En la habitación reinaba un ambiente cálido que desprendía un aroma a idilio y a las rosas que Laurinda había puesto en un jarrón. La luz de la tarde entraba difuminada a través de las vaporosas cortinas para posarse sobre una gran cama de columnas.
Se acercó un poco más a Christian, que estaba recostado sobre dos almohadas. Le rodeó el pecho con el brazo mientras él la abrazaba por los hombros.
—No quiero salir de aquí —le susurró.
—Yo tampoco —dijo él acariciándole con los labios la dulce melena suelta—. Cómo voy a querer marcharme.
—Me refiero a… lo que somos, en lo que nos hemos convertido el uno para el otro.
—Entiendo.
Tragó saliva.
—Perdona, no tenía que haberlo dicho. Olvídalo, por favor.
—¿Por qué?
—Ya sabes. No puedo pedirte que no regreses a tu ser completo. No te lo estoy pidiendo.
Él siguió mirando al frente.
—Es solo que todavía no quiero dejar esta casa, esta cama —dijo desolada—. No después de estos últimos días y noches. Todavía no.
Volvió el rostro para mirar aquellos ojos grises llenos de lágrimas.
—Y yo tampoco —contestó—. Pero me temo que vamos a tener que hacerlo.
—Por supuesto, es nuestro deber.
Y Gaia y el Viajero. Si para entonces no sabían que sus encarnaciones habían desatendido sus tareas, no había duda de que, al menos ella, pronto lo sabría, a través de los amuletos y de su vínculo con ella. No importaba lo implicada que estuviera en su conexión con la otra mente inmensa, querría tener información ocasional acerca de lo que estaba sucediendo en su interior.
Christian respiró profundamente.
—Déjame decir lo mismo que has dicho tú: a mí, a este yo que soy ahora, le trae sin cuidado no ser otra cosa que tu amante.
—Cariño, cariño.
—Pero… —dijo después del beso.
—Continúa —le dijo con los labios apenas separados de los de él—. No tengas miedo a hacerme daño. No puedes.
Suspiró.
—Claro que puedo, y tú me puedes hacer daño a mí. Aunque ninguno de los dos quiera, no lo podemos evitar.
Ella asintió.
—Porque somos humanos. —Y resueltamente, añadió—: Sin embargo, gracias a ti, eso es lo que espero seguir siendo.
—No veo cómo, ésa era la razón de mi «pero». —Se quedó en silencio durante otro breve instante—. Cuando nos reintegremos de nuevo, cuando volvamos a nuestra individualidad, no hay duda de que nuestros sentimientos serán distintos.
—No sé si los míos cambiarán alguna vez.
Christian no quiso recordarle que ese «yo» no volvería a existir nunca sino en forma de recuerdo secundario y de débil insinuación. En cambio, con ánimo de consolarla, aunque de un modo algo torpe, le dijo:
—A pesar de todo, creo que lo prefiero para ti. La inmortalidad: no envejecer, no morir. El poder, la conciencia.
—Sí, lo sé. En estas vidas estamos ciegos, sordos y desconcertados. —Se rio con un pequeño y triste murmullo—. Me gusta.
—A mí también. Ser lo que somos. —Bruscamente, agregó—: Bueno, todavía nos queda un poco de tiempo.
—Pero tenemos que proseguir con nuestro trabajo.
—Gracias por decirlo por mí.
—Creo que tú lo ves más claro que yo y eso hace que te cueste más hablar. —Alargó la mano para acariciarle la mejilla y le rogó—: Podemos esperar a mañana, ¿no? Para tener una buena noche de sueño.
Él sonrió.
—Bueno, se me ocurren otras cosas aparte de dormir.
—Tendremos otras oportunidades…, por el camino, ¿verdad?
Era de mañana en el jardín; los reflejos del rocío sobre las hojas y los pétalos; en lo alto, un halcón planeaba en la brisa que hizo que Laurinda tuviera que arrebujarse el chal. Estaba sentada junto al estanque mirándole pasear inquieto de un lado para otro por delante de ella, con los puños apretados a los costados, o bien cogidas las manos a la espalda. La grava crujía bajo sus pies.
—Pero ¿a dónde podemos ir? —se preguntó Laurinda—. No tiene sentido vagar sin rumbo de un mundo para otro, hasta que acaben con su trabajo y vuelvan a reclamarnos. —Trató de aportar un poco de levedad—: Te confieso que creo que lo mejor sería que solicitásemos visitar los sitios más agradables.
Él negó con un gesto.
—Lo siento, yo no pienso lo mismo. —Incluso en los ratos que les pertenecían solo a ellos dos.
Ella hizo acopio de valor.
—Ya sabes cómo funciona —dijo Christian—. Les das mil vueltas a las cosas y no tienen ninguna forma; y de repente, un día te levantas y empiezas a verlo claro. Eso es lo que me ha pasado hoy. Dime, ¿a ti que te parece? Después de todo representas a Gaia.
La vio temblar. Cuando Christian se detuvo y se inclinó con un gesto de remordimiento, le dijo enseguida:
—No, no pasa nada, cariño. Continúa, por favor.
Tuvo que obligarse, pero su voz fue adquiriendo ímpetu a medida que seguía paseando mientras hablaba.
—¿Qué hemos visto hasta ahora? Este mundo del siglo XVIII en el que no hace mucho que Newton murió, Lagrange y Franklin están en activo, Lavoisier es un niño y la Revolución industrial se está gestando. ¿Por qué Gaia nos dio este mundo como base? ¿Porque tiene una casa encantadora y está en el campo? ¿O porque era la mejor opción de entre todos los que ha emulado?
Laurinda había vuelto a la calma, y asintió:
—Bueno, sí; no iba a crear uno especialmente para nosotros, sobre todo ahora, que está tan ocupada con el Viajero.
—Después visitamos un mundo, en la era helenística, que estaba pasando por una fase parecida —prosiguió Christian. Laurinda sintió un escalofrío—. Sí, fracasó, pero la cuestión es que descubrimos que era la única historia grecorromana que Gaia consideró que merecía prolongar durante siglos. Luego la Europa conciliar de 1900, que también era científico-industrial, quizá había logrado más éxitos, o menos fracasos, al haber mantenido una Iglesia fuerte y unificada, aunque finalmente acabara por desintegrarse. Más tarde los chinos americanos; no eran científicos, pero sí muy religiosos, y estaban destinados a producir una tecnología considerable durante sus propios períodos de conflicto. —Se quedó callado durante uno o dos minutos. El único sonido lo producían sus pisadas—. Cuatro de entre tantos; tres de ellos prácticamente escogidos al azar. ¿No indica eso que todo lo que le interesa tiene algo en común?
—Bien, sí —dijo ella—. Ya hemos hablado de ello, ¿recuerdas? Es como si Gaia estuviera tratando de guiar a su gente hacia una civilización rica, tanto cultural y espiritualmente como materialmente, que sea afable y duradera.
—¿Por qué —preguntó—, si la raza humana está extinguida?
Laurinda se enderezó en su asiento.
—¡No lo está! Vive de nuevo, aquí, dentro de ella.
Christian se mordió el labio.
—¿Es Gaia quien habla a través de ti o la parte de ti que hay en Gaia?
—¿Qué quieres decir? —exclamó.
Se interrumpió y fue a acariciarle el pelo.
—No es por ti, de verdad. Tú eres honesta y dulce, y todo en ti es bueno. —Continuó con crudeza—. Pero ella…, no estoy tan seguro.
—¡Oh, no! —Oyó el dolor que le causaba—. ¡Christian, no!
—Bueno, de momento eso no importa —dijo inmediatamente, y reanudó su ir y venir—. La cuestión es la siguiente: ¿es mera casualidad que los cuatro mundos en los que hemos estado se dirijan hacia la tecnología mecánica, y tres de ellos hacia la ciencia? ¿Es que Gaia está tratando de averiguar qué es lo que promueve esa evolución de las sociedades?
Laurinda aprovechó el intervalo:
—¿Por qué no? La ciencia abre la mente, la tecnología libera el cuerpo de toda clase de miedos. Aquí, hoy en día, no falta mucho para que Jenner y su vacuna contra la viruela sean una realidad…
—Me pregunto qué más esconden sus intenciones. En fin, propongo que conozcamos la civilización tecnológicamente más desarrollada que tenga.
La idea pareció despertar su entusiasmo.
—¡Sí, sí! Debe de ser extraño y fantástico.
Él frunció el ceño.
—Para algunos países, hace muchos años, en la historia real, se convirtió en algo bastante espantoso.
—Gaia no permitiría que eso sucediera.
Christian se reprimió y no le recordó lo que Gaia había permitido antes de modificarlo o ponerle punto final.
Laurinda se levantó de un salto.
—¡Vamos! —le cogió de la mano con gesto travieso—. Si nos vamos a quedar el tiempo que sea, tenemos que preparar habitaciones privadas.
Estaban en un cuarto cerrado, con las cortinas corridas; Christian miraba el amuleto que tenía en la palma de la mano como si tuviera rostro. Laurinda estaba a su lado, escuchando, con su propio semblante contraído por la ansiedad.
—No es aconsejable —declaró la voz inaudible.
—¿Por qué? —le espetó Christian.
—Os encontraríais en un entorno desagradable y no comprenderíais a los habitantes.
—¿Por qué nos iba a parecer una cultura científica tan incomprensible? —inquirió Laurinda.
—Y, aunque lo fuese —dijo Christian—, quiero verlo con mis propios ojos. Ahora.
—Reconsideradlo —apremió la voz—. Escuchad primero una descripción del entorno.
—No, ahora mismo. En un lugar seguro, sí, pero desde donde podamos hacernos una idea clara, como las otras veces. Después nos puedes explicar todo lo que quieras.
—¿Por qué no le escuchamos antes? —sugirió Laurinda.
—Porque dudo que Gaia quiera que lo veamos —respondió Christian sin cortapisas. Quizá él tampoco; Gaia podía rastrear sus pensamientos siempre que lo deseara. Se volvió hacia el amuleto como si fuera una persona—: Llévanos allí inmediatamente, o el Viajero tendrá noticias mías.
Tenía vagas sospechas, aunque se iban haciendo cada vez mayores, que le alentaron a no dejar que el artefacto tuviera tiempo para informar a Gaia y que esta creara una realidad de cartón piedra o cualquier otra distracción. En aquel momento no debía de ser consciente de esa escena, su mente estaría preocupada por el Viajero, pero seguramente habría dado instrucciones de que se le informase a bajo nivel (¿un nivel subconsciente?), a intervalos, y cualquier motivo de alarma llamaría su atención. También era probable que hubiese dado a los amuletos ciertas órdenes de antemano, y parecía que una de ellas era evitar que él descubriese lo que sucedía realmente en una emulación.
Pero no sabía la razón.
—Estás siendo obstinado —dijo la voz.
Christian esbozó una sonrisa.
—Y testarudo, y todo lo que tú quieras. Pero ¡llévanos!
Estaba muy claro, pensó, que el programa no estaba preparado para falsedades; Gaia, no había previsto que fuese necesario. Christian no era una de sus creaciones, ella no lo conocía tan bien. Pertenecía al Viajero. Además, si el Viajero hubiera detectado que el guía de su avatar podía estar mintiendo, habría tenido razones para sospechar.
Laurinda le tocó el brazo.
—Cariño, ¿crees que debemos hacerlo? Ella es… es la madre de todo esto.
—Existe un amplio espectro de experiencias más informativas —adujo la voz—. Después de pasar por ellas estarías mejor preparado para la visita que propones.
—Preparado —dijo Christian como para sí mismo. Eso podía interpretarse de dos formas distintas. Podían enviarlos a los dos a lugares maravillosos y seductores mientras Gaia tenía tiempo para conocer la situación y tomar medidas preventivas, al mismo tiempo que mantenía distraído al Viajero—. Aún quiero empezar con el que tenga la más alta tecnología. —Y dirigiéndose a Laurinda, dijo—: Tengo mis razones. Te lo contaré más tarde, ahora tenemos que darnos prisa.
«Antes de que Gaia lo sepa y pase a la acción».
Ella se puso firme, le cogió la mano que tenía libre y dijo:
—Entonces, estoy contigo. Siempre.
—Vamos —le dijo Christian al amuleto.
Transferencia.
Lo primero que notó, fugazmente, vivamente, fue que Laurinda y él ya no iban vestidos según las costumbres de la Inglaterra del siglo XVIII, sino que llevaban blusas y pantalones ligeros, de color blanco, y sandalias. Una pieza de tela les cubría la cabeza y el cuello. Hacía mucho calor. Por sus orificios nasales se colaba un aire reseco, saturado de olores metálicos; ese aire y la arena rojiza que había bajo sus pies transmitían un lejano pulso de ritmo mecánico.
Christian adoptó una postura más erguida y miró a su alrededor. El cielo estaba encapotado, tenía un color gris uniforme en el que el sol no era más que una mancha pálida que no proyectaba sombra alguna. A su espalda, la tierra se extendía rojiza; de ella surgían unos tallos, tan altos como un hombre, separados de forma regular por un metro de distancia, de los que nacían hojas azuladas y estrechas. A su derecha, por debajo de una cubierta transparente, había una brusca hendidura por donde discurría un canal. Al frente, el suelo aparecía cubierto de diversos tipos de lo que parecían ser plantas: esponjosas, lobuladas, de un tono dorado pálido. Había unas cuantas criaturas rondando por allí que daban la impresión de estar al cuidado de aquellas plantas; eran bípedos, pero estaban cubiertos de pelo y sus brazos parecían trifurcarse. Sobre aquel horizonte destacaba un edificio gigantesco, o un complejo de edificios, en forma de múltiples gradas, de un blanco apagado, aunque cientos de paneles, que podían ser ventanas o cualquier otra cosa, reflejaban la luz. Mientras lo observaban, por encima de ellos pasó una aeronave de la que solo pudo ver las alas y oír el zumbido del motor.
Laurinda no le había soltado la mano, y la apretó ahora con más fuerza.
—Nunca había oído hablar de este país —dijo con un hilo de voz.
—Yo tampoco —contestó—. Pero creo que reconozco… —Se dirigió a los amuletos—. Esto no es una recreación del pasado de la Tierra, ¿verdad? Es la Tierra hoy en día.
—Aproximadamente el año en curso —admitió la voz.
—Pero no estamos en Ártica.
—No, estamos bastante al sur, en un interior continental. Solicitaste ver la emulación tecnológicamente más avanzada. Aquí la tienes en acción.
Manteniendo el desierto a raya, posponiendo la muerte que acabó por corroer el planeta. Christian asintió, se confirmaba su presentimiento de que el programa no podía proporcionarle una falsedad absoluta, pero eso no significaba que fuera a darle respuestas directas.
—¿Ésta es su gran obra de ingeniería? —Laurinda estaba desconcertada—. Hasta en mi época se hizo mejor. O en la tuya, Christian.
—Supongo que aquí están trabajando en ello —dijo él—. Investigaremos más a fondo. De todas formas, es la primera impresión.
—Debéis recordar —señaló la voz— que ninguna emulación puede llegar a ser tan completa ni a alcanzar la complejidad del universo material.
—Sí, ya: geografía esquematizada, salvo en las regiones seleccionadas; biología restringida, cosmos simplificado.
Laurinda alzó la vista hacia el monótono cielo.
—Las estrellas son inalcanzables, ¿porque aquí no son estrellas? —Se estremeció y se acercó todavía más a él.
—Sí, es una paradoja —dijo—. Vamos a hablar con un científico.
—Eso será difícil —objetó la voz.
—En la América china nos dijiste que podías concertar entrevistas. ¿Por qué no va a ser igual de fácil en este lugar?
La voz tardó en responder a la pregunta. Se oyó el rumor de unas máquinas invisibles, al mismo tiempo que una ráfaga de viento levantaba repentinamente un remolino de polvo. Por fin, dijo:
—Muy bien. Tendrá que ser uno que no sea propenso a la estupefacción ni a los ataques de pánico. No obstante, antes tengo que daros una breve descripción de lo que os vais a encontrar.
—Adelante, pero que sea corta.
¿Qué cambios iba a ocasionar en la historia aquel encuentro? ¿Tendría alguna trascendencia? Evidentemente, ese mundo no estaba inmerso en un proceso de reactivación temporal, sino que estaba en curso; los recién llegados se encontraban en la vanguardia de su línea temporal. Gaia podría borrar su visita. Si le preocupase. Quizá pensaba ponerle fin en poco tiempo, si no estaba progresando en la dirección que más le interesaba.
Transferencia.
En un terreno yermo remoto, solo se veía una carretera y una pista de aterrizaje que lo comunicaban con el resto del mundo, y una torre que sobresalía de un recinto tapiado. A su alrededor, la noche se iba haciendo cada vez más fría, en medio de un silencio apenas perturbado por el murmullo de un canto con el que algunas figuras, vestidas con túnicas y portadoras de tenues luces, rendían culto a las estrellas. Muchas de ellas se veían claramente, abarrotaban con su intensidad la oscuridad que las rodeaba; una insólita visión, ahora que el cielo estaba casi por completo despejado de nubes. Sobre el parapeto que rodeaba la azotea de una torre refulgían silenciosamente más luces. En aquel lugar, un hombre solo y su ayudante aprovecharon la oportunidad para dirigir sus instrumentos hacia lo alto: el telescopio, el espectroscopio, las cámaras. Solo unos bultos en la penumbra.
Christian y Laurinda se aparecieron ante ellos.
El hombre se quedó sin aliento, reculó por un instante y cayó de rodillas. El ayudante cogió un libro que había estado a punto de caer de la mesa, lo colocó de nuevo en su sitio, retrocedió y se mantuvo con un gesto imperturbable; era un antropoide cuyos ancestros habían sido humanos, pero que vivía enteramente al servicio de su amo.
Christian miró fijamente al hombre. A medida que sus ojos se fueron adaptando, vio que llevaba ropas como las suyas, con las insignias de grado y estirpe bordadas, y que, al ser de noche, ya se había quitado la prenda que le cubría la cabeza. Tenía la piel tan oscura como el ébano, pero la nariz y los labios eran finos, los ojos oblicuos, las yemas de los dedos afiladas, el pelo largo y una barba lisa y rubia cuidada con esmero. «No se trata de ninguna de las razas que habitaron la antigua Tierra —pensó Christian—; no, Gaia ha diseñado esta especie para el planeta moribundo».
El hombre se hizo una señal, miró los pálidos semblantes de los desconocidos y, con una indecisión que fue poco a poco ganando en seguridad, dijo:
—Ante vosotros me inclino para obedeceros, mensajeros de Dios. Vuestro advenimiento me llena de júbilo.
Christian y Laurinda le entendieron, del mismo modo que habían entendido a la fugitiva Zoe. Los amuletos les habían dicho que no serían la primera aparición de la que esas gentes tenían noticia.
—Levántate —dijo Christian—, no tengas miedo.
—Y no grites —añadió Laurinda.
«Chica lista,» pensó Christian. La ceremonia que se estaba celebrando en el patio continuó.
—Identifícate —le ordenó.
El hombre se puso en pie y adoptó una actitud más respetuosa que servil.
—Seguro que todos los poderosos conocen mi nombre —dijo—. Soy Eighth Khaltan, astrólogo jefe del Ilgai Technome y no…, no merezco este honor. —Vaciló un instante—. ¿Puedo preguntar si es ése el motivo por el que habéis elegido esta forma para presentaros ante mí?
—Hace generaciones que nadie ha tenido una visión —aclaró la voz silenciosa en las mentes de los recién llegados.
—¿Se ha manifestado Gaia alguna vez en el pasado? —Christian vocalizó las palabras sin pronunciarlas.
—Sí, para indicar el rumbo deseado de las acciones. Normalmente, el emisario adoptaba la forma de una llama ardiente.
—¿Y qué tiene eso de científico?
Laurinda se dirigió a Khaltan:
—No somos mensajeros divinos. Provenimos de un mundo que está más allá del vuestro, igualmente mortal, y no venimos a enseñar, sino a aprender.
El hombre unió sus manos dando una palmada.
—Aun así, es un milagro, ¡un auténtico milagro, en mi vida!
Pese a todo, muy pronto se puso a hablar sin descanso. Christian recordó algunos mitos sobre hombres que se habían convertido en amantes de diosas, o que recorrían los caminos y se sentaban humildemente con la encarnación de Dios. El creyente acepta lo que él no creyente no puede aceptar.
Las que siguieron fueron horas extrañas. Khaltan no era un simple devoto, para él lo sobrenatural suponía otra serie de hechos, otra cara de la realidad. Como estaba fuera de su alcance, había concentrado su atención en el mundo perceptible, a partir del cual observaba y teorizaba como un Newton. Aquella noche, su imaginación se encendió, las preguntas brotaban sin cesar, aunque siempre las formulaba con mucho tacto, y daba mil vueltas en su cabeza a todo lo que oía, y lo analizaba como si fuera una joya recién caída del cielo.
Poco a poco, desordenadamente, a medida que las estrellas giraban en torno al polo, fue dando forma al relato sobre su civilización. Había conquistado y absorbido a todas las demás sociedades, lo cual no resultó ser un gran logro, pues la Tierra estaba escasamente poblada y la mayor parte de los pueblos se encontraban al límite de la inanición.
La tecnología principal era biológica; la agronomía, la acuicultura en los lagos y mares que aún existían, la implacable genética práctica. La industria química estaba en auge; junto a la física, que estaba al nivel de la de los últimos años del siglo XIX, permitía la creación de importantes obras de ingeniería y proyectos de recuperación de tierras.
La propia sociedad… ¿Cómo se resume toda una cultura con palabras? No es posible. Christian se llevó la impresión de que era un imperio nominal, una oligarquía de familias, en realidad, descendientes de los soldados vencedores, con una amplia variedad de intereses. La mayor parte del ascenso social se producía a través de la adopción de plebeyos prometedores, ya fueran niños o adultos. Los hijos que no contribuían al bienestar del clan o que lo deshonraban podían ser expulsados, en caso de que nadie hubiera buscado antes pelearse con ellos y hubiera acabado con ellos en un duelo. Las hijas que decepcionaban a sus familias también eran expulsadas, a no ser que se pudiera negociar un casamiento con un hombre de una clase inferior. Por lo demás, la situación entre los sexos generalmente era de igualdad, pero eso significaba que las mujeres que decidían competir contra hombres debían hacerlo bajo las condiciones masculinas. Los nobles proporcionaban protección a los plebeyos, además de tribunales de apelación, escuelas, y un sentimiento de liderazgo y grandeza. A cambio, recaudaban impuestos, exigían horas de trabajo extraordinarias no remuneradas y subordinación en general, aunque en casi todos los aspectos no se molestaba a los plebeyos. No era la suya una situación tensa, en realidad: contaban con instituciones, practicaban ritos y todos tenían esperanzas. De todos modos, muchos se iban a la bancarrota mientras el trabajo duro de los demás mantenía la economía global a flote.
«No es una civilización deliberadamente cruel —pensó Christian—, pero tampoco es especialmente compasiva».
Pero ¿es que había existido alguna que realmente lo fuese? Algunos alimentaban a sus pobres, pero lo que hacían básicamente era alimentar a sus políticos y burócratas.
Fue recopilando la información a partir de los diálogos que bullían por todas partes. La conversación que Khaltan anhelaba tenía que ver más con el lugar de origen del forastero (se mostraba torpemente evasivo, posponía sus respuestas) y sobre el sistema del universo, la astronomía, la física, etcétera.
—Nuestro sueño es poder enviar cohetes a los planetas. Hemos intentado lanzarlos a la luna —dijo, y les contó que algunas lanzaderas tenían que haber funcionado—. Todos fracasaron.
«Por supuesto,» pensó Christian. Aquí, la luna y los planetas, incluso el mismo sol, no eran más que luces. Las mareas subían y bajaban por decreto. La Tierra era una caricatura de la Tierra exterior. Gaia no podía mejorarla.
—Entonces, ¿es éste el fin de la ciencia? —gritó Khaltan por una vez—. Hemos estado buscando sin cesar durante décadas y no hemos conseguido otra cosa que hacer más exactos nuestros cálculos. —Nada que derivase en la relatividad, la teoría cuántica, la mecánica ondulatoria y sus perspectivas y consecuencias revolucionarias. Gaia no podría adaptar todo eso.
—En el pasado, los ángeles nos mostraron el camino de la búsqueda. ¿Vosotros no lo vais a hacer? La naturaleza esconde cosas que no conocemos. ¡Vuestra presencia lo demuestra!
—Quizá más tarde —masculló Christian, y se maldijo por haberle mentido.
—Si pudiéramos ir a los planetas… Enjaulado, el espíritu guerrero se vuelve hacia su propio interior. La rebelión y la masacre de las Tierras del Oeste…
Laurinda le preguntó qué canciones cantaba la gente.
El cielo empezó a cerrarse. El rito del patio se terminó. El esclavo de Khaltan se quedó quieto mientras él mismo seguía hablando sin parar.
El horizonte empezó a iluminarse por el este.
—Debemos irnos —dijo Christian.
—¿Volveréis? —rogó Khaltan—. Decidme, ¿lo haréis?
Laurinda lo abrazó un instante.
—Adiós —dijo entrecortadamente—. Que te vaya todo bien. Siempre.
¿Cuánto duraría ese «siempre»?
Tras una noche de sueño intranquilo y un desayuno en el que apenas intercambiaron alguna palabra, no encontraron una verdadera razón para abandonar la casa de Inglaterra. Los criados, que estaban escandalizados pero mantenían una expresión cuidadosamente impasible, debían de escuchar a escondidas, aunque no comprendían y, de todos modos, ningún rumor que pudieran extender iba a cambiar mucho las cosas. Una necesidad más profunda e inconfesada hizo que Laurinda y Christian se lanzasen. Ésa podía ser su última mañana.
Siguieron un sendero hacia una colina que se encontraba a un kilómetro aproximadamente. En la cima, los árboles no lograban ocultar una amplia vista del paisaje. El sol brillaba por el este y unas cuantas nubes pequeñas atravesaban un azul tan radiante como su propia blancura, aunque en el ambiente se percibía una temprana brisa de otoño. Era enérgica y fresca, y dispersaba la bruma matinal de los campos de cultivo, al tiempo que ondulaba los verdes pastos; silbaba entre las ramas que les cubrían y algunas de las hojas muertas se arremolinaban a su paso desprendiéndose de los árboles. Muy por encima de todo aquello, una bandada de gansos salvajes pasaron volando en uve.
Durante un rato, hombre y mujer permanecieron callados. Por fin, Laurinda respiró profundamente, disfrutando de las fragancias del cielo y la tierra, y murmuró:
—El hecho de que Gaia haya devuelto todo esto a la vida… Tiene que ser buena. Ama el mundo.
Christian la miró; después alzó la vista y frunció el entrecejo antes de dar su sesgada respuesta.
—¿Qué están haciendo ella y el Viajero?
—¿Cómo vamos a saberlo? —¿Cómo saber lo que hacían los dioses o, incluso, dónde estaban? No eran seres tridimensionales, ni tenían límites temporales como los que condicionaban sus creaciones.
—Le está manteniendo ocupado —dijo Christian.
—Claro que sí. Le está mostrando todos los datos, la totalidad de su gestión de la Tierra.
—Para convencerlo de que lo correcto es dejar que el planeta muera.
—Una tragedia… Pero, en definitiva, todo es trágico, ¿no es así? Incluidos tú y yo. Lo que podemos… lo que pueden aprender de la evolución definitiva… Puede que todo eso merezca la pena, igual que la Acrópolis mereció la pena. El mismísimo cerebro galáctico no podría prever el paso que la vida va a dar, y la vida no es algo habitual en las estrellas.
Prácticamente la estaba reprendiendo cuando le dijo:
—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Cuántas veces hemos pisado esta tierra? ¿Y ellos? Yo mismo tendría que habérmelo creído, pero…
Laurinda esperó. El viento seguía soplando y le sacudía uno de sus rizos sueltos contra la frente.
—Pero ¿por qué ha implantado seres humanos, no en el pasado remoto —Christian gesticulaba en dirección a un paisaje que parecía una pintura del siglo XVIII—, sino en la actualidad, en una Tierra en la que los humanos de carne y hueso se extinguieron hace eones?
—Seguramente estará buscando una comprensión total, ¿no?
—¿Seguramente?
Laurinda acaparó su mirada y se mantuvo fija en ella.
—Creo que ha estado tratando de averiguar el modo en que los humanos puedan encontrar, dentro de ella, la felicidad que nunca han encontrado en el espacio exterior.
—¿Y por qué le iba a importar eso?
—No lo sé. Solo soy un ser humano. —Y con gesto serio—: Pero ¿podría ser que ese elemento que contiene sea tan fuerte, que tenga a tantos de nosotros en su interior, que anhele vernos felices, como una madre con sus hijos?
—Toda esa manipulación, todas esas existencias fallidas e interrumpidas. No me parece muy maternal.
—¡Te digo que no lo sé! —gritó.
Quiso haberla consolado, borrar con besos las lágrimas que se le quedaban atrapadas entre las pestañas, pero sintió la urgencia de continuar:
—Si el esfuerzo no guarda ningún objetivo más que el mero hecho de existir, me parece una locura. ¿Puede volverse loca una mente nodal?
Se apartó de su lado aterrada.
—No. Imposible.
—¿Estás segura? Al menos, el cerebro galáctico debe conocer la verdad, toda la verdad, para juzgar si hay algo que haya salido terriblemente mal.
Laurinda hizo un esfuerzo por asentir.
—Informarás al Viajero y él informará a Alfa, y todas las mentes tomarán una decisión. —Era una pregunta que los seres mortales no podían responder.
Christian se irguió.
—Debo hacerlo inmediatamente.
Él lo había insinuado, ella captó el mensaje y, sin embargo, le agarró de las dos mangas mientras de sus labios salían furibundas palabras de reproche:
—¿Qué? ¿Por qué? ¡No! Lo único que vas a conseguir es interrumpir su conexión. Espera a que nos convoquen, mi amor, y así tendremos todo ese tiempo para nosotros.
—Quiero esperar —dijo. Tenía la piel húmeda de sudor, pero estaba pálido—. ¡Dios, de verdad que quiero! Pero no me atrevo.
—¿Por qué no?
Ella lo soltó. Christian la miró de soslayo y dijo muy rápido, para mitigar la angustia de sus palabras:
—Mira, ella no quería que viéramos ese último mundo. Estaba claro que no quería, o no esperaba que insistiéramos; si no, habría estado más preparada. A lo mejor, nos podía haber dado gato por liebre. Es probable que el propio Viajero también solicite verlo, cuando lo sepa; y Gaia no quiere que él se interese especialmente por sus emulaciones. Si no, ella misma le habría llevado a visitarlas, conmigo en calidad de intérprete, ¿no?
—Bueno, no creo que nuestra acción haya sido algo catastrófico para sus planes, sean los que sean. Todavía puede arreglárselas, convencerle de que esas creaciones para ella son solo, no sé, juguetes. Quiero decir que podría, si tuviera oportunidad, aunque no creo que tenga que hacerlo. ¿Cómo puedes pensar…? ¿Cómo imaginas…?
—Los amuletos son un vínculo con ella. No es un canal abierto permanentemente, por supuesto, pero tienen que mandar información sobre nosotros a una fracción de su ser cada cierto tiempo; y ella también puede establecer los intervalos, cuando el Viajero esté demasiado preocupado por los datos que está recibiendo como para darse cuenta de que una parte más amplia de su atención está concentrada en otro lugar. Voy a regresar a la casa y le voy a solicitar a Gaia a través de uno de los amuletos que me ponga inmediatamente en contacto con él.
Laurinda le miró fijamente, como si fuera un fantasma.
—Eso no será necesario —dijo el viento.
Christian se tambaleó.
—¿Cómo? —logró articular—. ¡Tú…!
—¡Oh…, madre! —Laurinda alzó los brazos hacia el vacío.
El crujido de las hojas en el viento formaba palabras.
—La parte más amplia de mi ser, como tú la llamas, de hecho ha sido informada y está momentáneamente libre. Estaba esperando a que tomases una decisión.
Laurinda a punto estuvo de ir a arrodillarse sobre la hierba, pero miró a Christian, que ya había ganado firmeza y se mantenía de pie, con los puños apretados a los lados y mirando hacia el cielo, y se puso de pie junto a él.
—Mi señora Gaia —dijo Christian más tranquilo—, puedes hacer con nosotros lo que desees. —Transformarlos, destruirlos o cualquier otra cosa, en un instante; pero automáticamente el Viajero querría saber la razón—. Creo que comprendes mis dudas.
—Sí —suspiró el viento—. Pero son infundadas. Mi creación del mundo del Technome no se diferencia de ninguna otra. Mi avatar lo dijo por mí: otorgo la existencia y busco el modo en que los humanos, de forma libre, hagan que esa existencia sea positiva.
Christian negó con un gesto.
—No, mi señora. Con tu intelecto y tu trayectoria, debiste de saber desde el primer momento que este mundo iba a llegar pronto a su funesto final, que los científicos de un planeta que es un esbozo y todo lo demás eran un espectáculo de sombras. Mi limitado cerebro se dio cuenta. No, mi señora, después de demostrar esa sangre fría a la hora de experimentar, me imagino que habrás hecho todo lo demás con el mismo ánimo. Pero ¿por qué? ¿Para qué?
—Es cierto que tu cerebro es limitado. El Viajero recibirá tus indicaciones y fantasías en el momento oportuno. Mientras tanto, continúa con tu obligación de seguir observando y abstente de interrumpir nuestro trabajo.
—Mi obligación es informar.
—En el momento oportuno, he dicho. —La voz del viento se suavizó—. Existen otros lugares agradables, además de éste.
Paraísos, quizá. Christian y Laurinda intercambiaron una mirada que duró un segundo. Entonces, ella dibujó en su rostro una leve sonrisa triste, ilimitada, e hizo un gesto de negación.
—No —proclamó Christian—. No me atrevo.
No lo dijo en voz alta, pero ambos sabían que Gaia percibía lo que estaban previendo. De tener tiempo, y si se perdieran juntos en su felicidad, Gaia tendría la oportunidad de alterar sus recuerdos tan lenta y sutilmente que el Viajero no detectaría lo que estaba pasando.
Quizá podría hacerlo con Laurinda en aquel momento, en un abrir y cerrar de ojos. Pero no conocía a Christian lo suficiente. En el fondo de su conciencia, el aspecto del Viajero y de su semejante, Alfa, impregnaba todo su ser. Tendría que sentir cómo se adentraba dentro de él, explorar y ponerlo a prueba con extrema delicadeza; rehacerlo en cada uno de sus detalles más minúsculos, siempre preparada para dar marcha atrás en caso de dar con un efecto inesperado; y puede que otra parte de ella pudiera tomar el control en secreto del mundo del Technome y borrar el suceso… Incluso para ella requeriría tiempo.
—Sabes que tu acción iba a carecer de toda trascendencia, ¿verdad? —dijo—. Solo me ocasionaría la molestia de tener que explicarle lo que tú, con tu arrogancia, te niegas a reconocer.
—Probablemente. Pero tengo que intentarlo.
El viento arreció.
—¿Me estás desafiando?
—Sí, te desafío —dijo Christian. Sintió una sacudida—. No es mi voluntad. Es el Viajero dentro de mí. No puedo hacer otra cosa. Haz que venga a mí.
El viento se calmó y una brisa pasó junto a Laurinda como una caricia.
—Hija mía, ¿no podrías convencer a este necio?
—No, madre —murmuró—. Es lo que es.
—¿Y bien?
Laurinda tomó a Christian de la mano.
—Iré con él. Te abandono, madre.
—Estáis renunciando a la existencia.
Christian trató de desgarrar el vacío con la mano que tenía libre.
—¡No, ella no! —gritó—. ¡Es inocente!
—No lo soy —dijo Laurinda. Se dio la vuelta y le rodeó con sus brazos mientras alzaba los ojos para decirle—: Te quiero.
—Que se cumpla vuestra decisión —dijo el viento.
El sueño que era aquel mundo se desmoronó y se disolvió. La unidad se mantuvo sobre ellos como si fuesen dos mareas gemelas, cada una reclamando una última gota perdida de espuma de mar; después, los dos mares volvieron a separarse.