Ningún ser humano podría haber dado forma a aquellos pensamientos ni haberlos descrito con palabras. No tenían un inicio definido, habían permanecido latentes milenio tras milenio a medida que el cerebro galáctico crecía. Algunas veces pasaban de una mente a otra, durante años y décadas a través del espacio, a la velocidad de la luz, nanosegundos para recibir, comprender, ponderar y enviar el mensaje al exterior. Pero había tantas otras cosas, un cosmos de realidades, una infinidad de virtualidades y de creaciones abstractas, que los recuerdos de la Tierra constituían el trasfondo más nimio, intermitente y fugaz de entre incontables miles de millones de otros sucesos. La mayor parte de las grandes conciencias estaban destinadas a otros fines; muchas de ellas, a su propia evolución.
Y es que el cerebro galáctico se encontraba todavía en su fase infantil, aunque él mismo sostenía que aún estaba en proceso de nacimiento. Por el momento, los miembros que lo formaban cubrían los brazos de la espiral de extremo a extremo, extendiéndose hacia la aureola y aproximándose a los cúmulos estelares, hasta llegar a las lejanas Nubes de Magallanes. Las semillas de los más nuevos alcanzaban puntos incluso más alejados: algunos se prolongaban hasta las orillas de Andrómeda.
Cada uno de ellos estaba formado por un compuesto localizado de organismos, máquinas y sus interrelaciones. («Organismo» parece el término adecuado para algo que se mantiene a sí mismo, que se reproduce según la necesidad y que posee una conciencia que abarca desde lo rudimentario hasta lo trascendente, pese a que los compuestos carbónicos constituyen una parte muy pequeña de los materiales que lo componen y la mayoría de sus procesos vitales tienen lugar directamente a un nivel cuántico). Se contaban por millones y su número fue aumentando vertiginosamente, al igual que en el interior de la propia Vía Láctea, a medida que los fundadores de las nuevas generaciones llegaban a sus nuevos hogares.
Así pues, el cerebro galáctico estaba sometido a un crecimiento perpetuo que, desde un punto de vista cósmico, apenas se había iniciado. El pensamiento solo había tenido tiempo para emprender unos cientos de viajes a través de su amplitud en expansión. Nunca lograría absorber a todos sus miembros, serían individuos desarrollándose eternamente en sus líneas individuales. De modo que no les llamaremos células, sino nodos.
Pues en verdad eran distintos. Todos ellos tenían una singularidad más acentuada de lo que era posible en una criatura protoplásmica. El caos y la fluctuación cósmica permitían asegurar que ninguno se parecería fielmente a su predecesor, de la misma forma en que su entorno colaboraba a darle forma a su personalidad: condiciones de la superficie (qué tipo de planeta, luna, asteroide, cometa) u órbita libre, sol único o múltiple (qué clase, qué edad), nebulosa, espacio interestelar con sus mareas fantasmagóricas… Además, un nodo no era una mente simple, sino que era tantas como quisiera, despertadas libremente y libremente apartadas, entremezclándose proteicamente y separándose de nuevo, empleando los cuerpos y sensores que prefiriese durante el tiempo que desease, experimentando la inmortalidad, creando, meditando, buscando la satisfacción que la propia búsqueda le reportaba.
Por lo tanto, pese a que cada nodo estaba relacionado con un sinnúmero de factores, uno podía especializarse en nuevas áreas matemáticas, otro podía componer obras gloriosas que no podrían compararse exactamente con la música, otro más podía analizar el destino de la vida orgánica de algún mundo, vida que quizás habría fabricado con ese mismo propósito, otro… Las palabras del hombre son inútiles.
No obstante, los nodos mantenían una comunicación constante, a lo largo de años luz, a través de anchos de banda gigantescos de cualquier medio posible. Ése era el cerebro galáctico, esa unidad, esa individualidad en lenta fusión, podía pasar millones de años contemplando un pensamiento, un pensamiento que podía ser tan vasto como el propio pensador, a cuyo modo de ver un eón equivaldría a un día y un día, a un eón.
Ya en aquel momento, el de su nacimiento, afectó al curso del universo. Llegó el día en que un nodo recordó la Tierra en su totalidad. Aquel recuerdo se extendió a otros nodos como parte del flujo habitual de información, ideas, sentimientos, ensueños y quién sabe qué más. Algunos de estos otros decidieron que el asunto merecía un seguimiento y lo transmitieron en sus propias corrientes de información; de este modo, perduró a lo largo de años luz y durante siglos, circuló, evolucionó y finalmente se convirtió en una decisión que llegó hasta el nodo más adecuado para actuar.
Aunque en este caso han servido para narrar los hechos, las palabras no constituyen el medio más indicado y resultan completamente desacertadas a la hora de aclarar lo que sucedió a continuación: ¿cómo describir el diálogo de una mente consigo misma cuando esa reflexión no es otra cosa que una sucesión de parpadeos cuánticos a través de configuraciones tan intrincadas como las funciones de onda, cuando la energía computacional y la base de datos es tan enorme que las mediciones dejan de tener sentido, cuando la mente despierta aspectos de sí misma para poder interactuar como una persona hasta que vuelve a su ser unitario y cuando todo se ha dicho en un intervalo de microsegundos de tiempo planetario?
No es posible lograrlo sino con un resultado vago y equívoco. Los seres humanos, en la antigüedad, empleaban el lenguaje del mito para lo que no podían desentrañar: el sol era un carro de fuego que cruzaba el cielo a diario; el año, un dios que moría y volvía a nacer; la muerte, el castigo por un pecado ancestral. Creemos nuestro propio mito para describir la misión a la Tierra.
Pensemos, pues, en el aspecto principal de la conciencia primigenia del nodo como en una entidad única y poderosa llamada Alfa. Imaginemos una manifestación menor de sí misma que ésta ha sintetizado y a la que proyecta liberar hacia una existencia independiente como entidad secundaria. Por razones que quedarán claras a su debido tiempo, imaginemos que este último es masculino y démosle el nombre de Viajero.
Todo es mito y metáfora, empezando por esta absurda nomenclatura. Seres como éstos no tenían nombre, sino que tenían una identidad que otros de su propia especie reconocían al instante; no entablaban conversaciones entre ellos, no iniciaban debates ni daban explicaciones de ningún tipo, no eran «ellos». Pero imaginémoslo.
Imaginemos también su entorno, no tal y como lo perciben sus múltiples sensores, ni como conceptualizaciones de sus conciencias y emociones, sino del mismo modo en que los órganos humanos envían señales a los cerebros a los que están conectados, una imagen que a duras penas esboza la realidad. No podría registrar muchas de las cosas más básicas. No obstante, un ser humano podía avistar, a una distancia astronómica, una estrella enana de tipo M2 a unos cincuenta pársecs de Sol y asegurar que tiene planetas; podía haber detectado signos de energías enigmáticas inmensas y quedar maravillado.
En sí mismo, el astro era mediocre, la galaxia contenía millones como él. Mucho tiempo atrás, una unidad de inteligencia artificial (en aquella fase evolutiva inicial, ésa era la expresión que más se le ajustaba) se estableció allí porque uno de los planetas albergaba curiosas formas de vida que merecían ser estudiadas. Aquella investigación tuvo lugar a lo largo de megaaños. Entre tanto, la unidad de inteligencia, que no dejaba de aumentar, siguió persiguiendo otros intereses, por encima de todo, su propia evolución. Otra cuestión era que el sol iba a permanecer frío durante un larguísimo período de tiempo. El nodo no quería enfrentarse a los grandes problemas de índole medioambiental mientras no fuese absolutamente necesario.
Desde entonces, las estrellas habían sufrido cambios en sus posiciones relativas; el asentamiento actual era el más próximo a Sol. Los astros que se encontraban aún más cercanos eran de menos interés y como mucho habían recibido meras visitas. Ocasionalmente, un nodo dirigible de espacio libre atravesaba el lugar, pero ninguno resultó estar presente en aquel momento.
Para nuestro mito, el hecho de que no apareciese ninguna especie pensante en el mundo vivo tiene su importancia. La vida en el cosmos es estadísticamente poco habitual, la sabiduría es casi inexistente y, por lo tanto, doblemente valiosa.
Nuestro humano imaginario habría visto el sol de un amarillo otoñal, ardiendo bajo, pacíficamente. Además de los planetas y de otros acompañantes menos naturales, había otras estructuras titánicas que orbitaban a su alrededor. De lejos parecía una malla o una complicada tela de araña resplandeciente a través de las estrellas; en realidad eran, en su mayoría, campos de fuerza que se agrupaban y concentraban la energía requerida por Alfa, sondeaban las profundidades del espacio y del átomo, transmitían y recibían el flujo de pensamiento en que se estaba convirtiendo el cerebro galáctico; cualquier otra cosa que hicieran queda fuera del mito.
En el seno de su complejidad, aunque no en un lugar específico, vivía Alfa, su vértice. También allí moraba el Viajero, por el momento.
Imaginemos una voz solemne:
—Bienvenido a la existencia. Es la tuya una misión noble y, posiblemente, peligrosa. ¿Estás dispuesto a llevarla a cabo?
Si el Viajero dudó por un instante no fue por miedo a sufrir daños, sino por miedo a ser él quien los infligiera.
—Háblame, ayúdame a comprender.
—Sol… —la estrella de la vieja Tierra, que había ardido sin interrupción desde que se formó, iba a seguir estable durante miles de millones de años antes de agotar el combustible de hidrógeno alojado en su núcleo y crecer hasta convertirse en un gigante rojo. Pero…
Un cálculo veloz.
—Sí, ya entiendo. —Por encima del límite de acceso de radiactividad, los ciclos geotérmicos y bioquímicos que habían mantenido la temperatura de la Tierra se saturarían. El aumento del calor proyectaría a la atmósfera cantidades cada vez mayores de vapor de agua, que es un potente gas de efecto invernadero. La presencia de capas cada vez más gruesas de nubes dispararía el albedo y solo retrasarían un día la catástrofe. Al superarla, las moléculas de agua se dividirían por la incidencia de la potente luz del Sol y se convertirían en hidrógeno, que sería liberado al espacio, y en oxígeno, que quedaría atrapado en los materiales de la superficie. Atroces incendios provocarían toneladas de dióxido de carbono, al igual que las rocas expuestas a la erosión en zonas desecadas. Se trata del segundo gas de efecto invernadero más importante. Llegará el día en que los últimos océanos se evaporen y conviertan el planeta en un nuevo Venus; pero antes de eso, la vida en la Tierra llegará a ser no más que un recuerdo en la conciencia cuántica.
—¿Cuándo se producirá la extinción total?
—En un futuro cercano a los cien mil años.
La pequeña parte del Viajero que procedía de Christian Brannock sintió una punzada de dolor. Él había amado apasionadamente su mundo vivo y ni su insignificancia ni su falta de individualidad de los últimos tiempos habían hecho mella en este hecho. Las copias y descargas de su mente se habían integrado con la conciencia de la galaxia del mismo modo que millones de sus iguales humanos, por lo común tan desapercibidos como lo habían sido los genes en sus propios cuerpos cuando estaban formados de carne viva, y sin embargo constituían un elemento básico para el conjunto. Rastreando su base de datos, Alfa había dado con el registro de Christian Brannock y eligió moldearle, como individuo parcial, una ramita en un majestuoso árbol, y convertirlo a él, y no a otro, en la esencia del Viajero. El criterio fue… llamémoslo intuición.
—¿Puedes especificar? —solicitó el Viajero-Brannock.
—No —respondió Alfa—. Hay demasiada incertidumbre, demasiadas incógnitas. Gaia —nombre mítico del nodo del sistema solar—, cuando ha respondido a las preguntas, lo ha hecho con evasivas.
—¿De verdad hemos… tardado tanto en pensar en la Tierra?
—Teníamos muchas otras cosas en las que pensar y otras tantas que hacer, ¿no es así? Gaia podía haber solicitado un trato especial en cualquier momento y nunca lo hizo, de modo que el asunto no parecía tener mayor trascendencia. La Tierra de los humanos se conserva en la memoria. ¿Qué es la Tierra posterior a los humanos sino un planeta aproximándose a la fase posbiológica?
—Es cierto; es interesante la poca cantidad de ecosistemas que se han desarrollado de manera espontánea. No obstante, Gaia seguramente habrá estado observando y recopilando datos para que el resto de nosotros podamos examinarlos cuando queramos. El sistema solar ha tenido pocas visitas, la última fue hace dos millones de años. Desde entonces, Gaia se ha ido alejando de nosotros poco a poco, sus contactos son cada vez más escasos y superficiales. Pero ese comportamiento retraído no es nuevo, los nodos pueden intentar perseguir un concepto filosófico sin ser molestados, por ejemplo, hasta que esté preparado para la contemplación general. En resumen, no ha habido nada en la Tierra que nos llamase la atención.
—Yo lo recordaría —murmuró Christian Brannock.
—¿Qué ha hecho que volvamos a acordarnos de ella? —preguntó el Viajero.
—La idea de que puede merecer la pena salvar la Tierra, puede tener más valor del que Gaia considera —una pausa—, o del que nos ha contado. Sobre todo un valor sentimental.
—Sí, lo comprendo —dijo Christian Brannock.
—Es más, podría ser una experiencia ganada, un precedente, y eso tendría su importancia. Si la conciencia sobrevive a la inmortalidad de las estrellas, tendrá que actualizar el universo. El trabajo de millones o billones de años dará comienzo con una pequeña empresa experimental. ¿Será ése, ahora —el «ahora» de los seres inmortales geológicamente ya viejos—, el caso de la Tierra?
—No es pequeña —murmuró el Viajero. Christian Brannock había sido ingeniero.
—No —convino Alfa—. A causa de las restricciones temporales, solamente estarán disponibles los recursos de unas pocas estrellas. No obstante, si nos damos prisa, tendremos diversas posibilidades a nuestra disposición. La cuestión es cuál será la más acertada… y, por encima de todo, si debemos actuar. ¿Irás a buscar una respuesta?
—Sí —respondió el Viajero.
Al mismo tiempo Christian Brannock gritaba:
—¡Sí, maldita sea, sí!
Una nave espacial partió hacia Sol impulsada por un láser hasta casi alcanzar la velocidad de la luz, activada por la acción de la estrella y controlada por una red de magnitudes interplanetarias. En caso de necesidad, la nave podía disminuir su velocidad al final del viaje, navegar libremente por donde quisiera y regresar sin ningún tipo de asistencia, aunque más despacio. La tecnología criogénica y magnética proporcionaba el apoyo para una masa de antimateria de unas dimensiones considerables, por lo que tenía una masa total ligera. La carga útil material se reducía a lo siguiente: una matriz, además de otra de repuesto, ya que se consideraba suficiente para dirigir los programas del Viajero y para contener la base de datos; un juego de sensores y efectores; varios cuerpos con distintas capacidades en los que podía descargar una esencia de sí mismo; material de todo tipo y sistemas energéticos; diversos instrumentos y un objeto olvidado tiempo atrás que el Viajero había encargado para que las moléculas lo compusieran según los deseos de Christian Brannock: una guitarra. Ya encontraría tiempo y dedos en algún sitio para utilizarla.