En la margen izquierda del río que atravesaba las más altas cimas de las montañas, la ladera tenía una pendiente muy pronunciada, aunque con poca vegetación. Kalava dirigía el bote salvavidas que transportaba a su equipo a tierra. Los esclavos que iban a los remos, gruñendo por el redoblado esfuerzo, tenían la piel brillante por el sudor, que les resbalaba entre los músculos tensados. Aquel día, el sol ardía en un cielo medio nublado. La proa rechinó al encallar en un banco de arena, en una zona poco profunda. Kalava ordenó a dos de sus marinos que se quedaran haciendo guardia para vigilar el bote y a los remeros mientras él, los otros cuatro hombres e Ilyandi vadeaban hasta la orilla y emprendían el ascenso.
La marcha fue lenta pero dura. Una vez estuvieron en la cima, encontraron una cresta, desde donde se divisaba un paisaje que arrancó a la mujer una exclamación de admiración y un par de blasfemias de asombro a los hombres. En dirección norte, el terreno era aún más escarpado y presentaba un panorama repleto de copas de árboles hasta la base de la montaña y a través del valle, inundado por los verdes y los ocres de la vegetación. Por el centro discurría el río, reluciente como la hoja de una espada desenvainada, que descendía desde las estribaciones apenas perceptibles y las abruptas montañas que se elevaban por detrás. Dos espadas aladas pasaron planeando a lo alto en busca de presas mientras los rayos de sol se abrían paso entre las gigantescas masas de nubes, transformando su blancura en sombrías hendiduras. El aire parecía algo más fresco allí arriba y los olores de los arbustos eran una bendición.
—Ah, es hermoso; es tan hermoso como el Reino de la Puesta de Sol de la leyenda —resolló por fin Ilyandi.
Tenía una esbelta presencia con la túnica masculina y los borceguíes que, como vilku, podía llevar en las caminatas con propiedad. El viento le agitaba los rizos cortos y su piel cobriza estaba tan húmeda y casi tan olorosa como la de Kalava, que era oscura como la noche. No obstante, no se sentía más cansada que el resto de sus compañeros.
El marinero Urko observó ceñudo los árboles y la maleza a ambos lados. Solamente el sendero por el que habían ascendido los viajeros estaba un poco despejado, probablemente debido a algún desprendimiento de tierra que se produjera en el pasado.
—Demasiado bosque —se quejó. De hecho, había sido toda una odisea circular por cualquier sitio donde habían desembarcado; ni siquiera habían intentado cazar, cosa que había sido muy fácil en la costa. Por suerte el agua rebosaba de peces.
—La explotación forestal será la solución. —Kalava sentía el pálpito de las palabras en su boca—. Y entonces, ¡qué granjas habrá! —Estaba absorto en el futuro.
De vuelta a la realidad dijo:
—Ye hemos avanzado suficiente, nos hemos hecho una idea de cómo es esta tierra. Tres días y calculo que otros dos río abajo; si tardásemos más, en el barco la tripulación podría empezar a asustarse. Volvamos.
—Otros barcos traerán más exploradores —dijo Ilyandi.
—Por supuesto. Y seré yo quien capitanee los primeros.
A través del fragor del viento, se oyeron crujidos y chasquidos que salían de entre la maraña que quedaba a su derecha.
—¿Qué es eso? —fue Taltara quien gruñó.
—Algún animal grande —respondió Kalava—. Estad atentos.
Los marineros formaron una línea. Tres de ellos agarraron las lanzas que portaban, el cuarto se descolgó la ballesta que llevaba a la espalda y la armó. Kalava hizo señas a Ilyandi para que se colocase detrás de ellos y desenvainó la espada.
El ser apartó unos helechos y salió a cielo abierto.
—¡¡Ah!! —bramó Yarvonin mientras dejaba caer su lanza y daba media vuelta para salir huyendo.
—¡Firmes! —aulló Kalava—. Urko, dispara a cualquiera que salga corriendo, si es que no lo abato antes yo mismo. ¡Aguantad, hijos de perra, aguantad!
El ser se detuvo. Todos aquellos corazones palpitantes se detuvieron por un instante, nadie se movía.
Era una visión terrorífica. Le sacaba una cabeza al más alto de los hombres a los que se enfrentaba; sin embargo, esa cabeza no tenía rostro, sino una horrible máscara en blanco. Dos gruesos brazos le sobresalían de cada uno de sus costados, de los cuales, el par inferior tenía unas manos completamente deformadas. La espalda cheposa no desmentía la sensación de fuerza que transmitía. Mientras los viajeros lo examinaban, a aquella criatura le brotó una tercera pierna, esquelética, que le permitía mantenerse más cómodamente sobre el terreno irregular. Era imposible discernir, ni siquiera a plena luz del día, si estaba desnudo o si llevaba puesta una armadura blindada.
—Quietos, chicos, quietos —apremiaba Kalava con los dientes apretados. Ilyandi salió de su refugio para unirse a ellos con una calma estremecedora—. ¿Qué es, mi señora? —inquirió.
—Un dios, o un mensajero de los dioses, creo. —El viento le impedía descifrar con claridad sus palabras.
—Un demonio —gimió Eivala sin moverse de su puesto.
—No, no es probable. Nosotros, los vilkui, tenemos algunos conocimientos sobre ese tema. Pero en verdad no es fiero. Nunca pensé que me iba a topar con uno de ellos…, en esta vida…
Ilyandi tomó una amplia bocanada de aire, apretó los puños un segundo y entonces abandonó su posición para situarse delante de los hombres. Después de palpar la maltrecha espiga de tekin que llevaba prendida en el pecho, se cubrió los ojos y se arrodilló antes de volver a levantarse para mirar a la máscara frente a frente.
El ser no hizo ningún movimiento y, a pesar de no tener boca, habló con una voz profunda y resonante en una lengua incomprensible. Pasado un momento, el sonido cesó y después volvió a hablar en una lengua igualmente desconocida. Al tercer intento, Kalava exclamó:
—¡Eh, eso es de los Campos Resplandecientes!
El ser guardó silencio, parecía estar sopesando lo que había oído. A partir de entonces, las palabras brotaron en el ulonaiano de Sirsu.
—No tengáis miedo, no tengo intención de haceros daño.
—Lo que un hombre sabe no es mucho, lo que comprende es aún menos, así pues, dejad que se incline ante la sabiduría —recitó Ilyandi. Volvió la cabeza lo justo para decirles a sus compañeros—: Soltad las armas e inclinaos.
Obedecieron torpemente.
Sobre el panel en blanco que tenía el cráneo vacío apareció un semblante humano. Pese a que era negro, ninguno de ellos recordaba haber visto a nadie con aquellos rasgos: la nariz ancha, los labios gruesos, los ojos redondos y el pelo muy rizado. Con todo, para aquellas almas estupefactas la magia tenía algo de reconfortante.
Con tono bajo pero seguro, Ilyandi preguntó:
—¿Qué quieres de nosotros, señor?
—Es difícil de explicar —respondió el extraño. Prosiguió tras una pausa—: El mundo está desconcertado. Yo también… Podéis llamarme Brannock.
El capitán apeló a toda su valentía:
—Y yo soy Kalava, hijo de Kurvo, del clan Samayoki. —Y a Ilyandi le dijo en voz baja—: Mi señora, no es por falta de respeto que no te menciono. Dejemos que concentre sus hechizos en mí.
Pese a que no tenía genitales a la vista, los humanos consideraron que Brannock era un varón.
—Mi señor no necesita nombres para llevar a cabo su voluntad —dijo ella—. Yo soy la ilustre Ilyandi, hija de Lytin, nacida en el clan Arvala y ahora soy vilku de quinto grado.
Kalava se aclaró la garganta y añadió:
—Con tu permiso, señor, no mencionaremos los nombres de los demás todavía. Están muy asustados. —Oyó una queja a su espalda y se rio por dentro. La vergüenza les ayudaría a seguir firmes. Por su parte, el espanto empezaba a dar paso a un vibrante entusiasmo.
—Vosotros no vivís aquí, ¿verdad? —preguntó Brannock.
—No —dijo Kalava—. Somos exploradores de ultramar.
A Ilyandi no le gustó su presunción y se dirigió a Brannock:
—Señor, ¿hemos infringido alguna norma? No sabíamos que esta tierra era prohibida.
—No lo es —dijo—. No exactamente, pero… —el rostro del panel sonrió—. Venid, relajaos, vamos a hablar. Tenemos mucho que compartir.
—Su forma de hablar no es distinta a la de cualquier hombre —le susurró Kalava a Ilyandi.
Ella lo miró fijamente.
—Si es que tú eres ese hombre.
Brannock señaló a un enorme y viejo árbol nudoso completamente cubierto por una copa arqueada repleta de hojas.
—Allí hay una sombra —replegó la tercera pierna y avanzó a zancadas hasta un tronco caído que ocupaba casi todo el espacio, se agachó y lo apartó. Todos los hombres de Kalava juntos no podrían haberlo movido. El gesto no era necesario, pero la demostración de una fuerza usada sin maldad hizo que se tranquilizasen todavía más. De todos modos, los miembros del equipo se sentaron en el suelo con una actitud de callado temor, mientras el capitán, la vilku y el extraño se quedaron de pie.
—Habladme de vosotros —dijo Brannock con suavidad.
—Seguro que ya sabrás cosas, mi señor —respondió Ilyandi.
—Eso podría ser.
—Quiere que lo hagamos nosotros —dijo Kalava.
Durante un rato, movidos por las preguntas que les formulaba, los dos expusieron un relato a grandes rasgos. La cabeza de Brannock dentro de la otra cabeza asintió:
—Ya entiendo. Sois los primeros humanos que pisan este país. Pero vuestra gente lleva mucho tiempo viviendo en su país, ¿no es así?
—Desde tiempo inmemorial, mi señor —dijo Ilyandi—, aunque la leyenda afirma que nuestros antepasados vinieron del sur.
Brannock volvió a esbozar una sonrisa.
—Habéis sido muy valientes al haberme conocido así, mi… mi señora. Pero ¿le dijiste a tu amigo que en tu orden se habían dado encuentros con seres parecidos a mí?
—¿La oíste murmurar, a un tiro de lanza? —Kalava no pudo reprimirse.
—O bien oyes nuestros pensamientos, señor —dijo Ilyandi.
El gesto de Brannock se hizo más serio.
—No, no es eso. Si no, ¿para qué iba a necesitar que me contarais vuestra historia?
—¿Puedo preguntarte de dónde provienes?
—No me molesta, pero no podría explicarlo con exactitud. Podría ayudar que me contaras lo de esos seres de los que algo sabes.
Ilyandi no pudo ocultar un nerviosismo repentino y Kalava, que estaba a su lado, también se puso tenso. Incluso los pasmados marineros debían de estar preguntándose si un verdadero dios hablaría de esa forma.
Ilyandi seleccionó cuidadosamente sus palabras.
—En el pasado, unos seres del cielo se han aparecido ante ciertos vilkui o jefes, algunas veces. Han dado órdenes sobre lo que el pueblo debía o no hacer. Muchas veces, esas órdenes eran difíciles de comprender. ¿Por qué tenían que construir los kivalui molinos hidráulicos en el río Vigoroso, si tenían multitud de esclavos para moler el grano? Pero también se transmitieron conocimientos, consejos sobre dónde y cómo indagar en los caminos de la naturaleza. El eminente siempre prohíbe que se hable abiertamente de su venida y todos los relatos se guardan en los anales secretos de los vilkui. Pero tú, señor…
—¿Qué aspecto tenían esos seres? —la cortó Brannock bruscamente.
—Tenían formas ardientes, aladas o humanas, y las voces parecían trompetas…
—¡Por el hacha de Ruvio! —estalló Kalava—. ¡Aquella cosa que pasó por encima de nosotros en el mar!
Los hombres que estaban en el suelo sintieron un escalofrío.
—Sí —dijo Brannock, ahora con más delicadeza—, puede ser que yo fuese parte de eso. Pero en relación a lo demás…
El rostro parpadeó antes de borrarse y, tras unos segundos de espanto, reapareció.
—Lo siento, no quería asustaros, lo olvidé —dijo. Adoptó una expresión neutra; su voz sonó más atronadora—. Escuchad: en el cielo hay una guerra. Yo acabo de librar una batalla y los rastreadores del enemigo podrían dar conmigo en cualquier momento. Debo transmitir un mensaje que es vital que llegue a cierto lugar, a una montaña sagrada que hay en el norte. ¿Me ayudaréis?
Kalava tomó su espada por la empuñadura, por lo que parecía que la piel de entre sus nudillos se hubiera desgarrado. Ilyandi, que se había puesto blanca, estaba en pie, dispuesta a enfrentarse a los infiernos, cuando preguntó:
—Señor Brannock, ¿cómo podemos estar seguros de que eres divino?
No sucedió nada que la hiciera caer fulminada.
—No lo soy —le dijo—, yo también puedo morir. Pero aquéllos a los que sirvo viven en las estrellas.
Todo aquel cúmulo de misterios que solo se apreciaban cuando las nubes nocturnas se abrían; pero los pensadores de los cielos les habían enseñado que giraban siempre alrededor del Eje del Norte… Ilyandi se mantuvo erguida.
—¿Puedes hablarme de las estrellas?
—Además de valiente eres inteligente —dijo Brannock—. Escucha.
Kalava no pudo seguir lo que sucedía entre los dos y los marineros permanecían encogidos por el miedo.
Finalmente, con lágrimas recorriéndole las mejillas, Ilyandi dijo con voz entrecortada:
—Sí, conoce las constelaciones, los eclipses y la precesión y rotación del Gran Cometa; proviene de las estrellas. Confiad en él. De… debemos hacer lo que nos diga.
Kalava soltó el arma, se llevó la mano al pecho en un gesto de saludo y preguntó:
—¿Qué es lo que podemos hacer nosotros, humildes criaturas, para ayudarte, mi señor?
—Vosotros mismos sois la noticia que debo transmitir —dijo Brannock.
—¿Cómo?
—No tengo tiempo para explicarlo… si pudiera. Los rastreadores pueden encontrarme en cualquier momento. Pero, cuando lo hagan, quizá vosotros podríais seguir en mi lugar.
—¿Y escapar de aquello que te haya vencido a ti? —dijo Kalava con una risa nerviosa—. Bueno, un hombre podría intentarlo.
—Es una apuesta desesperada, pero si vencemos, podrás elegir cualquier recompensa, y creo que se te otorgará.
Ilyandi inclinó la cabeza por encima de sus manos entrelazadas.
—Es suficiente haber servido a los que moran más allá de la Luna.
Pero Kalava no pudo resistirse a mascullar:
—¡Bah! Si quieren pagar por ello, ¿por qué no? —A viva voz, casi con impaciencia, con la cabeza alta y con la blanca melena agitándose al viento, dijo—: ¿Cuál es nuestra misión?
Brannock le miró a los ojos.
—He estado pensando en ello. ¿Podría alguno de vosotros venir conmigo? Yo lo llevaré más rápido de lo que vosotros podríais avanzar. Por el camino hablaremos acerca de lo que pasará después.
Los humanos se quedaron en silencio.
—Ojalá tuviera conocimientos sobre los bosques —dijo entonces Ilyandi—. ¡Pero iré! ¡A las estrellas!
Kalava hizo un gesto de negación.
—No, mi señora. Tú debes volver con estos hombres, darles ánimos y que terminen de reparar el barco. —Miró a Brannock—. ¿Señor, cuánto tiempo durará esta incursión?
—Yo puedo llegar hasta la cima de la montaña en dos días y una noche —contestó—. Si me cogen y tienes que seguir solo, creo que un hombre fuerte puede cubrir la distancia desde aquí en diez o quince días.
Kalava se rio de mejor gana que antes.
—El Corcel tardará muchos más días en estar listo. Marchemos. —Se dirigió a Ilyandi para decirle—: Si no he vuelto para cuando esté preparado, volved a casa sin mí.
—No… —vaciló.
—Sí. No lloréis mi muerte. ¡Vaya destino! —Hizo una pausa—. Espero que todo te vaya bien, mi señora.
—También a ti, Kalava, siempre —contestó no demasiado segura—; en este mundo y en el que vendrá, hasta las estrellas.