Capítulo 95

A mediodía, Álvaro cabalgaba raudo sobre su caballo bajo los duros rayos del sol. No sólo sentía el calor, hervía de alegría por dentro. Todo parecía marchar bien, hacía ya tiempo que no ocurría ninguna desgracia que rompiera esa sensación y eso le proporcionaba tranquilidad y confianza en el futuro. Se dirigía hacia la finca de su tía Helena para contarle las últimas noticias. Anita se había quedado en casa para comer con su padre, el futuro matrimonio recién anunciado y Severino Font. Desde que la muerte de Ana apartara en cierta manera a Rosendo Roca hacia su mundo particular, el médico acudía regularmente a la casa del Cerro Pelado para velar por su salud.

Con cada impulso del veloz animal, Álvaro ampliaba su sonrisa. La proposición de Rosendo Xic suponía su entrada más sincera en la casa Roca. Hasta la fecha habían sido contribuciones ocasionales las que le habían solicitado, pero si a partir de ese día contaban con él para las estrategias de futuro quería pensar que era porque se lo había ganado. Después de tantos años, por fin se daba un paso para acercar por deseo mutuo el destino de las familias Roca y Casamunt.

En su inocente filantropía, estaba ansioso por contárselo a su tía. Ella merecía su agradecimiento pues no olvidaba que, después de todo, era la única familia con la que había podido contar a lo largo de su juventud.

—¡Tía Helena! —gritó Álvaro después de irrumpir en la finca y descabalgar. Su voz se expandió por el patio y por toda la vivienda.

Helena salía en ese momento del establo cuando escuchó la voz de su sobrino. Enseguida le respondió:

—¡Estoy aquí!

La señora Casamunt escudriñó en el patio interior el rostro del visitante, que mostraba una amplia sonrisa.

—Sobrino. Llegas a buena hora. Manuela debe de tener la comida a punto. Me complacería compartirla contigo y que me hicieras un poco de compañía —dijo, sin preguntarle por su evidente alegría.

Álvaro se dio cuenta de que su tía debía de sentirse muy sola. Esperaba por lo menos aliviarle el día.

—Por supuesto, pero tengo algo que contarte y no puede esperar.

—Está bien. Sentémonos a la mesa y mientras comemos me cuentas eso tan importante que tienes que decirme.

El interior de la casa estaba a una temperatura mucho más soportable que el exterior. Helena hizo un gesto a Manuela para que colocara los servicios y ofreciera la apetecible sopa fría que tenía preparada.

—Adelante, ¿de qué se trata? —preguntó por fin Helena Casamunt.

—En realidad son dos las novedades. La primera, y para mí más importante, es que Rosendo Xic me ha propuesto participar en la dirección de la fábrica. Seré su brazo derecho en el ámbito de la exportación —pronunció Álvaro ufano.

Helena lo miró y reflexionó contenta:

—Vaya… eso significa que al fin Rosendo Xic, el cabeza de familia en activo, te ha introducido en el negocio con pleno derecho.

—Así es —asintió emocionado.

—Bueno, después de… —puso una mueca pensativa alzando los ojos al cielo— seis años, no está mal.

Álvaro mantuvo el gesto complaciente. No se dejaría arrastrar por la cizaña.

—Mejor tarde que nunca —resolvió el joven.

—Me alegro mucho por ti, de verdad.

—Gracias.

Y en verdad si se alegraba. Se estaba esforzando incluso por disimular su descontrolado júbilo: su caballo de Troya estaba dentro de la fortificación del enemigo. Su sobrino iba a compartir la dirección de esa fábrica y, por tanto, de la colonia del retirado Rosendo Roca. Pronto o, en el peor de los casos, a la finalización del contrato enfitéutico dentro de once años, su apellido desbancaría al de su advenedizo rival y, entonces, todo lo demás habría valido la pena. Su entusiasmo la quemaba por dentro, ya no dejaría pasar mucho tiempo antes de dar el siguiente paso de su retorcido plan. Si el mentecato de su hermano y el inútil de su padre pudieran verla…

—Y dime, ¿cuál es la otra novedad?

—Está también relacionada con Rosendo Xic. Al fin se va a casar con Violeta Masdurán —asintió sonriendo.

Helena hizo un gesto de espanto con los ojos.

—¿Ya?

—No creo yo que cuatro años de relación sea poco tiempo —dijo Álvaro divertido—. Claro que, viviendo ella en Barcelona, tienes razón en que el noviazgo no ha sido tan constante como les hubiera gustado…

—Claro, claro… —respondió Helena desatenta. Aquello barruntaba descendencia hereditaria a corto plazo. Su plan debía activarse en ese preciso instante. La sangre comenzó a fluir rabiosamente por sus venas. El momento había llegado.

Su actitud cambió. Ahora parecía nerviosa, acelerada. Su sobrino se dio cuenta y apuntó:

—Sé que Rosendo Xic y tú nunca habéis tenido buena relación. Bueno, en realidad, nunca habéis tenido relación alguna. Es de suponer que no querrás venir a la boda… Quieren celebrarla el próximo mes de abril. —Álvaro hablaba con parsimonia, como si quisiera relajar la tensión. En realidad, nadie pensaba en invitarla pero prefería ahorrarle la ofensa.

—No te preocupes… Ya veremos. —La cabeza de Helena estaba en otra parte. Tensó el rostro e inclinó la cabeza en un pretendido gesto amable perfectamente estudiado—. Se me acaba de ocurrir una buena idea —mintió.

Álvaro frunció el ceño con simpatía. Su tía estaba teniendo un comportamiento algo extraño. Se preguntaba en qué estaría pensando.

—Quiero hacer un regalo a los hermanos de Anita para que brinden por ese bonito compromiso. Sólo es un pequeño detalle pero espero que sepan apreciar su valor en aras de la mejora de nuestra relación.

Álvaro se sintió conmovido. Así que era eso: su tía por fin cedía un poco. Esbozó una amplia sonrisa y se levantó expresamente para darle un beso en la mejilla.

—Creo que es una gran idea, tía Helena.

—Muy bien. Pues tú sigue comiendo —le dijo señalando el guiso de carne de cordero que Manuela acababa de servirle.

—Pero ¿adónde vas?

—A buscar la más antigua botella de coñac que tenga en la bodega. En ocasiones especiales, los hermanos de tu esposa gustan de esta bebida, ¿no es cierto? —Helena le guiñó un ojo con cariño—. Les complacerá que tengamos un gesto afectivo, estoy segura.

Álvaro sonrió feliz.

—Por supuesto, tía. Te quiero.

Helena bajó a la bodega en busca de la botella prometida. La tenía perfectamente localizada junto a otras que reposaban en hilera cubiertas por una añeja pátina de polvo y telarañas. Como su hermano y su padre habían sido bebedores habituales, disponía de varios toneles de roble y también de algunas botellas. Escogió un Grande Champagne Rémy Martin, una marca que contaba con más de un siglo de tradición destilando coñac.

Con paso acelerado y manos temblorosas subió a sus aposentos y se introdujo en el tocador privado. Estaba muy nerviosa; respiró hondo para tratar de recuperar el aplomo. Tenía que tranquilizarse, todo estaba preparado. Una vez en el baño, abrió uno de los armarios, cogió un frasco cuyo cristal estaba tintado en rojo y de su interior, perfectamente encajada entre grageas, extrajo una pequeña ampolla de cristal con un líquido incoloro. Frente al espejo, soltó el viejo cáñamo que sujetaba el tapón esmerilado y abrió la botella de coñac. Vertió en el lavamanos un hilo del líquido amarillo dorado, abrió entonces la ampolla y volcó íntegramente su contenido en el interior de la botella del Rémy Martin. Sus manos temblaban de ansiedad, así que lo hizo muy poco a poco, evitando derramar ni una gota en el proceso. «El cianuro es muy peligroso», le había repetido por tres veces aquel boticario al que años antes Helena se había dirigido discreta y expresamente con la excusa de sacrificar un viejo animal. «Con una dosis generosa su efecto es fulminante: en cuestión de uno o dos minutos impide que respiren los órganos de cualquier ser vivo», le explicó. También le dijo que era muy volátil y que muchas personas podían identificar su olor a almendras amargas. «Gracias a eso se evitan envenenamientos accidentales», dictaminó. «Pero no mezclado con un alcohol espiritoso y aromático», pensó ella sin por supuesto hacérselo saber al esmerado farmacéutico. Y desde el día en que esa ampolla permanecía oculta en su tocador no cesó de imaginar los cuerpos extintos de Rosendo Xic y Roberto momentos después de que el veneno se extendiera por sus venas.

Cuando hubo terminado, se vio a sí misma reflejada en el espejo limpiando con delicadeza la botella y restituyendo la atadura del tapón de cristal tallado. Dirigió una mirada a la imagen de su rostro ajado por los años y las derrotas y vio a una mujer valiente, segura y atrevida que no escatimaría riesgos para hacerse con el poder del imperio Roca. Y con una sonrisa siniestra en esa misma cara angulosa, empuñó la botella y volvió al salón, donde Álvaro la esperaba cándidamente.

Ya no había vuelta atrás.