Capítulo 96

Anita se había dormido sentada en una butaca esperando la vuelta de su marido. Finalizada la comida y la visita del doctor Font, la calidez de los tonos anaranjados de la tarde la había sumido en un agradable sueño. Cuando Álvaro la vio desde la puerta de la estancia esbozó una sonrisa.

—Anita, mi vida, despierta —le dijo con dulzura arrodillado en el suelo.

Ella abrió los ojos lentamente. Enseguida reconoció el rostro de su marido frente al suyo.

—¡Oh, qué bien, ya has llegado! —dijo desperezando las palabras y acompañándolas de una gran sonrisa.

Después, como recordando algo, se abalanzó sobre Álvaro para fundirse con él en un fuerte abrazo. A continuación el joven se sentó en la butaca contigua y anunció:

—Cariño, tengo buenas noticias. Mira lo que traigo de parte de mi tía. —Y le mostró la joya de color ámbar que portaba.

Anita lo observó extrañada y sin borrar la sonrisa de su rostro preguntó:

—¿Y esto?

—Esta botella que ves es el primer detalle desinteresado que Helena Casamunt tiene con un miembro de tu familia.

Anita seguía sin comprender.

—¡Nos la ha regalado para que brindemos por el casamiento de Rosendo Xic! ¡Es muy valiosa!

—Pero ni tú ni yo bebemos.

—Bueno, es para los que sí beben.

—Ya veo. ¿Le has dado la noticia de la boda, entonces?

—Claro. Y si te soy sincero empiezo a creer que tal vez le gustaría asistir. Creo que está cambiando y que quiere en cierta manera formar parte de la familia. —Álvaro miró a su mujer directamente a los ojos en muestra de súplica.

Anita continuaba feliz.

—Es una botella muy bonita. Y seguro que muy cara… —agregó tras una mueca de admiración—. A mis hermanos les encantará. Y… —suspendió la frase en el aire para asegurarse de que Álvaro le prestaba toda su atención—. Y, además, nos servirá también para celebrar otra cosa.

Álvaro se inclinó hacia atrás y pidió inquieto:

—¿Qué cosa?

Anita se llevó las manos al vientre con delicadeza y sonrió resplandeciente:

—Pues que la familia de la que tu tía quiere formar parte está a punto de aumentar… Álvaro se quedó unos instantes sin respiración.

—¿Vamos a ser padres?

Tras asentir Anita dando breves y graciosas cabezadas afirmativas, el joven se abalanzó de nuevo sobre su esposa y la rodeó con sus fuertes brazos.

—Cuando ha venido Severino Font a comer y a ver cómo está papá le he pedido que me visitara porque llevaba varios días sintiéndome algo mareada y extraña.

Álvaro posó su mano sobre la nuca de su esposa y la acarició con cariño.

—Y al auscultarme, ha notado más de un corazón —añadió Anita eufórica.

—¡Soy tan feliz! —respondió él.

Después acercó la cara al vientre de su mujer para decir:

—No sé si me oyes… todavía es pronto, pero debes saber que aquí tienes a unos padres deseosos de que vengas a este mundo. Te encantará. Y tú… —agregó dirigiéndose a su esposa—, tú eres lo mejor que me ha ocurrido en la vida.

Y la besó cálidamente en los labios.

—Ahora mismo vamos a anunciarlo y a celebrarlo como corresponde —proclamó Álvaro al levantarse—. ¿Están aún todos en casa?

Anita asintió sonriente:

—También Roberto. Ha venido a comer.

Álvaro salió de la habitación y desde la puerta llamó a Carmen, la sirvienta.

—Sea usted tan amable de avisar a todos. Anita y yo tenemos algo importante que comunicarles.

—¿Qué pasa? —preguntó extrañado el pequeño de los Roca todavía frotándose los ojos—. ¿No le basta a esta familia con una sesión plenaria al día?

—Pues parece que no —respondió Rosendo Xic; acababa de encontrarse con su hermano en la planta baja—. Pensaba que hoy era nuestro día… —bromeó mientras tomaba a Violeta por la cintura.

Rosendo se unió a sus hijos cuando estaban a punto de cruzar la puerta de la sala. Les cedió el paso y entró sosegadamente detrás de ellos.

—¿De qué se trata? —preguntó Rosendo Xic.

Los dos hermanos vieron a Álvaro disponiendo unas copas todavía vacías encima de la mesa. Tenía en la mano una preciosa botella de cristal.

—¿A qué viene todo esto? —sondeó Roberto sin entender la situación.

—Tenemos una gran noticia que anunciaros —introdujo Álvaro sin perder sus modales—. Sé que hoy hemos podido participar todos de la alegría de Rosendo Xic y Violeta. Pero hay más; parece ser que hoy la dicha quiere desbordarnos.

Álvaro miró a su esposa visiblemente emocionado.

—¡Venga, hombre! ¡Cuéntalo ya! —exclamó Roberto impaciente—. Tendrá que ser algo mejor que la siesta que has interrumpido.

Álvaro respiró hondo y dirigió su mirada a Rosendo en un gesto que parecía pedir su beneplácito antes de hablar finalmente.

—Anita está embarazada —dijo de manera contenida en un esfuerzo por mantener la compostura. Al final dejó escapar su inmensa emoción—: ¡Vamos a ser padres!

—¡Caramba! ¡Felicidades! —exclamó Rosendo Xic mientras le estrechaba la mano. Después se dirigió a su hermana—: Anita, ¡qué ilusión! ¡Vas a ser una madre estupenda! —Y la abrazó.

—Espero que si es un chico le llames Roberto. Lo de Rosendo está ya muy visto… —bromeó Roberto antes de besarla.

Rosendo se aproximó a su hija y tras acariciarle el rostro siguiendo una línea invisible con los dedos, le sonrió con los ojos llenos de amor. Anita no pudo reprimir algunas lágrimas que comenzaron a brotar de sus ojos. Entonces, su padre la abrazó con la fuerza que lo caracterizaba.

—Felicidades, papá —le dijo ella con voz trémula.

—Bueno, y ahora el brindis —anunció Álvaro alzando la botella al aire.

—¿Vas a beber tú también? —le preguntó Rosendo Xic, extrañado.

—Por hoy se han acabado los formalismos…

—No te creo. Jamás te he visto beber —dijo Roberto introduciendo adrede un tono provocativo—. Esto podría sentarte muy mal…

—¿Me estás retando? —le preguntó Álvaro bromeando.

—Faltaría más —respondió Roberto siguiendo el juego—. No te imagino siquiera acercando tus labios al borde de una copa de algo realmente fuerte.

Anita los observaba divertida. Su excitación la impulsó a intervenir:

—Álvaro es tan duro como tú, ¿qué te has creído, hermano?

Y sin más, el joven Casamunt decidió demostrar las palabras de su mujer. Desenlazó el cordón de cáñamo, destapó la botella y sirvió una generosa dosis en una de las copas vacías, la elevó al aire al grito de «¡salud!» y apuró de un largo trago su contenido.

—¡Bravo! —gritaron los hermanos Roca al unísono mientras Violeta y Anita aplaudían aquella supuesta valentía.

Los ojos de Álvaro se enrojecieron enseguida ante la alta graduación del coñac, la garganta le quemaba. Roberto estrechó entonces la mano de su cuñado.

—Muy bien. Una vez más, no me has defraudado —dijo el pequeño de los Roca guiñándole un ojo—. Si en alguna otra ocasión vuelvo a desafiarte, recuérdame que ya son dos las veces que me has dejado con la palabra en la boca.

—¡Lo haré, cuñado! —exclamó—. Quiero añadir que esta botella de viejísimo coñac es un regalo de mi tía para celebrar vuestro casamiento.

—Vaya, eso sí que es una auténtica sorpresa —dijo el mayor de los Roca.

El joven Casamunt soltó una carcajada y continuó hablando:

—Hoy es un día feliz porque estamos todos juntos celebrando el futuro espléndido que nos espera. Por fin gozamos de una época de cierta estabilidad y tenemos una familia fuerte y unida. Me siento orgulloso de estar con todos vosotros. Me siento orgulloso de entrar a formar parte de la empresa y, sobre todo, me siento orgulloso de esta maravillosa esposa y futura madre. Gracias, familia Roca. Gracias, Anita.

Esta vez todos los oyentes respondieron al discurso con un aplauso.

—Eres todo un poeta, amor mío —dijo Anita y le dio un beso en la mejilla. Álvaro comenzó a escanciar el coñac en las copas vacías mientras los demás comentaban con alegría el acontecimiento.

—Ojalá sea una niña… Estamos un poco saturados de hombres en esta casa —dijo Roberto.

—¡Dímelo a mí! —Le dio la razón Anita.

—Yo lo querré igual sea hombre o mujer —concluyó Álvaro sin dirigirse a nadie en particular.

De repente, el gesto de Álvaro mutó cuando todavía Anita le observaba. El afecto de sus facciones dio paso a una parálisis que lo dejó momentáneamente rígido, una mano en el pecho y la otra apoyada sobre la mesa. Anita lo miró extrañada sin entender lo que sucedía y justo cuando fue a aproximarse, su marido se desplomó arrastrando consigo el tapete, la botella y todas las copas. Al estallido de cristales se sumó la reacción histérica de Anita.

—¡Álvaro! —gritó asustada mientras se arrodillaba para coger la cabeza inmóvil de su marido.

Los demás se acercaron apresuradamente esperando que despertara de lo que parecía un desvanecimiento. Pero él no reaccionaba.

—¡Álvaro! —volvió a gritar Anita mientras movía la cabeza de su marido con las manos, como si intentara despertarlo—. Mi amor, ¿qué te ocurre?

Apartando de una patada los trozos de vidrio, Rosendo Xic fue el primero en arrodillarse junto a Anita. Aproximó su oído al pecho de Álvaro e, inmediatamente, se dirigió a Roberto, también inclinado sobre el cuerpo inerte:

—No siento su corazón. ¡Corre a buscar a Severino! —Roberto se incorporó rápidamente y desapareció por la puerta.

—No se despierta. ¿Por qué no despierta? —preguntaba Anita temblorosa a su hermano y a su padre con los ojos repletos de lágrimas. Dirigía su mirada a uno y a otro esperando que alguno le respondiera.

Rosendo Xic cabeceó negativamente, totalmente desconcertado.

—¡No respira! —gritó convulsiva Anita—. ¡No puede ser! —y empezó a golpearle inútilmente el pecho con su puño tratando de que reaccionara y comenzara a moverse siguiendo el ritmo habitual de su respiración—. ¡Pero si no le pasaba nada! ¡Estaba bien hasta hace un momento!

La reverberación de los rayos del sol sobre el cuerpo tendido hacía titilar oblicuamente la escena. Si el calor de la larga tarde persistía en la estancia, ¿por qué no actuaba del mismo modo el espíritu del heredero Casamunt? Aquella sala de las butacas que tantos momentos había atestiguado, era en ese instante espacio de contradicciones: dejaba de percibirse el sabor de la alegría que minutos antes Álvaro había estado proclamando y se extendía por ella como capa negra en la noche la oscuridad de la muerte.

Anita parecía no poder entender y comenzó a besar los ojos, la frente, las mejillas y los labios de su marido de forma incesante y reiterada, mientras su llanto ya imparable humedecía el rostro de su esposo, como si de esa manera fuera él a percibir el sabor de su amada y a encontrar la fuerza necesaria para volver de donde se hallase.

—Mi vida, no… Por favor, ¡no!… —repetía una y otra vez la primogénita de Rosendo Roca con un aullido desesperado, perdidas ya todas las formas, mesándose la melena que él solía acariciar, rota ya su vida y toda su ilusión.