Seis


A continuación, el Viajero descargó una nueva personalidad y la preparó para que fuese a investigar la Tierra.

Este ser, su esencia primigenia, permanecería en la montaña, manteniendo una conexión más cercana y completa con Gaia de lo que había sido posible a través de distancias interestelares. Ella había prometido orientarle en un recorrido por toda su base de datos de observaciones realizadas a lo ancho del planeta durante todos aquellos millones de años. Incluso para ellos, la empresa tenía dimensiones colosales. A la velocidad de su pensamiento, requerirían semanas de tiempo exterior y tendrían que dedicar cerca de la totalidad de su concentración. Solamente una fracción de su conciencia estaría disponible para cualquier otro asunto, una fracción más pequeña en el caso del Viajero, pues el intelecto de Gaia era muchísimo más grandioso.

Ella le habló acerca de sus esperanzas respecto a que ese acto de participación, esa exposición prácticamente directa de todo lo que había percibido, le hiciera comprender por qué la Tierra debía ser abandonada a su abrasador destino. No solo estaba en juego el conocimiento científico, que no podría adquirirse de ningún otro modo, sino que los acontecimientos en sí mismos harían más profunda e ilustre la sabiduría del cerebro galáctico, al igual que una gran obra de teatro o sinfonía lo hicieron una vez con los seres humanos. Pero el Viajero debía emprender su gigantesco recorrido por el pasado antes de llegar a sentir la verdad de lo que ella le contaba acerca del futuro.

Tenía sus dudas. No estaba seguro de si los elementos humanos que formaban Gaia, que eran más de los que ningún otro nodo había podido abarcar, no le habrían dotado de emociones, intensificadas a costa de eras de reflexión, que habrían acabado por sesgar su racionalidad. De todos modos, aceptó su propuesta. Estaba en línea con el objetivo de su viaje hasta allí.

Mientras él estaba inmerso en esos quehaceres, Christian exploraría sus mundos de historia y de lo que pudo haberlo sido, y otro agente más investigaría el globo físicamente, tal y como era en aquel momento.

En el caso de este último, el procedimiento más evidente consistía en descargar un equipo competente de ensambladores moleculares, que había traído consigo, para que se multiplicasen. Cuando hubiesen alcanzado una cantidad suficiente, construirían (cultivarían, elaborarían) una flota de naves robóticas en miniatura que se diseminaría por el aire y le transmitirían todo lo que sus sensores detectasen, para que pudiese estudiarlo cuando lo considerase oportuno.

Gaia le persuadió para que cambiase de estrategia.

—Si vas en persona, junto con una expresión menor de mí misma como guía, lograrás adquirir un conocimiento más profundo del planeta en un período más corto de tiempo. Muchos de sus aspectos no tienen precedentes. Podría ayudarte a entender por qué quiero que la evolución siga su curso sin interferencias hasta llegar a su desenlace natural.

Lo aceptó. Después de todo, una parte importante de su misión consistía en sondear su pensamiento y, así, quizás Alfa y los demás podrían mantener un verdadero diálogo con ella y llegar a un acuerdo, sea cual fuere. Además, podía hacer uso más adelante de sus investigadores, en caso de que su expedición no le dejase satisfecho.

Aunque sí le preguntó algo:

—¿Qué peligros hay?

—Sobre todo el clima —admitió—. Las condiciones son cada vez más extremas, pueden desencadenarse tormentas muy violentas prácticamente sin avisar. La rápida erosión puede provocar cambios en el relieve casi de la noche a la mañana mediante corrimientos de tierra, inundaciones instantáneas o apariciones repentinas de mareas altísimas. No es mi intención supervisar los detalles más pequeños, tal volumen de datos me superaría —sí, a ella—; me interesan principalmente los fenómenos biológicos.

Su mente revisó los informes más recientes de Gaia a las estrellas. Eran desalentadores. La exuberancia poshumana de la naturaleza había desaparecido hacía megaaños. Bajo las nubes, la Tierra se estaba abrasando, Las cimas de las montañas más altas eran desoladoras, igual que allí, en el Cuenco de las Aguas, pero no quedaba nada de hielo ni nieve, a excepción de débiles restos geológicos. Los trópicos se habían convertido en desiertos estériles; solo sobrevivían unas cuantas especies primitivas pequeñas en algunas islas y bajo el agua. Los vientos abrasadores, saturados de polvo y arena, recorrían los paisajes rocosos, avanzando de norte a sur, marchitando las estepas, secando los valles, escalando montañas. En algunos puntos aislados resistían una jungla o un pantano azotados por lluvias torrenciales o envueltos en nieblas cálidas y densas, pero no podían durar mucho más. Únicamente a latitudes altas perduraba una cierta bonanza. Los climas de Ártica oscilaban entre el floridiano (Christian Brannock lo recordaba) y el frío, en las cumbres del interior; al sur, al otro lado del océano, había un amplio continente cuyas áreas norteñas soportaban temperaturas que recordaban a las de África central. Ésas eran las zonas en las que todavía se podía encontrar cierta abundancia vital.

—¿De verdad que no te importa que no se produzca una recuperación? —le había preguntado el Viajero anteriormente sin tapujos.

—La vieja Tierra vive en mi base de datos y en las emulaciones —respondió Gaia—. No podría reproducir en esos sistemas lo que está sucediendo ahora mismo y dejar que evolucionen por sí mismas, porque no acabo de entenderlo, como ninguna mente limitada podría entenderlo. Invertir el curso de los acontecimientos equivaldría a perder para siempre un conocimiento que creo que demostraría ser de una importancia fundamental.

El Viajero se abstuvo de señalar que si la vida reconquistaba un mundo que en un momento dado había sido más hospitalario, no necesariamente iba a seguir una trayectoria predecible. Sabía que Gaia replicaría que experimentos de ese tipo se estaban llevando a cabo en una serie de esferas áridas en las que se implantaron organismos sintetizados. Le había parecido extraño que no mostrase sentimiento alguno respecto a la madre de la humanidad. El hecho de que albergase en su interior a tantos y tantos seres que habían sentido el rocío de la mañana bajo sus pies, los murmullos en las sombras de los bosques, las brisas en los campos de trigo a su alrededor; sí, y las luces y los ruidos de las grandes ciudades. En el fondo, más que cualquier desafío científico y tecnológico, era afecto lo que se había despertado entre los compañeros de Gaia en las estrellas, el deseo de que la Tierra volviera a ser joven.

Ahora, se propuso mostrarle por qué sentía que la muerte debía abrirse camino.

Antes de establecer relaciones con ella, se preparó para la expedición. Gaia le ofreció una aeronave rápida, versátil, que podía aterrizar en un metro cuadrado sin apenas mover una hoja, y la dotó de un pasajero.

Había traído cuerpos de diversos tipos. Seleccionó uno que tendría que operar de forma independiente, con una inteligencia separada. Gaia podría reservar un mínimo de su inteligencia a dirigir la nave a distancia, pero no iba a poder dedicarse a su representante, si es que iba a recorrer junto a ella la historia del globo.

Eligió una máquina que no se correspondía con él; su estructura no podría haber albergado una matriz lo suficientemente grande como para actuar a ese nivel mental. Visualicémoslo, metafóricamente, como si tuviera un cerebro equivalente al de un humano de alta calidad. Este cerebro había recibido la parte del patrón esencial del Viajero que estaba capacitado para almacenar: un mero bosquejo, una idea general de la situación, incompleta y distorsionada, igual que nuestro mito. No obstante, contaba con reservas a las que podía recurrir. Inevitablemente, en él dominaba el aspecto de Christian Brannock, puesto que era el más indicado.

Por lo tanto, si quisiéramos, podríamos pensar que el hombre había vuelto a nacer en un cuerpo de metal, silicato, carbono y otros componentes, electricidad y otras fuerzas, fotones e intercambios de partículas, corrientes cuánticas. No se parecía mucho a su anterior existencia robótica posmortal, había más riqueza, incluso más pasiones, aunque éstas no eran las mismas que las de la carne. En muchos sentidos, se diferenciaba más del mortal desaparecido tiempo atrás que la recreación que se encontraba en los mundos emulados de Gaia. Si le damos a este último el nombre de Christian, podemos referirnos al anterior como Brannock.

Su estructura era, aproximadamente, la misma que la de un ser humano, con un tamaño y una forma parecidos. Era de color azul grisáceo mate y tenía cuatro brazos. Tenía la capacidad de remodelar las manos inferiores a su antojo para emplearlas como un juego de herramientas. También podía adaptar los pies conforme a las necesidades y extender una tercera pierna como punto de apoyo o asidero. La espalda sobresalía hacia fuera y estaba equipada con una fuente de energía nuclear y varios órganos. La cabeza tenía forma de cilindro redondeado y contenía sensores, al igual que el resto del cuerpo, que, pese a su discreción, le proporcionaban información acerca de todo lo que le rodeaba. El rostro estaba compuesto por una pantalla holográfica sobre la que podía generar cualquier imagen; asimismo, podía producir cualquier frecuencia sonora, además de luz visible, infrarrojos y microondas para percibir sensaciones o establecer comunicaciones a corta distancia. Poseía una unidad de memoria, con la capacidad de una gran biblioteca antigua, en la que consultar datos a gran velocidad; no obstante, tenía limitaciones para procesar esos datos, comprenderlos y razonar acerca de ellos a una velocidad mayor que la de un genio humano. También tenía otras restricciones, pero entonces se suponía que no tendría que funcionar de forma independiente.

Pronto estuvo listo para partir. Imaginemos que le dice al Viajero, con su gesto fantasmal:

Adiós[3]. Deséame suerte.

Como respuesta… mera ausencia. El Viajero estaba empezando a establecer su unión con Gaia.

Así pues, Brannock subió a la aeronave envuelto en silencio. A simple vista, se veía pequeña, con forma de punta de lanza y un temblor centelleante. El componente material estaba formado por una capa de filamentos. La mayor parte de esa ligera masa estaba destinada a generar fuerzas y mantener sus capacidades, de las que Gaia no le había proporcionado una lista. No obstante, harían falta rachas de viento de violencia inusitada para poner en peligro aquella máquina, y, aun así, lo más seguro era que saliera airosa de la amenaza.

Se acomodó en el interior. El Viajero había insistido en los controles manuales para contrarrestar las emergencias, que, según reconoció, serían poco probables, y los efectores de Gaia habían hecho las modificaciones. Ante Brannock, se encendió una configuración insustancial, había instrumentos que leer, puntos clave en los que pensar. Se reclinó en un habitáculo y dejó que la nave pilotase. Sin hacer ruido, se elevó y volvió a descender a través de la capa de nubes, trazando un reposado vuelo a quinientos metros por encima de las estribaciones.

—Sigue el río Remanente hasta el mar —solicitó Brannock—. La vista que había cuando llegamos era magnífica.

—Como quieras —dijo Gaia. Emplearon sus voces sónicas; la de él, masculina; la de ella, quizá porque pensó que él lo preferiría, femenina, de un registro grave. Su conversación no tuvo lugar exactamente como se reproduce aquí. Ella cambió el rumbo y él contempló la corriente reluciente entre los profundos verdes del valle de la Abundancia, bajo un cielo gris plateado—. El plan es cruzar primero Ártica. Tengo planeado un itinerario que debería darte una idea representativa de la presencia biológica en la zona. Haremos varias paradas y podrás investigar todo lo que consideres necesario, y si lo prefieres, también podemos detenernos en cualquier otro lugar.

—Gracias —dijo—. Entonces la idea es darme una especie de punto de partida, ¿no?

—Sí, porque aquí las condiciones para la vida son las mejores. Cuando estés listo, avanzaremos hacia el sur, a través de tierras con una situación cada vez más dura. Te mostraré las modificaciones que ha sufrido la vida para adaptarse, muchas de las cuales son extraordinariamente interesantes. El mismísimo cerebro galáctico no podría igualar la creatividad de la naturaleza.

—Estoy seguro. Caos, complejidad… Nos has descrito algunas de esas adaptaciones, ¿no es así?

—Sí, pero solo una porción mínima. A cada momento surgen nuevos ejemplos: la vida no deja de evolucionar.

«A medida que los hábitats han ido empeorando,» pensó Brannock. Y, sin embargo, las especies siguen extinguiéndose. Tuvo una sensación de formar parte de una batalla en la retaguardia contra los ejércitos del infierno.

—Quiero que vivas esta experiencia tan profundamente como te sea posible —dijo Gaia—, que te sumerjas, que sientas su grandeza.

«Su tragedia,» pensó. Pero la tragedia era arte, quizá el arte más elevado que la humanidad había llegado a crear. Y Gaia contenía en su interior una parte más grande del alma humana que cualquiera de sus semejantes.

¿Tendría necesidad de experimentar una catarsis, una pena, un terror? ¿Qué era lo que sucedía realmente en sus emulaciones?

Bueno, se suponía que Christian iba a averiguar alguna cosa. Si podía.

El propio Brannock tenía suficiente humanidad como para poner objeciones. Señaló hacia los territorios que estaban sobrevolando, donde el cauce del río discurría por sus cañones a través de las colinas costeras, para regar ricos bosques y pantanos antes de ir a vaciarse en la bahía sobre la que se arremolinaban miles de aves.

—Quieres presenciar la lucha hasta el final —dijo—. La vida quiere vivir. ¿Qué derecho tienes a imponerle tus deseos?

—El derecho de la conciencia —afirmó—. La justicia, la clemencia o el deseo solo tienen sentido, solo existen, para los seres con conciencia. ¿No es verdad que los humanos siempre utilizaron el mundo de la forma que consideraron más conveniente? Cuando la naturaleza finalmente consiguió obtener una protección, fue porque los humanos así lo decidieron. Hablo en nombre del conocimiento y la comprensión que podemos adquirir.

Una pregunta incómoda persistía en su mente: «¿Y qué hay de sus necesidades emocionales particulares?».

De repente, la aeronave viró bruscamente y Brannock se golpeó con el campo de fuerza que lo sostenía. Oyó crujidos y los chirridos del aire mientras la nave caía hacia atrás cada vez más rápido.

El astronauta que llevaba dentro, que había sobrevivido a choques contra meteoritos y a explosiones radiactivas gracias a su velocidad, ya había tomado la iniciativa. A través del aumento óptico, ordenó ascender inmediatamente y miró hacia atrás para ver cuál era el problema. Lo que vio entonces, antes de que desapareciera en el horizonte, le hizo gritar:

—¡Allí!

—¿Qué? —contestó Gaia mientras se precipitaba hacia adelante.

—Aquello de allá atrás. ¿Por qué lo rehúyes?

—¿A qué te refieres? No hay nada de importancia.

—¡Cómo que no! Diría que tú lo has visto más claramente que yo.

Gaia frenó el vuelo desbocado hasta que prácticamente se quedó planeando sobre la playa y el fuerte oleaje. Sintió una punzada que le hizo sospechar que lo había hecho para disipar la impresión de urgencia, para provocarle una actitud más receptiva a lo que pretendía reclamar.

—Muy bien —dijo pasado un instante—. He divisado cierto objeto. ¿Qué crees haber visto?

Decidió no contestar inmediatamente, al menos no antes de estar convencido de sus buenas intenciones. Cuanta más información tuviese ella, más facilidades tendría para inventarse algún engaño. Incluso ese fragmento de su intelecto superaba el suyo. No obstante, él también tenía sus propios métodos, además de una arraigada obstinación.

—No estoy seguro, pero no parecía peligroso. ¿Por qué no me cuentas qué es y por qué te has alejado?

¿Era eso un suspiro?

—Con lo poco que sabes hasta ahora, no lo entenderías. Es más, estarías predispuesto a una interpretación errónea. Por eso me he alejado.

Un ser humano habría tensado cada uno de sus músculos. En el caso de Brannock, todos sus sistemas se pusieron alerta.

—Yo mismo juzgaré mis capacidades cerebrales, si no te importa. Vuelve allí, por favor.

—No, te prometo que te lo explicaré más tarde, cuando hayas visto suficiente.

¿Cuando haya visto suficientes espejismos? Seguro que tenía más trucos preparados para enseñarle.

—Como quieras —dijo Brannock—. Mientras tanto llamaré al Viajero para informarle. —El emisario de Alfa mantenía una mínima parte de su sensibilidad abierta a los estímulos externos.

—No, no lo hagas —dijo Gaia—. Le distraerías sin motivo.

—Él mismo lo decidirá —contestó Brannock.

Estalló el conflicto.

Gaia estuvo a punto de ganar. Si hubiese concentrado toda su atención en el ataque, lo habría llevado a cabo con tal velocidad que Brannock nunca habría sabido que se estaba produciendo. Pero, como siempre, una fracción de su ser estaba ocupada en observar las unidades que rodeaban el globo y sus torrentes de datos. Posiblemente, también echaba alguna ojeada ocasional, mediante las permutaciones cuánticas en su interior, a lo que Christian y Laurinda estaban haciendo. Y otra parte, la más grande con diferencia, estaba dedicada a la interacción con el Viajero, y no podía abandonar esa actividad sin levantar sospechas. Por el contrario, debía realizar un insólito esfuerzo de ingenio para ocultarle cualquier adversidad que se pudiera estar produciendo.

Por otro lado, nunca se había enfrentado a un ser como Brannock: agresividad masculina y reflejos de navegante espacial humanos unidos a la sofisticada tecnología y a un fragmento de la determinación de inmortalidad de Alfa.

Sintió que el campo de apoyo se hacía más fuerte y se ceñía más a su alrededor para inmovilizarlo. Una oleada de delirio le invadió la mente. Cualquier hombre habría pensado que se trataba de un anestésico, pero Brannock no se paró a pensar, sino que reaccionó instantáneamente, al mismo tiempo que ella le atacaba. Con la velocidad de la máquina y la ferocidad del tigre, la desestabilizó durante una milésima de segundo crucial.

Pese a tener la cabeza envuelta en tinieblas y a que todo retumbaba a su alrededor, no dejó de patalear y de lanzar golpes físicamente. Aporreó el juego de luces de los nexos de control que tenía delante y que no estaban pensados para soportar una agresión de esas características. No pudo hacerse con el mando, pero, a ciegas, pudo abortarlo.

Saltaron arcos eléctricos azules y blancos, hubo destellos luminosos intermitentes, pero el flujo energético no se interrumpió: la nave se mantuvo elevada. Las funciones más complejas estaban destruidas, el movimiento de los átomos, las energías y las ondas se volvió aleatorio y dejó de tener utilidad.

Las ataduras que retenían a Brannock se aflojaron y cayó al suelo; la oscuridad que invadía su mente se desvaneció. Se quedó tembloroso y aturdido. En medio de toda aquella anarquía, gritó:

—¡Para, hija de puta!

—De acuerdo —dijo ella.

Más tarde fue consciente de que Gaia había mantenido un mínimo dominio sobre la nave; antes de que pudiera arrebatárselo, lo había lanzado hacia abajo y había desconectado el generador principal. Todos los campos de fuerza dejaron de funcionar con un parpadeo. El viento hizo pedazos la estructura material; todos los pedazos se estrellaron contra el mar y las olas se los llevaron. Algunos llegaron hasta la playa; otros fueron pasto de la resaca.

Mientras la aeronave caía desintegrándose, Brannock hizo acopio de sus fuerzas y saltó. El impulso lo lanzó al exterior formando una larga parábola que fue a dar a lo más profundo de las aguas. Al caer, provocó que el agua salpicase en un chorro alto y blanco, como si de una fuente se tratase. Se adentró en las profundidades verdosas mientras las corrientes lo arrastraban de un lado a otro; pero cuando tocó la arena, estaba ileso.

Como no tenía necesidad de respirar, se quedó allí abajo. Tardó menos de un segundo en recuperarse del golpe y unos minutos en valorar la situación, allí, en el torbellino de las olas.

Gaia había tratado de reemplazarle. Un campo de fuerza había empezado a calar en sus procedimientos cerebrales y a imponer sus propias pautas. Había estado a punto de no poder evitarlo.

No era probable que Gaia hubiera requerido de esa aplicación en el pasado, por lo que seguramente la habría inventado e instalado específicamente para emplearla contra él. Aquello indicaba, sin ningún género de dudas, que tenía la intención de aplicarla en algún momento de su viaje. Cuando vio algo que ella no sabía que estaba allí y rechazó sus evasivas, se vio obligada a hacerlo antes de estar preparada. Al ver que no funcionaba, trató de destruirlo por todos los medios de que disponía.

Hasta ese punto era capaz de llegar, hasta ese nivel de desesperación, para evitar que las estrellas descubriesen tan tremendo secreto.

Reconoció que se había equivocado al suponer que ella había agotado todas sus opciones. Al contrario; contaba con multitud de observadores y otros mecanismos a los que aún podía recurrir. Algunos de ellos no tardarían en llegar para comprobar si estaba muerto, o para encargarse de él, en caso de que siguiera vivo. Después le contaría al Viajero una historia que terminaría con un lamentable accidente mientras sobrevolaban un océano lejano.

Brannock pesaba más que el agua, así que avanzó hacia abajo por el lecho marino, en busca de un lugar aún más profundo.

Encontró unos restos de roca volcánica y se introdujo dentro de un tubo de lava, se tumbó en posición fetal y determinó que sus sistemas funcionasen al nivel más bajo posible, para que, con un poco de suerte, los agentes no consiguieran localizarlo. No podía haber una infinidad de ellos, y sus sensibilidades serían limitadas. Gaia, que no había sido testigo de su escapada debido a que sus sensores dentro de la aeronave habían quedado destruidos al desintegrarse, no juzgaría extraño que sus restos hubiesen quedado diseminados por el efecto de las corrientes.

Tres días y tres noches más tarde, el reloj interno que había activado volvió a despertarlo.

Sabía que debía mantener la cautela, sin embargo, decidió salir de allí y seguir avanzando. No era muy probable que Gaia mantuviese una vigilancia mucho más estrecha del lugar de lo que esperaba; el Viajero, que estaba en comunión con ella, se habría percatado fácilmente si se estuviese concentrando en una pequeña parcela del planeta. Sus sensores electrónicos debían advertirle de la proximidad de cualquier robot, incluso los que eran demasiado pequeños como para verlos a simple vista. Otra cuestión era saber si, en caso de darse esa situación, iba a poder hacer algo al respecto.

Lo primero que hizo fue reconocer el área circundante. Las máquinas de Gaia habían retirado todos los fragmentos del aparato que habían encontrado, pero muchos estaban dispersos por el fondo marino y, evidentemente, había considerado que no valía la pena, o que no era seguro, buscarlos. De hecho, todo lo que se fue encontrando a su paso eran restos de chatarra. Unas cuantas unidades estaban intactas, pero la única que le interesó tenía la forma física de una pequeña esfera metálica. La localizó mediante inducción magnética. Cuando logró llevarla hasta la orilla, la escondió entre los árboles, a salvo de la exposición al sol, y empezó a examinarla. Recorrió el circuito interno (mítico) con sus manoherramientas y lo identificó como un banco de memoria. La codificación le resultó familiar a su faceta del Viajero. Extrajo la información y la almacenó en su propia base de datos.

Un serie de lenguas, lenguas humanas, aunque no había oído hablar de ninguna de ellas. Sí, muy interesante.

—Lo mejor sería localizar a esa gente —murmuró. En la soledad del viento, el mar, la naturaleza, había vuelto a caer en su antigua costumbre de pensar en voz alta de vez en cuando—. No creo que haya otra oportunidad. Sería toda una noticia para el Viajero —si es que lograba regresar o, al menos, entrar en su radio de frecuencia.

Emprendió la marcha a pie siguiendo la línea de costa hacia la bahía en la que desembocaba el río Remanente. Podría ser que aquello que había visto todavía estuviese allí, o al menos que hubiese restos.

No estaba seguro, había sucedido todo tan deprisa, pero creía que era un barco.