A la editora Susana Sánchez, por su confianza e ilusión en este proyecto. A Mauro Cavaller, por su colaboración más allá de lo que el deber le exigía. A Claudia Carreras y a Eva Ramírez, por sus lecturas desinteresadas. A Carme García, Moisés Sánchez, Ton Marcet y Perfecte Sanchis, por un soporte cuya tangibilidad sería muy difícil explicar aquí. A Montse Torres, por sus aportaciones como documentalista. A la joven plantilla de las Minas de Cercs. A Mayé y M.a Àngels, guías de la simpatía en Can Vidal. A Mateu, el hombre de l’Ametlla de Merola, capaz de transportarte a la cotidianidad de un pasado que él mismo vivió. A la doctora Elisenda Florensa, por sus conocimientos. A la casa consistorial de Manresa cuya atención y puntualidad fueron impecables.
A Armand y Arlet, por entenderme. A Juanjo, por sus sabios e impagables consejos. A Josep Punset, el mejor mentor del mundo. A Marisol Martínez, por recordarme que comiera cuando los tiempos de entrega me tenían absorbido. A David, por transmitirme un poco de su perseverancia. A Conchita de Vega, por sus valiosos recuerdos sobre una época que no tuve oportunidad de conocer. A Leopoldo, por leer mis dudas y ayudarme a resolverlas. A Bea, quien confió en la novela desde sus inicios, aportando calor y cariño todo el tiempo. A Concha, por estar ahí, animada y animosa. A Pepe, lector y sagaz crítico, con ese don de la opinión justa, certera. A Beatriz, cuya fe supo salvar muchos quilómetros y ofrecer comentarios oportunos. A Lluís Sola e Igor Muñoz, tanto monta, monta tanto. A Laia y a Martina, una por estar siempre, la otra por llegar siempre en el momento justo.