Once


Kalava tuvo que recorrer los últimos cientos de cuerpos casi reptando por el suelo. Andaba a gatas entre los arbustos y los troncos, se detenía, se tumbaba y ponía los cinco sentidos en todas las sombras que le rodeaban, antes de seguir arrastrándose hacia delante. Todo estaba tranquilo, pero, por encima de él, una brisa fría e intermitente hacía oscilar las ramas. No había más ruido que el quejido y el crujido de esas ramas, el crepitar de sus hojas, ocasionalmente, el chillido agudo del pico ganchudo. Todo eso, junto al grave sonido incesante que producían las bestias, como si fueran un remoto oleaje al que se superpusieran flautas estridentes, a una escala desconocida para él, le llegaba más a través de la piel que a través de los oídos; pero ahora, a medida que se aproximaba, lo sentía también en la sangre y en los huesos.

En aquella cumbre escarpada y empinada apenas había bosque, aunque los arbustos tenían el suficiente espesor y crujían odiosamente cuando intentaba abrirse paso entre ellos. Todo estaba reseco, las ramas estaban quebradizas, la mayor parte de las hojas estaban marchitas y de color amarillo y marrón, y el suelo estaba alfombrado de hojarasca. La boca y la garganta le ardían por esa misma sequedad. Había atravesado la niebla, hasta que vio, desde arriba, que se trataba de la capa de nubes que se extendía en los límites del mundo, los picos montañosos que sobresalían como si fueran dientes, y había dejado atrás todas las corrientes de agua. La carne que Brannock le había facilitado se había acabado mucho antes y no se entretuvo en cazar más. Pero el hambre era una minucia, casi se había olvidado de ella cuando se vio cercano a la muerte.

Por encima de los árboles enanos se levantaba una bóveda de un azul profundo. Desde el oeste se abrían paso los rayos del sol, prácticamente horizontales, que iban a perderse por entre la vegetación. Cada vez que los cruzaba sentía su ardor. Nunca, ni siquiera en los desiertos del sur o en la estepa de la Momia, en el este, había conocido un terreno tan inhóspito. Había hecho bien llegando hasta tan lejos, pensó. Ahora, debía morir como correspondía a un hombre.

Ojalá hubiera tenido testigos, que su memoria perviviera en alguna canción. Bueno, quizá Ilyandi podría utilizar su encanto para que los dioses le contaran su historia.

Kalava no tenía miedo, no era su costumbre. La tarea que tenía por delante absorbía toda su atención. Le preocupaba la forma en que se enfrentaría a ello.

No obstante, cuando por fin se parapetó tras un tronco y miró por encima de él, le empezó a dar vueltas la cabeza al mismo tiempo que el corazón le daba un vuelco.

El relato de Brannock había sido certero, pero la realidad era abrumadora. Allí, en la cumbre, el bosque llegaba hasta los límites de un terreno llano y negro sobre el que se encontraban los demonios, o los dioses, y sus obras. Vio la cúpula central, suavemente coloreada como el arco iris, las torres como lanzas y como entramados, redes plateadas y esferas ardientes, los bultos y las formas a su alrededor, los pequeños objetos luminosos revoloteando, y mucho más, todo ello medio borroso, con un brillo trémulo, ondulante, latente, mientras que su pulso vital le invadía convirtiendo su cráneo en una campana; era demasiado extraño, sus ojos no sabían cómo mirarlo: los tenía abiertos, como si no pudieran ver nada en absoluto, y se estremecían, como si los hubieran perforado.

Permaneció durante un largo rato indefenso, sin energías. El sol se hundió entre las nubes del oeste, que adquirieron un color dorado líquido. La brisa se hizo más intensa y, de alguna forma, penetró fría en el alma de Kalava para despertarle. Poco a poco, recuperó de forma insegura su resolución. Brannock le había advertido sobre cómo iba a ser. Ilyandi había dicho que Brannock venía de parte de los dioses a los que ella servía, sus dioses de las estrellas. Él les había dado su palabra a ambos.

Tocó con los dedos el suelo que tenía bajo sus pies y vio que era real, familiar; era el suelo del cual había surgido y al que sería devuelto. Sí, él era un hombre.

Entrecerró los ojos y, tras acostumbrar un poco la vista, vio que los que allí estaban en verdad tenían forma, si bien era engañosa y complicada, además de que había espacios y caminos. No eran tan altos como el cielo, no lanzaban rayos encendidos ni emitían estruendosos bramidos. Oh, sí, eran impresionantes, contemplarlos era algo horripilante, pero lo peor que podían hacer era matarlo. ¿Podían hacerlo? Al menos trataría de no permitir que le hicieran algo peor. Si veía que estaba punto de ser capturado, su espada sería su mejor aliada; ella lo liberaría.

Y… allí, justo al lado de la cúpula, allí aparecía el dios del que Brannock le habló, el dios burlado por la hechicera. Era el que tenía la cabeza en forma de lanza, el que brillaba en azul y cobrizo a la luz del atardecer; cuando las estrellas apareciesen lo coronarían, como Brannock había anticipado.

¿Fue él a quien había visto sobrevolando el mar de la Ruta del Viento? El corazón le dio un respingo.

¿Cómo iba a llegar hasta él, a través de un espacio completamente pavimentado, entre todas aquellas bestias? Cuando cayera la noche, se deslizaría muy lentamente, y entonces, quizá, una carrera final…

Kalava sintió un zumbido en la sien. Miró a su alrededor y vio algo del tamaño de un insecto que rondaba por allí; pero era metálico. Proyectó una luz que salía de su interior y ¿era un único ojo aquello que le observaba fijamente?

Refunfuñó mientras trataba de aplastar aquel objeto. La palma de su mano topó con algo duro y aquella cosa se tambaleó en el aire. Kalava salió corriendo monte abajo hasta llegar a la vegetación.

Lo habían visto. La hechicera no tardaría en saberlo.

De repente se sintió completamente tranquilo, si no fuera porque sentía el espíritu tan agitado como los aparejos de un barco bajo un vendaval. Por el camino, había estado pensando en lo que debía hacer si se demostraba que ése era su destino final. Ahora pensaba hacerlo, desviaría la atención del enemigo, aunque solo fuera por unos instantes.

En un visto y no visto, con decisión, sacó de su zurrón el artilugio para encender fuego, lo cargó, accionó el pistón, lo sacó e insertó una cerilla y apareció una pequeña llama amarilla. Kalava la acercó al marchito arbusto que tenía delante y no hizo falta ni soplar. Una de las hojas chisporroteó al instante, el viento trasladó la llama hacia otra hoja y en poco tiempo el matorral entero estaba ardiendo. Kalava ya se había desplazado y estaba prendiendo más fuego en otros sitios.

¡Sigue avanzando! Los rastreadores no podían estar en todas partes al mismo tiempo. Los ojos y la nariz le empezaban a escocer a causa del humo, pero aquella cortina de bruma se hacía cada vez más espesa y el sol estaba por debajo de las nubes. Las llamas proyectaban su propia luz, y saltaban y se hinchaban trepando por los árboles hasta convertirlos en antorchas.

Kalava sentía el calor en la piel y se quemó el antebrazo izquierdo cuando un ascua le cayó encima. Apenas lo sintió. Se apresuró a llevar a cabo su cometido, transformado en una bestia de fuego. Los objetos voladores pasaban como dardos por encima de él, en la oscuridad. Tampoco él les prestó ninguna atención. Pese a tratar de no hacer ruido, aparte de sus propios gruñidos de dolor, en su interior sonaba un cántico de guerra.

Cuando el fuego era ya un muro que recorría todo el borde sur del terreno, cuando rugía como un animal o como el océano, Kalava salió corriendo hasta encontrarse a cielo abierto.

El humo formaba una bruma amarga, un escondrijo, en el que no dejaban de llover chispas. Las pequeñas bestias volaban de aquí para allá en un estado de ansiedad y, más allá, las estrellas empezaban a hacer acto de presencia.

Kalava se abrió paso entre las siluetas más grandes. Una de ellas se estremeció. Lo había visto. En silencio inició la persecución. Se escondió detrás de otra de ellas; tropezó y pasó por encima de una tercera, más baja; aceleró en dirección a la cúpula de colores y del dios que había a su lado.

Una cosa con pinchos y una cabeza que parecía un sol frío se deslizaron para ponerse delante de él. Intentó pasar de largo, pero eran más rápidos que él y uno de ellos modificó su posición para bloquearle el camino. El primero se fue acercando y Kalava desenvainó la espada con la esperanza de infligir algún daño antes de morir.

De alguna parte surgió un ser con cuatro brazos, dos piernas y una máscara.

—¡Brannock! —aulló Kalava—. ¡Eh, Brannock, has llegado!

Brannock se detuvo a pocos metros de donde él se encontraba, pero no pareció reconocer a aquel hombre. Se limitó a mirar cómo los otros dos lo acorralaban.

Kalava adoptó una cierta actitud. Dentro de él, sonaba la vieja canción:

«Si los dioses te han abandonado,

ríete de ellos, guerrero.

Tu corazón nunca tendrá

la necesidad de renunciar a ti».

No oía nada más que el ruido del incendio, pero súbitamente, de entre el humo, vio cómo sus enemigos se quedaban inmóviles mientras Brannock avanzaba con la misma audacia de siempre. Y Kalava supo que el dios de Brannock y de Ilyandi era consciente de su presencia y que había dado una orden.

Sintió que todo el cansancio caía sobre él. Su espada produjo un repiqueteo cuando dejó que cayera al suelo y él mismo se desplomó; rebuscó en su túnica harapienta, extrajo el mensaje escrito en la corteza y lo ofreció.

—Te he traído esto —masculló—. Ahora, deja que regrese a mi barco.