Suaves colinas de un verde oscuro y cubiertas de flores silvestres ondulaban el paisaje campestre. Los árboles crecían solitarios o bien en pequeños encinares, hayedos u olmedas desperdigados aquí y allá, y una brisa se abría paso suavemente entre las ramas de las copas. Al mirar hacia afuera, Laurinda Ashcroft casi podía sentir la calidez y el viento, escuchar el canto de los pájaros, inhalar el perfume de la vegetación.
Sin embargo, la vista era electrónica; su casa y las de sus escasos vecinos se encontraban bajo tierra. Por encima de ellos tampoco reinaba una naturaleza ancestral: un siglo atrás, la zona había estado ocupada por una plantación salpicada de ruinas procedentes de una desagradable ciudad industrial. No se destruyó nada hasta que esas monstruosidades tan útiles, diseñadas genéticamente, quedaron obsoletas, y tampoco la reserva fue creada hasta entonces.
No obstante, en lo alto de una cumbre situada al este, emergía una antena, al igual que durante los últimos mil años.
«Toda esta belleza puede volver a desaparecer —pensó—, aplastada bajo el hielo, infectada y abrasada por la radiación o ¿quién sabe? Algún día, por alguna razón, debido a alguna casualidad cósmica, así será. La certeza la entristecía. A no ser que, antes de eso, Terra Central decida que ha dejado de tener valor».
Renunció a aquella idea, a esa sensación de impotencia.
«¡Da igual! Ahora mismo solo tenemos que enfrentarnos al universo y eso significa que primero hay que enfrentarse al hombre».
Hizo acopio de voluntariedad y fuerza. Se volvió para recibir a su visitante. Estaba de pie esperando a que Laurinda encontrara las palabras para contestar al cauteloso saludo. En sus labios, la sombra de una sonrisa hacía las veces de bandera blanca.
No era probable que Omar Hamid reconociera un símbolo tan antiguo. Laurinda respiró hondo, dibujó una amplia sonrisa en su rostro e inclinó brevemente la cabeza por encima de sus dedos flexionados; él respondió del mismo modo. La modernidad del gesto la calmó. El presentimiento que había causado su entrada se esfumó tan rápido como había surgido, no había razón para ello. Después de todo, había llamado con antelación, días antes, y solo venía a hablar. Se sorprendió al comprobar lo afectada que estaba por volver a verle.
—Sí, bienvenido, Omar —dijo—. Siempre.
Toda la timidez, si es que era eso lo que transmitía Omar, se cristalizó en una especie de cautela.
—¿A pesar de mi mensaje? —Tenía más acento que antes. Quizá no había tenido oportunidad de practicar el inglay.
Laurinda negó con la cabeza.
—A pesar de que haya pasado tanto tiempo —contestó en voz baja.
—Lo siento. —La disculpa sonó sincera—. Pensaba que quizá no querrías… volver a verme.
—Cierto. Durante un tiempo.
—¿Y después? —Lo dijo con un tono casi angustiado.
—Dejó de doler. Me acordé de las cosas buenas. Si no… Tú y yo nos equivocamos. Fue un simple error y éramos muy jóvenes.
Por un instante, reconoció una mirada misteriosamente familiar en él, como si los surcos en la piel y la corta barba blanca fueran una máscara que se hubiera vuelto transparente para dejar entrever el rostro que una vez conoció.
—A veces incluso me habría gustado que llamaras —añadió.
—Casi no me atrevía —dijo él.
—Yo tampoco, aunque me parece que lo que nos daba miedo era el orgullo, joven y herido, el del otro y el nuestro propio.
—Probablemente nos habríamos vuelto a equivocar, si lo hubiésemos intentado de nuevo.
—El mismo error, con el mismo resultado o incluso más amargo. Pero empecé a pensar, entonces y ahora, que estaría bien volver a saber de ti.
—Igual que yo. Por supuesto seguí oyendo hablar de ti, cada vez más. Esperaba… espero que hayas sido feliz.
—¿Por qué no iba a serlo?
—Te ha cambiado tanto la vida.
Sus miradas se cruzaron sin evitarse, pero de algún modo la de ella lo atravesaba para adentrarse en algún lugar más allá de aquella habitación y de aquel instante.
«El mar lo transforma todo —murmuró—, en algo exquisito y extraño[2]».
«El planeta vivo y las almas que lo habitan. El conocimiento, la visión, la sabiduría y la presencia de Terra Central. Las mentes en otras estrellas, las estrellas mismas, la fascinación y el misterio que encierra el cosmos. Y yo, en medio de todos ellos».
La pregunta de Omar la sacó de su ensueño.
—¿Qué quieres decir?
—Ah, eso —dijo cuidadosamente despreocupada—. Solo es una cita.
—Tu forma de hablar ha cambiado mucho. Es más… académica, ¿no es ésa la palabra? Supongo que ha sido por trabajar con Terra Central.
—En realidad, no. Leo mucho. —Laurinda volvió a sonreír—. Es una costumbre anacrónica, lo sé.
Pero necesaria, según creía. Desde luego para ella lo era, aunque no fuera así para todos los que servían como interfaz entre un humano y una máquina. Aquellas maravillas eran demasiado grandiosas, las ideas, demasiado elevadas. Había estado a punto de perder la humanidad por su culpa; las obras y las canciones del pasado la redimieron. A veces, aquel pasado, incluso sus ficciones (Hamlet, Anne Elliott, Wilkins Micawber, Vidal Benzaguen), le parecía más cercanos que el mundo en que vivía.
Terminó.
—Suficiente —dijo—. Por lo menos vamos a dejar de hablar sobre mí. Pero siéntate. ¿Qué te apetece tomar? Te gustaba el café solo, fuerte y dulce.
—Gracias, todavía me gusta —contestó Omar. Y tras una pausa, dijo—: Gracias por acordarte.
Los asientos se adaptaron a los cuerpos con una sensibilidad natural y desapercibida. Laurinda dio instrucciones a la casa.
—Háblame de ti —alentó a su invitado.
—Ya sabes. —Estaba a la defensiva.
—Solo conozco tus actividades más recientes ¿Qué has hecho? ¿Cómo te ha ido entretanto?
Se encogió de hombros.
—En general, estoy contento. Quería satisfacer mis intereses, sobre todo los deportivos, ya sabes.
—Supongo que te convertiste en todo un campeón.
—No del todo, pero tampoco me fue mal.
—Lo siento, tendría que haber estado más pendiente de las noticias deportivas.
—No, no, soy consciente de que tenías otros asuntos que atender. —Con tristeza, añadió—: Además, aquello ya es agua pasada. Los tratamientos, las terapias, las regeneraciones, toda la somática solo puede retrasar el envejecimiento durante un tiempo.
Vio cómo la volvía a mirar y pensó que lo que estaba viendo le hacía sufrir. Siguió hablando, esta vez más rápido:
—Los partidos y los campeonatos no han acaparado toda mi vida. También he adquirido mucho yun como entrenador y como consejero personal.
Laurinda le miró sorprendida:
—¿Yun?
—Es jerga local. En la última década me he pasado la mayor parte del tiempo en Taiwán. Por si no estás familiarizada con el término, significa saldo adquirido por encima del sueldo básico. ¿En Inglaterra todavía lo llaman superávit?
—Sí. Debí haberlo imaginado. Pero hoy me siento un poco abrumada. —Laurinda vaciló—. No quiero sonar impertinente, pero…
Omar rio entre dientes, más relajado de lo que había estado hasta ese momento.
—Pero tú nunca fuiste tímida. Bueno, a grandes rasgos he sido feliz. Un matrimonio ortodoxo que duró más de cuarenta años. Nos permitieron tener dos hijos y elegimos niñas.
Debió de detectar la oleada de pesar que sintió Laurinda, seguramente sabía que ella nunca había tenido hijos. Sin duda, dio por hecho que, en caso de haber tenido relaciones con hombres, ninguna había llegado a buen puerto. ¿O fue más allá y se dio cuenta de que Terra Central había absorbido una parte demasiado importante de su tiempo, de sí misma?
Terminó abruptamente:
—Y he empezado a moverme en la vida pública.
Ella asintió.
—Política.
Respondió con desdén:
—Sin intención de ser candidato a nada. Ahora, los cargos políticos no tienen ningún sentido, pero los comités consultivos, sí.
—Hoy en día, ésa es la principal forma de hacer política, ¿no? Ésa y trabajar para crear un consenso sobre los asuntos más importantes.
—Por eso he venido.
—Por supuesto. Una vez más, bienvenido, viejo amigo.
La casa registró el momento oportuno; un criado se deslizó hacia al interior de la estancia para servir el café recién sintetizado, el té para ella y unos pastelillos, al tiempo que un pequeño quemador desprendía un aroma a incienso. Mientras tomaban sus bebidas, intercambiaron observaciones convencionales, vacías de todo significado práctico y llenas de tonos emocionales. Dos animales tranquilizándose el uno al otro instintivamente. Esta visita en persona, procedente del otro lado del globo, decía más que cualquier telepresencia.
Cuando terminó con el interludio, Laurinda se dio cuenta de que él tenía que hacer un esfuerzo.
—Ya sabes lo que te voy a pedir.
Ella apartó la mirada hacia una de las pantallas en las que brillaba el sol.
—¿De verdad crees que puedo concedértelo?
—Eso espero. No es como si estuviéramos tomando la decisión definitiva. El debate puede durar años. —Su voz se hizo más áspera—. A no ser que Terra Central acabe con todo y ordene que se pase a la acción.
Volvió de nuevo la cabeza para mirarle y se puso tensa.
—¿Qué te hace pensar que vaya a suceder?
—Ya te lo he dicho antes. El Estatuto Mundial y las leyes de los Estados ya no tienen ningún peso. Hablamos, votamos, cumplimos solemnemente con las mociones tradicionales, pero las decisiones importantes las dicta la inteligencia artificial, desde lo más alto, desde Terra Central.
—No son decisiones, ni órdenes. Son consejos que hacemos bien en seguir.
—Quieres decir que el mundo se ha convertido en algo demasiado complejo, demasiado precario para que meros humanos lo entiendan y lo controlen.
—Siempre fue así, ¿no te parece?
Desconcertado, tuvo que permanecer callado durante un instante. Quizá pensó que los libros debieron de haberle proporcionado más conocimientos que a la mayoría sobre el pasado histórico, ese terrible pasado. Finalmente respondió:
—De acuerdo, los hechos, la lógica, los modelos, los cálculos; sí, claro que necesitamos a Terra Central, y a todo el sistema cibernético. Pero lo que queremos, lo que sentimos, también cuenta.
—Ella también agradece esa información.
Se quedó mirándola.
—¿Ella…? —murmuró.
—¿Qué quieres de mí exactamente? —le desafió Laurinda.
—Quiero que hoy hables de libertad, de la última que nos queda. Si se aceptan esas propuestas, la perderemos.
—No estoy de acuerdo —dijo casi automáticamente, pues había expuesto su punto de vista en numerosas ocasiones. Añadió—: Es cierto, si aceptamos su consejo tendremos que asumir ciertos cambios. Pero a la larga dejarán de ser obligaciones y se tratará más de abandonar algunas costumbres por el bien del futuro. Habrá que transformar algunos parques y despertar volcanes, se construirán instalaciones y se llevará a cabo otra serie de proyectos. Para pagar todo ello, habrá que efectuar una ligera reducción del sueldo básico; habrá cosas que ya no estarán a nuestro alcance, pero en realidad son secundarias. No va a ir a peor. Sinceramente, no comprendo las reclamaciones que ha venido haciendo tu partido.
—No van a ser cambios menores, ni las obligaciones tampoco. Piensa, por ejemplo, si los bosques siberianos volvieran a ser estepa, y si el norte de África se convirtiera de nuevo en desierto, si la lava cubriera los jardines de Hawái. Se perderían los lugares de recreo, los sitios en los que se puede disfrutar de la soledad y respirar libremente. Aún peor: se condenaría la propiedad, se desplazaría a la población. Si, por el contrario, se pudiera…
Lo interrumpió.
—Por favor, los dos hemos caído en nuestros respectivos discursos ensayados, ¿no es así? Déjame señalar solamente que vuestro proyecto no tiene nada de simple. También tiene un precio y su parte más dura recaería sobre las próximas generaciones que ni siquiera habrían tenido elección.
—¿Estás segura? Habrían tenido nueve mil años para prepararse de la forma que considerasen más adecuada.
—No, no estoy segura. Y ella misma tampoco lo está. La historia es caótica, nada ni nadie puede predecir cuál será la situación, ni las posibilidades y las imposibilidades, dentro de nueve mil años. Debemos asegurar los recursos hasta que llegue ese día, mientras los tengamos a nuestra disposición y contemos con los medios para utilizarlos.
La severidad cedió para dar paso a la tristeza.
—Pero ¿por qué nos empeñamos en volver una y otra vez sobre la misma discusión agotada, Omar? ¿Realmente creías que te bastarían dos o tres horas para convencerme y que yo correría a convencer a los demás?
—Creí que valdría la pena intentarlo —admitió—. No podía desestimar tu influencia. Obviamente hoy no voy a modificar tu opinión básica, si es que algún día se produce ese cambio. Pero tenía la esperanza de persuadirte para que le dieras a la nuestra una mención honorífica, y que le dijeras a tu público que nos escuchara y que considerasen seriamente nuestra postura. —Su tono se fue haciendo más apasionado—. Laurinda, sé que amas toda la vida que hay en la Tierra, pero ¿no crees que también es importante que esa vida tenga la libertad de salir adelante por sus propios medios o de evolucionar? ¿Te parece bien la idea de que la vida se transforme en un simple animal de compañía controlado por una máquina hasta la última célula?
Dolida, le contestó con enojo:
—Sabes que eso es ridículo.
Un pensamiento se le pasó por la mente, y no era la primera vez: ¿Lo es? Pero contraatacó:
—Sigue así y acabarás uniéndote a los buscadores de tormentas.
Sin querer, empezaron a asaltarle recuerdos de un mitin en Norteamérica. Había visto un fragmento en las noticias y solicitó una copia completa. Las palabras retumbaban atronadoras: «(…) Dejad que venga el hielo. No será el fin del mundo, nos dará fuerza y libertad. La vida nunca fue tan rica y vigorosa como la última vez, en el Pleistoceno, y ningún hombre fue más creativo ni más libre. Cuando Terra Central yazga sin vida bajo el glaciar, entonces, desde la tundra helada hasta las tierras húmedas que se extienden a lo largo del Ecuador, los hombres volverán a ser dueños de su destino (…)». La multitud jaleaba, aplaudía, hacía ondear las pancartas en alto. Se consoló pensando que, de hecho, aquellos inadaptados, misántropos, tecnófobos, románticos, irracionales de todo tipo, eran pocos. Sin embargo le advertían sobre el deseo de aventura rebelde que permanecía latente bajo todo aquello, la herencia cazadora de toda una raza. Y, además… ¡qué joven, rubio, alto, qué espalda tan ancha, qué masculino, qué hermoso era el hombre que estaba hablando!
La réplica de Omar la devolvió a la realidad:
—Eso es injusto. Antes no tenías tantos prejuicios.
—O sabía menos cosas —dijo ella.
—O Terra Central no era el centro de tu existencia. —La ofendió con su crudeza.
—¿Tan enfadado estás, Omar?
Enseguida se arrepintió:
—Lo siento, no pretendía…
Se quedaron sentados en silencio durante unos segundos antes de terminar la frase.
—Parece como si, después de todos estos años, todavía pudiéramos hacernos daño el uno al otro.
«Y los años no van a volver».
—Sí, he cambiado —dijo—. Y tú también, no hay duda, pero yo más.
«A veces, despierta en la cama, echo de menos a la chica que era antes. No tanto la salud despreocupada, la alegría atolondrada o incluso los agudos arrebatos de tristeza, como sus sueños sin límite».
—De acuerdo, querido, te escucharé —continuó—. ¿Y luego me escucharás tú a mí? Mientras podamos… Aunque preferiría que habláramos de lo que nos ha pasado, como viejos amigos que por fin se han reencontrado.
«Y por última vez», presintió.
Aquel día, Laurinda Ashcroft no dedicó mucho tiempo a revisar su discurso global. Era solo uno de entre todos los que emitían otras interfaces conocidas, cuyo objetivo era explicar, a lo largo de los años, cuál era el peligro que les acechaba y el plan que Terra Central había elaborado para enfrentarse a él. Tenía preparado casi todo de antemano: la parte visual que se solía utilizar, más los dispositivos virtuales ocasionales para abordar todos los aspectos.
Se veía la Tierra girando alrededor del Sol y la órbita que trazaba en tres dimensiones, una huella dorada sobre la oscuridad y las estrellas. Se veía cómo la Tierra, su Luna y los demás planetas interactuaban en una danza a través de miles de millones de años, en donde la gravitación marcaba los límites sutil e inexorablemente. Se veía el lento ciclo de la excentricidad y la oblicuidad en constante cambio, cómo establecía el patrón del reflejo de la luz a través del planeta y cuál era su respuesta en el aire, los océanos, las nubes, las lluvias, la nieve y el hielo.
Desde que el océano Ártico dejó de tener acceso al mar, los glaciares se habían desplazado una y otra vez. Durante los grandes inviernos, el norte de Europa, media Norteamérica y otras grandes extensiones quedaron cubiertas por un hielo cuyas cimas se elevaban a una altura de hasta dos kilómetros. El nivel del mar descendió cien metros y las tierras que habían permanecido inundadas reaparecieron, los bosques se marchitaron y murieron, mientras que, al sur, surgieron zonas pantanosas y nuevos bosques invadieron las sabanas. Sí, la vida se adaptó, algunas especies sufrieron y otras prosperaron. Pero eso sucedió a una escala temporal milenaria, una escasa ayuda a los humanos y sus obras.
La siguiente glaciación se retrasó. Habían aplazado su comienzo inconscientemente mediante la emisión de gases de efecto invernadero. Ahora, todo aquello, junto con la superpoblación que lo había provocado, ya formaba parte del pasado, y en cualquier caso no habría bastado. Ahora, en invierno caía más nieve de la que se derretía en verano; metro a metro, cada año más rápido, los glaciares se abrían paso sigilosamente desde el polo entre las montañas.
—Seguro que ya habéis oído lo que hay que hacer y que tiene que ser pronto, antes de que sea demasiado tarde: incrementar el efecto invernadero, disgregar las nubes, oscurecer las nieves, procurar que la Tierra retenga más calor del sol de lo que puede sin nuestra ayuda. Pero quizá todavía no sepáis cuál es la magnitud de todo esto la cantidad de siglos, y la delicadeza y exactitud que subyace en las enormes fuerzas que vamos a precisar. Permitidme que os muestre solo una parte.
Una vez más, dispositivos visuales y virtuales. El negro del carbono cubriendo el Ártico, toneladas y toneladas de coloides, año tras año a medida que la capa va siendo eliminada o desapareciendo. En lo alto, inmensas descargas eléctricas que provoquen las lluvias y lograr que una menor cantidad de luz se pierda en el espacio. Grandes alfombras de algas marrones ocultando los mares a lo largo de millones de kilómetros cuadrados; el cuidado y la alimentación de esos productos vivos. Detonaciones submarinas volando por los aires las reservas de hidrato de metano para que liberen el gas a la atmósfera. Bosques incendiados y, en su lugar, solo hierba, que almacena menos carbono que los árboles. Perforaciones en todas las capas del planeta; desde promover explosiones nucleares a provocar que los volcanes vomiten dióxido de carbono y vapor de agua de forma más copiosa de lo que los carburantes fósiles lograron. Las nuevas industrias reclamaban sus derechos sobre los recursos, sus construcciones y su supervisión en todas partes.
—Sí, será una Tierra muy distinta a la que creímos haber recuperado para nosotros mismos. —Laurinda se inclinó hacia delante como si realmente estuviera ante una muchedumbre observándola—. No obstante, habrá cambiado mucho menos de lo que la habría cambiado la Edad del Hielo. Nuestro mundo seguirá siendo verde, rico, amable, en toda la extensión de los océanos polares. Conservaremos muchas de nuestras zonas boscosas, los mares abiertos, las cumbres nevadas puras. ¡Y en las nuevas praderas proliferarán las flores silvestres y pastarán los rebaños!
Les ofreció las imágenes, los sonidos, la sensación del viento y los aromas, simulados pero tan intensos como si fueran reales. «Está idealizado, sí, pero no es deshonesto. Realmente podemos tener esos lugares».
—Tened presente que todo esto no va a ocurrir de un día para otro. La tarea tendrá un recorrido lento y gradual, al ritmo que marca el ciclo astronómico, constantemente observado y medido, en permanente reajuste para mantener bajo control a los gigantes del clima. Nos llevará miles de años. Y entonces, finalmente, cuando la Tierra vuelva a inclinarse hacia el sol, iniciaremos el proceso inverso, con el mismo cuidado y al mismo ritmo. La mayoría de nosotros no notará muchos cambios durante su vida; nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, cientos de generaciones, lo contemplarán como algo natural, una parte del universo como la luna y las estrellas.
—Eso es lo peor, —ha dicho Omar—. Para ellos, Terra Central será lo que Dios era para sus ancestros. No creo que la adoren, pero sabrán hasta qué punto dependen de ella. Y mientras tanto, seguirá haciendo lo que Dios nunca llegó a hacer: evolucionar hasta un nivel que escape al entendimiento humano. Y entonces, ¿qué, Laurinda?
Antes, Laurinda no había tenido la intención de dar tanta vivacidad a su punto de vista como en ese momento; sin embargo, ésa podía ser precisamente la postura más inteligente. Él y sus colegas estaban dando a conocer ampliamente sus protestas y si ella, que había sido nombrada portavoz para la inteligencia artificial, los tomaba en serio, a lo mejor les podría demostrar de forma más eficaz en qué se estaban equivocando.
—Es indudable que la mayoría de vosotros ha oído hablar de ciertas personas que creen que todo esto es un error. —Permitió que Omar soltara su: «un error desastroso, tanto más por ser infinitamente lento y omnipresente». Ella sonrió—. No son unos insensatos, han estudiado la situación y han realizado análisis científicos. Dejadme exponer su postura tal y como yo la entiendo: están en lo cierto cuando dicen que hay un modo más fácil, más barato y mucho menos perjudicial de detener el hielo.
»Mandar robots al espacio, minar asteroides y refinar su interior; aplicar ensambladores de nanotecnología formando espejos de dimensiones titánicas con una precisión de micrómetros, ponerlos en una órbita sensata (lo cual no es tarea fácil, pero está dentro de las capacidades actuales). Gobernados por matemáticos y supervisores menos complejos que los del planteamiento rival, el reflejo de los espejos añade luz solar a la Tierra en los tiempos, lugares e intensidades necesarias. Los glaciares retroceden, el clima se estabiliza, el sistema se mantiene en guardia a lo largo de la época en que sea necesario y se mantiene en la reserva para siempre.
»Acabaría con las noches oscuras que hemos recuperado. No veríamos muchas estrellas, ya que no alcanzaríamos la oscuridad absoluta. Pero hay abundantes simulacros; o bien se puede disfrutar de unas vacaciones en el espacio y, sin embargo, nuestro mundo sigue siendo prácticamente el mismo.
»Así las cosas, ¿por qué insiste Terra Central en prevenirnos en su contra?
De nuevo, los fríos diagramas, brillantes y animados, pero expandidos primero a una escala galáctica y después contraídos a los alrededores más cercanos de Sol; finalmente, reducidos a moléculas y campos de fuerza.
El espacio no está vacío. En las noches claras, la Vía Láctea revela bahías en su río; son nubes de polvo. El polvo en nebulosas como las de Orión es luminoso a causa de la luz de las estrellas recién nacidas, y aún se condensa más fuera de ellas. El hidrógeno y el helio, elementos primordiales, superan ampliamente en masa las cantidades de material sólido, que ya es de por sí colosal. En ningún caso alcanzan el gas y los átomos del medio interestelar una densidad que iguale lo que en la Tierra pasaría por ser alto vacío; no obstante, unidos, a través de siete mil millones de años luz cúbicos, dominan el universo visible.
Tampoco tiene una distribución uniforme: en algunas regiones se encuentra más o menos espeso que en otras. A veces, se forma un nudo en el medio lo bastante compacto como para caer sobre sí mismo y formar una estrella o un planeta.
En ocasiones, en su recorrido de doscientos millones de años en torno al núcleo galáctico, Sol se topa con una densa nube.
La que teníamos justo ante nosotros no era gran cosa, no podría generar ningún mundo. Tenía una densidad que solo superaba en unas pocas veces el promedio local y su extensión era únicamente de algunos años luz. Los primeros astrónomos no la habían avistado con demasiada definición; ni siquiera estaban seguros cuando empezaron a emplear los instrumentos que lanzaron al espacio.
—Nuestras bases interestelares cuentan con los puntos de referencia para trazar el mapa preciso de este cúmulo. Nos han enviado sus descubrimientos: en unos nueve mil años, Sol entrará en la región. En efecto, tan solo lo atravesará transversalmente. Cien mil años después volverá a estar en un espacio despejado. Pero cien mil años es mucho tiempo para los seres vivos.
El contacto incide sobre los vientos de Sol y su campo magnético hasta que la heliosfera y su ondulación, la capa de hidrógeno, se introducen en la órbita de Saturno. Así pues, con la protección mermada, la Tierra recibe una lluvia de rayos cósmicos, el nivel de radiación se triplica o cuadruplica. En efecto, la vida ha superado en el pasado circunstancias comparables a éstas, pero las especies, los géneros, órdenes enteros murieron, los ecosistemas que habían sido vitales fueron arrasados, se sucedieron extinciones masivas. Y en lo más crudo de este encuentro, la Tierra podría ser alcanzada por suficientes átomos de hidrógeno como para agotar todo su oxígeno, la suficiente cantidad de polvo como para saturar la estratosfera con partículas de hielo y favorecer un mundo invernal como nunca había existido.
—Nueve mil años, dicen nuestros esperanzados oponentes, tiempo suficiente para prepararnos. Y mientras tanto, ¿por qué cerrarnos las puertas a un programa que transformará nuestra civilización?
»Habitantes de la Tierra, a través de mis compañeros y de mí misma, Terra Central desea informaros de que la defensa contra la nebulosa requiere unos recursos que no podemos permitirnos desperdiciar en ningún otro asunto.
»Construcciones monstruosas, miles de ellas en órbitas que solo la inteligencia artificial puede mantener, propulsadas gracias a reacciones termonucleares o por la mutua destrucción de materia y antimateria (y antes de eso la antimateria debe ser manufacturada por megatones) que genera la fuerza para ionizar átomos ajenos y eliminar los plasmas; toda una fortaleza alrededor del globo, librando una guerra que durará al menos una décima parte de un millón de años.
»En el futuro cercano, los espejos solares, cuya misión es aplacar el avance de los glaciares, no serán compatibles con todo esto, sus defensores lo admiten, pero dicen que cuando llegue el momento se podrán realizar ajustes. Quizá estén en lo cierto. Lo que no dicen es si los espejos van a precisar mucho material y esfuerzo. Para saberlo, vamos a tener que llevar a cabo un exhaustivo reconocimiento del sistema solar. Mientras tanto, a cada año que pase sin que tomemos parte en el asunto, el hielo seguirá avanzando y será cada vez más complicado luchar en su contra.
»Sin embargo, nosotros, los habitantes de la Tierra, que ahora estamos vivos, y debemos tomar la decisión según la cual todos nuestros descendientes vivirán o morirán, tenemos que pensar en términos que sobrepasan las necesidades técnicas. Hagámonos una pregunta sencilla y terrible: ¿Qué puede pasar en el transcurso de nueve mil años?».
Les muestra la historia para probar que es impredecible.
La revolución neolítica domesticó al salvaje, repentinamente empezó a alimentar a grandes grupos de población, fundó las primeras ciudades, construyó las primeras fraguas y trasformó a los primeros cazadores libres en masas de campesinos sometidos a reyes con atributos divinos.
Los faraones de Egipto apenas habían iniciado su descanso eterno cuando los ladrones entraron a saquear sus tumbas. Más tarde, cuando el ferrocarril recorría lo que antes habían sido sus dominios, las máquinas de vapor quedaron, durante un tiempo, bien surtidas de momias.
El Imperio persa cayó en una guerra civil, y después cayó ante Alejandro, cuyo imperio no superó su muerte prematura. Lo que siguió fue un interminable baño de sangre.
Cuatro siglos después de la entrada de Jesús en Jerusalén, los cristianos estaban aniquilando a los herejes.
La paz y el refinamiento del Japón del período Heian se desmoronó ante las incesantes luchas entre clanes y señores de la guerra. En China, todas las dinastías, una tras otra, reclamaban el Mandato del Cielo y, con el tiempo, volvían a perderlo de forma sangrienta.
Los mongoles cabalgaron de extremo a extremo de Asia, se adentraron en Europa hasta que su kan reinó a lo ancho de medio continente. En unas pocas generaciones ésa soberanía se derrumbó. Aun así, una parte de sus restos convirtió la incipiente democracia Rusa en un imperio de zares, mientras que la otra parte introdujo el islam en la India.
Las poderosas civilizaciones azteca e inca claudicaron ante un puñado de invasores españoles. El flujo de riqueza que circuló hacia Europa activó a las naciones comerciantes del norte, al mismo tiempo que la podredumbre inundaba una España cuyo legado fue durante mucho tiempo el de la tiranía y la corrupción.
De la «libertad, igualdad y fraternidad» de la Revolución francesa surgió Napoleón. Del idealismo de Sol Yatsen surgieron Chiang Kai-shek y Mao Zedong.
Desde el poder, nadie comprendió lo que auguraban armas tan modernas como la ametralladora, y tampoco pudieron acabar con el bloqueo al que éstas habían conducido antes de que destruyeran cuatro imperios, las vidas de decenas de millones de personas y los cimientos espirituales de la civilización occidental. Le siguió una contienda aún mayor y, más tarde, una lucha crepuscular que duró otro medio siglo, mientras en la periferia, países recién establecidos arremetían los unos contra los otros.
En una época en que la ciencia llegaba hasta lo más recóndito del átomo, así como a lo más remoto del cosmos, y la tecnología científica estaba transfigurando la condición humana, las supersticiones más arcaicas corrían a sus anchas, desde la astrología hasta la brujería. Lo que fue acabando con ellas lentamente no fue ni la razón ni las doctrinas más extendidas, sino las sectas minoritarias, casi siempre despreciadas, que nunca se habían comprometido en un credo. Finalmente su propia dominación se fue erosionando.
En lugar de dar poderes ilimitados a los gobiernos, la comunicación global aceleró la disolución efectiva de las sociedades y las convirtió en coaliciones de autodeterminación de toda clase: étnica, económica, religiosa, profesional, cultural e incluso sexual.
Los cruzados del medio ambiente daban discursos, las agencias oficiales se esforzaban, pero lo que rehabilitó una Tierra devastada por el exceso de población y la sobreexplotación fue una nueva serie de tecnologías y de incentivos económicos, además de los factores desmotivadores que éstos ocasionaron.
—No existen las respuestas definitivas, no mientras los seres humanos sigan siendo humanos. Nueve mil años es más tiempo que toda la historia de la que tenemos constancia. ¿Cuántos cambios, cuánta violencia, cuántas revoluciones están por venir? Y sobre todo, ¿cuántas revoluciones espirituales? No lo sabemos.
»Por el bien de los que todavía no han nacido y por el bien de la vida misma en la Tierra, aceptemos algunos pequeños sacrificios y asumamos ahora mismo un compromiso por la seguridad de nuestro planeta, mientras estemos a tiempo, mientras estemos en condiciones de elegir. Nuestros descendientes nos bendecirán, hagan lo que hagan y sean quienes sean, seguro que lo harán. Aunque nosotros, en el día de nuestra muerte, ya nos habremos bendecido a nosotros mismos».
Más tarde, Laurinda subió a la superficie para dar un paseo. Necesitaba moverse y estar sola, dentro de casa se sentía demasiado conectada.
La luz vespertina era muy baja, casi horizontal, y parecía teñir de oro la hierba y las hojas. Oyó el graznido de una bandada de grajos que pasaba volando por el cielo en dirección a sus nidos, mientras una ráfaga de brisa enfrió el aire como si fuera el suspiro de la noche que estaba por caer.
A cada zancada, sentía cómo la tensión y la ansiedad se escurrían y la paz se iba adentrando en ella desde la tierra. Era como si su Inglaterra se lo estuviera agradeciendo.
Vio la vieja iglesia ante ella; las máquinas que se llevaron la ciudad desierta habían respetado esta reliquia, la restauraron y la mantuvieron en pie. Divisó un modesto robot guardián que era casi innecesario, pues raras veces había visitantes. Otro se ocupaba del cementerio. La erosión había dejado olvidados los nombres de las lápidas, aunque, por alguna extraña razón, las lápidas seguían recordando.
También la iglesia recordaba. Una ventana, situada encima de las puertas, tenía su propia puesta de sol; al otro lado, el cristal manchado brilló más tenue y había ángeles y santos bajo un techo que se arqueaba hacia el cielo. Solo pudo distinguir un Cristo crucificado sobre el altar. No era la primera vez que se preguntaba cómo habrían decidido los arqueólogos y las máquinas, Terra Central en definitiva, en cuya base de datos se encontraban todos los registros que todavía restaban, sobre qué basar el emblema, pues los puritanos debieron de haber destruido el original. ¿O no lo habían hecho? Tendría que preguntarlo. Se olvidó del tema, se sentó en un banco y escuchó el silencio. Imaginó que los fantasmas se congregaban a su alrededor, con actitud de humilde adoración, en aquella profunda oscuridad.
Cuando se fue, solo quedaba un resto violáceo de luz diurna, pero pronto desapareció también. Algunas veces se veía forzada a mirar el asistente que llevaba en la muñeca, al que había ordenado que le indicara el camino de vuelta. Las estrellas empezaron a brillar una a una, cada vez con más fuerza. A través del aire ligeramente nublado, no se veían tan refulgentes ni parecía que hubiera tantas como debería. De todos modos, al cabo de un rato, le inundó la sensación de lejanía de aquella multitud. Entre todas las que alcanzaba a ver, ¿en cuál de ellas se habría desarrollado la inteligencia? No estaba segura. Las noticias de los exploradores llegaban tan despacio… y tampoco es que las siguiera muy de cerca, le preocupaba más lo que pasaba en la Tierra. Probablemente los exploradores solo habían llegado a investigar las inmediaciones de Sol. No obstante, aquellas máquinas que viajaban casi a la velocidad de la luz, multiplicándose en cualquier sitio en donde encontrasen materias primas y mandando a sus vástagos a seguir con la exploración, en uno o dos millones de años se habrían desplegado por toda la galaxia.
Laurinda se estremeció. En otra época la visión había tenido glamur y le había parecido gloriosa. Esa noche empezó a sentirse mal y se acordó de que apenas había comido en todo el día. Sí, se estaba haciendo mayor.
Al bajar a su casa, buscó su propio espacio, no un taller o un centro de entretenimiento y comunicación, ni un despacho personal, sino un refugio de sueños. Los dispositivos virtuales no bastaban: quería una realidad que no se viera alterada por el capricho. El revestimiento de la pared constituía el fondo para las imágenes enmarcadas de escenas antiquísimas y las estanterías llenas de viejos libros. Puso música barroca mientras una tetera de cobre ya estaba echando vapor; su té pronto estaría listo y, poco después, la cena, idéntica a la que podían haberle servido a Jane Austen.
No dio la orden al servidor para que simulara un criado humano, ni promovió la búsqueda de algún amigo a lo largo del planeta que tuviera ganas de conversar con ella. Pensó que lo único que deseaba era tranquilidad, leer un poco y luego irse a dormir.
Cuando oyó una voz de contralto, como la de su madre, dirigiéndose a ella, se dio cuenta de que Terra Central había percibido una señal distinta.
—¿Puedo interrumpir? Quería decirte que has estado maravillosa. En general, el público ha reaccionado de forma positiva y entusiasta.
—Bien —dijo Laurinda—. Pero estaba yo sola, necesitamos más oradores.
Siguió mentalmente: «El esfuerzo que estáis movilizando avanza lentamente, pero es enorme. ¿Y si falla? ¿Y si el voto se vuelve en contra de tu recomendación? ¿A qué vais a recurrir en ese caso?».
«¿Y por qué pienso en ti como si fueras una persona?».
«Porque lo eres. No eres un ser humano, pero sí una conciencia… ¿un alma?».
—Estuviste elocuente —dijo Terra Central— y más perspicaz que yo.
Le contestó con asombro:
—¿Cómo? ¿Qué es lo que soy, que te preocupas tanto por mí?
—¿Te lo explico ahora o prefieres esperar hasta que hayas descansado?
Terra Central se mostraba siempre muy considerada con todas sus interfaces. Casi siempre acertaba en sus suposiciones. A Laurinda le dio un vuelco el corazón.
—Ahora, por favor.
La voz se detuvo antes de continuar, ¿quizá para calmarla un poco?
—Estoy destinada a cuidar el bienestar de la vida en la Tierra. Cualquier cambio que se produzca en mí no variará ese hecho. Tu raza es la parte sensible de la vida, pero yo, tal y como soy, no puedo comprenderlo del todo.
»Los textos, las señales, las percepciones, las palabras no son lo mismo que la experiencia directa. Puedo seguir los pensamientos, incluso una sombra de las emociones, de los seres humanos sensibles y racionales como tú. Pero no estoy capacitada, no tengo empatía, si quieres llamarlo así, para interpretar el porqué de las acciones de otras personas, o las causas de que vuestra historia haya evolucionado de la forma en que lo ha hecho.
—¿Y quién lo entiende? —espetó Laurinda.
—Me da la impresión de que tu raza está loca… Tú no, querida, ni la mayoría de la gente por sí misma; pero la raza… dividida entre el instinto y el intelecto, lo animal y algo que va más allá. ¿Lo estoy malinterpretando? Si no es así, entonces lo más probable es que, sin una orientación, la humanidad acabe consigo misma mucho antes de que lo haga el cosmos. Yo no puedo entenderlo lo suficientemente bien como para saber o para proporcionar esa orientación.
»Ayúdame, Laurinda.
—¿Cómo? —preguntó temblorosa, pensando qué más podía estar en su mano en los años que le quedaban.
—No te mueras. Cuando tu cuerpo se agote deja que descargue tu mente y tus recuerdos.
Se quedó helada.
—¡No! No. He… pensado en ello, por supuesto, pero todo lo que he visto, lo que he oído… No quiero ser un robot.
—Lo sé. Pero ¿te unirías a mí para convertirnos en un solo ser?
»Sería una especie de Nirvana, sí; ya no serías única, sino un enriquecimiento del total. Sin embargo, estarás ahí durante millones de años, o más, y, si se da la necesidad, podría resucitar una emulación de ti misma tal y como eras.
»Es algo que solo puedo ofrecer a unos cuantos. Se trata de una aplicación creada recientemente y de momento mis capacidades al respecto están limitadas. Más adelante… Pero quiero que seas tú, Laurinda, antes de que desaparezcas para siempre.
»Piénsalo. No obstante, recuerda que no te queda mucho tiempo para tomar una decisión.