Tres


Mucho tiempo después, tanto que casi no cabe en la imaginación, Christian Brannock rememoró aquel día, ya que había sido, de alguna forma, tanto un final como un inicio.

No fue consciente de ello hasta que repasó el total de su vida y de su existencia ulterior. En aquel momento, estaba bloqueado por completo en el tiempo y el espacio. Ni siquiera era de día, a excepción de un reloj que marcaba las horas de Norteamérica y, en aquel momento, la Tierra se encontraba a unos cien millones de kilómetros de distancia en dirección a las estrellas, mientras en la base Clement aún era de noche.

Se aproximaba la salida del sol, aunque lentamente. Entre amanecer y amanecer se producían ciento setenta y seis rotaciones terrestres. No se daba la circunstancia de que aquellos hombres hubieran contemplado alguna vez directamente un paisaje diurno sobre Mercurio: aunque el resplandor quedaba reducido a un nivel soportable gracias a un vidrio tintado, había otras radiaciones que sí podían traspasarlo. Las máquinas del exterior las observaban. La mayoría eran robots con diversos niveles de autonomía, pero uno de ellos era superior.

Gimmick no conocía la oscuridad. A lo largo de quinientos kilómetros, Christian veía a través del láser la luz de radar, la luz de las estrellas amplificada; palpaba mediante dedos y zarcillos metálicos, con sensores en la base, a medida que el cuerpo avanzaba sobre el regolito, entre pequeñas fluctuaciones; percibía sabores y olores a través de haces de luz oscilantes de electrones y partículas nucleares; oía electrónicamente el murmullo de la radiactividad en la roca que le rodeaba, y el silbido y el rumor de la lluvia cósmica; los sensores internos le permitían ser consciente de forma subliminal del equilibrio, los flujos y las necesidades, de igual modo a como lo sería gracias a los nervios y glándulas de su propio cuerpo. Juntos, él y Gimmick analizaban y tomaban decisiones, igual que el cerebro dentro del cráneo: ellos movían la máquina igual que sus músculos lo movían a él.

La relación no era completa, solo podía ser visual. Los repetidores, tanto los satélites como las antenas colocadas a lo largo del camino, reducían inevitablemente el ancho de banda y distorsionaban la señal. Christian mantenía una leve conciencia de su entorno: la butaca a la que estaba conectado, los contadores e instrumentos, un aire inodoro y algo frío, las tensiones y distensiones, las respuestas instintivas que a veces le hacían querer zafarse de sus ataduras. Por el rabillo del ojo veía a Willem Schuyten, sentado ante un panel de control, estudiando lo que sucedía. En otros lugares, esto había sido necesario muy pocas veces, pensó Christian vagamente, o por lo menos él lo había eludido. Pero éste era un esfuerzo de equipo y en Mercurio había muchas cosas por descubrir y mucho en juego.

Se le pasaron los datos que Gimmick había estado analizando en ese medio minuto de distracción. Había una cierta línea de búsqueda que parecía prometer y el explorador reemprendió la marcha. Christian volvió a poner los cinco sentidos en aquel escenario.

El cielo brilló con una luz trémula en una gama de destellos que formaron un arco sobre el horizonte cercano y afilado de su izquierda. El oscuro terreno estaba salpicado de cráteres y cubierto de guijarros. Solo con mirarlos podía saber su edad en millones de años, igual que identificaba la edad de una persona o de un árbol en la Tierra; las señales eran incalculables, las deducciones las dictaba el subconsciente. Cerca, a la derecha, un declive de cuatro kilómetros de altura y cientos de kilómetros de longitud se extendía como si fuera una pared atravesando el mundo. La unidad perfeccionada que constituía Christian-Gimmick lo percibió como algo más que una roca. Detectó marcas a medida que se acercaba; cerebro y ordenador unidos para leer la historia, el relato de un solevantamiento a lo largo de la falla, tiempo antes, cuando, tras su nacimiento, el planeta todavía se estaba enfriando y encogiendo.

Rastreó las posibilidades de algo que se encontraba más adelante.

Gimmick estaba siguiendo el risco en dirección sudoeste para volver a la región polar donde Clement les estaba esperando. Bajo sus pasos, los escombros crujían inaudibles para el ser humano; en aquellas condiciones de gravedad baja, se levantaba un polvo que, sin una brizna de aire que lo alterase, volvía a depositarse rápidamente en el suelo. Tampoco se adhería al robot, cuyo material lo repelía.

«Allí —pensó Christian—, en ese peñasco de allá. Ese puede ser un buen punto de anclaje. Echaremos un vistazo». El equipo viró ligeramente y avanzó, para aproximarse al desnivel. En aquella zona, la cantidad de cascotes hacía el terreno menos practicable y se desprendían fragmentos por los lados. Los motores se pusieron en marcha. Consideró la opción de emplear las seis patas, pero decidió que no iba a ser necesario.

El pico se desviaba de una ladera más baja por encima de los escombros, en forma de obelisco pulido de unos cien metros de altura. Había visto otros en sus viajes, pero ninguno tan largo como aquél. Probablemente se había desprendido del macizo a causa de la resonancia de las ondas de choque en el momento de la elevación.

Visualizó el objeto casi como si fuera el núcleo prefabricado de una torre de transmisión, parte de la red global cuya misión era almacenar la energía solar que se precipitaba sobre el lado diurno de Mercurio y proyectarla hacia las fábricas de antimateria que estaban en órbita y, en última instancia, a los rayos láser que iban a lanzar ¡las primeras naves estelares! No podía controlar la emoción.

«Un examen estructural rápido. Los autorrobots registrarán los detalles más tarde». En el extremo de uno de los brazos, una anilla se cerró con fuerza; a través de la piedra se oyó el eco de las vibraciones indicadoras de que algo iba a suceder.

La piedra cedió y se derrumbó provocando un gran estruendo, mientras todo desaparecía a su alrededor.

Wat drommel? —gritó Willem Schuyten. Volviendo al idioma oficial de la expedición, dijo—: ¿Qué demonios…?

Después de una breve mirada al rostro del otro hombre:

—Del mismísimo infierno.

—N… no. —Christian Brannock, a salvo dentro del sistema, no podía ni levantar el brazo inmovilizado ni mover la cabeza, cubierta por un casco. Su voz sonó temblorosa—. Un momento. Continúa, déjame averiguar… qué ha pasado.

Willem asintió y se concentró en sus instrumentos. Era un veterano en el campo de la inteligencia artificial y sacaba conclusiones a partir de lecturas y cómputos que escapaban fácilmente a la comprensión de cualquier observador in situ.

Fragmentos sueltos de información asaltaron a Christian como si de una pesadilla se tratara: ciego, sordo, con una pesadez angustiosa, sin potencia, con las fuerzas en descenso. El instinto tuvo pánico, la carne luchaba contra las ligaduras, pero la mente, de alguna forma, se aferraba a la firmeza propia de Gimmick. Juntos, trataron de interpretar lo poco que obtenían a través de los sensores.

Aquellos momentos intermitentes de realidad se volvían cada vez más caóticos y, además, se iban haciendo cada vez más débiles, hasta ser tan insignificantes que Christian no llegaba ni a comprender su naturaleza.

«La conexión está fallando rápidamente. Es mejor romperla del todo para ponernos a trabajar». Nunca sabía si la decisión era únicamente suya o si también procedía de la sosegada lógica de su compañero. Tampoco sabía, ni le importaba, por qué terminaba con un: «Hasta luego. Buena suerte».

—Interrumpir —dijo en alto, con una voz áspera.

—Interrumpir —repitió Willem. Recorrió los indicadores con la mirada para evaluar la situación y, tras determinar que una desconexión inmediata era neurológicamente segura, presionó el botón de mando. El centro de comunicación, que se activaba a través la voz, podía haberlo hecho todo sin ayuda, pero la intervención de un humano en el ciclo era una precaución añadida; conocía mejor las necesidades de otro humano.

Todos los canales cerrados. Christian quedó liberado de los neuroconectores y permaneció un momento respirando profundamente; después se sentó. Willem estaba de pie junto a él con un vaso de agua en la mano que Christian apuró en dos tragos.

—Gracias —masculló—. Tenía la garganta más seca que ese paisaje.

—Es por el pánico —le contestó su compañero—. He visto la reacción involuntaria. ¿Quieres levocina?

Christian sonrió burlonamente, sin ganas.

—Lo que de verdad quiero es un trago. Pero tenemos prisa, así que me tomaré la píldora.

Willem le dio una. Siempre las tenían a mano, por si la misión se alargaba más de lo previsto o si se complicaba y el operario no podía detenerla.

—¿Prisa, dices? ¿Crees que podemos hacer algo ahora mismo?

Christian asintió.

—¡Más nos vale, maldita sea! —se puso en pie; la medicación lo empezaba a tranquilizar a la vez que lo estimulaba. Los temblores desaparecieron y su voz cobró fuerza—. ¡Vaya! Espero poder darme una ducha mientras nos preparamos, huelo como si llevara muerto un mes, ¿no?

El sudor hacía que le brillara la piel y le oscurecía la camisa.

Willem lo miró atentamente:

—Mis monitores dicen que la máquina está hecha trizas. El transmisor está muy dañado, puede transferir información irregularmente, pero el grupo electrógeno está inutilizado. Cualquier cosa que funcione, como un brazo, no sirve de nada. Y la reserva de energía se está agotando a toda velocidad.

Gimmick está intacto.

Willem lanzó un suspiro.

—Sí, eso es evidente. Duele, ¿verdad? —Había oído hablar muchas veces acerca de aquellos ordenadores de alta gama y las redes neurales, con sus programas y bases de datos, llamados «cerebros». La gente que trabajaba con uno, como Christian (aunque no solían llegar a ese nivel de intimidad), tenían tendencia a ponerles nombre y a hablar de sus peculiaridades personales de la misma forma en que otros hablarían de un barco o de una herramienta que les han servido durante mucho tiempo.

—Me imagino que habrías preferido que el destrozo hubiera sido completo y rápido, piadoso, por así decirlo. Pero para ti habría sido un duro golpe, peor de lo que ha sido.

—Lo sé. Como si me muriera de repente. Me habría recuperado. Pero así… ¡Dios, tío, es Gimmick el que está ahí fuera, no un montón de chatarra! Y no tardará en amanecer.

Willem suspiró.

—Exacto. ¿Tienes idea de qué ha pasado?

La pregunta, formulada con una calculada frialdad, requería una respuesta de la misma clase. Christian aflojó los puños.

—Estábamos examinando un tipo de risco poco común. De repente se rompió en pedazos y cayó encima de Gimmick. —La voz se hizo más dura—. El cuerpo que Gimmick estaba usando. —Volvió a un tono más impersonal—: La parte de arriba de la torre de transmisión, donde está la antena, quedó al descubierto y la información que me llega indica que el armazón interno ha protegido el cerebro.

—¿Estás seguro? También podría estar dañado.

Christian negó con la cabeza.

—No. ¿Crees que no lo sabría, que no lo sentiría, igual que si fuera mi propio cerebro el que sufriera una conmoción?

—Muy bien. Pero el accidente… ¿cómo pudo producirse un desplome? ¿Un terremoto?

—No. —Christian hablaba con convicción. En cierto modo, él lo había presenciado—. Y tampoco un meteorito. Debimos de provocar un movimiento con la sonda sísmica. No entiendo cómo, sabes que no tiene mucha potencia; y Mercurio está geológicamente agotado. Esa protuberancia podía llevar intacta unos tres mil millones de años.

—Así que un fenómeno insólito.

—Quizá. O puede que estas formaciones sean habituales y que sean frágiles por naturaleza. ¿Cuánto sabemos? ¿Se puede saber por qué estamos en Mercurio si no para conocer la configuración del terreno? Antes de que algo así se repita…

Christian tomó aire y trató de tranquilizarse.

—Yo solo estaba conectado a Gimmick, no tengo toda la información, está todo en su base de datos. Si no lo recuperamos antes de que amanezca, se va a freír y no quedará nada.

—Supongo que sí. El sistema termostático está destruido y las rocas no son el mejor sustituto para el escudo de radiación, que está destrozado. —Willem le puso a su amigo la mano en el hombro—. Lo siento, ha tenido muy mala suerte. Seguramente ha sido peor para ti que para la expedición. Te habías acostumbrado a este vínculo; esta relación que habíais entablado… se acabó. Vas a tener que volver a empezar de nuevo, ¿verdad?

Observó las arrugas del rostro, el pelo rubio e inerte.

—A no ser que decidas dar un cambio a tu carrera, o retirarte. Lo lamento, Christian.

La respuesta le dio una sacudida.

—¡No! Todavía hay tiempo para cavar, sacar a Gimmick de los escombros y volver. ¡Por eso te digo que tenemos que movernos!

—Yo… me temo que no. Déjame comprobarlo para estar seguros.

Willem volvió a sus teclados y lectores. Christian se quedó donde estaba, de nuevo con los puños apretados.

Al cabo de un momento, el cibernético lo miró y le dijo muy despacio:

—No. He averiguado el paradero de todas las unidades que tenemos con la cualificación necesaria —se trataba de robots de autoprogramación dedicados a reconocer y estudiar el planeta con antelación a la gran empresa. La de Christian había constituido la única alianza entre un humano y una máquina, con grandes costes en cuanto a apoyo vital y equipo, y muy productiva en circunstancias especiales que requerían la participación de una mente orgánica—. Recuerda que están desperdigados por el globo e incluso el más cercano tendría que atravesar un terreno muy accidentado. Ninguno llegaría a tiempo.

Christian estaba ahora bastante sereno.

—Eso pensaba. Bueno, no está demasiado lejos de aquí. Yo mismo iré.

En Clement todo el mundo pensaba que la idea era descabellada. La unidad central de inteligencia artificial realizó un rápido cálculo y estuvo de acuerdo. Ningún hipotético beneficio merecía el riesgo de perder un equipo imprescindible, y mucho menos una vida humana. El comandante Gupta lo prohibió.

Christian Brannock se mantuvo firme en su postura. Él y Gimmick habían estado realizando tareas imposibles para un solo hombre o máquina. El retraso que se acumularía en el proceso de búsqueda y transporte de un suplente hasta aquel planeta, además del tiempo que se perdería recuperando la información, perjudicaría a toda la misión, aunque solo fuera por los costes añadidos. Por otro lado, su probado criterio como contratista independiente hacía de la propuesta algo adecuado. Dentro de los límites que, insistía, no estaba rebasando, podía dirigir cualquier cosa que necesitara para enfrentarse a una situación de emergencia.

Estaban abrumados por su urgencia y obstinación. Dos horas más tarde, estaba de camino.

Después de aquello, esperó. El vehículo que lo llevaba era autónomo; contaba con un programa que incluía un mapa topográfico y los reconocimientos por satélite proporcionaban un mayor detalle. La unidad de inteligencia de la base, que iba siguiendo sus movimientos a través de los transmisores de comunicaciones, ordenaba modificar la dirección de vez en cuando para contribuir a un avance más rápido. Ninguno de ellos incidía directamente sobre Christian y él tampoco podía hablar con el robot que lo acompañaba, ya que estaba programado para ser potente y diestro, pero no para pensar. Cuando llegaron al lugar la unidad de inteligencia dirigiría la operación. Mientras tanto, la cabina, que estaba diseñada para un máximo de tres personas, quedó atestada por toda su masa.

A excepción de ese detalle, estaba bastante cómodo. El aire se iba reciclando y siempre era puro. (Se acordó del aroma de las flores, los pinos, la luz del sol iluminando el cabello de una mujer). La temperatura varió ligeramente para adecuarse mejor a su salud y a su estado de alerta, sin tener en cuenta el frío de cien grados kelvin de la medianoche o los abrasadores trescientos grados Celsius del mediodía. (Se acordó de una playa en la que rompía el oleaje con un ruido ensordecedor, y de la brisa fría en la cara y la sal en los labios, pero con una calidez radiante que provenía de sotavento). A medida que el aparato avanzaba por un terreno rugoso a toda velocidad, el metal que lo rodeaba producía un zumbido y se agitaba sobre la tierra irregular y escabrosa. No obstante, el asiento al que permanecía amarrado absorbía la mayor parte del traqueteo, y lo que no compensaba no era muy significativo en las condiciones de gravedad de Mercurio. En todo caso, el movimiento era casi relajante, como si estuvieran meciéndolo en una cuna. (Recordó una barca escorada remontando las crestas de las olas y buceando entre sus surcos, con la caña del timón en la mano, la vela mayor como un pico nevado clavándose en el cielo).

Se sintió exhausto. Comió y bebió algo, se reclinó en el asiento y se durmió. Tuvo un sueño inquietante en el que le preguntaba a Gimmick: «¿Sueñas alguna vez? Me refiero a cuando no estás conectado». Y el robot contestaba: «Tú me enseñaste». ¿O era un recuerdo confuso? Llevaban juntos muchos años y habían estado en lugares bastante peculiares.

No obstante, se despertó con fuerzas renovadas, se soltó las correas de seguridad y se tambaleó al perder el equilibrio mientras desentumecía los músculos y usaba el retrete; comió de las raciones frías y volvió a acomodarse en su asiento. Al solicitar una estimación actualizada de la hora de llegada, el vehículo dijo con voz plana:

—Unas tres horas más.

Frunció el ceño. No iba a tener mucho tiempo antes del amanecer; bueno, cuando partió ya sabía que esa iba a ser la mejor de las circunstancias que podía esperar. Y la gran esfera solar tardaría solo quince horas en despejar el horizonte.

Miró hacia afuera. No era posible ver el exterior directamente cuando estaba sentado en el centro del grueso armazón, sin embargo los aparatos electrónicos que activó le dieron por bueno un simulacro. De pronto, parecía como si sobre la superficie todo hubiera desaparecido y entre él y el cielo no hubiera nada, como si estuviera desnudo y solo, invulnerable. Como si fuera un ángel.

Pero no, solo era un hombre. En ese momento, no compartía los sentidos más que humanos de su compañero, y por un momento se sintió perdido sin la visión asistida.

Se empezaba a distinguir una especie de amanecer al nordeste, una luz zodiacal intensificada debido a la cercanía del sol. Empezaba a cubrir cráteres y rocas como una enorme ala, con un suave matiz perlado situado a una cuarta parte de la distancia que había hasta el cenit, antes de perderse entre las estrellas. El cinturón galáctico la eclipsó, un río brillante como el hielo entre los dos extremos del mundo. Las demás estrellas seguían oscilando a miles, abarrotando la negrura cristalina sobre la que se dispersaban. Aunque Christian las había contemplado más veces de las que podía recordar, le pareció que por un momento liberaba su espíritu y lo elevaba para siempre en la majestuosidad de todo aquel silencio.

Un destello le devolvió a la realidad. Bajo una cumbre situada en dirección noroeste, había un diamante azul. Solo pudo divisar un puntito a su lado, de un color dorado ceniciento: la Tierra, lo sabía. Y junto a ella, la Luna. Su hogar.

¿Soplaría hoy el viento en esa luna para lanzar un destello de las cenizas de Ellen?

A veces, sin previo aviso, se sorprendía recordándola. Hacía tiempo que la tristeza había desaparecido. Hubo otras mujeres antes que ella, y también después. Pero fue por ella por quien dejó el espacio para dedicarse a la ingeniería en tierra firme, porque no había nada que compensara la distancia durante una infinidad de meses o años. Cuando murió (los controles robóticos todavía no tenían capacidad para evitar los accidentes más absurdos), después de esparcir el contenido de la urna en el entorno que amaba, volvió al espacio. El hijo de ambos ya era mayor y no le iba a necesitar. Se lanzó hacia las nuevas tecnologías en el campo de los nexos entre humanos y máquinas, y raras veces regresaba de visita. Pero en ciertas ocasiones lo recordaba y era doloroso.

Quizá, de forma egoísta, era mejor así. Por supuesto que había estado dispuesto a pagar el precio; sin embargo, en la Tierra siempre se había sentido atrapado. Las estrellas…

Volvió a mirar hacia arriba y la nostalgia que le invadía se hizo más intensa. Había viajado y trabajado por todo el sistema solar y, más allá, el universo lo estaba esperando.

Un poco molesto, rechazó esos sentimientos de autocompasión. Irían a las estrellas, sí, pero no en esa vida, y ellos no serían de carne y hueso, sino máquinas. Tendrían sentimientos, claro, y capacidad para razonar, pero en verdad no serían humanos.

El fantasma de Ellen seguía presente y dejaba un silencio demasiado profundo en el habitáculo.

No podía dejarse llevar por las emociones, en su trabajo no sobreviviría. Pero tampoco se podía ser un estúpido, así que uno se buscaba la forma de mantener ocupados los períodos de tiempo largos y tediosos, no solo con juegos y grabaciones de programas, sino con cualquier cosa, desde estudiar idiomas o practicar la caligrafía hasta cultivar un arte o desarrollar ideas filosóficas. Christian Brannock, entre otras cosas, cantaba y había compuesto algunas canciones.

Cogió la guitarra. Las lentes de visión externa completa atenuaban la luz a su alrededor, pero él sabía dónde estaba colocada. Alargó el brazo y la acercó. Pudo ver el reflejo de la caja y las cuerdas al ponérsela sobre el regazo. Tocó un acorde y se puso a cantar.

«Una vez, en la chimenea,

encendimos un pequeño fuego

para calentarnos las manos frías

y despertarnos un deseo

que nunca lo necesitó;

aun así aceptamos

que las llamas sedujeran

a la leña seca y virgen (…)».

No. La música dejó de sonar. Había escrito la canción cuando era joven, en la Tierra, y más tarde Ellen la disfrutó; poco después lo revivió en Marte, donde nunca había ardido una llama auténtica. No sabía por qué, pero hacerlo allí se le antojaba un error.

¿Por qué se sentía tan inquieto? ¿Porque temía perder a Gimmick? Pero Gimmick solo era una máquina, ¿no era cierto? Bien, quizá no fuera solo una máquina…

Christian debía preparar el trabajo que tenía por delante. Como si de un desafío se tratara, se arrancó con algo más viejo y picante.

«¡Oh!, un pillo andaba vagabundeando,

vagabundeando por el strand (…)».

La aureola solar ya asomaba por encima de un risco al nordeste. Con un resplandor opalescente, ahogaba la luz zodiacal mientras proyectaba un destello tímido y pálido a través de las grietas y los accidentes del terreno. Una oleada rojiza se destacaba para anunciar la inminente aparición del disco. A su alrededor, seguían predominando las estrellas; la Tierra ya no reclamaba atención, su visión quedaba oculta tras el declive.

Aquel risco se extendía a lo largo de todo el paisaje y ocupaba casi la mitad del cielo. A Christian le vinieron a la mente cornisas, pináculos, pendientes pronunciadas, vetas de minerales, marcas de meteoritos al precipitarse contra el suelo a lo largo de millones de años. Pero todo aquello lo había visto junto a Gimmick. Ahora, sus ojos desasistidos percibían el desnivel como una vasta extensión de oscuridad.

Podía haber imaginado que eran un frente tormentoso (en una escala temporal propia, el cosmos no es ni duradero ni pacífico, sino terriblemente violento), pero los restos de escombros situados al pie de la ladera que se había desplomado le llamaron la atención. Su compañero se encontraba debajo de aquel montón de rocas desprendidas; la antena de comunicaciones sobresalía por la parte superior. No pudo determinar exactamente la magnitud de los daños que había sufrido; además, a falta de los conectores necesarios, no podía comunicarse con él. Sin embargo, desde la base Clement, la unidad de inteligencia no tenía tales limitaciones.

—¿Estás en contacto? —le gritó a través de la radio del vehículo—. Cuéntanos.

Le contestó una voz de barítono. Podía tener cualquier registro, pero siempre era vibrante y expresiva como la de cualquier ser humano:

—Nada nuevo. El robot no responde a las llamadas; claro que su propia señal es demasiado débil y está muy distorsionada, y no desperdicia la energía en el intento. Apenas tiene energía interna suficiente para establecer funciones computacionales.

«Es decir, que Gimmick sigue consciente, —se dijo Christian—. No, estoy siendo antropomórfico y eso no es científico, ¿verdad?».

—¿Sabe que estamos aquí?

—Probablemente, a través de las señales sísmicas o electrónicas. —La unidad de inteligencia añadió un matiz de urgencia al tono calmado de su voz—. No te retrases si es que quieres salvar algo importante.

Christian pensó en Gimmick aprisionado, esperando el rescate o la muerte. ¿Tendría sentimientos? ¿Esperanzas? Muchos humanos habían pasado por aquello, al quedar enterrados vivos tras un terremoto o cuando alguna nave espacial se desviaba irremediablemente de su trayectoria. ¿Era descabellado suponer que Gimmick quería vivir?

—Bien, toma el mando del robot. —Vaciló y dijo—: Por favor.

El artilugio, que era grande y cuya forma se acercaba a la de un humano, empezó a moverse. Se dio la vuelta y salió de la cabina con gran estruendo. Christian oyó que se aproximaba a la cámara de acceso para la tripulación y un minuto después el silbido de las bombas que evacuaban el habitáculo. Lo vio salir a la superficie y dirigirse hacia la luminosidad de la aureola; durante otro minuto permaneció quieto mientras en Clement la unidad de inteligencia estudiaba la situación a través de los sensores, y luego se subió al montículo. Empezaron a caer cascotes que se desprendían bajo sus pies y se deslizaban hacia abajo. En la Tierra habrían producido un estrépito incesante.

No podía soportar quedarse allí sin hacer nada, mirando. Su parte de la misión venía al final, tenía que emplear herramientas que el robot no estaba capacitado para manejar. Pero el halo se elevaba por momentos, la oleada ardiente iba creciendo cada vez más. Quizá fuese su fuerza minúscula lo que iba a marcar la diferencia.

La unidad de inteligencia lo percibió:

—No lo hagas —advirtió—. Es un riesgo que excede lo necesario según el plan.

—Aquí el capitán soy yo. —Christian se apartó.

Al salir se detuvo junto a una taquilla. De todo el equipo geológico que allí había escogió un pico y una pala, sacó su traje espacial y comprobó la lista de control con la despreocupación que otorga la cotidianidad. Casi la misma despreocupación; cualquier pequeño desajuste o error podía matarlo. Las máquinas eran más resistentes, no había duda de que serían ellas las que irían a las estrellas. De momento, ni siquiera en los planetas eran los humanos de gran utilidad.

Incluso con el equipo encima, su peso era menor que el que tendría en la Tierra completamente desnudo. Era lo mismo que la inercia, claro, una combinación que podía llegar a ser compleja. Avanzó por la superficie del terreno hacia la ladera de detrito, pero a partir de entonces empezó a abrirse camino con cuidado. Desde la cima divisó una imagen en claroscuro del vehículo, cuyo metal quedaba parcialmente ensombrecido y contrastaba con el fulgor de la radiación, que iba en aumento y se reflejaba en la otra parte del metal. Obviando los detalles, parecía más una versión gigante del cuerpo de Gimmick, salvo por las extremidades especializadas, los detectores y los contenedores de recolección: un objeto ovoide con una torreta, unas patas encogidas que descansaban sobre cadenas de oruga y aletas en el radiador, cuya función era protegerlo de la violencia del sol.

Al infierno los cuerpos, Gimmick había empleado muchos distintos. Lo que había que salvar era el armazón unitario, los programas y la base de datos: el cerebro. ¿La mente? ¿El alma? En cualquier caso, aquél era Gimmick.

El robot trabajó duramente sin inmutarse, tenía dispositivos adheridos a sus cuatro brazos con los que fue deshaciéndose de las rocas para seguir avanzando a través del terreno sobre el que se encontraba. A menudo se quedaba quieto mientras la unidad de inteligencia consideraba la situación; entonces se desplazaba hacia otra zona. Christian sabía que de ese modo la excavación era más eficiente, y evitaba los desprendimientos. En comparación, su criterio era insuficiente y sus músculos, débiles. Aun así, si tenía cuidado, podía aportar algo de ayuda, más que obstaculizar la tarea. Podría ayudar solo un poco.

Empezó a ver el cuerpo, estaba aplastado y lleno de abolladuras. La aureola seguía creciendo.

Christian se puso a cavar. Al cabo de un rato ahogó un grito. Los equilibradores del traje espacial a duras penas le sostenían, la pantalla del casco se le empañaba y el aire se volvía más denso y viciado. Sujetaba las herramientas con manos temblorosas.

—Ahorra fuerzas —aconsejó la voz serena—, se te requiere para llevar a cabo una tarea de precisión.

Cedió; no recordaba haber hecho nunca nada tan duro como detener su trabajo en aquel momento.

Un pequeño rayo de sol resplandeció sobre el risco. En un abrir y cerrar de ojos las sombras se hicieron largas y afiladas, pequeños cráteres resaltaban como si fueran atolones. Las estrellas desaparecieron de la escena.

Quince horas… Pero mucho antes, el viento solar barrería la tierra con lluvia radiactiva y, a continuación, un calor abrasador lo cubriría todo. El vehículo era el único lugar donde resguardarse.

—Si eres prudente, irás a refugiarte —dijo la voz.

—Lo sé —contestó Christian—; pero no lo soy.

El robot siguió con su trabajo.

La parte central quedó al descubierto. Si el casco de Christian no se hubiera oscurecido automáticamente, el resplandor lo habría cegado. No obstante, por fin llegó el momento de su intervención.

Prácticamente planos, los rayos del sol eran poco difusos. La noche todavía no había abandonado los lugares en los que aquellos rayos no incidían directamente. El traje tenía fijado un juego de instrumentos que incluía utensilios como linternas o minirradares, pero en realidad casi siempre tenía que ir a tientas a través de los guantes con amplificación de sensibilidad. El objetivo era atravesar diversas capas de armadura y extraer la unidad independiente con la precisión propia de un neurocirujano.

—Los niveles de radiación están aumentando rápidamente —dijo la unidad de inteligencia.

—Cállate —dijo Christian—, estoy ocupado.

Y de algún modo liberó a Gimmick antes de recibir una dosis demasiado alta. Tomó en brazos el objeto esferoide junto con todos sus cables colgando, descendió por la abrupta ladera y atravesó con esfuerzo el regolito levantando nubes de polvo a cada paso. Al acercarse, la cámara se abrió y él se precipitó hacia su interior, hasta entrar dando tumbos en la cabina, donde se desplomó sobre un asiento. El corazón le latía a toda velocidad. Por ahora estaba tan trastornado que cualquier sentimiento de triunfo quedaba eclipsado. Lo que más le apetecía era una cerveza fría. O dos, o tres o cuatro.

El robot todavía estuvo un rato examinando la máquina desechada, seleccionando muestras de rocas antes de unirse a él. No tenía por qué apresurarse.

Al igual que Christian, Gimmick no necesitaba estar conectado para procesar datos y ejecutar un programa (para recordar, pensar, ser consciente). A diferencia de él, no precisaba un cuerpo para hacerlo: una fuente de energía y unas cuantas conexiones de entrada y de salida le bastaban. Durante el viaje de regreso había estado enchufado a la unidad central de inteligencia con el propósito de descargar y analizar la información que contenía en su interior. Esos circuitos estaban ahora inoperativos.

Así pues, la voz que salía del intercomunicador tendría que haber sido plana, las palabras de un informe impasible. Para imitar las características de humanidad igual que la unidad central de inteligencia hacían falta unas cualidades que superaban las que correspondían a un explorador, en especial las de uno que iba a estar a menudo a las órdenes de una mente humana. No obstante, en aquellos momentos, el tono y el lenguaje transmitían algo más que simple información. Había algo, un indicio de vida, que se dejaba sentir.

—¿Habéis detectado la causa del desprendimiento? —preguntó Christian impaciente.

—Ajá —contestó Gimmick—. Los nanosistemas han estudiado uno por uno los átomos de las estructuras de los cristales, el gran cerebro ha creado un modelo y lo ha probado. Resulta que esta combinación de minerales en particular es más vulnerable de lo habitual a la tensión térmica. Tampoco demasiado, si no, el peñasco no habría tardado tanto en caer; pero lleva gigaaños expuesto a ciclos de calor y frío y eso ha acabado por pasarle factura. El viento solar y los rayos cósmicos tampoco ayudaron. Se formaron grietas que fueron creciendo hasta que cualquier impacto significativo lo tirara todo por tierra. Antes o después, un meteorito de dimensiones considerables habría caído cerca.

Christian puso cara de circunstancias:

—Nosotros no le dimos tan fuerte.

—Cierto, la sonda sísmica fue bastante delicada, pero tuvo suficiente con la resonancia de las frecuencias. El resultado habría sido el mismo si se hubieran llevado a cabo obras de construcción o si una nave hubiera aterrizado cerca de allí.

—¿Supone un gran problema?

—Aún tenemos que averiguarlo. Seguramente no; no parece que la roca sea de una clase muy común. En cualquier caso, se advertirá a los planificadores con antelación.

—Entonces, me atrevería a decir que el asunto mereció la pena. ¡Nos estamos ganando el sueldo!

¿Había sonado la voz tan débil y temblorosa alguna vez?

—¿Cuándo podremos seguir con el reconocimiento?

—No lo sé. He estado estudiando el asunto y no parece probable que haya algún robot en el planeta que podamos modificar para adaptarlo a ti. Si se tarda demasiado en fabricar un cuerpo nuevo y enviarlo desde la Tierra, negociaré un cese del contrato para que otro equipo nos sustituya. No quiero estar parado durante meses, y mucho menos en Mercurio.

Christian miró a Willem Shuyten.

—Perdona —murmuró—. No tengo nada en contra de la compañía.

El viejo sonrió con ironía.

—Aparte de que faltan mujeres de verdad, a mí no me importa demasiado que esto esté lleno de máquinas.

—Y el resto del universo sigue esperando —dijo Christian aún más suavemente.

El cibernético le lanzó una mirada profunda. Por un momento, reinó el silencio en la estancia. Era el cuarto de Christian. Tenía colgada en una de las paredes una pantalla con la imagen de Saturno, como una joya en el espacio; en otra se veía una cara del Everest con el viento levantando la nieve artificial, blanco sobre un azul majestuoso; una tercera imagen mostraba el rostro de su Ellen, que ya apenas activaba, y otra más, con el retrato de su hijo, que sí activaba a menudo. La guitarra estaba sobre un escritorio cubierto por montones de figuritas, además del equipo necesario para fabricarlas. Encima de la mesa a la que estaban sentados, había una botella y dos vasos haciéndoles compañía.

Christian volvió a la realidad.

—Bueno —dijo dirigiéndose al intercomunicador—. Te lo diré en cuanto lo sepa. Mientras tanto, si no tienes nada para entretenerte, supongo que te desconectarás. Adiós[1].

—Hasta entonces —respondió la voz. Y se apagó.

—Escapa del aburrimiento —dijo Christian entre dientes—. Eso es algo que te envidio.

—¿En serio? —preguntó Willem casi en el mismo tono de voz.

Christian hizo una pausa antes de contestar.

—Supongo que no. No tendría sentido, ¿verdad?

—Envidiar a una máquina, no; pero tú hablas con Gimmick como si fuera un amigo.

Christian se encogió de hombros:

—Es por costumbre. ¿Nunca le has hablado a una máquina ni la has insultado?

—He dicho que hablas «con», no «a». Nunca había estado presente de forma tan directa y no me había dado cuenta de la forma en que los dos mantenéis auténticas conversaciones. Es asombroso que Gimmick suene tan vivo, tan parecido a ti.

—No pensaba que te pudiera sorprender tanto, eres experto en «IA».

—Es un campo muy amplio, crece a pasos agigantados. No estuve familiarizado con la clase de equipo que formáis vosotros hasta que llegué a Mercurio y, desde luego, mi trabajo se ha desarrollado junto al sistema principal, ayudándole a dirigir las distintas actividades en un mundo lleno de incógnitas.

—Pero me refiero a que es obvio. Gimmick no es una cosa que se pueda manejar como un barco, ni que se pueda poner y quitar como si fuera unos guantes. Funciona de forma autónoma: toma decisiones y actúa en consecuencia, aprende. Adquiere rasgos con toda naturalidad… mis rasgos.

—Y tú adquieres los suyos —dijo Willem despacio.

Christian hizo un puño con la mano que había levantado para coger su bebida.

—Nunca pensé que te iba a oír decir eso precisamente a ti —le espetó—. «Deshumanización», «privación de emociones», toda esa charlatanería organicista que infesta la Tierra.

Willem levantó la palma de la mano.

—Haya paz, te lo suplico. No cabe duda de que estoy por encima de eso. No tenía intención de ofender, discúlpame.

Christian se tranquilizó un poco.

—Lo siento. Me he pasado, soy un estúpido —le dedicó una sonrisa de arrepentimiento—. Después de toda esa vuelta por el risco, creo que todavía tengo los nervios a flor de piel.

—Es comprensible. Pero quiero decirte solo una cosa y luego… Tiene relación con algo que llevo pensando desde hace tiempo.

Christian levantó el vaso, dio un trago y se recostó en la silla.

—Adelante, dime.

—Le has dado a Gimmick un nombre, tiene gracia; pero ¿no demuestra eso un cierto nivel afectivo? Y constantemente te refieres a «él» y no a «eso».

—Sí, ¿por qué no? He tenido un par de barcos en la Tierra, les he puesto un nombre y los he tratado de tú.

—Pero tú mismo lo has dicho, Gimmick no es una máquina pasiva. Dentro de… sus límites, prácticamente es un ser pensante. Unido a ti, se convierte en una parte, en un aspecto más de un ser humano.

—No —dijo Christian tranquilamente—. Unidos, juntos, somos más que humanos.

—En cuanto a la diversidad sensorial y a las capacidades, sí, y es probable que eso te afecte. Pero tú eres el hombre, los instintos son tuyos, los impulsos, los miedos, las esperanzas, las alegrías y las penas, el resultado de cuatro mil millones de años de evolución en la Tierra. ¿Pensabas que no se vería afectado al estar en contacto con todo eso?

De nuevo Christian se paró a pensar antes de dar una respuesta.

—Pues claro que sí. Durante todo el tiempo que hemos pasado trabajando en equipo, un período considerable, he sido consciente de ello. Y no me ha sorprendido. —Apuró un trago—. En parte es por eso por lo que me cabrean esos engreídos. ¿Robotización de humanos? ¿Qué tal humanización de robots?

—Dentro de sus límites, como has dicho —dijo Willem con tiento.

Christian asintió.

—Estoy de acuerdo. Yo no digo que Gimmick sea igual que… que tú, ¿cómo vamos a comparar peras con manzanas?

—Cuando insististe en salir y arriesgar tu vida dijiste que era para salvar los datos. Efectivamente eran importantes. Pero lo que querías en realidad era salvar a tu amigo, ¿no es así?

Christian permaneció sentado en silencio.

Willem suspiró.

—Aun así, si lo comparamos con la unidad central de inteligencia de Mercurio, por no hablar de los grandes sistemas de la Tierra, Gimmick es muy limitado. Y, como ya he dicho, se están produciendo cambios a un ritmo vertiginoso. Dentro de poco me quedaré obsoleto y tendré que iniciar mi retiro rural. Al igual que tantos otros.

»¿Cuál es el límite? ¿Dónde termina la capacidad computacional para dejar paso a la conciencia? Yo no lo sé, y ten en cuenta que me he dedicado a esta especialidad durante toda mi vida. Nadie lo sabe, aunque llevan preguntándoselo dos o tres siglos.

Se inclinó hacia delante buscando los ojos de Christian y, manteniendo la mirada fija en ellos, dijo:

—Sin embargo, sé unas cuantas cosas que todavía no se han dado a conocer. ¿Has oído hablar de la posibilidad de cargar personalidades enteras en un ordenador?

—¿Y quién no? —replicó Christian—. Es otra de esas ideas a las que llevan una infinidad de años dando vueltas, ¿no? El último análisis del que tuve noticias decía que era inviable. La entropía…

De repente, se percató de la intensidad que provenía del otro lado de la mesa y dejó la frase a medias.

—Eso era antes —dijo Willem—. Hemos superado la parte más complicada del proceso. En diez o quince años será una realidad. Escudriñar un organismo por completo, transferir la matriz informativa a una base de datos de una red neuronal avanzada, añadir sensores y tejidos. Eso es, una existencia artificial, pero distinta a la de cualquier robot normal, o incluso extraordinario. Y quizá después… ¿quién sabe lo que podría venir después?

—Si para entonces lo deseas. —Christian se estremeció.

—Sí —asintió Willem—. Os he estado observando a ti y a tu compañero. Creo que sois el candidato perfecto para la carga.

»Las primeras naves estelares estarán listas poco después de que termine tu esperanza de vida mortal. Las expediciones requerirán un elemento de criterio, voluntad y deseo humanos. Piénsatelo. A no ser que surja algún contratiempo, como éste al que te has enfrentado recientemente, tienes tiempo para decidirte. ¿Qué te parecería que una continuación de ti mismo pudiera viajar a las estrellas?