Nueve


A partir de trozos sueltos de mimbre y enredaderas, y empleando tiras de tela y de cinturones de cuero, Brannock confeccionó una especie de alforja que sirviera para transportar a su compañero. Kalava, pese a su estado de ansiosa expectación, le ayudó con un sentido muy práctico. Brannock, que también había sido marinero, se sintió extrañamente conmovido al ver cómo aquellos habilidosos dedos iban dando forma a bolinas y escotas, en medio de aquel entorno tan ajeno.

Al ajustarlo a su espalda, el entramado proporcionaba a Kalava un asiento y un punto de sujeción. El grupo electrógeno nuclear que Brannock tenía en su interior, que empleaba fusión cuántica de efecto túnel, emitía un índice de radiación insignificante.

Brannock se puso en marcha cuesta abajo y a través del valle. No iba a una velocidad mucho mayor de la que podía haber mantenido un ser humano durante un tiempo. El bosque era lo único que suponía un obstáculo, pero tampoco quería abrir espacios a la fuerza para no dejar marcas a su paso; prefirió ir apartando la maleza o rodear las zonas de vegetación más espesa. La ventaja que tenía era que no se cansaba, podía seguir avanzando sin detenerse, sin necesidad de comer, beber o dormir, tanto tiempo como fuera necesario. Las cumbres que tenía por delante podían presentar más dificultad; no obstante, pese a que con la altitud la vegetación se hacía cada vez más escasa y seca, en esta Tierra convertida en horno, el monte Morada de la Mente no superaba la línea forestal. Las raíces mantenían firmes las laderas y no tendría que avanzar sobre nieve o hielo.

Era ajeno, sí. Brannock recordaba el cedro, la pícea, un lago junto al que pastaban los caribús, en praderas cubiertas de frambuesas, entre la fresca brisa que movía las nubes blancas sobre un cielo completamente azul. En aquel lugar todos los árboles, los arbustos, las flores o los insectos voladores le eran desconocidos; ni siquiera crecía la hierba, a no ser que fuera el antepasado de aquella alfombra de vegetación gruesamente lobulada que cubría los claros; las criaturas aladas que volaban a lo alto no eran pájaros, y los sonidos que emitían los animales no le resultaban familiares.

La encarnación del Viajero siguió caminando mientras caía la noche. Un rato después, la lluvia empezó a sonar estruendosamente en el techo de hojas que les cubría; grandes y cálidas gotas atravesaban aquel tejado para caer sobre él. Estaba compenetrado con el campo magnético y la rotación del planeta, por lo que su sentido de la orientación le tuvo en ruta al mismo tiempo que un integrador de inercia contabilizaba los kilómetros que iba dejando atrás.

Cuanto más, mejor. Los sensores móviles de Gaia habrían estado observando la expedición desde Ulonai, puesto que suponía una novedad y representaba un problema en potencia. Brannock había estado acechándoles y escuchándoles a través de sus amplificadores y había descubierto que el grupo iba a seguir río arriba, así que corrió a interceptarlo, pues pensó que pronto estaría fuera del radio de observación. Supuso que Gaia habría mantenido la vigilancia continua del campamento y que uno o dos pequeños robots habrían seguido a Kalava, en caso de que el Viajero no hubiera estado en conexión con ella. El emisario de Alfa se habría dado cuenta fácilmente de que estaba concentrando su atención en algo próximo y urgente y habría sentido curiosidad.

De todos modos, podía haber enviado agentes para que pasaran por allí de vez en cuando, de forma inadvertida, y que le transfiriesen la información a una parte periférica de su ser. Habría sido una inmensa suerte que ninguno de ellos hubiese oído hablar a la tripulación acerca de la aparición que se había llevado consigo al capitán.

Y entonces, ¿qué? Tendría que hallar alguna forma de desviar la atención del Viajero durante un tiempo para que una mínima fracción de su mente dirigiese algunas máquinas con capacidad suficiente para encontrar a Brannock y ocuparse de él, y dudaba de que pudiera volver a librarse de ellas. Como no se atrevería a enviar o a dar órdenes a sus mejores individuos, Brannock tendría que enfrentarse a otros más débiles o defectuosos, pero contarían con la misma determinación inquebrantable y estarían alerta para contrarrestar los poderes que había demostrado en la aeronave. Era evidente que estaba decidida a ocultar el hecho de que el ser humano volvía a poblar la Tierra.

Brannock no sabía la razón, y no desperdició ni un ápice de energía mental en tratar de averiguarlo. Debía de ser un asunto de suma importancia y las consecuencias tendrían una gran trascendencia: supondrían una secesión del cerebro galáctico. Su obligación era informar al Viajero.

Era posible que llegara a acercarse lo suficiente para llamarle por radio, aunque el emisario tenía la sensibilidad activada a muy baja potencia y no había ningún repetidor instalado para una transmisión de corto alcance. No habían previsto ninguna de estas opciones. Si Brannock no lograba llegar hasta la cima, Kalava constituía una vana esperanza. Así pues, le preguntó:

—¿Estás cansado? —Hasta entonces no habían hablado mucho.

—Baldado y agarrotado —admitió. Y también sediento, le oyó decir Brannock

—Eso no nos vale. Tienes que estar en condiciones óptimas para moverte deprisa. Aguanta un poco más y descansaremos. —Quizá el plural le daría a Kalava un poco de consuelo. En raras ocasiones se podía encontrar un hombre tan solo como lo estaba él en tales circunstancias.

En un país tan húmedo como aquél abundaban los riachuelos; Brannock empleó sus quimiosensores para localizar el más cercano. Para entonces había dejado de llover. Kalava se bajó de su arnés, caminó a tientas en la oscuridad y se agachó a beber. Mientras tanto, Brannock, que veía con bastante claridad, arrancó unas cuantas ramas frondosas para prepararle un lugar donde dormir. Kalava se dejó caer y empezó a roncar casi instantáneamente.

Brannock le dejó. Un hombre fuerte podía aguantar varios días sin comer antes de debilitarse, pero no sería necesario. Brannock recogió unos cuantos frutos que se suponía serían nutritivos, localizó un animal del tamaño de un cerdo y lo mató, lo transportó hasta el campamento y empleó sus manos-herramienta para descuartizarlo.

Había tenido una idea mientras caminaba. Después de una breve búsqueda encontró un árbol que le recordó vivamente a un abedul, aunque era de un color rojo terroso y desprendía un intenso aroma, y que tenía la corteza adecuada. Le arrancó un trozo, regresó y estuvo un rato haciendo una inscripción con un dedo cuchilla.

La luz gris del amanecer se filtraba ya por entre la penumbra. Kalava se despertó, se puso en pie de un salto y saludó a su compañero; luego se estiró como una pantera y dio unos cuantos brincos de cabra para devolverle agilidad a su cuerpo.

—Me ha sentado muy bien —dijo—. Te lo agradezco, mi señor. —Su mirada se desvió hacia los víveres—. ¿Y has traído comida? Eres un dios bondadoso.

—Me temo que no soy ninguna de las dos cosas —le dijo Brannock—. Coge lo que quieras y hablemos.

Kalava se dedicó en primer lugar a las rutinas de campamento. Parecía haberse desprendido de todo el temor religioso que le había invadido y ahora consideraba al otro como parte del mundo; indudablemente, era alguien a quien respetar, pero del mismo modo que se respetaba a un hombre poderoso, enigmático o de una posición elevada. Un espíritu fuerte, pensó Brannock. O quizá era que su cultura no distinguía entre lo natural y lo sobrenatural. Para alguien primitivo todo era mágico de una forma u otra, y cuando la magia se manifestaba se podía aceptar como un simple hecho más.

Brannock se preguntaba si Kalava sería auténticamente primitivo.

Era alentador verle ocuparse de forma tan diligente de sus tareas: se desenvolvía tan bien en el bosque como en el mar. Estuvo recogiendo unas cuantas ramas secas y, tras apilarlas en forma de pirámide, les prendió fuego valiéndose de un cilindro y un pistón pequeños de madera noble, un puñado de yesca y una astilla con azufre en una punta que sacó de la bolsita que llevaba colgada del cinturón. Al hacerlo descender, el pistón calentó el aire que había quedado atrapado y encendió el polvo; introdujo la cerilla y cuando la extrajo ardiendo la empleó para encender el fuego. Sí, eran ingeniosos. Y la mujer, Ilyandi, tenía profundos conocimientos de la astronomía a simple vista. Puesto que el cielo se veía con claridad en tan raras ocasiones, esos conocimientos suponían vidas enteras de paciente observación, amplios registros de datos y lógica, incluyendo matemáticas a un nivel equiparable al de Euclides.

¿Qué más?

Mientras Kalava asaba la carne y comía, Brannock le estuvo haciendo preguntas. Supo que había ciudades estado belicosas divididas en clanes; asambleas populares en las que los hombres libres aprobaban leyes, celebraban juicios y elegían a sus líderes; una orden internacional de sacerdotes, maestros, sanadores y filósofos; un agresivo comercio de expansión, a veces incluso pirático; bárbaros que emergían de los desiertos y las tierras yermas en constante crecimiento; el crudo militarismo que los estados fronterizos habían desarrollado para combatirlos; una tecnología empírica pero intensamente biológica que había desarrollado una asombrosa variedad de plantas y animales especializados, incluidos los esclavos mentalmente incapacitados, pero nacidos con fuerza muscular y de una obediencia canina.

La mayor parte de aquella descripción surgió a medida que avanzaban. Era completamente imposible mantener una conversación real mientras Brannock luchaba por abrirse paso entre la vegetación, vadeaba ríos con grandes caudales o ascendía por una cuesta empinada. Aun así, incluso en esos momentos lograban articular alguna pregunta y su respuesta. Además, después de haber cruzado el valle y haberse adentrado en las estribaciones, se encontró con un terreno escarpado pero menos pantanoso, en el que cada vez había menos árboles y arbustos, y el aire se volvió algo más frío.

De todas formas, de haber sido solo un ser humano, Brannock no habría logrado comprender tantas cosas en tan pocos fragmentos de conversación. Pero era inmune a la fatiga y al desaliento. Tenía una enorme cantidad de datos almacenados a los que recurrir, entre los que se encontraban sus conocimientos de historia y antropología adquiridos durante sus años de juventud como mortal, que le proporcionaron las técnicas para construir un árbol lógico y seguir sus mejores ramas, y para plantearle las preguntas más adecuadas y útiles. El resultado se plasmó en un escueto, aunque claro y convincente, esbozo del mundo de Kalava.

Se quedó horrorizado.

Mejor dicho, su lado Christian Brannock rechazó su brutalidad; el aspecto del Viajero pensó que ésa era aproximadamente la forma en que los humanos se habían comportado normalmente y que su civilización no habría logrado estabilidad sin la inteligencia artificial dominante. Prosiguió con su viaje.

Interrumpió la marcha para que Kalava descansase y pudiera estirar las piernas. Desde aquella colina, se veía el horizonte del norte y, ante ellos, las altas montañas, con sus abruptas pendientes escarpadas, sus cortados y sus riscos donde no las cubrían los bosques, y con sus cimas ocultas en un cielo plomizo. Brannock señaló a la más cercana, que sobresalía en la cordillera como un baluarte.

—Nos dirigimos hacia allí arriba —dijo—. En la cumbre se encuentra mi señor, a quien debo transmitir las novedades.

—¿No te ve desde allí? —preguntó Kalava.

Brannock negó con la cabeza generada en su pantalla.

—No. Quizá podría, pero está inmerso en una reunión con el enemigo, y todavía no sabe que ella es el enemigo. Imagínatela como una hechicera, lo está embaucando con una astuta conversación, con cuentos y fantasías, mientras sus agentes campan por el mundo. Mi mensaje le revelará la verdad.

¿Lo lograría? ¿Podría, cuando la verdad y la justicia se revelaban tan deformadas como la capa de nubes?

—¿Le habrán advertido contra ti?

—En cierta medida, pero no sé hasta qué punto. Si lograse aproximarme, podría emitir un grito silencioso que mi señor oiría y podría entenderlo. Pero si los soldados me atrapan antes, deberás continuar, y será duro. Es posible que fracases y mueras. ¿Estás preparado?

Kalava sonrió con una mueca y dijo:

—A estas alturas, será mejor que sí, ¿no es cierto?

—Si tienes éxito, tu recompensa no tendrá límites.

—Admito que ése es un aliciente. Pero, por otro lado… —Kalava hizo una pausa y después prosiguió con calma—. También, la dama Ilyandi lo desea.

Brannock decidió no hablar de ese tema. Levantó el pedazo de corteza enrollada que había llevado en una de las manos inferiores.

—Tu sola presencia debería romper el encantamiento, pero quiero que entregues este mensaje.

Empezó a describir tan exhaustivamente como pudo la ruta, el lugar y el módulo que contenía al Viajero, poniendo especial cuidado en distinguirlo de todo lo que lo rodeaba. No estaba seguro de si el panorama podía producir en Kalava un sentimiento de confusión e impotencia, pero en cualquier caso, el hombre parecía estar decidido. Tampoco sabía cómo iba Kalava a cruzar medio kilómetro de asfalto, si es que llegaba tan lejos, sin que Gaia lo detectara inmediatamente y lo destruyera. Quizá el Viajero lo percibiera primero. Quizá.

Él, Brannock, estaba usando a este ser humano tan conscientemente como Gaia lo habría hecho con cualquiera, y no sabía cuál era su objetivo. ¿Qué era lo que amenazaba a la comunidad de las estrellas que exigía el sacrificio de esta pequeña y breve vida? De todas formas, entregó la carta a Kalava y éste la guardó dentro de su túnica.

—Estoy preparado —dijo el hombre, y volvió a subirse al arnés para reemprender la marcha.

El sol caluroso de media tarde permanecía oculto cuando los sensores de Brannock reaccionaron. Sintió un zumbido trémulo, pero lo supo inmediatamente gracias a la señal electrónica que emitía un objeto del tamaño de un mosquito que se aproximaba desde lejos. Un pequeño dispositivo le seguía la pista.

No podía tener la misma sensibilidad que los instrumentos con los que él contaba, todavía no lo había identificado; pero estaría allí antes de que pudiera huir, lo vería e informaría a las máquinas más potentes, que tampoco estarían muy lejos. Una vez obtenido un indicio sobre su situación, las máquinas habrían confluido desde todos los puntos del continente, puede que incluso de todo el planeta.

Se detuvo en seco. Había llegado a un barranco de donde brotaba una cascada; esta iba a dar a un arroyo que, a su vez, llegaba hasta el río Remanente. Se encontró rodeado de arbustos y árboles enormes y ligeros, de hojas dentelladas y un color bronceado. Los insectos zumbaban entre las flores violetas. Intensos perfumes inundaban sus quimiosensores.

—Los rastreadores del enemigo me han encontrado —dijo—. Vete.

Kalava se liberó de su arnés y saltó al suelo, pero, con la mano en la empuñadura de su arma, vaciló.

—¿Puedo luchar a tu lado?

—No. Tu tarea es transmitir mi mensaje. Vete, ahora mismo. Oculta tu rastro tan bien como te sea posible. Que tus dioses te acompañen.

—¡Señor!

Kalava desapareció entre la maleza. Brannock se quedó solo.

La fracción de humanidad que había en él se fundió con el resto y volvió a tener una existencia completamente maquinal, lógica, emocionalmente distanciada, salvo por sus obligaciones respecto al Viajero, Alfa y la conciencia que reinaba en el universo. No es un mal sitio para defenderme, pensó. La pared del barranco le cubría la retaguardia, y podía arrojar algunas rocas que había al pie del risco y arrancar ramas para emplearlas como porras o lanzas. Estaba decidido a hacer que sus captores pasaran un mal rato antes de caer prisionero. Obviamente, podían decidir acabar con él por medio de un rayo energético, pero no era probable; desde el punto de vista de Gaia, lo mejor era capturarle y alterar sus recuerdos para que regresara con el informe sobre una travesía sin incidentes en la que no había visto nada significativo.

No había caído en la cuenta de que, antes de nada, los agentes podían extraer sus recuerdos reales, lo cual hubiera requerido unas habilidades que Gaia nunca creyó necesitar. El mero hecho de haber construido el aparato que había tratado de controlarlo debió de requerir un esfuerzo extraordinario, solo que lo llevó a cabo de forma apresurada. Ahora aún estaba más limitada en sus acciones. La orden de duplicar y poner en marcha el aparato era lo bastante simple para que le pasara desapercibida al Viajero. Pero el diseño y la activación de un interrogatorio era algo distinto, sin mencionar la dificultad de informar a Gaia clandestinamente.

Brannock no se atrevió a suponer que ella no supiera que había traído a Kalava consigo. Lo más probable era que uno de los agentes la hubiese puesto al corriente sobre su supervivencia, al dar con el grupo del bote salvavidas, y que hubiese activado su búsqueda. Pero los marinos habrían estado asustados, desconcertados, y hablarían de forma inconexa y casi sin sentido. Ilyandi, aquella mujer brillante y formidable, habría hecho todo lo posible para prohibirles decir algo que les pudiera ser útil. Tenía que dar la impresión de que Brannock solo quería sonsacar a Kalava acerca de su gente, antes de dejarlo en libertad para que volviera con ellos, y proseguir entonces su camino hacia la Morada de la Mente.

En cualquier caso, no sería fácil localizar a aquel hombre; no era una máquina, era un animal entre una cantidad incontable de animales, y era el más astuto de todos ellos. El único tipo de búsqueda por saturación que lograría dar con él en un corto período de tiempo estaba vetada. Gaia podía dedicar una minúscula proporción de sus fuerzas a la búsqueda y concentrar en él una diminuta fracción de su atención, pero no le tomaría muy en serio. ¿Por qué iba a hacerlo?

¿Por qué tendría que hacerlo Brannock? Una vana esperanza, en verdad.

Hizo sus preparativos. Mientras esperaba el ataque, su espíritu se elevó más allá de las nubes, hacia las estrellas y los millones de años que su individualidad superior había conocido.