Doce


Debemos terminar igual que empezamos, con un mito, si es que queremos contar aquello que, en realidad, nunca podremos saber. Imaginemos que las dos mentes mantienen una conversación. El fuego en la cumbre ya ha sido sofocado. Los vientos se han llevado el humo y han dejado un silencio helador. Por debajo, la capa de nubes es de un color blanco fantasmagórico al borde de una noche repleta de estrellas.

—Has estado mintiéndome de principio a fin —dice el Viajero.

—No es cierto —niega Gaia—. Las percepciones de esta esfera y de su pasado, a través del cual te he guiado, son todas reales —tan reales como sublimes.

—Hasta los últimos tiempos —replica el Viajero—. Es evidente que cuando Brannock regresó, los recuerdos de sus viajes habían sido eliminados y sustituidos por falsedades. Si no hubiera detectado la repentina actividad frenética que estaba teniendo lugar y no le hubiera mandado a averiguar qué era lo que sucedía, de lo cual intentaste disuadirme, ese hombre habría muerto sin haberse dado a conocer.

—Pretendes discutir sobre asuntos que no alcanzas a comprender —dice Gaia con frialdad.

—Sí, tu intelecto es superior al mío. —La aceptación no mitiga la severidad—. Pero ante quien debes responder es ante tus semejantes en las estrellas. Creo que sería acertado que empezaras conmigo.

—¿Qué te propones?

—Primero que el hombre Kalava regrese con sus compañeros. ¿Puedo enviar a Brannock con un volador?

—No. Si tiene que ser así, yo lo facilitaré. Pero no eres consciente, no puedes ser consciente del mal que causará.

—Dímelo tú, si es que puedes.

—Se reunirá con su tripulación como alguien ungido por sus dioses, y volverá a casa con esa misma consideración, a menos que su nave se hunda en el mar.

—Lo vigilaré desde lejos.

—¿Para que mis agentes no lo hagan naufragar?

—Sí, después de todo lo que has hecho, es mejor que esté atento. Brannock hizo promesas en mi nombre que debo cumplir. Kalava tendrá oro en abundancia y la oportunidad de encontrar su colonia. ¿Qué es lo que temes?

—El caos. Lo imprevisible. Lo incontrolable.

—Que tú volverías a desatar otra vez.

—A mi modo, en el momento que crea conveniente. —Se queda pensativa por un instante, quizá durante todo un microsegundo—. Fue una desgracia que Kalava decidiera emprender su viaje en ese preciso momento. Esperaba que alguna generación posterior, más civilizada, iniciara la conquista de Ártica. Aun así, habría adaptado mi plan a las circunstancias, me habría mantenido apartada de él y de sus sucesores, si no hubieras estado casualmente en el planeta. —Con insistencia, dijo—: Todavía no es demasiado tarde. Si detenemos la actividad después de que lo devuelvas con su gente, podrías ayudarme a recuperar lo que de otro modo se habría perdido.

—Si tuviera que hacerlo.

—Mi intención no es hacer el mal.

—No soy yo quien tiene que juzgar eso. Pero lo que puedo decir es que siempre has sido despiadada.

—Porque la realidad lo es.

—La realidad que has creado para ti, dentro de ti, no lo requería. Pero lo que Christian me ha revelado… Sí, tú lo encubrías. Éstos, dijiste —casi entre lágrimas, si es que un ser casi divino puede llorar—, son tus hijos, nacidos dentro de ti a partir de todas las almas humanas que habitan en tu interior. Su existencia estaría vacía si no tuvieran libre voluntad para cometer sus propios errores y encontrar su propio camino hacia la felicidad.

—Mientras tanto, observándoles he aprendido muchas cosas que nunca se supieron acerca de cómo fuimos creados.

—Y podía haberlo creído. Podía haber creído que tus interferencias y tus aniquilaciones definitivas de una historia tras otra eran actos compasivos, además de científicos. Proclamabas tener la posibilidad de reiniciarlos si algún día decidías que las condiciones los iban a hacer mejorar. Me sorprendía que establecieras una línea (¿o eran más?), en esas historias que no estuviera situada en el agradable pasado de la Tierra, sino en el aciago mundo de hoy en día. Más inusual aún era que te mostraras reacia a desvelar ese ensayo en particular, pero creí que, con tu larga experiencia y tu capacidad mental superior, tendrías motivos. Los intentos por mantenerlo en secreto se debían seguramente a tu intención de evitar dar explicaciones a tus semejantes. Yo no lo sabía y no me atrevía a juzgar. Habría dejado que ellos decidieran.

»Pero entonces llegó Kalava.

Se produce otro silencio mental. Por fin, a través de la oscuridad de la noche, Gaia dice muy suavemente:

—Sí, los humanos viven nuevamente en el universo material.

—¿Desde cuándo? —pregunta el Viajero con la misma calma.

—Creé los primeros hace unos cincuenta mil años. Fueron cuidados y educados desde la niñez por robots con apariencia humana. Después, eran libres.

—Y, por supuesto, se dispersaron por el planeta en su Edad de Piedra, y acabaron con aquellos animales de caza mayor. Sí, eran humanos. Pero ¿por qué lo hiciste?

—Aquella humanidad debía revivir de nuevo. —Se oyó un sonido, como si el tiempo mismo suspirase—. Eso es lo que ni tú, ni los que son como tú, llegaréis a entender nunca del todo. Ellos no han asimilado suficientes seres humanos, y los que entraron en el interior de sus existencias eran aquéllos que deseaban ir a las estrellas. Tú —cualquier otro nodo del cerebro galáctico— no has sentido el amor por la Tierra, la necesidad y la nostalgia por la madre primigenia, que sentían todos aquéllos que se quedaron dentro de mí. Yo sí lo siento.

«¿Qué hay de genuino en todo esto? —se pregunta el Viajero—. ¿Está desquiciada?».

—¿No podías conformarte con las emulaciones? —le pregunta.

—No. ¿Cómo iba a conformarme? No puedo crear todo un cosmos para ellos. Solo puedo crearlos a ellos, en carne y hueso, para el cosmos. Dejar que vivan en él, pero no como máquinas o como parpadeos inmersos en una máquina, sino como seres humanos.

—¿En un planeta que pronto estará muerto?

—Lo harán, lograrán sobrevivir por sus propios medios. Yo no les obligo, no les domino por estar cerca de ellos y tampoco saben que lo estoy. Eso sería como atrofiar su espíritu, convertirlos en animales domésticos, o algo peor. Simplemente les oriento, aunque no muy a menudo, como si fuese una divinidad, en la que creerían de todas formas en esta fase de su sociedad, y únicamente con el objetivo de que se dirijan hacia un modelo de civilización estable, tecnológicamente desarrollada, que les salve del sol.

—¿Valiéndote de lo que has aprendido de tus habitantes de fantasía para establecer el rumbo más apropiado que la historia debería seguir?

—Sí. ¿Cómo iba a saberlo, si no? La humanidad es un fenómeno caótico, sus acciones y consecuencias no se pueden calcular según principios esenciales. Solo mediante la experimentación y la observación se puede aprender algo sobre la naturaleza de la raza.

—Experimentos llevados a cabo sobre seres conscientes, que sienten el dolor. Sí, ya entiendo por qué has mantenido en secreto la mayor parte de tu actividad.

—No me avergüenzo —declara Gaia—. Estoy orgullosa. He devuelto a la vida a la raza que nos dio la vida a nosotros. Y estoy segura de que sobrevivirá. Puede que incluso, cuando tengan la capacidad de hacerlo, alcancen los límites del sistema solar, o que algunos de ellos, de alguna forma, lleguen hasta las estrellas. Quizá protejan la Tierra o mitiguen la fuerza del sol. Serán ellos quienes lo decidan, y serán ellos quienes lo hagan, no nosotros. ¿Me oyes? Ellos.

—Quizá los demás lo perciban de forma distinta. Pueden estar alarmados o aterrorizados, y quizá tomen medidas para acabar con esto.

—¿Por qué? —preguntó Gaia—. No supone ninguna amenaza para ellos.

—Supongo que no. Pero existe un elemento moral. Lo que buscas es un renacimiento puramente humano, ¿verdad? La raza anterior se subió a las máquinas, no porque estuviera obligada, sino porque así lo decidió, porque ése sería el modo en que el espíritu seguiría viviendo y creciendo para siempre. No quieres que esto vuelva a suceder. Tú quieres perpetuar la guerra, la tiranía, la superstición, el sufrimiento, el instinto en un combate a muerte, el antiguo simio, el antiguo animal de presa.

—Quiero perpetuar al amante, al padre, al hijo, al aventurero, al artista, al poeta, al profeta. Otro elemento en el universo. ¿Tenemos las máquinas, con toda la confianza que hemos depositado en nosotras mismas, todas las respuestas, todos los sueños, que puedan llegar a existir?

El Viajero titubea.

—No soy yo quien debe decidirlo, sino tus semejantes.

—Pero quizás ahora entiendes por qué he guardado el secreto y por qué he discutido y, sí, luchado, a mi manera, contra los planes del cerebro galáctico. Algún día, mis humanos descubrirán su existencia, y espero que entonces estén preparados para asimilarlo. Pero dejemos que esas presencias poderosas sigan apareciendo entre ellos durante los próximos miles de años; que las señales y los milagros, los cielos cambiantes y el mundo, estén por todas partes. ¿Qué libertad iban a tener mis hijos, salvo la de sentirse atemorizados y rendir culto? ¿Qué destino les espera después, sino el de ser animales en una reserva, tener prohibido todo riesgo que les ponga en peligro, hasta que, al final, en el mejor de los casos, también ellos acaben por disolverse en las máquinas?

El Viajero habla con más energía que antes.

—Es mejor, ¿qué iban a hacer ellos solos? No puedo hacerme una idea. No lo sé. Pero tampoco tú, ¿verdad Gaia? Y… el destino de Christian y Laurinda hace que me plantee cosas.

—Sabes —dice ella— que eran ellos quienes deseaban la condición humana.

—Podían haberla conseguido de nuevo.

Imaginemos una cabeza coronada haciendo un gesto de negación.

—No. Supongo que ningún otro nodo crearía un mundo para albergar su mortalidad; no se tomaría la molestia ni pensaría que fuese correcto.

—Entonces ¿por qué no tú, que tienes tantos mundos dentro de ti?

Gaia no es rencorosa. Una mente como la suya está por encima de eso. Pero dice:

—No puedo aceptarlos. Después de todo lo que han aprendido, ¿cómo van a volver a mí? Y hacer nuevas copias, libres de recuerdos para que sus días se llenen de desesperación…, no tendría sentido.

—No obstante, al final, sentí lo que Christian sentía.

—Y yo sentí lo que sentía Laurinda. Pero ahora están en paz, en nosotros.

—Porque ya no existen. Sin embargo, me angustia. —La más mínima rebelión, ante la desventaja de ser consciente de todo, que es que nada puede ser ignorado y olvidado—. Y eso me hace plantearme cuestiones de las que supongo que Alfa querrá obtener respuestas, si es que las hay.

Pasado un lapso de tiempo que en realidad no podría medirse tanto por temblores cuánticos como por estrellas, el Viajero dice:

—Traigámoslos de vuelta.

—Ahora eres tú quien se comporta de forma despiadada —dice Gaia.

—Creo que tenemos que hacerlo.

—Entonces, que así sea.

Las mentes se unen. Recopilan y ordenan los datos. Se establece una configuración.

No emula un mundo vivo ni cuerpos vivos. Las mentes están de acuerdo en que eso sería demasiado atractivo y les causaría un tormento excesivo. Los sujetos de su investigación deben pensar con claridad, pero debido a que desean indagar en lo más recóndito de su existencia, les permiten sentir con la misma intensidad que cuando estaban vivos.

Imaginemos una profunda oscuridad en cuyo interior brilla el lento resurgimiento de dos espectros, hasta que se encuentran cara a cara antes de fundirse en un abrazo inexistente.

—Oh, mi amor, ¿eres tú? —grita Laurinda.

—¿Te acuerdas? —murmura Christian.

—Nunca lo he olvidado, no por completo, ni siquiera en la culminación de la individualidad.

—Yo tampoco, no del todo.

Permanecen en silencio durante un instante, aunque la oscuridad se estremece con el latido de los corazones que una vez tuvieron.

—Otra vez —dice Laurinda—. Siempre.

—¿Podría suceder? —se pregunta Christian.

A través del vacío de la muerte, perciben las palabras de alguien:

—Gaia, si me entregas a Laurinda, la llevaré a casa con Christian…, a Alfa.

Y otro pregunta:

—Hija, ¿lo deseas? Puedes quedarte en la Tierra y formar parte de la nueva humanidad.

Participará de esos mundos, el interior y el exterior, únicamente como un recuerdo del ser al que habría regresado; pero si se va, no tendrá ni siquiera eso.

—Una vez te escogí, madre —responde Laurinda.

Christian detecta la batalla que se está librando en su interior y le dice:

—Cariño, tienes que hacer lo que tú desees.

Se vuelve hacia él:

—Deseo estar contigo. Para siempre.

Y también, solamente, como recuerdo, igual que él; pero sean lo que sean, estarán juntos, como uno solo, y seguirán viviendo, sin olvidarse.

—Adiós, hija —dice Gaia.

—Bienvenida —dice el Viajero.

La oscuridad se desintegra. Los espectros se disuelven en él mientras sigue en la cima, listo para llevárselos de allí, una parte de todo lo que ha obtenido para aquéllos de quienes es una encarnación.

—¿Cuándo te irás? —le pregunta Gaia.

—Pronto —le dice él: pronto, a casa, a reunirse con su propia individualidad.

Y ella permanecerá allí, esperando el veredicto de las estrellas.