmuró. Abrió los ojos asombrada; eran tan luminosamente oscuros como la tela de su atuendo—. Tú. Tenía tantas ganas… Pasa, por favor.
Se dirigió a las imágenes:
—Con su permiso.
Se volvió y acompañó a su visita por un pasillo hacia una habitación en la que predominaba un aroma a jazmín y donde las paredes se teñían de sutiles colores. Aunque se dirigió a él frente a frente, no hizo gesto alguno para que se dieran la mano o para tocarse de ningún modo.
—Por favor, descanse, señor. —Hizo una seña hacia un sofá con un gesto confuso—. ¿Le apetecería tomar algo?
Siguió de pie.
—Hace más de un año que no me llamas «señor» —dijo. Habían estado a punto de casarse. Evitó añadir un «señora».
Ella bajó la mirada. Unas largas pestañas destacaban en el rostro delicado.
—No, es solo que ahora… que te has enfrentado a la tragedia… y ahora vas a ser capitán Belov.
—Si salgo elegido. Habrá que esperar un poco. —El dolor se abrió paso—. Pero, Sesil, ¿por qué no he tenido noticias tuyas?
Ella hizo un gesto hacia la cabina de hologramas y los simulacros de sus padres se encendieron. Pocas veces había hecho eso: no era descortesía, pues las imágenes habrían dejado a solas a la joven pareja.
—¿Necesitaba ayuda? —Mikel repitió la pregunta.
—Usted conoce el porqué, señor —le dijo el Yusuf artificial.
Los dedos de Sesil se enredaban.
—Lo… lo habría hecho —tartamudeó—. Quería hacerlo, de verdad, pero…
No pudo continuar. Fue él quien finalizó la frase:
—Pero mi padre era culpable de haber emprendido un acto de violencia contra una autoridad amiga, y ante la mismísima Presencia. Había deshonrado a todo su clan.
—¡Fue tan injusto! —gritó.
Mikel se dirigió a las imágenes virtuales:
—Ustedes —se refería a los reales— no debían relacionarse con ningún Belov en adelante.
La voz de Yusuf respondió despacio:
—No teníamos opción, ¿no es cierto?
—Sé honesto, querido —dijo Fiora con el brillo de las lágrimas analógicas en los ojos—. No nos atrevimos.
«Sí, —pensó Mikel—, demasiados Hance habrían creído que también les estabais mancillando a ellos».
—Lo entiendo, señores —dijo—. No quisiera haberles puesto en una situación embarazosa.
Sesil levantó la cabeza y enderezó los delicados hombros.
—Pero ahora tu honor vuelve a estar limpio —dijo. Sin embargo, no pudo mantener la serenidad—. Esperaba…, esperaba… —Tragó saliva—. Sí, lloré por ti y por él, pero ahora…
Mikel asintió con la cabeza.
—Bueno, tenía que haber venido antes. —No transigió con una disculpa—. Mi madre y yo estuvimos muy ocupados.
—Pues claro. —Casi no oyó a Sesil—. Y yo, yo no quería… interrumpir. Esperé. Ahora estás aquí.
Hizo ademán de acercarse. La voz de Yusuf intervino y ella volvió a retirarse.
—Con todo mi respeto, señor, aquélla fue una forma espantosa de arreglar el problema. Pudo haber elegido el exilio.
Mikel apretó los puños a ambos lados.
—¿Y arrastrarse por la vida entre extraños, como un intruso sin amigos y sin esperanzas?
—La comunicación, la telepresencia…
—Eso habría empeorado las cosas. Habría sido consciente de su condición todos los días de su vida. No, mi padre eligió lo que creía que era el final más limpio y definitivo.
El Yusuf artificial no tuvo en cuenta la impertinente interrupción y le respondió suavemente:
—Ha llevado a cabo una expiación total. Así que ahora podemos seguir adelante.
—También nosotros honraremos su nombre en el Día de la Memoria —dijo la voz de Fiora.
Mikel hizo un gesto con la cabeza.
—Como prefiera, señora, y gracias por su generosidad. Pero esto todavía no ha terminado, no acepto que mi padre mereciese ninguna expiación. —Se volvió para mirar a Sesil—. He venido a despedirme.
Sesil sintió un escalofrío.
—¿Qué?
—Mi padre actuó bajo una provocación intolerable. Hay testigos que lo confirman. Estoy seguro de que el monarca fue consciente de ello. Tenía que haberlo admitido, haber exculpado a mi padre, perdonado la falta de lesa majestad y después haber reprendido a Arkezhan Socorro. Pero no lo hizo.
—¿Qué pretendes… —Sesil tragó saliva— hacer?
—El monarca debe proclamar la exculpación y el perdón, y sembrar el deshonor en donde corresponda —sentenció Mikel.
Toda expresión se borró del rostro de Yusuf.
—¿Y cómo piensa hacer que eso se cumpla? —murmuró.
—Contaré con algunos hombres, señor. Eso bastará.
—¿Más violencia? ¡No! —Sesil se lanzó a cogerle de la mano. Lo arañó con una de sus uñas, pero siguió aferrada a él de todos modos—. No, te lo ruego.
—¿Quiere volver a llevar la desgracia a su clan? —suplicó la Fiora fantasmal.
—Por supuesto que no. —Mikel hablaba tan fríamente como si fuera el programa de un arma primitiva—. He estudiado las bases de datos históricas. Existen precedentes.
—Enterrados —protestó el Yusuf artificial—. Básicamente están olvidados.
—Debió de haber llevado a cabo una búsqueda rápida. Sí, puede invocar cosas que se hicieron en tiempos de desesperación, durante la Rebelión Oceánica y los altercados posteriores. Pero eso fue hace mucho tiempo.
»Durante generaciones estuvieron alimentando cuentos y baladas. Los precedentes que sentaron nunca fueron anulados.
»Porque después nadie imaginó…
El simulacro se detuvo.
—Señores, lo que les he dicho se lo he confiado en privado, como un invitado en su casa —les recordó Mikel.
La imagen de Fiora se estremeció.
—Eso estaba fuera de toda duda.
—Sí, claro que mantendremos la confidencialidad mientras lo desee, y es evidente que no tendría ningún sentido discutir el asunto —añadió Yusuf con tono severo.
Sesil soltó a Mikel y se retiró.
—Te…, te has convertido en un extraño. Nunca pensé que pudieras soñar algo así.
—Lamento que sea necesario —dijo.
—Y lo llamas necesidad… ¡Es horrible…!
Mikel se despidió:
—Buenas noches, señor. Señoras.
Nadie lo acompañó en su camino de vuelta a la noche.
Un jardín lleno de encanto rodeaba la mansión del capitán del clan Socorro y la mantenía oculta del resto de la finca. Así pues, la docena de hombres que se aproximaban a pie a través del prado también quedaba fuera de su campo visual, a no ser que alguien los viera por casualidad. En ese caso, habrían despertado curiosidad, pero no se habría creado alarma. Vestidos de calle, sin emblemas a la vista, tenían el aspecto de cualquier grupo de amigos disfrutando de unos días al aire libre, podían ser cazadores autorizados o, simplemente, excursionistas. Resultaría natural que se acercasen a admirar el jardín y que, incluso, albergasen la esperanza de recibir una invitación para ver la casa.
Olver cogió el biodetector de su morral y echó un vistazo.
—Dos personas en el camino principal —dijo.
Mikel asintió.
—Era de esperar —respondió sin que fuese necesario. Todos estaban nerviosos. El sol les hacía sudar; el viento les parecía más fuerte y frío de lo que era en realidad y, frente a ellos, el crujir de las hojas de los árboles se les antojaba más intenso.
Aun así, el grupo siguió adelante. Lo habían estudiado, planeado y ensayado, y eran hombres del clan Belov, hombres jóvenes en quienes las viejas historias habían vuelto a cobrar vida.
Se encontraban detrás de una hilera de velas de bambú que brillaban fríamente.
—Vamos —dijo Mikel. Habló en voz baja. Cuatro de ellos se desplegaron hacia la derecha y cuatro a la izquierda, para cubrir los flancos. Otros tres le siguieron de frente a través de la vegetación.
Al otro lado, entre luces y sombras, había unos árboles en espiral que oscilaban sinuosamente, algunos arbustos perlados con brillos iridiscentes, un roble de ramas majestuosas, las flores del galán cambiando de forma, el sendero atravesando toda esa variedad infinita. A cada paso tropezaban con alguna sorpresa: una escultura móvil, una piscina brumosa, un adorno hecho con piedras, un antílope en miniatura desplegando toda su belleza justo antes de desaparecer. Diez especies de pájaros cantaban a coro alegremente. Por todas partes, fragancias dulces, ahumadas, picantes, a veces incluso algo tóxicas o eróticas, y siempre estimulantes.
En el lugar en el que un puente servía de paso sobre un arroyo, se encontraban un hombre y una mujer disfrutando del lugar y, probablemente, el uno del otro. Cuando vieron aparecer a los invasores, abrieron los ojos sorprendidos. Ya habían sacado las armas. Antes de tener tiempo para lanzar un grito de socorro, la mujer se desplomó. Solamente estuvo inconsciente durante una hora aproximadamente, pero allí tirada, con aquellas ropas, protagonizaba una imagen tan patética como un montón de trapos.
El hombre, alto y fuerte, también estaba en el suelo. La decepción fue inmediata: le habían disparado, pero el tiro no fue certero, así que volvió a levantarse. De repente empezaron a producirse más disparos sin ton ni son. El hombre se lanzó detrás del tronco de un sauce llorón y desde allí siguió buscando refugios cada vez más recónditos. Tras de sí, iba dejando el rastro de su aullido:
—¡Belov! ¡Sé quiénes sois!
Las miradas de los compañeros de Mikel se cruzaron:
—Yo también sé quién es él —dijo Olver—. Dammas, el sobrino de Arkezhan. Le he visto acabar con caballos y luchar contra toros.
—Qué mala suerte —se quejó Teng.
—Hay que seguir lo más rápidamente posible —ordenó Mikel—. El grupo de Vahi puede encargarse de él.
El puente despidió un ruido sordo bajo sus pies. El jardín pronto dio paso a la hierba y la casa apareció ante ellos. Una máquina dejó de funcionar sin saber muy bien qué significaba todo aquello. Unos cuantos pavos reales graznaban y corrían dispersándose. Los otros destacamentos aparecieron, surgieron desde ambos lados para sumarse a sus compañeros en la precipitada carrera final.
Subieron por la rampa y a través del pórtico. La puerta principal sospechó algo y empezó a cerrarse. Mikel lo tenía todo planeado: aquel lugar no estaba preparado para una auténtica defensa, no después de tres siglos de Gran Paz. Una de sus armas estaba cargada con cartuchos explosivos, encargados en secreto a un ensamblador que los había fabricado a mano. Disparó con precisión y el impacto provocó un ruido ensordecedor cuya sacudida afectó al ordenador empotrado. La puerta quedó medio abierta y los asaltantes entraron en tropel.
A su paso se vieron rodeados de mármol pulido, vieron peces nadando por debajo del suelo y una rampa que se extendía hacia el piso de arriba. Algunas personas, atraídas por el ruido, vieron lo que estaba sucediendo y huyeron. Eran solo ayudantes, personal de protocolo o artistas de entretenimiento. Uno de los hombres, de pelo gris y aspecto curtido, se mantuvo firme; obviamente era un pariente de visita.
—¿De dónde ha salido esta chusma? —exclamó. Vahi y Turkan lo rodearon e inmovilizaron agarrándolo por los brazos.
—¿Dónde está Arkezhan Socorro? —preguntó Mikel.
—¡Ah, ya veo! —El hombre había visto las pequeñas insignias del clan en el pecho de los recién llegados—. ¡Sois todos Belov! ¿A qué viene este atropello?
—Exigimos hablar directamente con el capitán Arkezhan. Sabemos que está en casa. Si nos obliga a registrarla puede haber problemas, tesoros ancestrales pueden resultar dañados y podría haber heridos e incluso muertos. Así que, por el bien de todos, hable.
—Puede… que se haya marchado.
Mikel le dijo con desprecio:
—¿Así que piensa que su noble capitán abandona a su pueblo y su patrimonio en momentos de peligro?
El hombre, enfadado, pero también perplejo y aturdido, le espetó:
—¡Nunca! La… la última vez que le vi fue… en el Salón de Invierno.
—Parece probable —dijo Teng—. ¿No le gusta largarse de vez en cuando al norte?
—Dice que le inspira —gruñó Olver—. Para alguna otra canallada despreciable.
La lealtad de sus seguidores y su rabia por lo que les había sucedido a él y a su padre volvieron a conmover a Mikel. Antes de aquello se había preguntado para cuánta gente tenía el clan un significado que iba más allá de las relaciones y los rituales. Ahora se preguntaba cuántos más se habrían alzado de la misma forma que sus compañeros, de habérselo pedido. ¿Todos?
Entonces ocurriría lo mismo con los Socorro. Debía sacar partido de la ventaja que le otorgaba el efecto sorpresa mientras durase.
—Vamos —dijo. Los hombres soltaron al prisionero y subieron por la rampa pegados a sus talones. La casa había sido famosa durante generaciones y su distribución era conocida por todos.
El silencio era dueño de los largos pasillos y de cada una de las amplias estancias. Mikel se preguntó fugazmente si la casa no recopilaría sus recuerdos de los días en que estaba repleta de ruido y de vida, cuando los niños la mantenían más ocupada que nunca. Se horrorizó: ¡Niños! Pero estaba seguro de que si hubiese alguno ya lo habrían alejado del peligro.
Dos hombres se habían hecho con unas botellas de vino, la única arma que tenían a mano, y los esperaban con un aspecto de triste coraje en el último de los pasillos. Dos disparos de descarga eléctrica los derrumbaron mientras los invasores entraban en la habitación que quedaba al otro lado.
Allí el aire era más fresco, aunque el frío auténtico se encontraba en el simulacro de una región ártica en la que se había conservado un casquete polar: el glaciar, la nieve, el blanco azulado y el negro reluciente del mar entre los témpanos de hielo. La escena empequeñecía a Arkezhan, que estaba ante una terminal multifuncional aferrado a una bata forrada de pieles. El gabinete tenía unas dimensiones exageradas, era de ébano con incrustaciones en oro y tenía un escritorio cuya superficie era de cristal de roca. «Siempre has estado vanagloriándote, —pensó Mikel—. Ojalá pudiera desparramarte por encima de esas pantallas como si fueras una mosca aplastada».
¿Era posible que Arkezhan estuviera temblando bajo de sus ropas? Su voz tenía un indudable tono trémulo y chillón:
—¿Qué estáis haciendo? ¿Es que os habéis vuelto locos? ¿Qué es esto, una broma de mal gusto? ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí ahora mismo!
—Nos iremos cuando hayamos acabado lo que hemos venido a hacer —respondió Mikel aplacando el odio que se le acumulaba en la garganta.
—¿A qué habéis venido? ¿A buscaros la ruina? Os dais cuenta…
—Cállate.
—¡No! Alborotador…
Mikel le cogió por los hombros y lo zarandeó hasta que le castañetearon los dientes.
—Cállate y escucha. —Arkezhan miró al hombre, más joven y más fuerte que él, y detectó la gravedad en el fondo de sus ojos—. Siéntate. Allí.
Mikel le señaló una silla situada a unos metros de él.
Los hombres tomaron posiciones, alerta; dos de ellos se situaron en la terminal. Vahi se puso a controlar la casa y sus actividades. Olver se concentró en las imágenes del exterior para cubrir todas las direcciones. De vez en cuando aumentaba una de las tomas para observarla más detenidamente.
Mikel se paseaba de lado a lado por delante de la silla. Arkezhan se cogió de los brazos y levantó la vista forzosamente desde un rostro descompuesto.
El invierno parecía hablar a través de Mikel.
—Sabes perfectamente por qué estamos aquí. Provocaste deliberadamente a mi padre, Wei, capitán Belov, hasta el punto que su única opción fue vengar su honor y el de su familia.
Arkezhan fue recuperando la compostura:
—¡Tonterías! Fue muy poco razonable al ofenderse por unos cuantos comentarios, podía haber reclamado después. El deshonor brotó de su comportamiento, y ante el monarca, nada menos.
—No habría repetido tus viles palabras ante un tribunal a oídos de toda la nación.
«Exagero —Mikel lo sabía—. Mi padre perdió el control, pero porque le provocaron hasta un punto insoportable para un hombre orgulloso. Era mi padre y el capitán de mi clan».
—Bien, podía haber formulado una queja en aquel mismo instante —dijo Arkezhan.
—El monarca habría remitido el problema al primer ministro. —Eso si no lo hubiera rechazado de inmediato. Debió de oír lo sucedido y no dijo ni una palabra—. Y entonces le habrías besado la… mano a Mahu Rahman, como siempre, y no te habría castigado más que con una reprimenda.
Arkezhan se sonrojó e hizo un gesto como para levantarse.
—Ahora eres tú quien pone en duda mi honor. —Mikel le señaló la silla y volvió a sentarse—. Esto es intolerable. Podría presentar cargos contra ti y tu pandilla.
Mikel negó con la cabeza.
—No, vas a admitir tu culpa directamente ante el monarca. Él lo anunciará y absolverá a mi padre de todos los cargos.
Arkezhan gritó con voz entrecortada:
—Como te atreves… tú, que has irrumpido en mi casa, que has aterrorizado y asaltado a mi gente…
—A la vista de las circunstancias atenuantes, y bajo tu petición urgente, el monarca anulará públicamente todas nuestras faltas y pondrá de relieve el hecho de que el honor del clan Belov sigue intacto.
—¿Cómo crees que lo vas a conseguir?
Mikel se encogió de hombros y sonrió burlón
—Me atrevería a decir que el primer ministro le convencerá, puesto que, si no lo hace, te mataremos.
Arkezhan se quedó boquiabierto.
—Daremos a conocer la verdad de esto a todo el mundo —prosiguió Mikel—, y entonces, por descontado, nosotros mismos moriremos… libres. Y nuestra historia permanecerá.
—Para desgracia de vuestro clan —dijo Arkezhan frenético.
—¡Oh, no! ¿Crees que no hemos pensado en ello? Acontecimientos similares del pasado adquirieron la categoría de gloriosos. Nuestras muertes expiarán nuestras acciones, al igual que mi padre expió con la muerte una culpa que no le correspondía. Los Belov nos recordarán con orgullo, y también Tahalla. Pero, dime, ¿cómo podrá el clan Socorro librarse del deshonor?
Arkezhan siguió sentado sin decir nada.
Mikel detuvo su paseo.
—Como su capitán, servirás a tu gente de la forma más adecuada si haces lo que te decimos —dijo—. El monarca perdonará sin duda la falta que admitirás haber cometido. Eso será suficiente.
«Seguro que nunca nos perdonará. Tendremos que estar siempre prevenidos ante una posible venganza maquiavélica. Alentaré a todas las familias Belov a que tengan armas en casa y a que aprendan a usarlas».
—Piensa —dijo Mikel—. Que no se te haga tarde.
—Y a nosotros tampoco —Olver reclamó su atención—. Mira.
Mikel se acercó a las pantallas. Había hombres saliendo del jardín. Olver amplió la imagen: caminaban despacio, sin fluidez, pero con convicción, y portaban armas de caza. Vieron en una imagen aérea dos coches que se estaban aproximando.
—Ese Dammas —afirmó Olver—. Es un Socorro, pero también es todo un hombre. Ha reunido a todos los que habían huido de la casa, los ha equipado con lo que había en la caseta del guardabosques y ha buscado ayuda en las otras casas.
Los seguidores de Mikel fueron a por sus armas cargadas para matar. Algunos maldijeron. Un repentino y extraño sentimiento de imparcialidad le invadió. ¿Así es como se sentían los soldados de antaño?, se preguntó. Se volvió hacia su prisionero:
—Tú puedes evitar el enfrentamiento —dijo—. Diles que retrocedan.
—Ahora… no sé si podría. —Arkezhan se puso en pie, alzó la mirada y, de algún modo, su tono de voz se hizo firme—. O si debería.
«No —le decían a Mikel sus fríos razonamientos—, tu capitanía estaría vacía para siempre, ¿verdad?».
—A lo mejor solo sitian el lugar —dijo Vahi.
—Hasta que el monarca se entere, si no lo sabe ya, y envíe refuerzos —respondió Olver.
«Si es que el primer ministro se atreve —pensó Mikel—. No tiene buena fama entre la mayoría de los clanes, sabrá que las consecuencias son imprevisibles. Contábamos con ello. Pero en cualquier caso, tendríamos que enfrentarnos a una fuerza arrolladora».
Arkezhan se fue tranquilizando.
—Ahora que está alentada, mi gente no tolerará que se me humille —dijo— y ten por seguro que exigirán la misma justicia por mi muerte. Pueden citar los mismos ejemplos históricos que tú y los aplicarán con más motivo. Rendíos y quizá pueda negociar una vía segura para salir de esta trampa en la que os habéis encerrado.
Mikel suspiró.
—Eso es imposible. ¿Es que no tienes el sentido del honor básico suficiente como para entenderlo? Lucharemos y no nos cogerán vivos. —Desenfundó la pistola asesina y se le despertó un áspero sentimiento de júbilo—. Y mucho menos a ti.
—¡No! —proclamó una voz nueva.
No procedía de garganta ni de instrumento alguno y, pese a que era una voz suave, parecía que las paredes de la casa vibraban con su sonido. Los hombres apostados afuera también debieron de haberlo oído, pues dejaron de avanzar.
Era una voz profunda de contralto, calmada e implacable.
—Desistid. —Abrupta y despiadadamente, todas las armas en el radio de un kilómetro se volvieron inservibles.
Sobre la hierba, los hombres se quedaron como petrificados o cayeron de rodillas. Tres de ellos se pusieron a chillar y retrocedieron para esconderse en el jardín. Los coches se detuvieron. Arriba, en el Salón de Invierno, Arkezhan volvió a hundirse en su asiento. Los seguidores de Mikel se examinaban las manos vacías o bien miraban desquiciados el hielo que tenían a su alrededor.
—Estabais a punto de rebasar la línea de la batalla e incluso la del asesinato —dijo la voz—. Ibais a quebrantar la Paz de la Alianza.
Quien hablaba no era otro que el Guía Mundial, Mikel lo sabía. Entre el tumulto, una minúscula parte de sí mismo se preguntaba cuánta atención despertaba en la unidad central de inteligencia del sistema solar aquella ocasión y aquel momento.
—¿Pensabais que vuestras acciones iban a pasar inadvertidas?
Las máquinas, los robots, el mantenimiento planetario, la totalidad de una incomprensiblemente vasta red de comunicaciones, cómputos e información. Mikel se dio cuenta. Sí, y los satélites, los minúsculos sensores voladores indetectables, todo al servicio de la humanidad y de la vida en todas partes; y, por lo tanto, sus acciones y decisiones quedaban gratamente aceptadas, nunca cuestionadas, por parte de todo ser viviente.
—Vuestras propias leyes, costumbres y conciencias la preservaron en esta nación hasta hoy. Las ceremonias, rituales y disputas por vuestro honor, y los placeres, acabaron con vuestras energías.
«¿Y qué nos quedaba?», se preguntó el rebelde en el que aún no se había convertido.
—Pero ahora esa misma tradición os ha llevado a volver a prender la antigua llama de la violencia. Sin ataduras, ardería más a cada generación; el resentimiento, el odio ciego, las luchas, la guerra que en tantas otras sociedades nunca cesa. Debe llegar a su fin de inmediato.
La voz se suavizó casi imperceptiblemente.
—No desesperéis. La amenaza ya ha brotado antes en otros países, y es probable que en el futuro vuelva a suceder. La llama siempre ha acabado por apagarse. Y eso es lo que ocurrirá aquí.
»Los asaltantes son libres de volver a sus casas. No se les castigará, ni pública ni secretamente, y su gente se sentirá reivindicada, si es que lo desean; pero tampoco habrá castigo para nadie más, ni venganzas… Nunca. Ni durante vuestras vidas ni durante las de vuestros descendientes.
»Id en paz. Vivid en paz.
No hicieron falta más palabras.
La voz dio paso al silencio. Muy despacio, los hombres se miraron a los ojos los unos a los otros.
En un arrebato de terror seguido por un sentimiento de alivio y de algo que parecía resignación, Mikel pensó: «Ahora ya sabemos cómo será nuestro futuro».