Capítulo 100

Cerca de la verja exterior de la finca Casamunt pararon los tres carruajes y poco a poco fueron bajando todos los viajeros. El primero fue Rosendo, que recorrió los alrededores con la mirada. El polvo del camino y la sequedad del ambiente daban al paisaje una apariencia desgastada, vieja. El sol refulgía en el cielo pero su brillo parecía no llegar al suelo, medroso a la hora de alimentar unas tierras cansadas por el paso de los siglos.

Atrás, los dos hijos se afanaron en bajar primero la silla y luego a Pantenus. El resto de los acompañantes se reunió alrededor del anciano, como si de un oráculo se tratara. De improviso, un quejido lastimero: la vieja reja metálica se abría empujada con decisión por Rosendo Roca. El patriarca parecía haber recuperado la aureola de su mítica altura la juventud del pasado, la solidez invencible de su apellido, famoso en toda la comarca y más allá, hasta la ciudad, incluso hasta Escocia.

Rosendo Xic y Roberto bajaron las seis sacas que resumían los esfuerzos de toda una vida. Cogieron dos cada uno y las otras dos las reclamó Pantenus para colocárselas en su regazo. Arístides ya se había colocado a su espalda, asumiendo su función de extraño conductor. Los caballos y los carreteros se quedaron indiferentes al sol del mediodía. Así en la distancia, el heterogéneo grupo parecía adentrarse en un terreno indómito, un mundo prohibido también para ellos y por eso avanzaron con lentitud, conocedores de un desenlace complicado.

A medida que ascendían, el camino se tornaba más abrupto debido a los grandes surcos del descuido. Arístides debía ir con tiento porque justo en el centro de la vía una cresta de broza se espesaba impidiendo el paso normal de las ruedas de la silla. Efrén Estern chasqueó de nuevo los dedos y sus dos sayones se colocaron a los flancos de la silla de Pantenus y lo elevaron, resueltos a salvar los obstáculos. Tras ellos, el director del Banco de Crédito Hipotecario y su acólito cerraban el grupo.

Más adelantado, Rosendo se había detenido ante la puerta de entrada. Hierático, levantó la vista y rememoró su llegada a la mansión cincuenta años atrás y, con ella, el pavor al ridículo que finalmente había vencido pensando en lo poco que podía perder. Desde la distancia de los años recordaba la escena con total fidelidad, escindido de sí mismo, apenas un joven que pugnaba por dejar de serlo. Inspiró fuertemente como para decir algo y empezó a concatenar los pasos con decisión.

Los demás lo seguían a distancia observándolo, respetándolo. Ése era su momento y ellos estaban allí para apoyarlo en su última aventura, como lo habían hecho durante toda la vida. Cuando atravesaron la puerta de entrada tuvieron la sensación de transportarse a una época pretérita, un tiempo donde el derecho feudal regía los designios de las gentes, de los poderosos y los humildes, de los ricos y los pobres, de los nobles y los plebeyos, de los Casamunt y el resto. Corría una suave brisa por el patio interior que provocaba un ligero silbido al infiltrarse en los recovecos del caserón, un caserón rendido por fin ante el asedio que Rosendo Roca había ejercido con tesón inquebrantable durante cincuenta años.

Todos se miraron entonces recíprocamente, excepto Rosendo que, movido por un impulso interior, guió sus pasos hacia la puerta entreabierta. Subió las mismas escaleras de aquella lejana primera vez en que irrumpió en mitad del baile de puesta de largo de Helena Casamunt y empujó el portón de madera desgastada por los años. Traspasó el umbral y su enorme cuerpo se introdujo en la oscuridad del vestíbulo. Esperó unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la sutil claridad y al final de la estancia vio otra puerta, también entornada. Se acercó hasta ella y la abrió con cautela, apareciendo ante sí un salón más iluminado. Las ventanas con las cortinas descorridas dejaban pasar la luz atenuada. Los cristales, antaño transparentes, se habían tornado translúcidos a fuerza de años. El espacio emanaba todavía sobriedad y señorío.

Rosendo empezó a caminar. Al fondo, en un gran sillón de cuero granate pálido, Helena Casamunt se erguía con los ojos muy abiertos, intentando aparentar un máximo de dignidad y disimulando en lo posible el rastro que habían dejado en ella el paso de los años y las decepciones.

En los primeros tiempos al frente de las propiedades Casamunt, Helena había renunciado a los lujos a fin de equilibrar los gastos con los escasos ingresos con que contaba. Sin embargo, la interminable pérdida de arrendatarios, su testarudez en no vender ninguna posesión de la familia, los impuestos anuales sobre la propiedad inmobiliaria y, sobre todo, la herencia de las deudas de su difunto marido la habían abocado a hipotecar progresivamente la mayoría de sus pertenencias. Para conseguir acreditar un valor incluso mayor que el de la suma total de los dominios Casamunt, su abogado se las había ingeniado para conseguir préstamos hipotecarios de entidades bancarias y sociedades de crédito lo suficientemente dispersas e inconexas. Era sorprendente que en aquella precaria situación el desgastado cuerpo de Helena Casamunt luciera un sensacional vestido nuevo de un impecable y elegante tafetán verde claro además de unas joyas espléndidas. Sólo su orgullo y su arrogancia podían explicar aquel hecho.

Estaban los dos solos en la estancia. El crepitar de la chimenea caldeaba el ambiente con su agradable ruido y contribuía al aspecto de engañosa riqueza del salón. Cuando Rosendo estuvo frente a ella, Helena habló:

—No te esperaba tan pronto. —El sonido de su voz era profundo y llenaba el ambiente con su eco—. Sigues sin hablar —continuó—, la pérdida de tu mujer fue sin duda un gran disgusto.

Un odio fugaz cruzó la cara de Rosendo aunque enseguida se apaciguó. Esa extraña mujer, a pesar de estar ante él, quedaba ya muy lejos, muy atrás, encerrada en su mundo anacrónico e imposible, aletargada entre sus tules y sus sedas y la persistencia en el recuerdo de una grandeza perdida. No podía alcanzarle con sus insidiosos dardos.

—Veo que vienes con las manos vacías. Supongo que, después de todo, ha sido demasiado para ti —concluyó Helena con un inicio de sonrisa en el rostro.

En ese momento, la puerta volvió a abrirse y apareció el abogado Moisés Ramírez, que se había encontrado con el resto de la comitiva en el vestíbulo poco después de entrar Rosendo.

—Señora Casamunt, a pesar de mis previsiones, creo que… lo tienen todo preparado —dijo el abogado con la voz azorada y una mueca de disgusto.

Una extraña rigidez se apoderó de Helena Casamunt. Su última venganza y la más deseada no iba a consumarse. Aunque el dinero pudiera saldar deudas y proporcionarle cierto bienestar, eso no era lo que ella quería. Un millón de reales era una cantidad nada desdeñable, pero suponía la victoria de Rosendo Roca, algo inaceptable. Comenzó a sentir los brazos de la ira oprimiéndole el pecho.

Roberto y Rosendo Xic llevaron las sacas que portaban y las colocaron encima de la gran mesa de madera maciza. El último viaje lo hizo el hijo mayor, que se acercó hasta la silla de Pantenus y guiñándole un ojo de manera sutil, levantó los dos fardos que descansaban en su regazo. Los colocó encima de la mesa y, a continuación, ante la mirada atenta de los presentes y especialmente del notario Armas-Mirabent y el abogado Ramírez, abrió la primera de ellas y, con total parsimonia y lentitud, en una especie de ceremonia propiciatoria, empezó a contar pública y pulcramente los billetes.

Empujado por el director Gallart, el subalterno se adelantó y se dispuso a ofrecer su habilidad y experiencia para ayudar al conteo. Rosendo, sin dejar de mirar a Helena a los ojos, levantó una mano y la puso en el pecho del empleado de banca, obligándolo a permanecer quieto. Al ver que la señal de Rosendo Roca no variaba, el oficinista volvió al lado de su director, que lo recibió con cara neutra.

Mientras tanto, Rosendo Xic seguía colocando billetes de veinticinco pesetas uno encima de otro, haciendo montones de diez, que después se convertían en pilas de cien y se expandían por toda la mesa, en un goteo exasperante sobre una cuadrícula perfecta.

Los minutos pasaron lentos, pesados. Al finalizan Rosendo Xic se quedó inmóvil con el semblante contraído y confuso.

—Faltan cien pesetas —dijo finalmente con voz apenas audible.

Helena dio un respingo. Cualquier defecto de forma podía cambiar la situación completamente. Sintió nacer una chispa de optimismo. Sin embargo, cuando estaba a punto de hablar, la interrumpió una risa apagada. Todos prestaron atención para identificar el origen de aquel carraspeo. Pantenus se agitaba al ritmo de su propio júbilo hasta que apareció una tos peligrosa para su delicada salud. Levantó una mano para suplicar que le concedieran un momento y cuando estuvo seguro de que el silencio era suyo, firmó su broma:

—¡Esta ronda la pago yo! —Y rió de nuevo hasta que pudo suplicar una disculpa mientras sacaba del interior de un bolsillo cuatro billetes que sin duda había sustraído de una de las sacas de cuya custodia se había encargado durante el viaje—. Perdonen ustedes a este viejo chiflado. No lo he podido evitar, son ya tan pocos los momentos de protagonismo para alguien como yo…

Entonces, superponiéndose a las risas de los hijos Roca, intervino Arístides con el objetivo de desviar la atención de la inoportuna chiquillada de su mentor:

—Aquí tiene usted el millón de reales; las doscientas cincuenta mil pesetas. Ahora, si lo desea y ante la presencia de su abogado, puede usted proceder a un segundo conteo. En cualquier caso, nos acompaña el señor Armas-Mirabent, el notario que dará fe de la entrega de la cantidad estipulada. En este documento que le presento a continuación puede usted firmar, con lo que, como debe usted saber, las antiguas propiedades de las tierras yermas de los Casamunt y las propiedades colindantes con el río, así como todo lo que hoy en día contengan, pasarán a formar parte del patrimonio del señor Rosendo Roca y herederos.

Helena, enrabietada, con la boca apretada y la mirada airada, giró la cabeza en dirección a Moisés Ramírez. El abogado desvió la vista, avergonzado: su gesto delataba que no negaría las condiciones contractuales mencionadas por su colega.

—Si se negara usted a firmar, y es muy libre de hacerlo, el señor notario haría constar la entrega de la cantidad estipulada en el plazo convenido, indicando que se negó usted a rubricar el final del contrato —continuó Arístides con convicción—. Lo cual implicaría que tendríamos que retirar el dinero y vernos de nuevo en los tribunales. El señor juez exigiría el cumplimiento del contrato y usted percibiría este mismo dinero tras el juicio.

Esta vez fue Moisés Ramírez quien, partidario de poner cuanto antes fin a aquella agonía, miró a la señora Casamunt y asintió despacio, confirmando las palabras de Arístides Expósito.

El rostro anguloso de Helena buscó algún gesto de duda o vacilación o tal vez algún indicio que le permitiera contar con una alternativa distinta que diese la vuelta a la situación. El resultado de los hechos se había presentado ante la última Casamunt como un mazazo contundente sobre unos cimientos ya de por sí debilitados. Recibir el cuantioso importe no pasaba de ser un insípido consuelo. Reflexionó al respecto.

Finalmente, alargó la mano para recoger la pluma que Arístides le ofrecía e imprimió en el papel una firma irregular. El abogado aplicó el papel secante y el tampón y devolvió el documento al cartapacio del que había salido. Acto seguido, se dirigió hacia la puerta y esperó junto a ella; su labor en aquel asunto había concluido. Ante el movimiento del abogado, Efrén señaló a sus ordenanzas la silla de Pantenus para que la sacaran de vuelta. Pese a que no era necesario, lo alzaron como a un emperador, un último homenaje a otro de los artífices del milagro Roca. Efrén y Arístides salieron tras ellos.

Debería haber terminado ya todo; sin embargo, en ese momento, el director del banco y su empleado se acercaron a Helena Casamunt y le entregaron varios documentos. Por la mirada de los dos hombres supo Helena que algo no andaba bien.

—Señora Casamunt, lamento las maneras, pero en virtud de la suma de deudas e hipotecas que tiene usted contraídas con varias entidades financieras, entre ellas el propio Banco de Crédito Hipotecario, debo informarle de que se ha constituido recientemente una junta corporativa y solidaria de la que soy representante y portavoz. El señor notario está aquí también a este efecto. —El discurso del banquero parecía estar perfectamente estudiado—. Dado que a partir de este momento no contará usted con los ingresos procedentes de los beneficios del negocio Roca, sus garantías pasan a ser insuficientes y, consecuentemente, sus finanzas no gozan ya de la mínima solvencia requerida; tampoco a usted se le habrá escapado que el pago de la suma de los intereses ascendía ya últimamente a cifras superiores a sus ingresos. En poco tiempo estará usted nuevamente, en situación de bancarrota. Ante la evidencia de su sobrevenida liquidez y siendo preferible solventar privadamente este asunto antes que vernos todos involucrados en indeseables procesos judiciales, procedo al cobro legal de los adeudos, que ascienden en el día de hoy, sumados ya intereses, recargos y gravámenes, a ciento ochenta y nueve mil seiscientas treinta y siete pesetas y cincuenta y cuatro céntimos. Mi empleado hará efectiva la operación y le entregará el recibo correspondiente más las cancelaciones de todas sus obligaciones con las diversas entidades en las que su letra ha conseguido tratos que, debo añadir, vistos en conjunto rayan la ilegalidad. Si me permite un consejo, debería usted comenzar a vender propiedades lo antes posible, en caso contrario y teniendo presente que no cuenta con ingresos, se la comerán los impuestos.

Helena, con la misma mirada ausente e insensible, vio cómo la tremenda cantidad de billetes que antes llenaba la mesa fue disminuyendo de manera inapelable y retornó a cuatro de las sacas. Junto a los montones que quedaron, el empleado del banco dejó en pulcras pilas de monedas el cambio correspondiente al pico de la deuda saldada.

Rosendo Roca permanecía clavado en el mismo sitio, sin abandonar la estancia y sin dejar de escudriñar directamente los ojos de Helena Casamunt. A su lado, sus hijos contemplaban con solemnidad la escena.

Una vez efectuada la operación, el director del banco, su empleado y el notario dedicaron una inclinación de cabeza a los presentes y desaparecieron cargados con las sacas.

El siguiente en actuar fue Moisés Ramírez, el letrado de Helena Casamunt. Se colocó delante de Helena y le presentó un nuevo papel, sin que ella hiciera nada por entenderlo, mirarlo o cogerlo siquiera.

—Señora Casamunt, usted sabe que en los últimos años no he escatimado tiempo en aras del bien de los Casamunt, aun cuando los beneficios que dicha actuación pudiese reportar a mi bufete fueran más bien escasos debido a los retrasos acumulados en los pagos, por no hablar de ciertos riesgos legales emprendidos. Por eso, y en vista de que ahora usted sí dispone de liquidez, le ruego que acepte saldar el importe que se me adeuda. En este escrito quedan reflejados todos los gastos y los conceptos correspondientes. Deseo fervientemente que se dirija a nuestras oficinas en Navas para establecer nuevos mecanismos de trabajo cuando crea que necesite de nuestros servicios si es el caso que decide usted vender algunas de sus propiedades. Ha sido un placer trabajar para usted y para toda su familia durante todos estos largos años.

Y, recogida de encima de la mesa la cantidad exacta, el abogado se dirigió hacia la puerta. Ante un gesto de su padre, salieron también de la estancia los hijos Roca. Permanecieron allí sólo Rosendo y Helena, uno de pie haciendo aún gala de una pose imponente y la otra sentada, manteniendo la compostura aunque sumida en la rabia, la impotencia y el abandono.

Rosendo alzó entonces la vista alrededor y se notó observado por los retratos de toda una estirpe, testigos ahora de su triunfo. Allí estaba Valentín Casamunt con los perros de caza y una perdiz inerte en una de sus manos. Fernando, el pelo de color oro viejo y la espalda un tanto arqueada hacia atrás, se apoyaba en una mesa alta con los pulgares en los pequeños bolsillos de su chaleco. La mirada azul desafiaba a su enemigo y a su hermana, la última representante de su linaje. Rosendo se colocó frente a Helena y los antagonistas se observaron sin decirse nada.

¿Qué caprichos del destino habían determinado que aquellas dos personas, aquellas dos familias, contrastaran de modo tan opuesto? ¿Era sólo la clase social o había habido algo más que distinguía sus intereses y empeños? Del mismo modo que Rosendo Roca se había mostrado flexible y tenaz a lo largo de su vida, aprendiendo de todos y de todo, Helena Casamunt había vivido de forma altiva y caprichosa. El primero había nacido solo pero vivía ahora rodeado de amigos y de renombre; la segunda había nacido rodeada de gente, lujo y nobleza, pero se había quedado sola. Así como Rosendo Roca nunca había aceptado la injusticia, Helena Casamunt continuaba sin aceptar la justicia, ni siquiera la de ese momento.

Rosendo se acercó al sillón para poner su cara a la altura del oído de Helena. Ella sintió entonces nacerle del vientre un latigazo de esperanza y casi sin querer, de manera imperceptible, acercó su cabeza hacia Rosendo. Y en un último esfuerzo que sonó acartonado, implosivo, la boca de Rosendo se abrió para hablar: era el monólogo que resumía sus vidas:

—Una vez, cuando yo era pequeño, acompañé a mi padre para vender a un vecino el fruto de nuestro trabajo. Allí, con la firme voluntad de darle una pequeña alegría a mi familia, empujado también por el hambre y la inconsciencia de la niñez, cogí una apetitosa manzana roja de un árbol del vecino. La guardé entre mis ropas hasta llegar a casa para entregársela a mi madre. Cuando se supo su origen, mi padre me propinó una paliza y mi madre me dijo entonces unas palabras que aún hoy no he olvidado: «Jamás disfrutes de algo que no te hayas ganado con tu esfuerzo. Jamás, pues no te traerá más que desgracias».

El ápice de esperanza de Helena se congeló en su rostro. Rosendo se incorporó y se encaminó con paso firme hacia la puerta. Justo antes de traspasarla se detuvo y dirigió una última mirada hacia el interior. Helena, la última de los Casamunt, rodeada de los cuadros de sus antecesores, se había quedado inmóvil al fondo de la estancia, empequeñecida por la perspectiva y por los hechos. Rosendo Roca le volvió la espalda y cruzó el umbral que conducía a la salida de aquel recinto de la mezquindad por fin extinta.

El silencio ulcerado se escondía bajo la alfombra, el sillón y la mueca impávida de Helena. Con la espalda cada vez más curvada, los ojos de la señora Casamunt sólo alcanzaban a ver el suelo y el crepitar de la leña que ardía frente a ella. El calor de las llamas no le molestaba ni le quemaba el rostro, todo lo contrario: la mantenía en su alienación mientras su memoria evocaba una y otra vez lo sucedido hacía sólo unos instantes. Rosendo Roca había vencido. Cincuenta años después de que aquel deshonroso campesino irrumpiera en su puesta de largo y padeciera la humillación lanzada por Valentín, éste y su apellido habían recibido la ignominia en pago a lo sucedido.

Helena Casamunt era incapaz de elevar su mirada y enfrentarse a la cruda realidad. Se había pasado la vida queriendo evitar lo que acababa de ocurrir y ahora ya no le quedaba nada más por hacer. A lo largo de ese camino había perdido a toda su familia; también a su sobrino Álvaro.

—Álvaro —susurraron sus labios agrietados en silencio sin que el resto de su marchito cuerpo respondiera.

Ese muchacho la quiso de verdad. Había sido la única persona en hacerlo. De eso también estaba segura.

Helena se esforzó hasta el temblor para alzar la mirada. Al hacerlo se encontró con los retratos de todos los miembros de su familia que ya no estaban, cual fantasmas recriminatorios provenientes de un pasado del que sólo quedaban pequeñas estelas de ceniza y sombra. La señora parpadeó en un movimiento breve y reiterativo para humedecer sus ojos. A través de la nebulosa de esa aridez continuó observando los rasgos resistentes al tiempo de todos esos semblantes momificados. Se dio cuenta de que nunca había conseguido llorar sin convertir el llanto en un gesto interesado. Se preguntó si ella no disponía de ese mecanismo que el resto de la humanidad parecía emplear incluso en demasía. O quizá la pena no era un sentimiento al alcance de todo el mundo. En su caso, la rabia y el rencor eran los agentes que solían movilizar toda acción. Y, vislumbrando frente a sí el final de ese camino revestido de pérdidas, la señora Casamunt supo que ninguno de esos elementos resultaba útil.

Era un hecho real y trágico al mismo tiempo: ya no contaba con las tierras de la mina ni de la colonia, las únicas que por aquel entonces habían continuado ofreciéndole un mínimo de ingresos. Ni tampoco con el precio que les había puesto su difunto padre. Los otros terrenos, desatendidos, se habían vuelto yermos hacía ya mucho. Lo único que le quedaba era ese viejo caserón, campos abandonados y un puñado de dinero.

Se distrajo de sus pensamientos cuando escuchó el resonar de los pasos de Manuela. Todavía acudía a casa de Helena todos los días para llevarle la comida que preparaba en su hogar. Hacía ya algunos años que, tras la muerte de Álvaro, la única superviviente de su saga había abandonado todo interés por el servicio y había despedido a los empleados que quedaban, optando así por permanecer en casi completa soledad. Únicamente el anciano Jacinto había persistido en su labor hasta el final de sus días. Ya no había mayordomo que abriera el enorme portón de madera, como tampoco había visitas que llamaran a él.

Manuela había acatado la decisión de su ama con la única condición de que le permitiera acudir a la casa cada día para ofrecerle una buena comida caliente. La fiel cocinera no podía evitar sentir lástima por aquella mujer que, a pesar de su mal carácter, le había proporcionado sustento durante tantos años.

Cuando la cocinera llegó a la sala en la que Helena pasaba todo el tiempo de su ya longeva vida, saludó a la señora:

—Buenos días, señora Casamunt. Y muchas felicidades… No pensará usted que me he olvidado. Hoy es su cumpleaños y por eso le he traído un buen potaje y un delicioso bizcocho para que le endulce el día —dijo mientras colocaba sobre la mesa dos recipientes de terracota.

Helena miraba ahora el fuego. Bajo las sombras de las llamas repletas de pesares, muecas y lágrimas, la señora parecía estar esperando encontrar las respuestas que necesitaba. Sí, era su cumpleaños. ¿Y qué? ¿A quién le importaba?

Por su parte, Manuela ya estaba acostumbrada a que, según el día y el momento, la señora Casamunt ignorara su presencia haciendo caso omiso a sus palabras.

—Hoy hace un tiempo estupendo, debería usted probar a salir fuera a que le dé un poco el aire. Todo el día aquí encerrada no le hace a la señora ningún bien… —Manuela hablaba casi sin pausas, como si evitando el silencio pudiera también evitar la decadencia manifiesta de aquella morada.

—Voy a poner un poco más de leña en la chimenea. ¡Parece que sea invierno aquí! —exclamó mientras desaparecía por la puerta hacia el exterior. Volvió a los pocos minutos con los brazos cargados de troncos y echó unos cuantos al fuego levantando un sinfín de chispas revoltosas.

—Ya verá como en un momento vuelve el calor.

Mientras Manuela recolocaba los troncos con unas tenazas de hierro forjado, Helena observaba inmutable cómo las llamas volvían a tornarse feroces nada más encontrar otros cuerpos que calcinar. La oronda cocinera retiraba las manos de vez en cuando para evitar quemarse con el calor abrasador que volvía a surgir de la chimenea. Cuando hubo terminado, salió de nuevo de la sala. Casi al instante estaba ya de vuelta con un plato y una cuchara en la mano. Al disponerlos sobre la mesa descubrió el dinero.

—Vaya, señora, veo que ha recibido buenos pagos. Utilícelos como desee, pero no le vendría mal cuidar la alacena. Hágame caso, tiene la cocina vacía. Si le parece bien a la señora, puedo ir a comprar y llenarle la despensa.

Helena no desvió su atención. Los billetes y monedas eran los últimos vestigios de una vida pasada llena de lujos y esperanzas. Lo poco que le quedaba ya no valía nada.

Tras comprobar que la señora mantenía su actitud ausente y no respondía, Manuela cogió unas pocas pesetas y se despidió:

—Hasta mañana, señora Casamunt. Y no se preocupe, le traeré provisiones de su agrado.

Manuela salió con paso decidido de la sala y dejó a la señora Casamunt con la única compañía del silencio, el fuego y el dinero.

La frase final de Rosendo le resonaba una y otra vez en la cabeza. La sentía a punto de estallar, su estruendo era cada vez mayor; «Jamás disfrutes de algo que no te hayas ganado con tu esfuerzo». No cesaba de preguntarse cuándo había comenzado a equivocarse: quizá en su puesta de largo, quizá aquella tarde en la margen del río, quizá cuando ese campesino la penetró rebosante de fuerza, energía y determinación. A partir de ese momento su vida había sido un sinfín de vejaciones gratuitas, esfuerzos malogrados y elecciones equivocadas. No sólo eso, muy al contrario de la quimera que había perseguido, ahora se daba cuenta con diáfana claridad de que Rosendo Roca había llegado a ser lo que era gracias a ella. ¡Qué sinsentido la vida entera!

De las palmas de sus manos cayeron varias gotas de sangre, tal era la fuerza con la que estaba clavando las uñas en su propia carne. La lucha había acabado. Demasiados errores, demasiado orgullo, demasiada soberbia. Rosendo Roca, un hombre simple y testarudo, había conseguido todo lo que se había propuesto. No, mucho peor, estaba segura de que había conseguido lo que ni siquiera se había propuesto. ¿Qué singular inteligencia había propiciado que aquel hombre la hubiera humillado una y otra vez?

Después de lo ocurrido aquella tarde, el dolor en su interior era tan intenso que no atinaba a salir del pozo en el que aquel susurro la había sumido. Había sido doblegada una y otra vez, pero ya no más. Esta vez la derrota le resultaba insoportable.

Se levantó con esfuerzo. La luz lo imbuía todo de una luminosidad lechosa, extraña. Caminó por la habitación hasta la puerta. Allí se detuvo. Se apoyó en ella para sostener el pesar infinito que la atenazaba. Aquel desgraciado 21 de septiembre de 1831, el día de su puesta de largo, se le presentaba ahora como el fatal día del inicio de su luto.

Se enderezó y recompuso su vestido. Giró entonces la llave y se dirigió al otro extremo de la estancia: abrió uno de los ventanales. Las llamas de la chimenea se avivaron ante el renovado suministro de tiro. Y allí se dirigió Helena con paso vacilante. Cogió un tronco delgado cuyo rescoldo se ocultaba entre las brasas, se incorporó y miró extrañada entre la tristeza y la rabia la lumbre de la punta.

La tea ardiente prendió rápida los cortinajes y la pieza se iluminó de inmediato. La señora se volvió para, impasible, incendiar también los legajos de documentos y billetes de papel moneda. Cuando se sentó nuevamente en su sillón, Helena Casamunt dejó caer la antorcha junto al tafetán y los generosos ropajes de su falda.

—No más humillaciones, campesino —masculló mientras por fin las lágrimas recorrían sus ajadas mejillas al tiempo que comenzaba a reír histérica. Sola y hundida, se mofó de sí misma y del mundo entero en la que había decidido sería su última batalla y su primera y única victoria contra el tiempo.