Dos


Había un hombre llamado Kalava, un capitán de barco de Sirsu que pertenecía al clan de Samayoki. De joven había luchado valientemente en la montaña Quebrada, donde los ejércitos de Ulonai se enfrentaron a los invasores bárbaros, cuando estos salían precipitadamente del desierto por el norte, y les infligieron un número espantoso de bajas. Entonces se hizo marinero. Cuando la Liga Ulonaiana se desintegró y las alianzas emprendidas por Sirsu e Irrulen causaban estragos por todos los territorios, año tras año, arremetiendo los unos contra los otros, Kalava hundía barcos y quemaba pueblos enemigos, y traficaba con tesoros y prisioneros.

Después de la Paz de Tuopai, que se acordó a regañadientes y de forma insatisfactoria, se dedicó al comercio. Aparte de recorrer el río Lonna y el golfo de Sirsu una y otra vez, solía navegar por la costa norte practicando el trueque, y después salía por el mar de la Ruta del Viento hacia las colonias de las islas de los Confines. Por fin, con tres barcos, siguió aquel litoral oriental a través de lugares desconocidos hasta entonces. Viviendo a costa de las mismas aguas y de lo que las partidas de caza traían de la orilla, negociando y peleando con las tribus salvajes con las que se iba encontrando, al cabo de unos meses, él y su tripulación llegaron hasta el lugar donde la tierra se desviaba hacia el sur. A partir de allí se toparon con un puerto que pertenecía al legendario pueblo de los Campos Resplandecientes, donde permanecieron durante un año, y al volver a casa se llevaron consigo mercancías que les hicieron ricos.

De aquel clan, Kalava adquirió derechos sobre una aldea y unas buenas tierras de cultivo en el delta del Lonna, a un día de camino de Sirsu. Tenía la intención de establecerse allí cómodamente, como un hombre honrado, pero aquello no era lo que los dioses le deparaban, y su propia naturaleza también lo impidió. Enseguida empezó a discutir con todos sus vecinos, hasta que el hermano de su esposa le insultó gravemente y Kalava lo mató; así pues, ella decidió abandonarlo. La asamblea del clan que se encargó del asunto determinó que la esposa recibiría un tercio de la riqueza familiar en oro y bienes. Sus hijas y los maridos de éstas se pusieron de parte de su madre.

De los tres hijos que tuvo Kalava, el mayor se había ahogado en el mar durante una tormenta; el segundo murió de sangre negra; el tercero partió como aprendiz en una nave mercante que iba hacia el sur, a Zhir, y cayó mientras se resistía a unos atracadores por las calles inundadas de arena, bajo las columnatas desgastadas por el paso del tiempo, de una ciudad abandonada. No dejaron descendencia, si no tenemos en cuenta los hijos que tuvieron de mujeres esclavas. Tampoco Kalava, a partir de entonces, pues ninguna mujer libre aceptó su propuesta de matrimonio. Todo lo que había sembrado durante una dura vida acabaría en manos de unos familiares que le odiaban. También la mayoría de las gentes de Sirsu le evitaba.

Estuvo mucho tiempo dándole vueltas hasta que se fraguó un sueño. Cuando reconoció lo que significaba, se puso manos a la obra con más tranquilidad de la que se podía esperar. Una vez que el asunto estuvo en marcha, aunque no demasiado avanzado como para no abandonar si se veía en la obligación, buscó a Ilyandi, la pensadora de los cielos.

Ilyandi vivía en los Altos del Consejo, donde los vilkui se reunían anualmente para llevar a cabo sus ritos y sus reuniones. Pero cuando todos se habían vuelto a dispersar para seguir con su vocación (intérpretes de sueños, escribientes, médicos, mediadores, fuentes de saber popular y de conocimiento, maestros de los jóvenes), la única que permanecía allí era Ilyandi. Aquél era el mejor lugar para escudriñar los cielos y desentrañar el significado de lo que iba descubriendo, en un lugar elevado, sagrado para todo ulonai.

Por el Camino de los Espíritus retumbaba el carro de Kalava. Cerca ya de la cumbre, los árboles que lo flanqueaban, fruta dorada y pluma, crecían a cierta distancia los unos de los otros proporcionando una vista despejada. Había algunos arbustos bajos desperdigados sobre la ladera pedregosa: el verde grisáceo del vas allí, una peluda hoja de mechón allá, una flor de fuego encarnada acullá. El viento cálido y lento del golfo traía un ligero olor acre procedente de las plantas marchitas. Aquella agua brillaba como el metal empañado, hacia el oeste desde más allá de donde alcanzaba la vista, bajo un cielo encapotado de color gris plateado que dejaba ver fragmentos de nubes más oscuras desplazándose a gran velocidad. En el horizonte se adivinaba una tormenta, una oscuridad difuminada con una luz trémula y resplandeciente.

Por todas partes se veía la tierra, granos en flor madurando hasta ponerse amarillos, hoja de papel parda, pastos verdes para los rebaños, jardines llenos de violetas y altas pilas de madera. Las granjas y sus cobertizos se encontraban muy separados los unos de los otros. Como el tiempo había sido seco últimamente, el polvo se arremolinaba por los caminos tortuosos, entre ellos los vagones tapados y los trenes de carga. Con aire regio fluía el Lonna desde su nacimiento, al este, en las Tierras Salvajes, hasta sus brazos, que se desplegaban hacia el norte y el sur.

Sirsu había erigido murallas con almenas en la margen izquierda de la corriente principal, pero Kalava las veía diminutas desde aquella distancia. Aun así, lo sabía, podía reconocer las famosas obras, la Gran Fuente en el Mercado Nuevo del Rey, el pórtico con friso del Templo de la Llama, la columna de triunfo de la Plaza de la Victoria, y él sabía dónde estaban los talleres de los carpinteros, los bazares de los comerciantes, las casas de los posaderos donde los marineros encuentran bebida y mujeres. Ladrillo, arenisca, granito, mármol de colores suavemente armonizados. Barcos y botes surcando las aguas o en los embarcaderos bajo las murallas. En la orilla opuesta se extienden las mansiones y los jardines del barrio residencial de Helki, con sus tejas, tan caprichosas como si fueran joyas.

Era un entorno remoto a aquél al que se aproximaba.

Debajo de un gran arco, dos postulantes con trajes azules inclinaron sus lanzas para barrar el paso y gritaron:

—¡En nombre del Misterio, detente, inclínate y manifiéstate!

Tenían voces jóvenes y potentes, difícilmente impresionables ante la presencia de quien había minado la moral de guerreros. Kalava era un hombre grande, de espalda ancha y fuertes músculos; por efecto del sol, tenía la piel oscura como el carbón y el pelo, cuyos mechones le caían hasta media espalda, se le había decolorado hasta volverse casi blanco. También sus ojos eran negros, brillantes bajo la frente pronunciada, en un rostro duro, curtido y cubierto de cicatrices. El bigote, teñido de rojo, le caía por debajo de la mandíbula. En tiempos de paz, vestía una simple túnica verde hasta las rodillas adornada con piel de kivi bien lustrosa, y borceguíes; aunque también se cubría de oro ambos brazos y llevaba una espada envainada a la cadera. Además, en el carro portaba una lanza, con un pendón en constante movimiento, y un escudo atado al asidero junto con un hacha a punto para su uso. Conducían el coche cuatro esclavos muy parecidos entre sí, cuya estirpe se había cultivado durante generaciones para proporcionar criaturas destinadas a la lucha: tenían las piernas largas y eran enormes y enérgicos; y, sin embargo, después de la castración, los varones eran de toda confianza. El sudor que brillaba sobre las pequeñas cabezas calvas, donde se les había marcado con el distintivo de Kalava, les iba recorriendo los cuerpos desnudos. Aun así, respiraban sin dificultad y desprendían un olor casi dulce.

Su dueño bramó:

—¡Alto!

Por un instante solo el viento produjo movimiento o sonido alguno. Entonces, Kalava se tocó la frente bajo la cinta que llevaba en la cabeza y recitó la Confesión:

—Lo que un hombre sabe no es mucho, lo que comprende es aún menos, así pues, dejad que se incline ante la sabiduría.

Él mismo confiaba sobre todo en los sacrificios de la sangre, y todavía más en su propia fuerza, pero seguía respetando decentemente a los vilkui.

—Busco el consejo de la pensadora de los cielos, Ilyandi —dijo. Casi no era necesario, ya que ella era la única iniciada de su orden que estaba presente.

—Quienquiera que busque debe estar libre de toda maldad —respondió el joven superior con la misma solemnidad.

—Ruvio es testigo de que cualquier juicio contra mí resultará satisfactorio.

El dios del trueno era el favorito de la mayoría de los marineros.

—Entra, pues, y transmitiremos tu petición a nuestra señora.

El joven de rango inferior acompañó a Kalava a través del patio exterior, con el traqueteo de las ruedas sobre las losas de fondo. En la pensión ayudó a instalar a los esclavos y a darles de comer y de beber antes de acompañar al recién llegado a una estancia que en la temporada alta alojaba a cuarenta hombres. El resto del edificio albergaba los baños, el refectorio, la comida preparada (carne seca, fruta y pan ácimo) con vino de frutos enriquecidos. Kalava encontró también un libro. Después del refrigerio se sentó en un banco a entretenerse con él.

Se llevó una decepción; nunca había tenido muchas ocasiones ni ganas de leer, por lo que tenía una habilidad limitada; además, el copista de éste códice había empleado una tipografía que se había quedado obsoleta. Y lo peor de todo era que el texto era una crónica sobre los emperadores de Zhir, lo cual para él no solo era penoso (¡oh, Eneio, su hijo, su último hijo!), sino que carecía de todo valor. Cierto, los vilkui enseñaban que la civilización había llegado a Ulonai procedente de Zhir, pero ¿y qué? ¿Cuántos siglos habían pasado desde que el desierto reclamó aquel reino? ¿Dónde estaban los descendientes de aquellos habitantes? No eran más que nómadas famélicos y bandidos pestilentes.

Bien, pensó Kalava, sí, ésta podría ser una advertencia oportuna, un recordatorio para la gente de que el desierto seguía avanzando hacia el norte, pero ¿no tenían suficiente con lo que veían? Él había pasado por ciudades, no muy al sur, que habían sido prósperas en la época de su abuelo, y que ahora estaban vacías, había casas derrumbadas medio enterradas en la arena, ventanas sin cristales, como las cuencas de los ojos en una calavera.

Tensó el rostro. Él no pensaba arrugarse dócilmente ante un destino funesto cualquiera.

El día llegaba a su fin cuando un acólito de Ilyandi llegó para comunicarle que ya podía recibirlo. Mientras caminaba acompañado de su guía, vio al este la sombra púrpura del atardecer abocado a la noche. Al oeste, la tormenta había escampado y aquella parte del cielo había quedado despejada por un momento. Se podía ver el sol claramente, pese a que la bruma lo convertía en una especie de zigurat rojizo y anaranjado, que desde el horizonte proyectaba un puente de fuego por encima del golfo y arrojaba rayos de luz hacia las nubes acumuladas, haciendo que refulgieran como si fueran de azufre. Un porrón osculado pasó volando como una sombra entre ellos, con el débil sonido quejumbroso de su vuelo, que les llegaba a través de una brisa cada vez menos cálida. Por lo demás, un silencio sacro inundaba los Altos.

El patio interior, con sus claustros, se encontraba rodeado por un edificio de tres pisos que albergaba los santuarios, bibliotecas, laboratorios y las dependencias de los vilkui y estaba ocupado, en su mayor parte, por un jardín de flores y de plantas curativas dispuestas intrincadamente. Pese a que en uno de los arcos se había encendido un farol, todas las ventanas estaban a oscuras e Ilyandi aguardaba afuera a su visitante.

Hizo un ligero gesto para darle permiso al acólito, que inclinó un poco la cabeza y se retiró. Kalava saludó y, repentinamente, se sintió incómodo, pero hizo acopio de toda su resolución.

—Saludos, sabia y graciosa dama —dijo.

—Bien hallado, bravo capitán —respondió la pensadora de los cielos. Señaló hacia dos bancos de piedra enfrentados—. ¿Nos sentamos?

Distaba mucho de invitarle a compartir una copa de vino, pero al menos estaba dispuesta a escucharle.

Ambos se sentaron y se observaron mutuamente a través de la luz del anochecer, que se oscurecía rápidamente. Ilyandi era una mujer esbelta de unos cuarenta años, de rasgos finos y regulares, ojos grandes de un castaño luminoso, de tez pálida, como de cobre ahumado, pensó él. El pelo ondulado, cortado en señal de celibato, formaba una cofia de color bronce sobre una sencilla tela blanca. Una ramita verde de tekin prendida en el hombro izquierdo, con el emblemático alfiler en forma de un círculo y un triángulo entrelazados, la identificaba como una vilku.

—¿Cómo puedo ayudarte en tu empresa? —preguntó.

Kalava empezó a hablar sorprendido:

—¿Cómo? ¿Qué es lo que sabes tú sobre mis planes? —Y precipitadamente—: Mi señora sabe mucho, por supuesto.

Ella sonrió.

—Tú y tu saga habéis destacado mucho en las pasadas décadas y lo que sucede en el mundo también llega hasta aquí. Estás buscando a tu antigua tripulación o tratas de conseguir que ellos vengan a verte, en privado. Ordenas que se repare el barco que todavía posees. Te reúnes con los veleros, para tantear los precios, sin duda. Muy pocos lo habrán notado, tal nivel de discreción no es propio de ti. ¿Cuál es tu destino, Kalava? Y ¿por qué lo llevas tan en secreto?

Su rostro se torció en una triste mueca.

—Mi señora no solo es sabia e ilustrada, sino que también es perspicaz. Bien, así pues, vayamos directamente al grano. Tengo un viaje en mente que muchos llamarían imprudente; algunos tratarían de prevenirlo afirmando que despertaría las iras de los dioses de aquellos lugares, pues nunca nadie ha vuelto de allí; me recordaría viejas leyendas sobre monstruosidades avistadas desde la lejanía. Yo no me las creo, si no, no lo intentaría.

—Oh, ya me imagino que te expondrías a pesar de todo —dijo casi para sí misma. En voz más alta, dijo—: Pero estoy de acuerdo, es probable que el temor sea infundado. Tampoco nadie había llegado hasta los Campos Resplandecientes antes que tú y entonces no pediste hechizos ni bendiciones de antemano. ¿Por qué has venido a buscarme ahora?

—Esto es distinto, no voy a seguir una línea costera. Yo…, bueno, voy a necesitar un huukin nuevo y entrenarlo, y eso me llevará tiempo y dinero. —Kalava extendió las manos, casi con desesperanza—. No era mi intención lanzarme otra vez así, sabes; quizá sea una locura, un viejo con una tripulación de viejos en un único y viejo barco. Esperaba que me pudieras aconsejar, mi señora.

—A duras penas estabas preparado para la almenara cuando te propusiste cruzar el mar de la Ruta del Viento —contestó.

Esta vez no le pilló desprevenido del todo.

—¿Puedo preguntar cómo lo sabes, mi señora?

Ilyandi hizo un gesto con la mano y sus largos dedos surgieron de la oscuridad, como un barrido nocturno, para encender una débil lámpara.

—Ya has estado en el este, no tendrías por qué ocultar un viaje allí. Al sur existen antiguas rutas comerciales hasta Zhir. ¿Qué es lo que ofrecen, aparte del saqueo de tumbas y ciudades abandonadas a cargo de unos desvalijadores infelices? ¿Qué queda allí, además de la desolación inhabitada, hasta que, según dice la gente, uno llega a las Tierras Ardientes y perece miserablemente? Al oeste sabemos de unas cuantas islas y, después, mar abierto. Si existe algo más allá, puedes morir de hambre y de sed antes de que alcances a verlo. Sin embargo, al norte…; sí, aguas salvajes, aunque a veces aparecen hombres a la deriva sobre troncos de árboles extraños o volantes-espía de razas desconocidas que llegan con las tormentas. Y están todas esas leyendas del Gran Norte, el atisbo de montañas desde los barcos que desviaron su curso… —Su voz se fue apagando.

—Creo que algunas de esas historias pueden ser reales —dijo Kalava—, más que los cuentos sobre visiones misteriosas. Además, los huukini salvajes se crían cerca de la costa, donde hay grandes cantidades de pescado. Aquí, en temporada, nunca he visto tantos como en mar abierto. Deben de tener una segunda línea de costa. ¿Dónde, sino en el Gran Norte?

Ilyandi asintió.

—Muy astuto, capitán. ¿Qué más esperas encontrar?

Volvió a sonreír con aire burlón:

—Te lo diré a mi vuelta, mi señora.

Ilyandi adoptó un tono más severo:

—Nada de saquear ciudades repletas de tesoros.

Claudicó:

—Ni para comerciar. ¿No nos habríamos encontrado ya sus piezas de artesanía o los restos de sus barcos naufragados? De todos modos…, cuanto más al norte, menos calor y más lluvia, ¿no? Allí un país tendría un clima suave, bosques rebosantes de madera, tierra fértil para cultivar y nadie contra quien luchar. —Las palabras se le agolpaban en la boca—. ¿Sin desiertos que amenacen con extenderse? Espacio para empezar de nuevo, mi señora.

Ella lo miró fijamente a través del crepúsculo.

—¿Volverías a casa, a reclutar gente, fundarías una colonia y serías su rey?

—Sería su hombre más destacado, sí, aunque me gustaría que la clase de personas que quisieran ir prefiriesen una república. Pero, principalmente —empezó a bajar el tono de voz y miró más allá de donde ella se encontraba—, libertad, honor, una esposa que haya nacido libre e hijos.

Callaron durante un instante. Se hizo noche cerrada, aunque no era tan tenebrosa como de costumbre, pues la luminosidad del oeste había abierto claros hacia el cénit. Un soplo de frescor provocó el runrún de las hojas, como si el sueño de Kalava le estuviera susurrando una promesa.

—Estás decidido —dijo Ilyandi por fin, lentamente—. ¿Por qué has venido a verme?

—Para escuchar cualquier consejo que consideres oportuno, mi señora. Aquí debe de haber libros llenos de información acerca de la travesía.

Ella negó con la cabeza.

—Lo dudo. A no ser que la navegación… Sí, ése es el auténtico inconveniente, ¿no es así?

—Siempre lo es —suspiró.

—¿De qué técnicas de orientación dispones?

—¿Cómo? ¿Es que no lo sabes?

—Solo conozco lo que es de dominio público. Los artesanos guardan sus secretos comerciales y estoy segura de que los patrones de barco no se diferencian de ellos en ese aspecto. Si me cuentas cómo navegas, tu secreto estará bien guardado y podría aportar alguna cosa.

Estaba entusiasmado.

—¡Apuesto a que sí! Las pocas veces que la luna y las estrellas aparecen suelen verse muy mal y la mayor parte de los días solo tenemos un sol borroso que da una luz muy débil, entre las nubes, en todo caso. Pero vosotros, los pensadores de los cielos como tú, habéis estado observado y habéis hecho vuestros cálculos durante cientos de años, habéis recogido imanes… —Kalava se detuvo—. ¿Es demasiado sagrado como para compartirlo?

—No, no —contestó—. Los vilkui llevan el calendario para todo el mundo, ¿no es cierto? La razón por la que los marineros no recurren a nuestra ayuda más que en contadas ocasiones es porque no podían sacar mucho partido de nuestros conocimientos. Habla.

—Es verdad, fueron los vilkui quienes descubrieron el imán… Bien, cuando navego por esas costas, me guío sobre todo, por los puntos de referencia que recuerdo, o bien realizo una circunnavegación, si me resultan menos familiares. Los sondeos también ayudan, especialmente si la sonda recoge muestras del fondo que pueda analizar y probar. Entonces, en los Campos Resplandecientes, me hice con un cristal. Seguro que lo sabes, porque doné otro a la orden cuando regresé. A través de ese cristal observo el cielo y, si no está muy cubierto, puedo comprobar cuál es la posición del Sol con más exactitud que a simple vista. Una corredera y un reloj de arena nos dan una idea de la velocidad a la que navegamos y un imán aporta una dirección aproximada cuando perdemos de vista tierra firme. Supongo que ésas serían mis herramientas para viajar al Gran Norte y regresar, pero si mi señora pudiera darme alguna otra…

Ella se inclinó un poco hacia delante dejando entrever una cierta intensidad.

—Creo que podría, capitán. He estudiado esa piedra de sol tuya; mide la latitud y la hora del día si se conoce la fecha y la trayectoria anual del Sol. Además de eso, al viajero también le pueden ser útiles las posiciones de la luna y las estrellas, si las conoce bien.

—Ése no soy yo —dijo irónicamente—. ¿Podría mi señora dejarme algo por escrito? Quizá esta vieja cabeza no sea demasiado dura como para descifrarlo.

Pero ella no pareció haberle oído, su mirada se dirigió hacia arriba.

—El aspecto que tienen las estrellas en el Gran Norte —murmuró— nos podrían incluso desvelar si efectivamente el mundo es redondo. Y ¿serán los destellos de la aurora más brillantes allí, en la verdadera Tierra de las Vetas…?

Kalava miró hacia donde ella dirigía sus ojos. Las estrellas tenían un tenue fulgor allí donde las nubes se abrían.

—Es muy generoso por tu parte, mi señora —dijo— que estés aquí sentada hablando conmigo, cuando podrías estar en tu cuarto o haciendo cualquier otra cosa, arrebatándome esta oportunidad.

Sus ojos se encontraron.

—La tuya podría ser una mejor ocasión, capitán —respondió con intensidad—. La primera vez que oí rumores sobre tu expedición me puse a pensar en ello y en lo que iba a suponer. Sí, te ayudaré en lo que pueda. Quizá incluso navegue contigo.

El Corcel Gris zarpó de Sirsu con la marea matutina en cuanto la luz fue suficiente para gobernar la nave. Pese a todo, había una muchedumbre concentrada en el muelle, la mayoría en silencio, mientras que otros hacían señales para ahuyentar el mal. Unos pocos, sobre todo jóvenes, cantaban un himno desafiante, aunque el aire parecía amortiguar la presión.

Kalava había esperado hasta el último momento para revelar cuál era su objetivo. Tuvo que hacerlo para justificar la presencia de la pensadora de los cielos, que no se podía mantener en secreto. Esta santificación no dejaba margen a las autoridades para prohibir la iniciativa, aunque tampoco apaciguó las dudas y los miedos de los que creían que la Ruta del Viento era un nido de monstruos y demonios que se iban a despertar y a infestar sus aguas.

Los miembros de la tripulación hicieron caso omiso de estas creencias o bien se rieron de ellas, o al menos eso fue lo que dijeron. Dos tercios de la tripulación eran rudos veteranos que ya habían estado antes a sus órdenes; para completarla, se vio obligado a reclutar lo poco que tenía a su disposición: obreros empobrecidos y rufianes sin oficio. No obstante, todos ellos expresaban un gran respeto hacia la vilku.

El Corcel Gris era un yalka, de manga ancha y casco poco profundo, con un castillo de proa y una toldilla bajos, y una camareta en el medio. El trinquete tenía dos velas cuadras y el palo mayor, una cuadra y otra de cuchillo; tenía un bauprés corto que aportaba amplitud al foque. Se había fijado una catapulta a la proa y a ambos lados había un bote colgado mediante pescantes, a la popa de las fijaciones del arnés. El casco se había pintado conforme a su nombre y se añadió un ribete rojo. Junto al barco, el huukin les acompañaba a nado, con su impecable cresta negra y azul en el lomo.

Kalava llevó el timón hasta que el barco abandonó la desembocadura del río y se adentró en el golfo; para entonces ya era completamente de día. Un viento cálido batía las aguas de color verde grisáceo hasta crear una espuma blanca que coronaba las olas entre las que avanzaba la nave. Los obenques silbaban, las cuadernas crujían. Le cedió el timón a uno de los marineros y avanzó hacia la toldilla para hacer sonar una trompeta. Los hombres se volvieron a mirarlo mientras Ilyandi salía del camarote para ponerse a su lado, con una túnica blanca que batía como si fueran unas alas que de buena gana habrían echado a volar. Levantó los brazos y entonó el hechizo de la travesía:

«Ardiendo, rotando,

rueda la rueda solar

tras la ceguera,

para nubes de humo evocar.

La vieja y fría luna

pocas veces nos revela

dónde está su morada

entre las estrellas lejanas.

Ningún presagio del hombre

aborrece ser guiado

por los cielos a lo alto.

Pero el imán, con fuerza

la Tierra de las Vetas anhela».

Los marineros de cubierta apenas adivinaban lo que estaba diciendo, y sin embargo se sintieron reconfortados.

A popa, la tierra, que iba desapareciendo entre las olas y las brumas, se veía ya como una fina línea azul desvaneciéndose. Kalava se dirigía directamente al noroeste a través del golfo y tenía la intención de navegar de noche, por lo que requería mucho espacio marítimo. Además, Ilyandi y él iban a poner en práctica sus nociones de navegación. De modo que, pasado un rato, los marineros no alcanzaron a ver más velas y la soledad les empezó a angustiar.

A pesar de todo, trabajaban con tenacidad. Algunos pensaban que era buena señal que las nubes se disgregasen hacia el atardecer, revelando una luna enastada, así que lanzaban gritos de júbilo, mientas que sus compañeros se asustaban: ¿era normal que la luna apareciese de día? Kalava se burlaba de ellos al tiempo que les explicaba.

El viento arreció durante las horas de oscuridad y, para cuando amaneció, los mares por los que la nave avanzaba tambaleándose estaban embravecidos. Además, soplaba del oeste forzando al barco a dirigirse inevitablemente a tierra. Cuando vio a través de la niebla los riscos del cabo Vairka, el patrón se dio cuenta de que sin ayuda no podría rodearlos.

Era un tipo duro, pero había sido educado conforme a las respetables aptitudes propias de un hombre libre del clan Samayoki. Pese a no ser poeta, tenía la habilidad de componer unos versos aceptables si la ocasión lo requería. Se subió al pique de proa y le gritó a la tormenta palabras que llegaron hasta los oídos de sus hombres:

«Virando hacia el norte, navegando desde los claros conocidos,

la tempestad nos trae la espuma que nos baña,

la que nos trae el barco viene enloquecida.

El ingenio pronto se desarmará,

fracasará, se hundirá…

¡A la tormenta esa destreza le falta!

Reclínate y llama

a todo lo que viene nadando cerca.

Y navega pues hacia el norte».

Tras la ofrenda a los dioses, se puso el cuerno en los labios y lo hizo sonar con una llamada dirigida a su huukin.

Al oírlo, la enorme bestia se aproximó y Kalava se adelantó bajando los asideros y, con una cuerda atada a la cintura por seguridad, saltó por la borda para caer sobre el ancho lomo. Se mantuvo de pie pese a que los dos hombres que le siguieron cayeron al mar y tuvo que tirar de ellos para sacarlos. Todos juntos montaron el huukin y lo guiaron hasta que se situó entre los postes, donde lograron atarle el arnés.

—He esperado demasiado tiempo —admitió Kalava—. Ayer habría sido más fácil. Bueno, así podréis fanfarronear cuando lo contéis en casa, ¿verdad?

Sus compañeros volvieron a subirles a bordo, al tiempo que amarraban las velas. Kalava vio las riendas por primera vez; el huukin tiraba poderosamente, con la cola y las aletas agitando la espuma que el viento azotaba y lanzaba hacia un mar abierto y desconocido.