En rigor, estaba equivocado: no había ningún detalle que hiciera única a la humanidad. Casi todos los animales tenían lenguaje, se comunicaban entre sí; en algunos casos, parte de ese lenguaje se aprendía, no era innato, y podía llegar a evolucionar hacia auténticos dialectos. Muchos tenían tecnologías, fabricaban cosas; algunos empleaban herramientas, se valían de elementos ajenos para realizar tareas concretas. Unos pocos creaban sus propios artilugios, moldeaban levemente ciertos objetos. Tres o cuatro especies lo hacían con la ayuda de algún instrumento aparte de los dientes y las manos.
Y, no obstante, ninguno de ellos se acercó al ser humano en ninguno de estos aspectos. El lenguaje no ha evolucionado de forma tan rica y poderosa en ninguna otra estirpe, puesto que surgió a raíz de su capacidad de razonamiento y abstracción sin precedentes. Fueron los maestros por excelencia en el uso de las herramientas desde antes de alcanzar por completo su condición humana; el fuego y la piedra y la madera talladas fueron imprescindibles para seguir evolucionando. Finalmente, el alcance de su tecnología fue tal que la selección natural dejó de tener una importancia significativa. Al igual que los insectos sociales y los diversos moradores de los océanos, estaban tan adaptados a su entorno que no parecía probable que fueran a evolucionar durante millones de años. En su caso, no obstante, ellos mismos crearon, o eran, su propio entorno. Se podría decir que habían cruzado un umbral.
Así pues, debemos afirmar que uno nuevo, más fatídico, estaba por llegar.
Y es que la tecnología no permaneció estática, siguió avanzando a un ritmo aún más frenético. La evolución tecnológica era radicalmente distinta a la biológica: no seguía el darwinismo, que se regía por la contingencia, la competición y el impulso ciego de reproducción, sino que seguía el lamarckismo, que se guiaba por objetivos. Sus unidades de herencia no eran los genes, sino los memes: ideas, conceptos transformados deliberadamente o mantenidos intactos de acuerdo con las necesidades previstas.
El conocimiento también aumentó de un modo más bien orgánico y arbitrario hasta que la tecnología hizo posible la ciencia, la búsqueda sistemática de información verificable. A partir de entonces, ambas empezaron a nutrirse mutuamente y el ritmo se aceleró todavía más.
Era como si la tecnología estuviera adquiriendo vida propia, como si actuara de forma independiente e inexorable. La pólvora derrumbó sociedades enteras, la máquina de vapor provocó cambios fundamentales en las civilizaciones, su sucesora de combustión interna convirtió el planeta en un único y problemático vecindario, mientras impulsaba una agricultura que alimentaba a miles de millones, pero mataba de hambre lo que quedaba de naturaleza salvaje. Los ordenadores reformaron la industria, la economía y la vida cotidiana hasta hacerlas prácticamente irreconocibles, debilitaron las libertades y abrieron una vía hacia el espacio. Internet, que fue creada como vínculo entre los centros militares, se expandió a lo ancho del planeta en cuestión de años; nada había revolucionado más las comunicaciones y el acceso al conocimiento desde los tipos móviles: puso freno a dictaduras y sacó de sus casillas a gobiernos de todo el mundo. La automatización dejó obsoletas las técnicas tradicionales, lo que dio paso al resentimiento y la desesperación al mismo tiempo que a la riqueza y las nuevas esperanzas.
Recibió el nombre de «inteligencia artificial», dadas las cualidades de los sistemas más avanzados; algunos de ellos se dedicaron a desarrollar esa misma tecnología. Pronto se hicieron con el negocio al completo.
El chico se convirtió en un hombre. Durante un tiempo se aventuró en la Tierra y después salió al espacio, como había soñado.
Las máquinas siguieron evolucionando.