Uno


Ésta es la historia de un hombre, una mujer y un mundo. Sin embargo, también la recorren fantasmas y dioses. Y el tiempo, que es el más misterioso de todos ellos.

Un muchacho permanecía de pie en lo alto de una colina mirando hacia el cielo. La brisa que lo rodeaba era un poco fría, parecía susurrarle al oído cosas acerca de los espacios remotos. No se quitó la capucha de la parka y los guantes no le entorpecían demasiado los dedos para manejar el telescopio que había llevado hasta allí. Ya por entonces, antes del equinoccio de otoño, el verano llegaba a su fin en el valle de Tanana y las noches se iban alargando rápidamente. Aún persistía algo de calidez en el bosque que rodeaba la cima desnuda; percibió la última y suave fragancia de la pícea.

Por encima de él, la oscuridad se llenaba de brillo: la Vía Láctea la surcaba de escarcha, la Osa Mayor se inclinaba y Capella eclipsaba a Polaris al norte, la rojiza Arturo y Altair flanqueaban la acerada Vega al oeste; todo un desconcierto de estrellas. Pese a que la luna estaba baja, las copas de los árboles se erigían grises bajo la luz de los astros.

Entre ellas surgió una chispa, un satélite en una órbita de gran inclinación. El chico la siguió con la mirada hasta que se esfumó y un sentimiento de anhelo le inundó: ¡estar allí afuera!

Lo lograría; algún día lo haría.

Mientras tanto, tenía todo aquel paraíso. Lo mejor era ponerse manos a la obra, tenía que estar en casa a una hora razonable. Al día siguiente, su equipo de gyroball del colegio tenía entrenamiento, quería resolver unas cuantas series de Fourier más (si lo hacía el ordenador solo, nunca iba a saber cómo continuar) y por la noche iba a llevar a cierta chica a bailar. Quizá después tuviera la suficiente serenidad como para recitarle un poema que le había escrito. Apartó apresuradamente aquel pensamiento para más tarde.

Sus metas astronómicas habían superado los avistamientos más corrientes y solo se paró un instante a saborearlos: esta vez iba buscando un par de objetos Messier y no había necesidad de estropear la adaptación de su vista a la oscuridad. Indicó un número de catálogo a la montura del telescopio. Éste encontró la RA y la DEC, calibró el instrumento y empezó a rastrear. Se inclinó sobre el ocular y accionó los mandos. Por alguna razón, siempre era mejor que el instrumento enfocara por sí mismo.

El objeto apareció difuminado y brumoso en el campo visual, no tenía potencia suficiente más que para dibujar apenas una estructura. Pero no era una nebulosa, sino una galaxia, la más remota de las que había buscado hasta entonces: soles a billones, naciendo y muriendo; esferas de neutrones en espiral; agujeros negros insondables; nubes de sustancia de estrellas; con certeza, planetas y lunas y cometas; sin duda (¡oh, por favor!), criaturas con vida, quizá (¿cómo saberlo?), alguna que lo estuviera mirando a él, haciéndose las mismas preguntas.

«No, estúpido, —se reprendió—. Está demasiado lejos. ¿A cuántos años luz? No lo recuerdo exactamente».

No solicitó el dato inmediatamente. Al sur, había visto el brillo espléndido de Andrómeda a través de seis diámetros lunares de arco y estaba a un par de millones. Estaba observando otra era geológica.

No, ni siquiera eso. Últimamente había añadido la geología a sus intereses y un día se dio cuenta de que en la Tierra había magnolios en flor cuando surgieron las Pléyades. Aquello reforzaba la sensación de que el cosmos era una unidad a la que también él pertenecía. Bueno, el grupo de estrellas está solo a unos cientos de pársecs. (¡Solo!). En realidad no era tan ridículo imaginar qué podía estar sucediendo allí mientras miraba, tres siglos y cuarto después de que la luz que ahora mismo le iluminaba los ojos hubiera salido de allí. Pero en el extremo opuesto de otros abismos mucho menos profundos que éste al que ahora se enfrentaba, la simultaneidad no tenía ningún significado. Nunca podría atenuar la incertidumbre sobre si habría algún espíritu que compartiera su vida desde tan lejos. No podía ser.

El frío de la noche parecía metérsele en el cuerpo a través de las rendijas y las lentes. Tembló, se enderezó y de repente miró a su alrededor impulsivamente, en busca de consuelo.

El aire le zumbaba en la nariz, sentía el pulso de la sangre. El bosque se extendía con toda su altura hacia el horizonte, en todas direcciones. Otro satélite pasó rozándolo. Se oyó ulular a un búho.

La tierra se mantenía firme bajo sus pies. Un guijarro cercano, erosionado, probablemente marcado por un glaciar, contenía el mismo testimonio de la perdurabilidad. Si la ciencia humana le preguntara su edad, la respuesta sería tan real como esa piedra.

«No somos pedacitos de nada, —pensó el muchacho casi desafiante—. Nosotros también contamos. Nuestro sol tiene un tercio de la edad del Universo. La Tierra no es mucho más joven, lo mismo que la vida que la habita. Y hemos llegado a conocer todo esto por nuestros propios medios».

El silencio de las estrellas respondió: «lo habéis medido, pero ¿lo entendéis? ¿Podríais llegar a entenderlo?».

«Podemos reflexionar sobre ello, —declaró—, y hablar sobre ello. ¿Puedes tú?».

¿Por qué parecía que la noche se quedaba a la espera?

«Vale, sí, —pensó—, no podemos verlo o sentirlo de la misma forma que las cosas que nos rodean. Si intento imaginar unos ladrillos o una hilera de objetos, mi límite es de media docena. Si hubiera estado contando desde que nací y siguiera hasta morir, no llegaría más allá de veinte mil millones. Pero puedo razonar e imaginar. Es suficiente».

Siempre se le habían dado bien los números, los reducía a escala hasta que se le depositaban en la mente como si fueran un puñado de piedrecitas en la palma de la mano. Incluso aquellas edades astrofísicas… No, quizá tampoco tenía sentido volver otra vez sobre la creación cuántica. Demasiadas cosas demasiado raras habían sucedido en demasiado poco tiempo. Pero, después de todo, para las estrellas, el tiempo había transcurrido de la misma forma que para él mismo, la cronología de la vida era sencillísima.

No es que hubiera un punto de partida exacto, los indicios eran demasiado difusos. Además, lo más probable era que ese momento ni siquiera existiera. La química evolucionaba y no tenía un punto exacto en el que se pudiera afirmar que algo había cobrado vida. No obstante, no había duda de que hacía tres mil quinientos o cuatro mil millones de años que la materia animada había iniciado su existencia.

La mente del chico se sobresaltó como si lo hubiera sorprendido un meteorito. «Vamos a dividir la diferencia y llamaremos a la fecha 3650 millones ANE, —pensó—. Un día representa diez millones de años; la vida se inició el 1 de enero y es medianoche del 31 de diciembre, al filo del año nuevo».

Así que, hacia abril se desarrollaron las células simples: núcleo, ribosomas y todo lo demás. Las células se unieron, las algas liberaron oxígeno a la atmósfera y para noviembre, los primeros trilobites se arrastraban sobre el fondo marino. La vida inundó la Tierra alrededor de Acción de Gracias, los dinosaurios aparecieron a principios de diciembre y se extinguieron el día de Navidad. Los homínidos se separaron de los simios esta mañana y el Homo sapiens hizo su aparición hará unos quince minutos. Tenemos conocimiento de menos de un minuto de historia. Y allí estaban, midiendo el universo, surcando el sistema solar, planeando misiones a las estrellas.

«¿Dónde estaremos al amanecer?», se preguntó aturdido.

Pero el momento pasó. Sabía que la empinada cuesta era un espejismo. Pasar de gusano a pez era un proceso inmensamente más largo que pasar de pez a mamífero, porque los cambios eran muchísimo mayores. En comparación, un insectívoro ancestral se parecía a un simio y éste era casi idéntico a un ser humano.

«Es lo mismo, —pensó el chico—, nos hemos convertido en una fuerza de la naturaleza y no solo en este mundo. Nunca se había visto nada como nosotros; nuestra fina capa extra de cerebro nos ha llevado a atravesar el umbral».

«Pero ¿qué umbral? ¿Qué hay más allá?».

Se estremeció de nuevo, dejó de lado la pregunta y siguió observando las estrellas.