Tres días, como aquellos viejos días terrestres de antaño, con sus veinticuatro horas, su fresca luz solar, sus aguaceros ocasionales que llenan de destellos prados y arbustos, los paseos por las callejuelas inglesas, las excursiones por las ciudades, los encuentros con gente, las misas vespertinas en una iglesia normanda, las exploraciones de edificios y libros, las largas conversaciones y los silencios cómplices; aquellos días fraguaron una amistad. Para Christian, también despertaron sentimientos más gratos respecto a Gaia. Había propiciado la resurrección de Laurinda, que era parte de ella, de la misma forma que él era parte del Viajero y de Alfa, y de otras muchas mentes de la galaxia que ni siquiera podría enumerar. ¿Sería posible que las demás actividades que Gaia tenía entre manos fuesen injustas?
Sin duda, había planeado todo aquello para provocar esa reacción en él, pero no parecía tener mucha importancia. Tampoco la tenía, ni para él ni para Laurinda, que las condiciones de vida del siglo XVIII fuesen tan primitivas. Las experiencias cotidianas se convertían más bien en situaciones refrescantes y nuevas, y en muchas ocasiones daban pie a momentos jocosos. Lo que se le hacía algo difícil era tener que retirarse decorosamente a su propia habitación todas las noches.
Sin embargo, tenían sus misiones que cumplir: la suya consistía en averiguar qué sucedía en esa realidad y, más tarde, transmitírselo al Viajero; la de ella era explicar y justificarlo todo de la mejor manera de la que un mortal fuese capaz. Al igual que él, Laurinda tenía el recuerdo de haber sido uno con el ser nodal, aunque era un recuerdo débil y fragmentario, más una sensación de trascendencia que algo con nombre o forma, como los restos que deja tras de sí el resplandor de una visión religiosa ocurrida tiempo atrás. Sin embargo, esa sensación impregnaba toda su personalidad, sobre todo su parte inconsciente; y era su relación con Gaia, igual que la de él con el Viajero y, más lejos aún, con Alfa. De una forma limitada, mortal, pero completamente honesta, ella hablaba en nombre del nodo de la Tierra.
En virtud de un acuerdo tácito, apenas hablaron de sus objetivos y se dedicaron a disfrutar de los alrededores y de su mutua compañía, hasta la mañana del cuarto día. Quizá el clima había despertado un imperecedero hábito de trabajo. El viento soplaba con rachas ensordecedoras alrededor de la casa, la lluvia no dejaba ver a través de las ventanas; no iban a poder salir, ni siquiera en coche. Dentro de la casa, el fuego no conseguía calentar el ambiente frío y húmedo. Habían encendido unas acogedoras velas para el desayuno que daban lustre a la plata y a la porcelana; pero, a pesar de todo, había gruesas sombras retorciéndose por todos los rincones.
Tomó un último sorbo de café, dejó la taza en la mesa y terminó lo que estaba exponiendo:
—Sí, deberíamos ponernos manos a la obra. No es que tenga una idea clara de lo que hay que buscar. Ni siquiera el Viajero lo sabe.
Gaia había precisado muy pocas cosas. Ahora (cualquiera que fuese el significado de ese «ahora») era el Viajero quien estaba en contacto con ella buscando una visión general, cósmica, de quién sabe cuántos millones de años de existencia del planeta.
—Pero ya sabes cuál es tu trabajo —contestó Laurinda—. Tienes que encontrar la naturaleza de la actividad interna de Gaia, lo que significa moral y… humanamente. —Se enderezó en su silla y adoptó un tono más firme—. Nosotros, las emulaciones, también somos humanos. Pensamos y actuamos, sentimos alegría y dolor, igual que han hecho siempre los humanos.
Christian tuvo un impulso; era su costumbre de intentar relajar los ánimos.
—Y producimos nuevas generaciones —añadió—, igual que han hecho siempre los humanos.
Un atisbo de sonrojo cruzó su hermoso rostro.
—Sí —dijo ella. Y prosiguió rápidamente—. Por supuesto, la mayoría de las cosas que hay… aquí no son otra cosa que bases de datos. Archivos, si quieres. Podríamos empezar por visitar a una o dos de esas reconstrucciones.
Él sonrió al sentir menos presión.
—Me encantaría. ¿Alguna sugerencia?
Laurinda le respondió con entusiasmo:
—¿La Acrópolis de Atenas? ¿Cuando era nueva? Me fascinaba la civilización clásica —sacudió la cabeza—. Y está visto que aún me fascina.
—Bueno. —Se frotó la barbilla—. Por lo que aprendí en mis tiempos, esos viejos griegos eran una pandilla de animales políticos tan complicados, conflictivos y cortos de miras como cualquiera que haya amañado unas elecciones o humillado a su contrincante más débil. ¿No se financió la construcción del Partenón con la apropiación indebida del tesoro de la Confederación de Delos?
—Eran humanos —dijo en voz tan baja que, entre el estrépito de la tormenta, casi no la oyó—. Pero todo lo que hicieron…
—Pues claro —contestó—. Hecho. Vámonos.
A simple vista, los amuletos eran discos plateados de dos centímetros de diámetro que colgaban sobre el pecho del usuario, por debajo de la ropa. En realidad (la realidad desde un punto de vista externo) eran programas muy potentes y sutiles con inteligencia independiente. Christian se preguntó hasta qué punto los controlaba Gaia y en qué medida estaría siguiendo sus pasos.
Sin pensarlo dos veces tomó a Laurinda de la mano. Sus dedos se aferraron a los de él, aunque sus ojos me mantuvieron mirando hacia delante, hacia el fuego vibrante, mientras pronunciaba la orden.
Automáticamente, sin tener ni una mínima sensación de movimiento, se encontraron de pie sobre unos anchos escalones de mármol, rodeados por una fortaleza, bajo un cielo despejado y resplandecientemente cálido. Desde las pendientes más pronunciadas de aquella colina lustrosa, les llegó, silenciosa, la fragancia del tomillo silvestre, un tomillo que no conocía abejas que lo estimularan ni manos que lo arrancaran. Más abajo se veía la ciudad: tejados castigados por el sol, ágoras abiertas, templos rodeados de columnas. Bajo este aire limpio, Christian se imaginó que prácticamente podía distinguir los rasgos de las estatuas.
Transcurrido un instante más allá del tiempo, los visitantes emprendieron el camino hacia arriba, aún callados y cogidos de la mano, hacia donde las victorias aladas se alineaban en la balaustrada ante el santuario de Niké Apteros. Sus vestimentas se agitaban a merced de un movimiento que no veían y un viento que no sentían. Una de ellas se estaba abrochando las sandalias…
Se entretuvieron durante un buen rato en el propylaea, en los pórticos, las columnas jónicas y dóricas, las pinturas, las mesas de ofrendas y la pinacoteca. Podían haberse quedado allí hasta después de ponerse el sol, pero les aguardaba todo lo demás y conocían el entusiasmo del mortal del mismo modo que no iban a tardar mucho en conocer el cansancio mortal. Los colores se encendieron…
Las flores de piedra y las jóvenes de piedra en el Erecteion…
Christian había creído que el Partenón era un edificio exquisito, pues así era en las fotografías y las maquetas que había visto, mientras que los restos destrozados, consumidos por la química, que se mantenían guardados y protegidos, eran dignos de lástima. En aquel momento, viéndolo ante sí, entrando dentro de él, descubrió su tamaño y su masa imponentes. Los frisos rojos, azules, dorados, estaban llenos de vida; y luego, en la penumbra del interior, toda la admiración y la belleza se concentraban en la colosal Atenea de Fidias.
Después de un largo rato, fue con Laurinda a admirar el Asclepeion y el teatro de Dionisos desde la fortificación de Cimon. El sol poniente del oeste proyectó complicadas sombras abajo, en la ciudad, mientras un viento fresco soplaba del este. Hasta ese momento, cuando hablaban lo hacían, sin un motivo aparente, casi entre susurros. Ahora se sintieron libres de hablar abiertamente; ¿o era que tenían esa necesidad?
Hizo un gesto con la cabeza.
—Magnífico —dijo a falta de algo más adecuado—. Increíble.
—Mereció la pena tanta maldad, y tanta guerra y agonía —murmuró—. ¿Verdad?
Por el momento, rehuyó una actitud excesivamente seria:
—No esperaba que fuese tan… llamativo. No…, tan luminoso.
—Pintaban los edificios. Ya se sabía.
—Sí, yo también lo sabía, pero ¿estaban seguros los expertos sobre qué colores empleaban exactamente?
—No del todo, solo en los lugares en los que quedaban restos. Todo esto debe de ser una hipótesis de Gaia, sobre todo la escultura. La historia conocida solo ha registrado una mínima descripción de Atenea, por ejemplo. —Laurinda hizo una pausa. Su mirada se perdió entre las montañas a lo lejos—. Pero, a la vista de todo lo que posee, de toda la información, y sabiendo que es capaz de manejarla sin dilación, y que comprende las mentes que la crearon, estoy segura de que es la reconstrucción más probable. O la menos improbable.
—Debió de probar variaciones. ¿Quieres comprobarlo?
—No, creo que no, a no ser que tú quieras. Esto ha sido abrumador, ¿verdad? —Vaciló—. Además, bueno…
Él asintió.
—Sí. —Con un gesto dirigido hacia la ciudad limpia, inmóvil y silenciosa y a los sagrados objetos a su alrededor dijo—: Es espeluznante. Como mucho, una exposición de museo. Me temo que no aporta mucho a nuestros objetivos.
Laurinda le miró a los ojos.
—No aporta mucho a tus objetivos. Yo solo soy… ni siquiera soy tu guía, en realidad. ¿La voz de Gaia? No, solo un matiz de ella, en todo caso. —La sonrisa que se formó en sus labios tenía un toque de melancolía—. Tengo la impresión de que la única razón por la que vuelvo a existir es para hacerte compañía.
Christian soltó una risotada y le ofreció su mano. Ella la estrechó con fuerza por un instante.
—Pues disfruto mucho de la compañía, excéntrica señorita Ashcroft.
Sonrió reconfortada y algo más animada.
—Gracias, amable caballero. Y yo me alegro de estar… viva… hoy. ¿Qué hacemos ahora?
—Creo que vamos a visitar un poco de historia viva —dijo—. Helénica, por ejemplo.
Laurinda dio una palmada.
—¡La época de Pericles!
Él frunció el ceño.
—Bueno, no sé. La guerra del Peloponeso, la plaga… y somos extranjeros, bárbaros; tú, una mujer; no nos recibirían con los brazos abiertos, ¿no?
La vio sacudirse la decepción y volver a mirar de nuevo hacia delante:
—Entonces, ¿dónde y cuándo?
—¿La época de Aristóteles? Si no recuerdo mal, Grecia era un lugar pacífico entonces, no importa mucho el terror que Alejandro estaba sembrando por el mundo, y la sociedad se estaba volviendo muy cosmopolita, y también menos patriarcal. De todas formas, siempre me ha interesado Aristóteles; se puede decir que fue uno de los primeros científicos.
—Más vale que lo averigüemos primero. Pero antes, ¿vamos a casa a tomar una taza de té?
Para evitar que los sirvientes se inquietasen, regresaron a la casa en el mismo momento en que la habían dejado. Allí se dieron cuenta de que aquella falta de privacidad, unida al agotamiento, hacía que no pudiesen hablar más que de trivialidades, pero no les importó, se les daba bien la conversación.
La mañana siguiente amaneció luminosa y salieron al jardín a sentarse en un banquito junto al estanque de los peces. Las flores, cubiertas por brillantes gotas de lluvia, iban desprendiendo su fragancia a medida que la luz del sol cobraba fuerza. Nadie más podía verles u oírles. Esta vez fue Christian quien se dirigió a los amuletos. Sintió una repentina dificultad a la hora de pronunciar las palabras, que brotaron torpemente de su boca. Aunque no era necesario decirlas en voz alta, a él le ayudaba a dar forma a sus ideas.
La respuesta entró directamente en sus cerebros. Christian dejó que penetrase en su interior, irracionalmente, algo similar a un duro y magistral tono de tenor:
—Únicamente se ha generado un contexto helénico durante generaciones e incluye el período que tienes en mente. Se inició aproximadamente en el año 500 a. C. con una emulación histórica lo más fiel posible.
Pero casi todos los que vivían entonces se han perdido en la historia, pensó Christian. Excepto los pocos que permanecieron en las crónicas, el resto de la población ha tenido que ser creada a partir de la imaginación de Gaia, guiada por el conocimiento y la lógica; e incluso esas pocas personas con nombres y apellidos tuvieron que ser recreadas casi por completo, con su propio ADN dispuesto de forma arbitraria.
—La secuencia se revisó conforme a las necesidades —continuó el amuleto.
«Abandonada a su suerte, aquella historia pronto habría desaparecido de los documentos y, finalmente, de la arqueología —pensó Christian—. Gaia veía cómo empezaba a suceder, una y otra vez. Reescribía el programa (los acontecimientos, los recuerdos, las personalidades, los cuerpos, los nacimientos, los lapsos vitales, las muertes) y dejaba que se reanudase hasta que volvía a desviarse. Una y otra vez». De repente, parecía que la mañana había refrescado.
—Se aprendieron muchas cosas de cada una de esas ocasiones —dijo el amuleto—. La situación parecía satisfactoria para cuando la hegemonía de Macedonia se hizo inevitable y, a partir de aquel momento, se dejó que la secuencia discurriese libremente y sin interrupciones. Naturalmente, seguía sin desarrollar unos resultados idénticos a los del pasado histórico. Ni Aristóteles ni Alejandro nacieron, pero hubo un conquistador razonablemente verosímil que vivió hasta viejo y legó un imperio bastante bien erigido. En su juventud tuvo un maestro griego que había sido discípulo de Platón.
—¿Quién era? —logró articular Christian con la garganta reseca.
—Se llamaba Eumenes y era equivalente a Aristóteles en muchos aspectos, pero tenía una orientación empírica mucho más acentuada. Estaba planificado.
«Entonces, Eumenes fue dispuesto expresamente. ¿Por qué?».
—Si aparecemos allí y le conocemos, ¿no estaremos cambiando lo que viene después?
—No de forma muy significativa, probablemente. Y si eso sucede, no tendrá importancia. La secuencia original está en la base de datos de Gaia. En realidad, vuestra visita supondrá una reactivación.
—No para tus propósitos —susurró Laurinda al aire—. ¿Qué fue? ¿Qué sucedió en aquel mundo?
—El objetivo era experimental: se trataba de estudiar la posible gestación de una revolución científico-tecnológica análoga a la del siglo XVII d. C., con la consiguiente evolución social que debía favorecer el desarrollo de una democracia estable.
Christian se dijo furioso a sí mismo que debía salir de aquel estado de horror.
—¿Lo hizo? —planteó el desafío, pero recibió una serena respuesta.
—¿Quieres estudiarlo?
Christian no esperaba tener que armarse de coraje. Pasado un minuto, dijo subrayando cada una de sus palabras:
—Sí, creo que nos sería más útil que conocer a tu filósofo. ¿Puedes mostrarnos el resultado del experimento?
Laurinda se unió a él:
—Oh, estoy segura que no puede haber un retrato único y simplista, pero ¿nos podrías llevar a una escena que nos dé una idea, una especie de paradigma, como el Rey Juan en Runnymede, o Isabel I armando caballero a Francis Drake, o a Einstein y Bohr hablando sobre la situación de su época?
—Se da una posibilidad extrema en el año que corresponde a vuestro 894 d. C. —le dijo el amuleto—. Sugiero que la localización sea Atenas. Os advierto que es peligroso. Os puedo proteger o sacaros de allí, pero los asuntos humanos son caóticos por naturaleza y esta situación es aún más impredecible. Podría escapar a mi control.
—Iré —espetó Christian.
—Y yo —dijo Laurinda.
La miró con resentimiento:
—No. Ya lo has oído, es peligroso.
Ella afirmó con voz tranquila:
—Tengo que hacerlo. Recuerda que viajo en representación de Gaia.
Gaia, que había dejado que aquello sucediera.
Transferencia.
Durante un instante se miraron a sí mismos. Sabían que los amuletos transformarían sus ropas para que estas fuesen las más adecuadas. Ella llevaba un vestido gris, con cinturón, que le llegaba un poco más abajo de las rodillas, unos zapatos, medias y un pañuelo que le cubría el pelo trenzado. Él llevaba puesta una túnica, pantalones y botas del mismo tejido basto, un cuchillo de monte a la cadera y un arma de fuego, de cañón largo, colgada a la espalda.
Les chocó ver dónde se encontraban: estaban de pie en un propylaea prácticamente reducido a cascotes y restos de esculturas. El Partenón, más que hecho añicos, estaba cubierto de marcas, erosionado, apuntalado en varios sitios con ladrillos de los que sobresalían las bocas de unos cañones herrumbrosos. Todo lo demás estaba en ruinas, el Erecteion parecía una cantera y, más abajo, la ciudad ardía. No pudieron ver mucho a través de la humareda que cubría el cielo y se adentraba despiadadamente por sus fosas nasales. Oyeron una explosión y ráfagas de disparos.
Entre la nube de humo, vieron subir corriendo por la gran escalinata a una mujer joven, de pelo oscuro y enmarañado, harapienta, manchada de hollín y desesperada. Detrás de ella venía un hombre rubio y fornido, con un gorro de piel, un abrigo rojo sucio y pantalones de cuero, que sonreía lascivamente tras un enorme bigote. Él también iba armado con un gran cuchillo mortífero y un arma de fuego, que llevaba en la mano derecha.
La mujer vio surgir ante ella a un Christian amenazante.
—Voetho! —gritaba—. Onome Theou, kyrie, voetho!
Tropezó con uno de los escalones y cayó al suelo. Su perseguidor la alcanzó antes de que pudiera levantarse y le dio un puntapié de lleno en la espalda.
Con la ayuda del amuleto, Christian comprendió los lamentos:
—¡Ayúdeme, en nombre de Dios, señor, ayúdeme!
Pensó brevemente que aquella lengua debía de ser una variación del griego. El otro hombre emitió un gruñido dirigido hacia él y empuñó su arma.
Christian no tenía tiempo de desenfundar la suya, así que, a medida que el desconocido avanzaba, se agachó y cogió una piedra del suelo, un trozo de una cabeza de mármol, y se la lanzó. El fragmento golpeó en la nariz del desconocido, que retrocedió con el rostro enrojecido transformado en una expresión grotesca. El arma cayó estrepitosamente sobre la escalinata mientras él emitía un aullido.
Con la rapidez que le caracterizaba en las situaciones de emergencia, Christian renunció a utilizar su propia arma de fuego, pues había comprobado que el seguro tenía un peculiar diseño y probablemente habría tardado demasiado tiempo en disparar. Empuñó el cuchillo y arremetió contra él a medida que bajaba los escalones.
—¡Fuera de aquí, miserable, antes de que te saque las tripas! —gritó; y las palabras surgieron en el idioma de la mujer.
El otro hombre tuvo una arcada, luego dio media vuelta y empezó a bajar la escalera dando tumbos. El humo se lo tragó mucho antes de que acabara de bajar la colina. Christian se detuvo junto a la figura acurrucada de la mujer y envainó la hoja de su arma.
—Vamos, hermana —le dijo ofreciéndole la mano—, ven conmigo. Vamos a algún lugar seguro, podrían venir más.
Ella se levantó despacio, respirando con dificultad y apoyándose pesadamente en su brazo, y subió cojeando junto a él hacia la entrada destrozada. Tenía rasgos mediterráneos y era, sin duda, oriunda del lugar. Parecía estar muerta de hambre. Laurinda la ayudó por el otro lado y entre los dos la llevaron hasta el pórtico del Partenón. Al otro lado de una puerta hecha trizas encontraron un espacio oscuro en el que solo había basura. Allí podrían defenderse, en caso de que fuese necesario.
Christian se acordó de algo y se maldijo; regresó a por el arma del enemigo. Cuando volvió, Laurinda estaba sentada junto a la mujer e intentaba reconfortarla rodeándola con los brazos y susurrándole palabras de consuelo:
—Vamos, querida, vamos, ya estás a salvo, estás con nosotros. No tengas miedo, te vamos a cuidar.
La fugitiva alzó sus grandes ojos llenos de temor.
—¿Sois… ángeles del cielo? —masculló.
—No, somos mortales, como tú —contestó Laurinda con lágrimas en los ojos. No era del todo cierto, pensó Christian, pero ¿qué iba a decir?—. Ni siquiera sabemos cómo te llamas.
—Soy… Zoe… Comnenaina.
—Y estás muerta de sed, se te nota en la voz. —Laurinda levantó la cabeza y movió los labios para dar una orden silenciosa. Un jarro, húmedo por el frío, apareció en el suelo—. Aquí hay agua. Toma.
Zoe, que no se había percatado del milagro, tomó el recipiente y lo vació en un momento de unos pocos tragos. Cuando hubo terminado, volvió a dejarlo y, débilmente pero con un emergente atisbo de fuerza y de razón, dijo:
—Gracias.
—¿Quién era el que te estaba persiguiendo? —preguntó Christian.
Encogió las piernas llevándose las rodillas a la barbilla, se las abrazó y su mirada se perdió delante de ella; contestó con voz apagada:
—Un soldado flémico. Entraron en casa y vi cómo apuñalaban a mi padre. No paraban de reírse. Salí por la puerta de atrás y me fui corriendo calle abajo. Pensé que podría esconderme en la Acrópolis, ya nadie viene por aquí. Ése me vio y vino detrás de mí. Supongo que pensaba matarme cuando terminase. Eso habría sido mejor que si se me hubiese llevado con él.
Laurinda asintió.
—Un ejército invasor —dijo en un tono igualmente neutro—. Han tomado la ciudad y ahora la están saqueando.
Christian golpeó con fuerza la culata de su arma contra la piedra.
—¿Y Gaia permite todo esto? —la hizo chirriar.
Laurinda le miró a los ojos aduciendo:
—Tiene que hacerlo. Los seres humanos deben tener libertad para decidir, si no, se convertirían en marionetas.
—Pero ¿cómo se han metido en este lío? —preguntó Christian—. ¡Explícalo si puedes!
Los amuletos respondieron con la misma frialdad que antes:
—La era helenística desarrolló el método científico. Este hecho, junto a la expansión del comercio y los conocimientos geográficos, propició una revolución industrial y dio pie a una democracia parlamentaria. No obstante, ni la ciencia ni la tecnología progresaron más allá del equivalente aproximado a vuestro siglo XVIII. Las imprudentes políticas sociales y fiscales desembocaron en una crisis, una dictadura y un estado de guerra ininterrumpido.
Christian sonrió con sarcasmo.
—Eso me suena.
—Alexander Tytler lo dijo en nuestro siglo XVIII —murmuró Laurinda con parcialidad—. Ninguna república ha sobrevivido durante mucho tiempo al descubrimiento, por parte de una mayoría de la población, de que pueden aprobar para sí mismos una dádiva del tesoro público. —En voz alta, se dirigió a él—: Christian, solo eran humanos.
Zoe permanecía encorvada, perdida en su propio sufrimiento.
—Simplificas en exceso —afirmó la voz del amuleto—. Pero esto no es una clase de historia. Continuaré con el resumen: inevitablemente, la información sobre los avances en ingeniería llegó hasta los bárbaros del norte de Europa y del oeste asiático. Si cuestionas el hecho de que se les concediera la existencia, debes tener en cuenta que la población confinada al litoral de un mar interior no podía configurar ningún mundo material posible. Las sociedades hundidas del sur eran incapaces de modificar su naturaleza, ni de derrotarla, ni de distanciarse de ella, en definitiva. Los resultados finales están tipificados en lo que ves a tu alrededor.
—Los Años Tenebrosos —dijo Christian abatido—. ¿Qué sucede después? ¿Qué clase de civilización nueva surge?
—Ninguna. La secuencia termina en uno más de sus años.
—¿Cómo? —rio con sorna—. ¿Destruida?
—No. El programa deja de funcionar. La emulación se detiene.
—¡Dios mío! Todas esas vidas, tan reales como… la mía…
Laurinda se puso de pie y extendió los brazos en aquel ambiente viciado.
—Entonces, ¿Gaia lo sabe? ¿Sabe que esta línea temporal nunca encontrará la felicidad? —gritó.
—No —dijo la voz dentro de sus cerebros—. No hay duda de que existe la posibilidad de que siga progresando; no obstante, olvidáis que, aunque Gaia tiene grandes facultades, éstas no son infinitas. Cuanta más atención dedica a una historia, a los detalles de ese planeta, además de su duración, tanto menos puede destinar a otras. Hay una probabilidad demasiado baja de que esta secuencia desemboque en una nueva y genuina forma de sociedad.
Laurinda asintió despacio:
—Entiendo.
—Pues yo no —saltó Christian—. Solo veo que Gaia es inhumana.
Laurinda hizo un gesto de negación y puso su mano sobre la de él.
—No, no es eso. Es poshumana. Fuimos nosotros quienes construimos las primeras unidades de inteligencia artificial. —Continuó tras una pausa—. Gaia no es cruel. El universo lo es a menudo y no fue ella quien lo creó. Está buscando algo que mejore los resultados de un azar caprichoso.
—Quizá. —Miró hacia donde estaba Zoe—. Mira, hay que hacer algo con esta pobre chica. No importa si cambiamos la historia; de todas formas no va a tardar mucho en acabar.
Laurinda tragó saliva y se enjugó las lágrimas:
—Otórgale un último año en paz —dijo al aire—. Por favor.
Detrás de la puerta de la habitación aparecieron algunos objetos.
—Ahí hay comida, vino y agua potable —dijo la voz inaudible—. Decidle que vuelva a bajar cuando se haga de noche, que busque a algunos amigos y los traiga hasta aquí. Un pequeño grupo puede permanecer escondido entre las ruinas hasta que los invasores se hayan ido.
—No tiene sentido hacer más, ¿no es eso? —dijo Christian amargamente—. Al menos, no para vosotros.
—¿Quieres dar por finalizada la investigación?
—¡Ni pensarlo!
—Yo tampoco —dijo Laurinda—. Pero cuando hayamos terminado aquí, cuando hayamos hecho por esta chica lo poco que podemos, llévanos a casa.
En Inglaterra todo estaba en paz. Se veían nubes enormes y blancas en el cielo, sombreadas de azul por los rayos del sol que se derramaban a su paso. Junto al lado izquierdo del camino, las amapolas resplandecían entre los campos de cereal, que se estaban volviendo dorados a medida que se acercaba el otoño. A la derecha se extendían los múltiples verdes del pasto, en donde el ganado dormitaba, bajo una encina de grandes ramas. Hombre y mujer montaban el uno junto al otro. Los cascos golpeaban el suelo suavemente y la silla de cuero crujía; el dulce aroma de los caballos se mezclaba con la acritud de la hierba. Se oyó el canto de un mirlo.
—No, supongo que Gaia no reiniciaría un programa que ella misma ha concluido —dijo Laurinda—. Pero eso no es peor que la muerte, y la muerte no suele resultar tan fácil.
—Es el peso de la muerte lo que no lo es —repuso Christian; luego lanzó un suspiro—. Me atrevería a decir que el Viajero me va a decir que me estoy comportando de forma muy pusilánime, y cuando vuelva con ellos, estaré de acuerdo.
La ironía añadió un tono de verdad a lo que estaba diciendo. Nunca más volvería a estar separado, no volvería a ser un avatar, sino que sería uno junto con una entidad mucho más grande que, a su vez, volvería a ser parte de otra aún mayor.
—Sin Gaia, no habrían existido nunca todas aquellas vidas, una generación tras otra —dijo Laurinda—. Ellos mismos se infligieron sus peores miserias. Si alguno de ellos logra encontrar el camino hacia algo mejor, algo realmente bueno, entonces tiene que seguir probando nuevos inicios.
—Bueno, no puedo evitar acordarme de todos los milenialistas y utopistas que han sacrificado a gente en masa, o que los han torturado o los han metido en campos de concentración, si su comportamiento no se ajustaba a los objetivos fijados por una visión inspirada.
—¡No, no tiene nada que ver con eso! ¿Es que no lo ves? Ella les da la libertad para que sean ellos mismos y para que se conviertan en algo más.
—A mí me parece que amolda los parámetros y los límites, hasta que el montaje parece prometedor, antes de dejar que el experimento siga su curso. —Christian frunció el ceño—. Pero tengo que admitir que no me creo que lo haga solo porque se siente sola y aburrida. No cuando toda su comunidad se muestra abierta a la colaboración. A lo mejor no somos lo suficientemente listos como para conocer sus motivos. Quizá se los está contando al Viajero, o a Alfa directamente —aunque la comunicación entre las estrellas tardaría décadas, como mínimo.
—Aun así, ¿quieres continuar? —le preguntó Laurinda.
—Ya he dicho que sí. Se supone que es lo que tengo que hacer. Pero ¿y tú?
—Sí, no quiero, ya sabes…, fallarle.
—Estoy un poco perdido sobre qué paso dar a continuación. Y no estoy seguro de que lo mejor sea dejar que decidan los amuletos.
—Pero pueden ayudar, aconsejarnos. —Laurinda tomó aire—. Por favor, si no te parece mal, el próximo mundo al que vayamos ¿podría ser agradable? Todo ese horror que presenciamos…
Christian alargó el brazo para cogerla de la mano.
—Justo lo que estaba pensado. ¿Alguna sugerencia?
Ella asintió:
—La catedral de York. Estaba en unas condiciones deplorables cuando… yo vivía; pero he visto fotos y era una de las iglesias más bonitas que se construyeron, y estaba en una de las ciudades con más encanto.
—Una idea genial. Pero que no sea un archivo inanimado, que tenga un entorno completo —matizó Christian—. Claro que lo consultaremos de antemano, pero se me ocurre que el período del rey Eduardo VII nos vendría muy bien. En el continente lo llamaron la belle époque.
—¡Estupendo! —exclamó Laurinda, que volvía a recuperar el ánimo.
Transferencia.
Llegaron cerca del lado oeste, en la nave sur. Había pocos fieles esparcidos en la zona más cercana al comulgatorio. En la penumbra, bajo los haces de luz y los elevados arcos perpendiculares, nadie se percató de su aparición. En aquella dirección las vidrieras brillaban con más fuerza, en rosas, dorados, azules y el frío verde grisáceo de las Cinco Hermanas, que el resplandor que quedaba a su espalda. Era un martes de junio por la mañana. El olor del incienso se extendía a través del enérgico canto del coro.
Christian se puso tenso.
—Es latín —susurró—. ¿En Inglaterra, en 1900?
Miró la ropa que llevaba puesta y volvió a alzar los ojos. Camisa, abrigo y pantalones, en su caso, con el sombrero sobre el banco; blusa fruncida, vestido hasta los tobillos y papalina de encaje para ella; pero…
—Tampoco la ropa es la adecuada.
—Calla —respondió Laurinda en voz igualmente baja—. Un momento, nos dijeron que no sería nuestro 1900. Debe de ser la única catedral de York que Gaia tiene registrada.
Asintió formalmente. Estaba claro que el nodo nunca había tratado de reproducir fielmente un contexto pasado imposible, y sin sentido, además. Muchas veces, aunque no necesariamente siempre, tomaba una aproximación como punto de partida, pero nunca seguía el mismo destino. ¿Cuáles eran las raíces de ese día?
—Relájate —le alentó Laurinda—. Es preciosa.
Lo intentó lo mejor que pudo y, de hecho, la misa católica en su tercera hora le llenó el corazón de tranquilidad.
Después del Nunc Dimittis, cuando los clérigos y los seglares ya se habían marchado, tuvieron oportunidad de vagar por el recinto y admirarlo. Cuando por fin salieron, estuvieron un rato observando los relieves ocres sobre la piedra caliza que había a la entrada. No era el Partenón, pero era una manifestación diferente del mismo milagro. A su alrededor había todo un mundo por descubrir. Con un suspiro y una sonrisa, se pusieron en camino.
Les llamaron la atención las espléndidas entradas estrechas, tapiadas con casas de vigas de madera. Quedaron fascinados por las calles y edificios más modernos, y sobre todo por la gente que las habitaba. York era una ciudad llena de vida, una ciudad comercial, el centro de una región del interior, el núcleo de una nación. Se trataba de una ciudad ajetreada y bulliciosa.
La media sonrisa se esfumó. Un entorno totalmente extraño no les habría provocado un sentimiento más incómodo que uno que les resultaba medio familiar.
La forma de vestir no era totalmente distinta a como la reflejaban las fotos y las obras de época que se veían antes, pero tampoco era idéntica. Las charlas reproducían un dialecto inglés que ni Christian ni Laurinda conocían, y muchas veces reconocieron versiones del alemán. Una pequeña locomotora a vapor, que tenía una chimenea muy alta, iba tirando de un tren en dirección a una estación de estilo más bien teutónico. Por la vía pública no circulaban titubeantes automóviles primitivos, sino que vieron multitud de vehículos tirados por caballos. No obstante, las calzadas estaban limpias y no olía a excrementos de caballos, puesto que los animales llevaban puesta una especie de pañal. Sobre la oficina de correos, ondeaba al viento una bandera (¿?) que lucía la cruz de San Andrés, sobre la que se superponía un águila dorada de dos cabezas. Un hombre, megáfono en mano, iba vociferando a la muchedumbre para que se apartase del camino de un escuadrón militar, cuyos miembros, vestidos con uniformes azules y con sus rifles al hombro, marchaban a paso ligero bajo las órdenes de alguien que iba soltando bramidos en alemán. Por todas partes se veían soldados campando a sus anchas que, presumiblemente, estaban de permiso. A su lado pasó un chico pregonando de forma estridente las noticias del periódico y Christian vio la palabra «Guerra» en un titular.
—Escucha, amuleto —masculló por fin—, ¿dónde podemos ir a tomar una cerveza?
—Os admitirán en un bar si entráis por la puerta para las parejas —replicó la voz silenciosa.
Así que no se permitía el paso a mujeres que no fuesen acompañadas. Bueno, pensó Christian distraídamente, ése habría sido el caso en la época de Eduardo VII, al menos en los locales respetables. En un letrero que sobresalía de la fachada estilo Tudor se podía leer «Jorge y el dragón». En el interior, la sala con revestimiento a la que pasaron tenía ese mismo aire inglés.
Había una nutrida y ruidosa clientela y el tabaco creaba un ambiente muy cargado; con todo, Christian y Laurinda encontraron una mesa en un rincón donde podrían hablar sin llamar la atención. Una camarera les trajo una variedad de cerveza Continental. Christian no le dedicó la atención que merecía.
—Me temo que, después de todo, no hemos encontrado el mundo pacífico que íbamos buscando —dijo.
La mirada de Laurinda se posó en algún lugar al que él no tenía acceso.
—Me pregunto si lo encontraremos algún día. ¿Habrá algún mundo que, siendo humano, sea también pacífico?
Christian hizo una mueca.
—Bien, veamos qué demonios está pasando aquí.
—Si queréis, os puedo facilitar una explicación detallada —dijo la voz en sus mentes—. Lo mejor sería solicitar una mera sinopsis, como en el caso anterior.
—En lugar de cargarnos con el panorama de un mundo que nunca existió —murmuró.
—Que nunca fue nuestro mundo —le corrigió Laurinda.
—Adelante.
—Esta secuencia fue generada en su siglo XV d. C. —dijo la voz—. Se provocó el éxito del movimiento conciliar que en vuestra historia había fracasado.
—¿El movimiento conciliar?
—Los concilios eclesiásticos de Constanza y, más tarde, de Basilea fueron un intento de solucionar el Gran Cisma y reformar el gobierno de la Iglesia. En esta realidad lo consiguieron, y devolvieron a los obispos parte del poder que los papas habían ido acumulando a lo largo de los siglos, se reconciliaron con los husitas y llevaron a cabo otra serie de cambios importantes. Como resultado, no hubo Reforma Protestante, no se produjeron guerras por motivos religiosos y la Iglesia se mantuvo como un contrapeso del Estado que evitó la eclosión de monarquías absolutistas.
—Pero eso es maravilloso —susurró Laurinda.
—Por ahora no demasiado —dijo Christian muy serio—. ¿Qué ocurrió?
—Poco después, Alemania se ahorró toda la devastación de la guerra de los Treinta Años y una prolongada división entre algunos principados en conflicto. Se unificó en el siglo XVII y enseguida se convirtió en la principal potencia europea; se expandió hacia el este a fuerza de conquistas. Los rasgos culturales y religiosos que les diferenciaban de los eslavos se revelaron irreconciliables. A medida que el imperio provocaba una creciente desestabilización, se vio forzado a adoptar una actitud más severa, lo que causó más levantamientos. Mientras tanto se inició un periodo de decadencia interna que dura hasta hoy: el imperio se desmorona y los rusos avanzan ya sobre Berlín.
—Ya veo. ¿Qué hay de la ciencia y la tecnología?
—Se han desarrollado con más lentitud que en vuestra historia, aunque has reparado en la existencia de una industria basada en combustibles de origen fósil y has deducido un nivel de teoría próximo al lagrangiano.
—Las eras realmente brillantes se dan cuando se desatan los infiernos, ¿no es así? —dijo Christian pensativo—. Esta Europa sufrió menos, pero también inventó y descubrió menos. ¿Una coincidencia?
—¿Y el gobierno? —preguntó Laurinda.
—Durante un tiempo los parlamentos prosperaron, tenían más poder que los reyes, los emperadores o los papas —dijo la voz—. En la mayoría de los países occidentales todavía ejercen una considerable influencia.
—Como criaturas de especial interés, me imagino —dijo Christian con severidad—. De acuerdo. ¿Qué pasa después?
Gaia lo sabía. Estaba inmerso en una reactivación de algo que probablemente había llevado a término hacía miles de años.
—El avance científico y tecnológico sigue su curso de forma acelerada durante una larga fase de desestabilización general. En el momento de la terminación…
—¡Déjalo! —Mejor que una guerra nuclear era olvidarse del tema.
Se hizo el silencio en la mesa. Toda la vitalidad que llenaba el pub de ruidos les pareció algo remoto, irreal.
—No podemos desesperar —dijo Laurinda por fin—. Todavía no.
Christian se sacudió aquel estado de circunspección.
—La Tierra no es solo Europa —refunfuñó—. ¿Cuántos mundos ha reproducido Gaia?
—Muchos —le contestó la voz.
—Enséñanos uno que nos sea completamente ajeno. Si te parece bien, Laurinda.
Ella se puso derecha.
—Sí, vamos. —Y tras un instante, dijo—: Aquí no. Se asustarían si desapareciéramos. Podría cambiar el futuro por completo.
—Apenas se notaría —dijo Christian—. Y a la larga ¿qué importaría? Pero sí, salgamos.
Pasearon por el exterior, entre las maravillas que ya no tenían sentido, hasta que se toparon con unos escalones que daban a la muralla medieval. Desde allí divisaron los tejados de las casas y el río, y más allá se veía Yorkshire; y vieron que estaban solos.
—Ahora llévanos a otro sitio —ordenó Christian.
—No habéis especificado a qué clase de mundo queréis ir —dijo la voz.
—Sorpréndenos.
Transferencia.
Había un cielo enorme, de un azul clarísimo, por debajo del cual soplaba una templada brisa. Desde un risco se divisaba un ancho río de color pardo. Casi en el borde del risco crecían unos árboles, altos y de corteza pálida, que lucían unas temblorosas hojas verdes y plateadas. Christian los reconoció: eran álamos. Así pues, se encontraba en algún lugar al centro del oeste norteamericano. Si él y Laurinda permanecían quietos, las agitadas sombras les proporcionarían camuflaje. Al otro lado del río, había una amplia extensión de tierra, con carreteras que se retorcían entre campos de cultivo (sobre todo de trigo y maíz) aparentemente divididos en parcelas de pequeñas granjas, cada una de ellas con sus edificios: una casa, un granero, algún que otro establo o el taller. Las amplias líneas de los tejados rojizos les daban una apariencia asiática. Divisó unos carros de bueyes, unos cuantos jinetes a caballo en los caminos y algunos trabajadores en los campos, pero desde aquella distancia no pudo distinguir ni su raza ni sus atuendos. A lo lejos, vio clavadas en el horizonte un complejo de torres que también evocaban a Oriente. Si pertenecían a una ciudad, debía de ser una muy compacta, de las que se retraen en sí mismas perfectamente, y no de las que crecen extendiéndose por los campos que las rodean.
Había una carretera que discurría a lo largo de la orilla opuesta del río, por donde procedía un desfile. A la cabeza iba un elefante, tan ricamente engalanado como el hombre que iba debajo del toldo de seda de la howdah[4].
Les seguían unos hombres con la cabeza afeitada y vestidos de amarillo, flanqueados por caballos cuyos jinetes portaban pértigas de las que pendían insignias de color grana y dorado. El viento les trajo el débil sonido de un gong que golpeaba lentamente y un canto en una escala menor.
Christian hizo chasquear los dedos mascullando:
—¡Seré estúpido! Danos un par de prismáticos.
Instantáneamente, él y Laurinda tuvieron los instrumentos en la mano. Pertenecían a aquélla era y, aunque cabían en la palma de la mano, podían aumentar la imagen tanto como quisieran; además no tenían lentes en las que la luz se pudiera reflejar de forma traicionera. Estuvo observando la secuencia durante unos minutos. Sí, tenían una apariencia bastante chinesca, o de origen chino, salvo porque los individuos que había estado estudiando tenían rasgos más bien amerindios, y el líder, el que iba a lomos del elefante, llevaba puesto un tocado de plumas sobre las ropas.
—Qué apacible es esto —dijo Laurinda
—Estáis en el apogeo de la Gran Calma —contestó la voz del amuleto.
—¿Cuántos ha habido como éste? —inquirió Christian—. ¿Dónde, cuándo y cómo?
—Estáis en América del Norte, en el siglo XXII, para vuestra información. Los navegantes chinos desembarcaron en las costas del Pacífico hace setecientos años y más tarde llegaron los colonos.
«En este mundo —pensó Christian—, Europa y África seguramente no deben de ser más que un bosquejo, mera geografía con unas pocas tribus primitivas, como mucho, si es que hay algo más que océano. Simplificar, simplificar».
—Dadas las distancias y los peligros de la travesía, el proceso fue lento —prosiguió la voz—. Pese a que los recién llegados desplazaron y sometieron a los nativos en los lugares en los que se establecieron, la mayoría siguieron siendo libres durante mucho tiempo, desarrollaron la tecnología, así como la inmunidad a las enfermedades que fueron introducidas. Con el tiempo, dado que se encontraban en igualdad de condiciones, las razas empezaron a mezclarse genética y culturalmente. Los colonizadores mitigaron el estado primitivo de las religiones con las que se encontraron, pero aprendieron de las sociedades, al mismo tiempo que ellos enseñaban la suya propia. Estáis contemplando el resultado.
—¿El Camino del Buda? —preguntó Laurinda con delicadeza.
—Influido por el taoísmo y los cultos locales a la naturaleza. Es una fe armoniosa, sin secretos ni herejías, que impregna toda la civilización.
—No puede ser todo pura bondad —dijo Christian.
—Cierto. Pero la paz que trajo el emperador Wei Zhi-fu tiene ya un siglo de duración y aguantará otros dos más. Si viajáis, descubriréis avances sensacionales en lo que a artes y refinamiento se refiere.
—Otros dos siglos. —El tono de voz de Laurinda era algo dubitativo—. ¿Después?
—No dura —predijo Christian—. También son humanos. Y, dime, ¿llegaron a progresar hacia una ciencia real?
—No —dijo la Presencia—. Su talento se centra en otros ámbitos. Pero la época de conflictos que está por llegar propiciará el desarrollo de una extraordinaria tecnología empírica.
—¿Qué época?
—China nunca reconoció la independencia que este país reclamaba, y tampoco aprobaba el mestizaje. Surgirá una dinastía combativa que invadirá un hemisferio occidental debilitado por las disputas religiosas y seculares que finalmente estallarán.
—Y, en cambio, los invasores caerán. A no ser que Gaia le ponga fin antes. Lo hace, lo hizo, alguna vez, ¿no es así?
—Todo tiene un final. Sus creaciones también.
El silencio solo dio paso al crujido de las hojas.
—¿Quieres ir a la ciudad a echar un vistazo? —preguntó la Presencia—. Se puede establecer que conozcáis a algunos personajes ilustres.
—No —dijo Christian—. Al menos de momento. Quizá más tarde.
Laurinda lanzó un suspiro:
—Ahora deberíamos ir a casa a descansar.
—Y a pensar —dijo Christian—, sí.
Transferencia.
El sol de Inglaterra parecía brillar con menos fuerza que el de América. Cayendo ya hacia el oeste, sus rayos atravesaban las ventanas para reflejarse en la madera, acariciar el mármol y los lomos de cuero de los libros, estallar en haces de colores al contacto con el cristal tallado o desprender los aromas de un jarrón lleno de flores secas.
Laurinda abrió un cajón del escritorio, deslizó la cadena de su amuleto por encima de su cabeza y arrojó el disco dentro. Antes de que volviese a cerrar el cajón, Christian la miró desconcertado; después asintió y siguió su ejemplo.
—Necesitamos estar solos un rato —dijo Laurinda—. No es que haya sido un día espantoso, como solían ser… antes, pero estoy tan cansada.
—Es comprensible —respondió Christian.
—¿Y tú?
—Pronto lo estaré, no lo dudes.
—Esos mundos… Parece como si me acabara de despertar de un sueño.
—Supongo que es un retiro emocional. No es cobardía, no, solo un descanso temporal necesario. Has compartido su dolor. Eres demasiado buena, Laurinda.
Ella sonrió.
—No me malinterpretes; no me voy a hundir todavía, si no te hundes tú.
—Pues claro que no.
Laurinda sacó unos vasos de cristal de una vitrina, vació en ellos el contenido de una licorera que había en el aparador y le ofreció uno de ellos a Christian con un gesto de invitación. Sintieron el oporto como una caricia en su boca y permanecieron de pie, mirándose a los ojos.
—Me parece que sería pretencioso y estúpido por nuestra parte intentar encontrar un patrón en una fase tan temprana de la búsqueda —aventuró ella—. Estos diminutos ejemplos de entre quién sabe cuántos mundos… y todos ellos tan reales como nosotros mismos.
Se estremeció.
—Creo que tengo una corazonada —dijo él muy despacio.
—¿Una qué?
—Una intuición, una impresión, una especie de sospecha que no puedo explicar. ¿Por qué ha estado Gaia haciendo todo eso? No me creo que no sea más que un pasatiempo.
—Yo tampoco. Y tampoco me creo que haya dejado que sucedan todas esas cosas horribles si estaba en su mano evitarlas. ¿Cómo se podría entender que una inteligencia y un alma como la suya no albergasen algo que no fuese bondad?
Eso era lo que Laurinda pensaba, reflexionó Christian; claro que era un avatar de Gaia, aunque supuso que eso afectaría a la justicia de su mente consciente; ya la conocía bastante bien. Pero eso tampoco probaba la naturaleza, la intención fundamental, del nodo terrestre. Únicamente demostraba que, en vida, Laurinda Ashcroft había sido una persona decente.
Ella bebió un largo trago del vaso antes de proseguir:
—A mí me parece que se encuentra en la misma posición que el Dios tradicional. Es bondadosa y quiere compartir la existencia con otros, así que los crea. Pero no tendría sentido convertirlos en marionetas, en autómatas; por eso deben tener conciencia y libertad de decisión. Así que tienen capacidad para pecar, y lo hacen con demasiada frecuencia.
—Y ¿por qué no los ha hecho moralmente fuertes?
—Porque ha preferido crearlos como humanos. Y ¿qué somos sino simios africanos especializados? —El tono de voz de Laurinda se hizo más suave y posó su mirada en el vino—. Especializados en crear herramientas, y lenguas y sueños; pero los sueños se pueden transformar en pesadillas.
Los que eran como Gaia y como Alfa no escondían en su interior a una bestia primitiva, pensó Christian. Habían absorbido, domesticado y transfigurado sus elementos humanos tiempo atrás. La resurrección de Laurinda y la suya propia debían de ser acontecimientos prácticamente únicos.
No quería herir sus sentimientos, así que puso mucho cuidado a la hora de formular sus palabras:
—Esa idea tiene su parte de sentido, pero me temo que deja algunos cabos sueltos. Gaia interviene una y otra vez, los amuletos lo admiten. Cuando las emulaciones se salen demasiado del trayecto, las modifica, y también a su gente. —Hasta que los desactiva, quiso haber añadido—. ¿Por qué lo hace, una historia tras otra, un experimento tras otro? ¿Por qué?
—¿Para… aprender algo sobre nuestra extraña especie? —dijo con una mueca en el rostro.
Asintió.
—Sí, ésa es mi corazonada. Ella no está capacitada (ni siquiera el cerebro galáctico lo está) para hacer un cómputo, a partir de principios esenciales, sobre todas las posibles consecuencias de cualquier situación humana. Todo lo que concierne a los seres humanos es de naturaleza caótica, pero los sistemas caóticos tienen estructuras, atractores, restrictores. Si dejas que las cosas sigan su curso, después de incontables variaciones descubrirás algunas leyes generales, sabrás cuál es la mejor y la peor trayectoria. —Inclinó su copa—. Entonces, ¿cuál es el objetivo? No hay más seres humanos en el universo exterior. No los ha habido desde hace… ¿cuántos millones de años? No, a no ser que realmente sea una cruel curiosidad, no veo qué es lo que anda buscando.
—Yo tampoco. —Laurinda apuró su bebida—. Ahora me siento muy cansada, cada vez más.
—A mí también me pasa —Hizo una pausa—. ¿Y si nos vamos a dormir hasta esta tarde? Después de una buena cena deberíamos verlo todo más claro.
Le tomó de la mano por un instante.
—Hasta esta tarde, mi querido amigo.
Acababa de anochecer y reinaba un ambiente agradable. La luna llena cuajaba el jardín de manchas. El vino había levantado una cierta animación levemente teñida de melancolía. La grava crujía bajo los rítmicos pasos que Laurinda y Christian daban al bailar, al tiempo que tarareaban juntos la música de un vals. Cuando terminaron, se sentaron entre risas junto al estanque, rebosante del resplandor del cielo. Antes de eso, Christian había vuelto a ponerse el amuleto brevemente solo para ordenar que apareciese una guitarra y, en ese momento, la cogió. Nunca había visto nada tan bello como a Laurinda bajo la luz de la luna. Le cantó una canción que había compuesto hacía mucho tiempo, cuando era mortal.
«¡Marcad el ritmo, ágiles pies, bailad hasta que empiece el verano! “La vida es nuestro único tesoro. Vamos a gastarlo bien, en amor y en placer”, aconseja el ritmo del violín. Si vemos volver la primavera una vez más, tendremos todas las opciones. Sí, es un infierno este sistema, pero nosotros creamos nuestro momento eterno y fugaz donde bailar. Cómo vamos a conformarnos si no dejamos de girar sobre la hierba, resistiéndonos a la entropía, con la complicidad de cuerdas y vientos. Proclámate vencedora y ¡bésame, pequeña!».
De repente, la tenía en sus brazos.