La noche se cernió sobre la colonia y la aldea del Cerro Pelado. Había amainado definitivamente el calor y el aire empezaba a balancear los árboles al ritmo sereno del estío. Sólo la pálida luz de la luna menguante proporcionaba un haz lo suficientemente denso como para iluminar el trayecto que seguía el trote del caballo. Rosendo Xic se dirigía profundamente afectado hacia la finca de los señores que durante tantos años les habían dificultado la vida. Paradójicamente, habían acabado formando parte de ella hasta que, de un modo inexplicable, el caprichoso destino había decidido volver a la situación original.
Como cabeza de familia, el hijo mayor de los Roca se sintió obligado a comunicar la trágica noticia de la muerte de Álvaro a su único pariente, Helena Casamunt.
Encontró la verja abierta y se acercó hasta la puerta de la vieja mansión. Ya tenía la aldaba en la mano a punto de golpear con ella, cuando escuchó cómo unos pasos, sin duda alertados por los cascos del caballo, se acercaban renqueantes desde dentro. Se abrió el portón con lentitud. El rostro marchito de Jacinto se asomó por la rendija y con una voz que parecía surgir del subsuelo, se dirigió a Rosendo Xic:
—Buenas noches. ¿Qué desea?
—Tengo un mensaje urgente para su señora.
Jacinto se apartó costosamente del umbral.
—Pase.
Rosendo Xic procuró facilitarle la tarea:
—No se preocupe, dígame dónde está. Yo mismo iré.
—No, por favor. Seré yo quien anuncie personalmente su visita a la señora Casamunt. Como siempre he hecho. Acompáñeme.
Y sin dudar un segundo, el anciano inició el camino. Tras arribar al salón donde Helena pasaba sola gran parte de los días, Jacinto entró e informó de la llegada del heredero Roca.
La Casamunt, sorprendida, se irguió en la butaca.
—Que pase.
Sólo entonces el mayordomo dio entrada a Rosendo Xic. Helena, al verlo, disimuló su disgusto: era evidente que su regalo no había sido abierto todavía. Imprimió a su saludo toda la energía de la que pudo hacer acopio:
—Buenas noches, Rosendo. Creo que antes de nada debo felicitarte, Álvaro ya me ha comunicado la buena noticia que supone tu compromiso. —Sonrió desde su asiento.
Rosendo Xic siguió de pie, muy cercano a la puerta del salón.
—Gracias, señora. De eso precisamente quería hablarle. —El gesto apesadumbrado del visitante inquietó a Helena.
—¿Qué te ocurre? Pensaba que tu boda era motivo de celebración, no de pena…
El mayor de los Roca se mantuvo por un momento en silencio, con la mirada desolada, buscando las palabras. Optó por no alargar más aquella incómoda situación:
—Se trata de Álvaro. Creemos que ha sido su corazón. Ha fallecido esta tarde. —Sus palabras nacían a intervalos.
Los fragmentos del mensaje atravesaron la estancia. Helena Casamunt, confusa, permaneció en silencio, tratando de entender. Notó que le faltaba la respiración. Entonces Rosendo Xic cabeceó levemente; evitaba mirarla directamente a los ojos:
—No sabemos exactamente cómo ha sido. Celebrábamos la noticia del hijo que él y Anita iban a tener cuando… —De nuevo, la tensión lo detuvo y comenzó a mordisquearse los labios.
—¿El hijo? ¿Qué hijo? —interrumpió Helena sin apartar su mirada del mayor de los Roca.
—Cuando sucedió nos acababan de explicar que Anita está embarazada. —Rosendo Xic hablaba pesaroso—. Álvaro inició el brindis con el coñac… justo después, cuando estaba sirviendo las copas, se desvaneció y…
Helena palideció repentinamente. Su mirada abandonó la figura de Rosendo Xic y se posó en uno de los cuadros que pendían de la pared de la sala. Era un retrato de Álvaro cuando todavía era un niño, posando junto a su padre, Fernando Casamunt. Ya entonces destacaba por su melena rubia y su mirada romántica.
—No es posible… Álvaro nunca bebe —atinó a interrumpir la señora sin creer la fatalidad.
—También fue una sorpresa para nosotros. Sin embargo, una copa de coñac no puede… El doctor Font cree que probablemente le falló el corazón. Quizá la euforia del momento… Ha sido todo muy rápido. No hemos podido hacer nada.
Helena, en su más profunda intimidad, comprendió y se mantuvo impertérrita, como si su mente hubiera abandonado su cuerpo y se hubiera fundido con ese óleo ahora inquisidor.
Rosendo Xic sintió el peso del estorbo. Advirtió que ya no podía hacer más y se despidió:
—Mi hermana está muy afectada. Si le parece bien, el funeral tendrá lugar en la iglesia de la aldea dentro de dos días. Siento su pérdida. También ha sido la nuestra.
Helena, ausente, no dijo nada mientras Rosendo Xic se daba media vuelta para abandonar la sala.
Cuando se alejó de la mansión Casamunt, Rosendo espoleó con fuerza su caballo confiando en que la tenue luz de la luna le permitiera alejarse con rapidez de aquella repentina sensación de frío, silencio y soledad. Rosendo Roca hijo no pudo por menos que pensar cuán impropia era esa sensación en un domingo de verano que tan luminoso y prometedor había amanecido. A partir de ese día sería imposible que el sol calentara suficientemente esa vieja mansión como para hacer renacer allí ningún tipo de alegría.