Cinco


Gaia jamás había ocultado su investigación reconstructiva sobre la historia humana. Se trataba, probablemente, de su éxito más importante. No obstante, poco a poco, sus colegas del cerebro galáctico que habían mostrado bastante interés empezaron a pensar que el asunto se estaba convirtiendo en una obsesión para ella y, recientemente, durante los últimos cien mil años aproximadamente, consideraban que sus informes se estaban volviendo cada vez más escasos, menos informativos y, en definitiva, más ambiguos, hasta el punto de resultar evasivos. No quisieron presionarla, contaban con la paciencia del universo. Aun así, el asunto les seguía preocupando, en especial a Alfa, que al estar más próxima a ella se había convertido en su contacto más cercano y frecuente, al igual que, ahora, el Viajero. Las actividades y las actitudes de Gaia eran el factor principal del destino de la Tierra. A falta de una comprensión más exhaustiva de su naturaleza, todavía no estaba decidido si lo más adecuado era salvar el planeta.

No había duda de que una parte importante de su psique estaba ocupada en la historia y la arqueología que preservaba, cualquier cosa desde el origen de los animales hasta la creación artificial de las especies de Homo. En ella también se habían descargado un sinnúmero de mentes individuales que habían acabado por convertirse en elementos de su esencia, a una escala mucho mayor que en cualquier otro nodo. ¿En qué había convertido todo aquello a lo largo de megaaños? Y, ¿en qué medida la había transformado a ella?

Era evidente que no podía rechazar la presencia del Viajero; el legado pertenecía a su colectividad y, en última instancia, a la inteligencia dispersa a lo ancho del cosmos del futuro. Bajo su orientación, el Viajero se adentraría en la base de datos de sus observaciones y actividades de la realidad externa, geológica, biológica, astronómica.

Para evaluar la otra realidad, la inherente a ella, el trabajo que había llevado a cabo con sus registros y sus simulaciones de la humanidad, parecía hacerse necesaria una interacción puramente humana. Así pues, el maquillaje del Viajero incluía el patrón mental de un hombre.

Christian Brannock había sido escogido de entre todos aquellos cuyas descargas habían estado moviéndose por las estrellas porque era uno de los primeros, uno de los que menos ajustes había sufrido a partir de sus relaciones con las máquinas. El vigor, la inteligencia y la adaptabilidad eran algunas de las otras cualidades requeridas.

Su personalidad era un producto en sí mismo, una meticulosa reconstrucción a cargo de Alfa, que había tomado aspectos (componentes, connotaciones) de su propia mente y los había integrado para formar una conciencia que se convertiría en una parte del Viajero. En efecto, no se trataba de un duplicado perfecto del original. Naturalmente, pese a no guardar la totalidad de los recuerdos de la vida de Christian Brannock, su actitud era la de un hombre joven, y no la de un anciano. Además, poseía algunos conocimientos, un mínimo esbozo, ampliamente simplificado para no sobrecargarlo, sobre lo que había sucedido desde que su cuerpo había muerto. En el interior de su conciencia yacía un deseo por regresar a una existencia más plena de lo que entonces podía imaginar. No obstante, aun sabiendo que volvería a su existencia unitaria cuando su tarea finalizase, no tuvo la sensación de lamentar una pérdida; aun al contrario, se paró a saborear las sensaciones, los pensamientos y las emociones que ya había olvidado, hasta el punto de singularizarse del propio Viajero.

En el momento en que la singularización se completó, la experiencia de ser humano casi volvió a convertirse en lo único y lo más satisfactorio, pues satisfactorio había sido el paso del hombre por la vida.

Para describir el proceso, debemos recurrir de nuevo al mito y decir que el Viajero descargó la subrutina Christian Brannock en el ordenador central del sistema Gaia. Para detallar lo que realmente ocurrió, tendríamos que recurrir a las matemáticas de la mecánica ondulatoria y a todo un concepto de realidad en múltiples niveles, de dimensiones en mutación, cuyo desarrollo ha costado mucho tiempo a mentes mucho más potentes que las de la raza humana.

Sin embargo, podemos tratar de aclarar que lo que sucedió en el sistema no fue una mera simulación, sino una emulación. Sus acontecimientos no se correspondían con los acontecimientos que se daban entre las moléculas de carne y hueso, sino que eran, de alguna forma, igual de reales. Las personas que resultaron tenían libre voluntad, como la de cualquier mortal, y cualquier peligro con el que se tropezasen podía causarles los mismos daños que a un cuerpo mortal.

Tomemos en cuenta a un grupo de personas en un momento determinado. Cada una de ellas está realizando una actividad, ya sea simplemente pensar, recordar o dormir, al margen de todos los procesos fisiológicos y bioquímicos en curso. Interactúan, asimismo, entre sí y con su entorno, y cada elemento presente en ese ambiente que les rodea, sea una simple piedra, o una hoja, o un fotón de luz solar, tiene el mismo papel. La complejidad del tema parece estar lejos de una posible comprensión, y no hablemos de una enumeración o un cálculo. Pero vayamos más lejos: en este preciso instante, cada parte de un todo, por minúscula que sea, se encuentra en un estado específico, y por lo tanto, el todo también lo está. Cada electrón está en su carcasa cuántica particular; los átomos, en sus configuraciones y compuestos particulares; los campos de energía tienen sus valores particulares en cada uno de sus puntos concretos… Visualicemos una fotografía compuesta por una infinidad de finos granos.

Un momento más tarde, el estado ha cambiado. Por muy diminuta que sea la alteración, los campos han efectuado sus pulsaciones, los átomos se han permutado, los electrones han saltado, los cuerpos se han movido. Pero ese nuevo estado deriva del primero, conforme a las leyes naturales; y así sucesivamente, para cada uno de los estados.

Hablando en un lenguaje netamente mítico, hay que representar cada una de las variables de un estado con una combinación de números; o, en otras palabras, establecer un mapa del estado en forma de fase espacial n-dimensional. Introducir las leyes de la naturaleza. Poner en marcha el programa. Entonces, el modelo computacional debería evolucionar de un estado a otro en una correspondencia exacta a la evolución de nuestro mundo original de materia-energía, incluyendo la vida y la conciencia. La representación de los organismos atraviesa análogos exactos de todo lo que los organismos atravesarían a su vez, como los procesos de sensación y pensamiento. Para ellos, su propia existencia y la de su mundo son las mismas que en el original. No tiene sentido preguntarse cuál de los dos conjuntos es más real.

Naturalmente, esta consideración primitiva es falsa. El programa no seguía exactamente el rumbo de los acontecimientos «en el exterior». Gaia carecía tanto de los datos como de la capacidad necesaria para reproducir el universo al completo, ni siquiera de la totalidad de la Tierra, al igual que cualquier otro nodo o el cerebro galáctico. Ésa era una clase de poder reservada para un futuro muy lejano, si es que algún día llegaba a alcanzarse. Las capacidades de Gaia eran mucho menores que la diferencia de grado sumado a la diferencia de condición.

Por ejemplo, si tuviéramos que agotar los eventos presentes en la superficie del planeta, las estrellas no deberían ser nada más que luces en un cielo nocturno y se descuidaría cualquier otro efecto. Solo se podría reproducir con un nivel de detalle aceptable una localidad limitada en el globo; todo lo demás quedaría más y más incompleto a medida que nos alejásemos de la escena aumentada, hasta que, en las antípodas, encontraríamos poco más que una geografía, una hidrografía y una atmósfera altamente simplificadas. Así pues, el clima de la escena se diferenciaría enseguida del clima original correspondiente a ese momento. Ésa sería la consecuencia más simple y obvia de las limitaciones. La totalidad está fuera de todo cálculo, y ni siquiera hemos mencionado la no-simultaneidad relativa.

De todas formas, la reproducción de los átomos uno a uno era prácticamente imposible y solo podía ser sustituida por la mecánica estadística y la aproximación. La incertidumbre del caos y el cuanto sufrieron un desarrollo en principio incalculable. Otras consideraciones más profundas también tuvieron su papel, pero en su caso el lenguaje no tiene ninguna utilidad en absoluto.

Se puede decir, en el lenguaje del mito, que tales creaciones construían sus propios destinos.

Y, sin embargo, ¡qué medio tan magnífico constituía el sistema creador! Podía dar vida, a partir de la nada, a mundos enteros, evoluciones, vidas, ecologías, conciencias, historias, líneas temporales. No tienen por qué ser copias defectuosas o fragmentadas de algo real, prolongaciones de sus períodos de paralización hasta que la inteligencia nodal sintiera lástima por ellos y los cancelara. De hecho, no necesitaban en absoluto ser derivados del exterior, podían ser creaciones imaginarias, mundos de cuentos de hadas, quizá, en donde los dioses benignos fueran los dueños y la magia campase a sus anchas. La lógica de sus condiciones fronterizas siempre les provocaba una evolución apropiada que les hacía sentirse como en casa con sus propias existencias.

El sistema creador constituía el recurso más poderoso que había existido jamás para la búsqueda del arte, la ciencia, la filosofía y el entendimiento.

Y así fue cómo Christian Brannock se reencontró con la vida, joven de nuevo, en el mundo que Gaia y el Viajero habían escogido para su nuevo comienzo.

2

Estaba de pie en un jardín, en un día soleado y cálido de brisas fragantes. Se trataba de un jardín simétrico, con caminos de grava, setos recortados y rosas y lilas dispuestas en arriates geométricos en torno a un estanque de piedra cubierto de líquenes, en cuyo interior nadaban peces de colores. Un muro de ladrillo, tapado por una espesa yedra, limitaba el lugar por tres de sus lados dejando un hueco para una verja de hierro forjado que conducía a una pradera. En el cuarto lado había una casa blanca, con tejado de pizarra, de proporciones clásicas, un estilo que le pareció antiguo. Había abejas zumbando alrededor y desde un tejo cercano al muro le llegaba el trino de los pájaros.

Una mujer se le acercó. Llevaba puesto un vestido largo, con un estampado de flores, de falda y mangas voluminosas, y un camafeo colgado al cuello, a la altura del pecho, por encima del pronunciado escote; unido a los delicados zapatos y el parasol, que era más un detalle final que un accesorio, hacía que el mono, propio del siglo XXIII, que él llevaba tuviese un aspecto brutal. La mujer era alta y tenía una bonita figura y, pese a la indumentaria, caminaba con agilidad. A medida que se aproximaba, Christian vislumbró claramente las facciones por debajo del recogido alto de su pelo color caoba.

Cuando llegó al lugar donde se encontraba, se detuvo y le miró a los ojos.

Benveni, Capita Brannock —saludó. Tenía una voz grave y armoniosa.

Eh, g‘day, Sorita…, eh… —musitó mientras ella se sonrojaba.

—Discúlpeme, capitán Brannock. Lo olvidé y he usado el inglay, el inglés de mi época. Me han… —vaciló— suministrado el suyo y ambos estamos dotados con la lengua contemporánea.

Tuvo una sensación de irrealidad. Le parecía que hablar tan secamente era como agarrar algo sólido.

—Entonces, ¿proviene de mi futuro?

Asintió:

—Nací unos doscientos años después de usted.

—Quiere decir, después de mi muerte, ¿no? —Atisbó en su rostro un gesto de introspección—. Lo siento —se apresuró a decir—. No quería disgustarla.

Ella se calmó por completo, incluso sonrió ligeramente.

—Está bien, ambos sabemos lo que somos y lo que fuimos antes.

—Pero…

—Sí, pero. —Negó con la cabeza—. Volver a ser así… es una sensación extraña.

Cada vez se sentía más seguro, se estaba acomodando rápidamente a la situación.

—Lo sé, tengo algo de experiencia —a años luz de distancia, en la estrella donde vivía Alfa—. No se preocupe, pronto le parecerá de lo más natural.

—Ya llevo un tiempo aquí y, sin embargo… Soy joven —murmuró—, pero recuerdo una larga vida, ser vieja, morir. —Dejó caer la sombrilla sin darse cuenta, y se miró las manos, con los dedos apretados—. Recuerdo que, hacia el final, miré al pasado y pensé: ¿eso ha sido todo?

Quería tomar aquellas manos entre las suyas y decir alguna frase reconfortante, pero creyó que sería más inteligente decir simplemente:

—Pues no fue todo.

—No, evidentemente. Para mí no, al menos no de la misma forma en que lo fue para todos los que han vivido alguna vez. Mientras mi cuerpo desgastado se agotaba sin sufrimiento, descargaron mi patrón esencial. —Alzó la mirada—. Ahora ya casi no podemos recordar cómo ha discurrido nuestra existencia, ¿no es así?

—Podemos tener la ilusión de volver a recuperarla.

—Oh, sí. Mientras tanto —se enderezó, miró a su alrededor y hacia arriba, dejó que la luz y el aire inundase su espíritu hasta que finalmente esbozó una gran sonrisa—, estoy empezando a disfrutar de todo esto. Ya lo estoy disfrutando.

Observó a Christian. Era alto, fuerte, rubio, de semblante rudo. De sus ojos azules surgieron unas pequeñas arrugas risueñas. Habló con una vibrante voz de barítono:

—Y yo también lo haré.

Sonrió encantado.

—Gracias. Yo también. De entrada, ¿cómo se llama?

—¡Vaya, perdóneme! —exclamó—. Creí estar preparada. Volví a… existir con pleno conocimiento de mi función y de este entorno y desde entonces he estado ensayando mentalmente, pero ahora que es el momento de la verdad, todo lo que había planeado tan cuidadosamente se ha ido al traste. Soy… era…, no, soy Laurinda Ashcroft.

Él le tendió la mano y, pasado un instante, ella se la estrechó. Recordó que, en el ocaso de sus días como mortal, aquel gesto había empezado a caer en desuso.

—Parece que usted sabe unas cuantas cosas sobre mí —dijo—, pero yo no sé nada sobre usted y su época. Cuando dejé la Tierra, todo estaba cambiando a un ritmo frenético y después de aquello, perdí todo contacto.

Y, con el tiempo, su individualidad entró voluntariamente en el interior de otra más grande. Esta reconstrucción de sí mismo había sido privada de los detalles sobre su historia terrenal que siguieron a su partida; no podría haber contenido ni una fracción sensata de información.

—Salió hacia las estrellas casi inmediatamente después de su descarga, ¿verdad? —preguntó ella.

Asintió.

—¿Para qué esperar? Siempre lo había deseado.

—¿Se alegra de haberlo hecho?

—Esa palabra está lejos de describir lo que siento. —Por dos o tres segundos trató de encontrar los términos adecuados. Para él el lenguaje era importante, había sido ingeniero y compositor ocasional de canciones—. Pero también estoy contento de estar aquí. —Dibujó otra breve sonrisa—. Con tan agradable compañía.

Pero en realidad lo que quería era explicarse. Iban a estar juntos en la búsqueda de sus respectivas almas.

—Aportaré algo nuevo a mi existencia actual. De repente soy consciente de que un ser humano tiene la capacidad excepcional de apreciar lo que hay ahí afuera —soles; mundos; en algunos de ellos, vidas que eran aún más maravillosas; nebulosas ardientes; la infinidad arremolinándose hacia el interior de un agujero negro; galaxias como filigranas, dispersas a lo ancho de una inmensidad prodigiosa; sutiles y majestuosas estructuras espaciotemporales… Todo lo que había conocido, durante el tiempo en que fue un hombre, hasta ese momento, pues no había criatura orgánica que pudiera haber viajado hasta aquellos lugares.

—Y mientras tanto, yo decidí quedarme en la Tierra —dijo—. Le debo de parecer tan tímida y aburrida.

—En absoluto —afirmó—. Ha tenido las aventuras que buscaba.

—Es muy amable. —Hizo una pausa—. ¿Sabe quién era Jane Austen?

—¿Quién? No, creo que no.

—Fue una escritora de principios del siglo XIX. Llevaba una vida muy tranquila, nunca se alejó mucho de su casa; murió joven, pero analizó al ser humano como nadie lo había hecho antes.

—Me gustaría leer algo suyo. Quizás aquí tenga ocasión. —Quería demostrarle que no era un… tecnoramus fue el término que se inventó allí mismo—. Yo leía bastante, especialmente durante las misiones espaciales; sobre todo poesía: Homero, Shakespeare, Tu Fu, Basho, Bellman, Burns, Omar Khayyam, Kipling, Millay, Haldeman… —Se llevó las manos a la cabeza y se echó a reír—. Olvídelo. Son los primeros nombres que se me han ocurrido de entre todo mi montón de fanfarronerías.

—Tenemos mucho de qué hablar para ponernos al día, ¿no cree? Vamos, me estoy comportando de forma muy poco hospitalaria. Vayamos adentro, así nos podremos relajar un poco y charlar.

Christian recogió la sombrilla y, recordando viejas obras de teatro que le vinieron a la memoria, le ofreció el brazo. Caminaron lentamente entre los caminos de flores a medida que el viento les arrullaba suavemente. Se oía el canto de un pájaro y la luz de sol hacía que las rosas desprendieran su fragancia.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Y cuándo —contestó ella—. Es Inglaterra, el condado de Surrey, a mediados del siglo XVIII. —Él asintió. En realidad había leído bastante. Se quedó callada, pensando, antes de continuar—. Gaia y el Viajero decidieron que un enclave apacible como éste sería el más adecuado para nuestro encuentro.

—¿De verdad? Pues me temo que estoy completamente fuera de lugar.

Laurinda sonrió y prosiguió seriamente:

—Ya le he comentado que me han suministrado una cierta familiaridad con el entorno. Visitaremos otros lugares desconocidos, los que usted elija, después de contarle todo lo que sé acerca de lo que ha estado haciendo durante todos estos años. No es mucho; no he visto sus otros mundos. Usted tomará la iniciativa.

—¿Porque estoy acostumbrado a ambientes extraños y a gente violenta? No necesariamente. He tratado con la naturaleza, ya sabe, en la Tierra y en el espacio. Es tranquilo.

—Es peligroso.

—Puede ser, pero nunca maligno.

—Cuéntemelo —le animó.

Entraron en la casa y se sentaron en el salón. Las ventanas batientes estaban abiertas, mostrando una vista del parque verde donde pastaban unos ciervos; a lo lejos se podía ver una casita de granja con techo de paja junto a sus cobertizos y los límites de las plantaciones de cereal. Entre los cuadros había muebles hábilmente elaborados, grabados, libros y dos bustos. Una sirvienta, visiblemente contrariada por la visita pese a sus intentos por ocultarlo, entró sin hacer ruido llevando una bandeja con té y pasteles. Cuando se marchó, Laurinda le explicó a Christian que los propietarios de aquella finca, unos londinenses que la utilizaban para su retiro estival, se la habían prestado a su amiga, la excéntrica señorita Ashcroft, durante unas vacaciones.

Las circunstancias y los recuerdos se habían adecuado a esa coyuntura. Era un ejemplo de la interferencia de Gaia en las condiciones y los acontecimientos de una emulación. Christian se preguntó si lo haría a menudo.

—La excentricidad es casi un requisito en las clases altas —dijo Laurinda—; pero cuando vivía, uno podía sencillamente ser uno mismo, ¿verdad?

A lo largo de una hora, le sonsacó toda la información. Había nacido en el Yukon Ethnate, en la Federación Bering, adonde regresaba a menudo durante su vida en busca de sus reservas salvajes, la soledad de las montañas y por la gente tranquila, sencilla y valiente. Por otro lado, la nación estaba en pleno progreso y no dejaba de prosperar, contaba con más conexiones con Asia y el Pacífico que con los decadentes estados sucesores del este y el sur. También, a través del polo, se estaban entablando relaciones muy intensas con las sociedades de Europa que iban resurgiendo; fue allí donde Christian recibió parte de su educación y donde pasó gran parte de su tiempo libre.

Era una época de contrastes brutales en la que la Mancomunidad de las Naciones mantenía una precaria situación de paz. Durante un período juvenil, en el que se unió impulsivamente al Servicio de Mediación en Conflictos, entró en combate en dos ocasiones. Más tarde, la estabilidad acabó por convertirse en la tónica general de su vida, a causa, sobre todo, de la creciente influencia de la red de inteligencia artificial. La mayor parte de sus unidades con nivel de conciencia se interrelacionaron proteicamente para formar mentes adecuadas para todo tipo de situaciones; las capacidades de esas mentes ya superaban las de los seres humanos. No obstante, no había sensación de rivalidad, sino más bien un cierto compañerismo. Las nuevas mentes estaban ansiosas por actuar como consejeras, no estaban interesadas en ejercer ningún dominio.

Christian, hijo de los bosques, los mares y las cimas de las tierras altas, heredero de civilizaciones ancestrales, regresaba por vacaciones a la Tierra, su hogar. Allí estaban su familia, sus amigos, había extensiones de vegetación en donde perderse, barcos con los que navegar, chicas a las que besar, canciones que cantar y vasos con los que brindar (y una tumba que visitar. Le mencionó brevemente a su esposa, que murió antes de que existiera la tecnología de descarga). Sin embargo, siempre volvía al espacio. Le atraía desde la primera vez que vio las estrellas, en una cuna bajo los cedros. Se hizo ingeniero. Además de sus compañeros humanos, trabajaba codo con codo con máquinas inteligentes, algunas de las cuales se convirtieron también en amigos, aunque de una clase más inquietante. Con los años, llegó a tener una participación relevante en misiones como el abovedado Mar de Copérnico, el Hábitat Asteroide, la planta de antimateria en órbita y, finalmente, el Gran Láser Solar para el lanzamiento de naves interestelares. Poco después, su cuerpo murió, anciano y rebosante de experiencias; pero, para su mente, las experiencias acababan de empezar.

—Una vida extraordinaria —dijo Laurinda en voz baja. Dirigió la mirada hacia el exterior, hacia la tierra sobre la que las sombras se iban haciendo cada vez más alargadas—. A lo mejor… habría sido más… oportuno que nos hubieran dado una cabaña en la naturaleza de su época.

—No, no —dijo—. Para mí esto es nuevo y maravilloso.

—No habría ningún problema si quisiéramos ir a otro sitio, ¿sabe? Cualquier lugar y en cualquier momento que Gaia haya generado, incluso momentos y lugares que no han existido. Iré a buscar nuestros amuletos cuando quiera.

La miró con sorpresa.

—¿Amuletos?

—¿No le han explicado… informado? Son unos aparatos; tiene que llevar puesto el suyo para poder darle orden de transferencia.

Asintió.

—Ya veo. Reproduce el patrón de una persona emulada en distintos contextos.

—Y añade las modificaciones necesarias más acordes. En realidad, en muchas ocasiones provoca la creación de un entorno activado expresamente. La mayoría de ellos llevan mucho tiempo en un estado de inactividad temporal. Me atrevería a decir que Gaia podría haber determinado que fuéramos nosotros mismos quienes decidiésemos adónde queremos ir y qué es lo que necesitamos, pero es mejor tener un dispositivo externo.

Christian sopesó la cuestión.

—Sí, creo que entiendo el motivo. Si tuviéramos poderes sobrenaturales, no seríamos del todo humanos, ¿verdad? Y se trata de que lo seamos. —Se inclinó hacia delante en el asiento—. Es su turno, hábleme de usted.

—Bueno, hay demasiado que contar. No acerca de mí, nunca hice nada espectacular, como usted, sino acerca del tiempo en el que viví; todo lo que sucedió para que el planeta cambiase después de que usted lo abandonara.

Nació allí, en Inglaterra, que entonces era una provincia de Europa escasamente poblada, una región tranquila («casi un sueño», dijo) consagrada a los hitos del pasado. No era que la creatividad se hubiera extinguido, pero las artes estaban divididas de forma radical entre los grandilocuentes cambios de las obras clásicas y los esfuerzos por asimilar las noticias que nos llegaban desde las estrellas. La estética que la inteligencia artificial estaba desarrollando por sí misma hizo sombra a estas dos escuelas. Con todo, Laurinda seguía participando activamente en ellas.

Es más, en el transcurso de su trabajo, viajó mucho por toda la Tierra. (Para entonces, los humanos con más talento y energía se esforzaban por hacerse un hueco entre los trabajos más significativos, que se habían convertido en un privilegio). Ella constituía un punto intermedio para las relaciones entre ambas especies, lo que significaba que tenía que conocer a la gente en sus distintas sociedades para ayudarles a hacer que sus intereses prevaleciesen. Por ejemplo, se había planificado la implantación de una estación de control de seísmos que habría alterado el paisaje y habría afectado a una comunidad; había que considerar la posibilidad de buscar otra localización y, en su defecto, valorar los ajustes culturales que se podían llevar a cabo. Pero su tarea más habitual consistía en aconsejar y ayudar a individuos desorientados y perdidos espiritualmente.

Puso mucho cuidado, más que él incluso, en obviar su vida privada, pero él se llevó la impresión de que, en general, fue feliz. Si la ausencia de hijos era una tristeza silenciada, era compartida por muchos en un mundo con control de natalidad. Solo había tenido un hijo. Amaba la Tierra, con sus glorias y sus recuerdos, y cada una de las hermosas creaciones de su raza. Al final de su mortalidad, decidió quedarse en el planeta, en el todo en que se había convertido Gaia.

Christian creyó saber por qué la habían seleccionado para la resurrección, para ser su compañera, de entre los incontables millones que habían escogido el mismo destino.

Dijo en voz alta:

—Sí, esta casa es la más adecuada para usted. Y para mí, a pesar de todo. Aquí ambos nos sentimos más en casa que en cualquiera de nuestros lugares de origen. Paz y belleza.

—No es el paraíso —respondió seriamente—. Recuerde que estamos en el auténtico siglo XVIII, y Gaia también puede reconstruir la historia que lo precedió.

Siempre controlando, haciendo cambios a medida que los acontecimientos se volvían incompatibles con lo que se relataba en las crónicas y en la arqueología.

—En esta casa el servicio cobra poco, está mal alimentado e infravalorado, está sometido. Los colonos americanos tienen esclavos y van a iniciar una revuelta. Al otro lado del canal, una monarquía corrompida le está chupando la sangre a Francia, lo que desencadenará una revolución terrible seguida de una guerra que durará un cuarto de siglo.

Christian se encogió de hombros.

—Bueno, la condición humana nunca ha incluido la salud mental, ¿no? —Eso se reservaba para las máquinas.

—Pero en algunos de nosotros, sí —dijo ella—. O, por lo menos, estuvieron a punto de lograrlo. Gaia considera que debería conocer a unos cuantos, para que se dé cuenta de que no solo está jugando a ser cruel. He invitado —en los recuerdos con los que había vuelto a reproducirse en este ser— a tres de ellos a cenar mañana. Sus biografías han sido ligeramente alteradas, pero Gaia le pondrá remedio más tarde, si lo cree necesario. —Laurinda sonrió—. El amuleto tendrá que proporcionarle ropa adecuada y una peluca.

—Y usted me proporcionará un informe exhaustivo, estoy seguro. ¿Quiénes son?

—James Cook, Henry Fielding y Erasmus Darwin. Creo que será una velada muy animada.

El navegante, el escritor y el erudito, tres pequeños y brillantes ejemplos del legado que Gaia quería proteger.