Pasaron dos días y la actitud de los huelguistas se mantuvo firme, sin cambios. Rosendo Xic estaba hundido en la desesperación y su aspecto así lo demostraba. Con la mirada perdida, sentado a una mesa del casino, tomaba coñac, tratando de ahogar su pena en alcohol aunque sólo fuera por un rato. Nadie más en la barra ni en las mesas, ni rastro del olor a tabaco que caracterizaba el local.
Afuera, centenares de trabajadores continuaban en la plaza de Robert Owen charlando, jugando a las cartas o lanzando reproches al vacío dirigidos al mayor de los Roca, esperando ver aceptadas sus exigencias. También Roberto.
—Ponme otro —ordenó Rosendo Xic a Verónica.
Cuando se acercó, al llenarle por tercera vez la misma copa, Verónica se atrevió a decir:
—Así no lo va a arreglar.
Rosendo Xic negó lentamente con la cabeza mientras sostenía en su mano el cristal para continuar apreciando los aromáticos vapores.
—Hasta que no se cansen, yo no puedo hacer nada… A mi padre nunca le pasó esto. Supongo que yo no tengo su oficio… —dijo, y se bebió de un sorbo el contenido de la copa.
—Sin embargo, se parece mucho a él. De joven era igualito a usted.
Él la miró con el ceño fruncido.
—¿Así que es verdad que os conocíais desde niños?
—Sí, su padre siempre se ha portado muy bien conmigo —contestó Verónica mientras se arreglaba el pelo con ambas manos y, soltando después una risa, añadió—: El mejor hombre que he conocido en mi vida, y se lo digo yo que he conocido a unos cuantos.
—Parece que mi padre siempre ha sabido exactamente lo que debía hacer. No como yo —dijo a la vez que le hacía el gesto de que le rellenara la copa.
—Ya lo averiguará, hijo —trató de darle ánimos—. Pero lo que no debe hacer es rendirse.
Allí, de pie, Verónica se quedó por un momento contemplando ese vivo retrato del único hombre que la había tratado como a una persona, como a alguien respetable. Gracias a él su vida transcurría ahora entre multitud de parroquianos que le daban conversación y la mantenían perfectamente al tanto de todo lo que se cocía en el ambiente laboral y familiar de la colonia. También recibía los domingos visitas de decenas de mineros, genuina raza de luchadores por el trabajo y por la vida. Gente estupenda, más alegres que los obreros de la fábrica; necesitaban vivir la vida más intensamente si cabía.
Pero, de toda aquella gente, Verónica prefería con diferencia a Rosendo Roca y apreciaba de manera muy especial las visitas con las que la obsequiaba algunas tardes. En esas ocasiones, cuando lo veía aparecer, se arreglaba las ropas y se atusaba el pelo antes de dirigirse a la mesa de su amigo. Ella ya se había acostumbrado al diálogo de sus ojos. Distinguía en ellos un fugaz brillo cuando posaba la bandeja sobre la mesa y con delicadeza le servía un café bien cargado. Le dejaba entonces un tarro con el azúcar y le llenaba un tercio de una copa de brandy que limpiaba dos veces con su delantal impoluto antes de darse por satisfecha. Siempre le servía la bebida más añeja de la que disponía en la bodega. La compraba únicamente para él, aquélla era la botella de la que sólo se servía a Rosendo Roca, el patrón, el patriarca, el amigo.
Cuando salió de su ensimismamiento, se despidió del heredero Roca antes de dirigirse de vuelta a la barra. Rosendo Xic le devolvió el gesto. Vació la copa antes de coger la chaqueta que reposaba en la silla de al lado y salió del local.
Tras efectuar varios pasos tambaleantes a causa del sol cegador y de la incipiente embriaguez, Rosendo Xic llegó a la concurrida plaza y se detuvo para observar a sus trabajadores en la distancia desde una de las esquinas. Ahí estaban todos parados, sin más, esperando conseguir lo que querían, obligándolo a ceder. Sintió frustración e impotencia; o les entregaba lo que reclamaban o no volverían a trabajar. Las pérdidas se harían cuantiosas, el almacén de producto acabado se agotaría, dejarían de servir decenas y decenas de pedidos y no entraría dinero. Pronto, el resto de la colonia se resentiría, pues la base de su economía era la fábrica. Si los trabajadores no cobraban, no podían comprar y si no compraban, los comerciantes experimentarían igualmente la pérdida y acabarían marchándose, puesto que lo que apreciaban era la estabilidad; ellos no eran asalariados ni sus viviendas les pertenecían, con lo cual nada los retendría allí. Era una larga cadena cuyo motor estaba parado.
—Roberto, tu hermano sigue testarudo. Tenemos que hacerle reaccionar —le insinuó Carlos al sentarse a su lado en la plaza con una botella de vino en la mano.
—Lo sé, pero no hay nada más que podamos hacer excepto esperar. Hemos de mantener la calma.
—Hay quien empieza a dudar. Se preguntan qué haremos sin paga y me temo que están apareciendo las primeras fisuras.
—Sé que es un momento delicado pero hemos de seguir actuando como hasta ahora.
—Actuar, ¿eh? —dijo Carlos pensativo llevándose los dedos a la barbilla—. Eso es, necesitamos actuar, acelerar los acontecimientos…
Los guardas permanecían vigilando a los trabajadores para contener cualquier posible altercado. Su compromiso era que sólo llevarían las armas para imponer. Su uso estaba terminantemente prohibido.
Desde lejos, Rosendo Xic oyó cómo Carlos Martínez empezaba a provocar a uno de los guardas y cómo éste se defendía:
—Vosotros también tendríais que estar aquí, igual que todos.
—Sí, sois unos traidores —se sumó alguien.
—Y vosotros unos gandules. ¡Deberíais estar trabajando, como el resto del país!
En ese momento, mientras el ambiente se enardecía, ocurrió algo que le dio a Carlos la idea que andaba buscando. Todavía lejos, un enorme carro vacío tirado por dos impresionantes percherones enfilaba el camino hacia la fábrica. En los días previos, las expediciones habían partido con normalidad; las habían tenido que cargar, eso sí, entre los guardas y los propios carreteros. Sin embargo, bloquear la salida de más género se le antojó la mejor medida para aumentar la presión. La empresa no facturaría ni un real de tejido.
Todos los trabajadores habían sumado sus gritos de recriminación hacia los guardas mientras éstos, después de haberlos insultado, permanecían en silencio, sujetos a sus trabucos y pistolas, ignorando el desprecio. Entonces, de repente, una pequeña piedra aterrizó en la frente de uno de ellos. Éste se tocó la herida que le había producido y alzó la vista y el trabuco para averiguar de dónde procedía la agresión. Y otro canto aterrizó en su cabeza. Progresivamente, las piedras lanzadas por los trabajadores se fueron convirtiendo en una lluvia de guijarros que golpeaban los cuerpos del destacamento.
Rosendo Xic permanecía en la distancia observando la escena cuando fue testigo de cómo uno de los guardas perdía los nervios y disparaba su arma al cielo. Los demás centinelas comenzaron a defenderse de las piedras enfrentándose cuerpo a cuerpo contra algunos obreros. Ése fue el estallido que la muchedumbre necesitaba para volver a rebelarse como hacía dos días. Rápidamente, el bullicio se hizo estrepitoso en la plaza de Robert Owen. Los allí presentes empezaron a correr y a gritar asustados por la violencia que se estaba desatando en los dos bandos. Los líderes huelguistas habían insistido en que los guardas no se atreverían a emplear las armas contra ellos; aprovecharon pues la oportunidad para amotinarse sin condición ni límite.
—¡Vamos todos a bloquear el camino a la fábrica! —gritó Carlos mientras esquivaba a los guardas que trataban de atraparlo—. ¡A partir de ahora no va a entrar ni salir nadie de ella! ¡Y mucho menos un solo palmo de género!
Unos cuantos hombres, incluido Fermín Busquets, se destacaron en pelotón y se sumaron al objetivo que Carlos había fijado. Estaban dirigiéndose al camino de la fábrica en su punto más estrecho cuando los guardas les dieron alcance, se colocaron cerca de ellos y los amenazaron sin ambages:
—Como os acerquéis, no respondo —gritó uno apuntando a la altura del pecho de los trabajadores. Sus compañeros se agruparon junto a él.
Cuando Roberto llegó, intervino tratando de arreglar una situación que se le había ido de las manos.
—¿Pero qué hacéis?
—¡Ese carro va a ser el primero que no va a cargar aquí! ¡Ni hoy ni mañana, hasta que esto se resuelva! Así quizá tu hermano reaccione. Tenemos que actuar, ¿no? —le recordó.
—Basta de violencia y provocación. ¡No es la manera!
—Mire, Roberto, está visto que su ayuda nos ha servido de poco… Así que es mejor que se vaya. Déjenos a nosotros.
Y dicho esto, Carlos le dio la espalda y mediante instrucciones muy sencillas dispuso rápidamente a los obreros bloqueando el camino en aquel punto estratégico.
Roberto se sintió doblegado. En lugar de mejorar, las cosas empeoraban por momentos. Respiró hondo y pidió a los obreros que lo dejaran entrar solo en la fábrica.
—Dadme una hora; os lo pido por favor. Decidle al carretero que aproveche para comer y que espere en el casino.
—¿No irá usted a hacer nada raro? —le preguntó uno de ellos, desconfiado.
Roberto abrió los brazos en señal de rendición.
—Está bien, pase.
El pequeño de los Roca atravesó el muro humano, caminó hasta la puerta principal y se adentró en el silencio de la fábrica. Subió las escaleras y entró en el despacho. Se rió entre absurdo y nervioso de la pregunta que acababa de formularle el obrero; tenía que encontrar la manera de arreglar aquella situación y no tenía ni la más remota idea de cómo hacerlo.
Debía de llevar sentado una media hora cuando, de improviso, frente a él se personaron su hermano y su padre. Los guardas habían comunicado a Rosendo Xic los últimos acontecimientos y los obreros, conscientes de la necesidad de que la familia Roca discutiera el tema, también les habían franqueado el paso. Se levantó de un impulso, y con los ojos apagados les preguntó:
—¿Qué vamos a hacer? Ya habréis visto que… —se interrumpió al ver el semblante de su padre.
Rosendo, inmerso en su silencio pero con una expresión furibunda, se adentró decidido en el despacho bajo la mirada atenta de sus hijos. Golpeó rabiosamente con ambos puños el tablero de la mesa y acto seguido rebuscó durante un minuto entre los papeles hasta que localizó y apartó dos hojas. Entonces, rugiendo de un modo tan brutal como desconocido, arrastró con ambas manos todo lo que había encima del escritorio y lo tiró al suelo sin miramientos. Sus hijos lo observaban confusos y asustados. Después el padre alzó la mirada encendida y entregó con sendos feroces manotazos al pecho uno de esos documentos a Rosendo Xic y el otro a Roberto:
—¿Qué es esto? —preguntó Roberto con la expresión contraída mostrando su hoja.
Fue Rosendo Xic quien le respondió con voz grave:
—Son los pedidos pendientes y en cartera.
El mayor de los Roca, por su parte, reconoció inmediatamente la hoja que su padre le acababa de entregar porque ya la había visto antes: era el listado con las reclamaciones de los trabajadores.
—¿Qué quieres que hagamos con esto? —le preguntó nervioso a Rosendo.
Éste apretó los dientes y dejó que el ambiente se serenara durante unos instantes. Después, y ante la sorpresa más absoluta de los dos hijos, habló. Con voz arrastrada pero muy alta y clara:
—¿Por qué hacéis que vuestra madre se avergüence de vosotros? ¿No os dais cuenta de que estáis obligados a encontrar una solución? Ocupaos de vuestros asuntos y no os atreváis a salir de la fábrica hasta que os hayáis puesto de acuerdo. No me deshonréis.
Abandonó la sala sin mirar atrás y los dejó solos.
—¿Has ido tú a buscarlo? —le preguntó Roberto.
—¿Qué más podía hacer?
—Hermano, tienes un aspecto desastroso… —reconoció Roberto.
—Gracias. No se puede decir mucho menos de ti.
En silencio, Rosendo Xic tomó el asiento que solía utilizar su hermano y Roberto el que le correspondía al director de la fábrica. La superficie de la mesa continuaba despejada. Tras unos minutos sin levantar la vista del papel, Rosendo Xic habló reflexivo:
—Tú has visto mundo, Roberto, ¿te das cuenta de lo que nos ha ocurrido a pesar de habernos desvivido por mejorar continuamente las condiciones de los que habitamos aquí? ¿Qué límite razonable tiene todo esto? No, no contestes. Da igual, no tiene solución. Tampoco sabríamos hacerlo de modo distinto. En fin. Tenemos que llegar a un acuerdo con los trabajadores, ¿no? ¿Qué hizo papá cuando lo del Rajas? —acabó preguntando.
—Cedió.
—No. No cedió. Negoció. —El tono de voz del hermano mayor se tornó rotundo—. Negoció y llegaron a un buen compromiso para la comunidad sin olvidar el futuro.
Mientras se acariciaba la barbilla en un gesto pensativo, Rosendo Xic propuso:
—Quizá podríamos trabajar manteniendo las antiguas condiciones durante un par de semanas y garantizarles que para entonces, cuando hayamos recobrado el ritmo habitual, habremos resuelto la aplicación de las reclamaciones que nos han exigido. He estado pensando en ellas estos días y considero que tendremos una respuesta para cada petición si todos somos razonables.
Roberto suspiró:
—No me parece mal. Visto el punto al que hemos llegado, la mayoría de los obreros lo considerarán un reconocimiento y aceptarán que sea necesaria un poco de paciencia y algo de renuncia. Yo te ayudaré.
Tras un breve silencio, el hermano mayor añadió:
—Y después de todo, podríamos establecer como festivo el día en que la reina se marchó.
—¿Por la democracia? —preguntó Roberto incrédulo.
—No. No para celebrar el cambio político sino para señalar y recordar el enfrentamiento que, de ahora en adelante, debemos evitar. Desde todas las posiciones, quiero decir.
Roberto asintió orgulloso aceptando la idea.
—Eso está hecho, hermano.
Los Roca habían llegado a un acuerdo. La mano de su padre había intercedido. Secretamente, ambos hijos albergaban la esperanza de que eso ya no fuera necesario a partir de aquel día, tal había sido la ignominiosa vergüenza que habían sentido ante la sorprendente actuación de su padre.
Domingo, 1 de noviembre de 1868
Amada Ana:
Hoy, día de difuntos, traigo buenas y malas noticias. Empezaré con las malas. Hace algo más de un mes hubo problemas en la colonia. Problemas muy graves. Los trabajadores se declararon en huelga después de la Gloriosa. Ése es el nombre que se ha popularizado para referirse a la caída de la reina Isabel II. ¿No te parece un nombre demasiado soberbio? Fueron días muy difíciles. Sin embargo, la buena noticia es que al final nuestros hijos supieron arreglar la situación. Sí, los huelguistas aceptaron el trato que ellos les propusieron.
Rosendo Xic y Roberto han aprendido una nueva lección. A veces hay que conocer el mal para evitarlo. Y ellos lo han conocido muy de cerca esta vez. Durante esos dos días los vi realmente disgustados, no sabían cómo reaccionar. Ni siquiera podían explicarse por qué les estaba ocurriendo a ellos algo que no creían merecer. Aún no saben que, sencillamente, las cosas son así. Tú y yo lo sabemos, lo aprendimos a la fuerza.
Intervine, pero creo que ésta habrá sido la última vez que lo haga. Lo presiento. Parecen haber llegado a una especie de compromiso tácito, fuera de la fábrica pueden tener las tendencias más alejadas del mundo, pero una vez traspasada la puerta, éstas deben convertirse en una sola: el avance de la factoría y de la colonia. Parece que al fin han empezado a actuar como la moneda que son, tratando de unir la cara y la cruz para que el resultado sea un compendio de ambos en beneficio del interés general. La disposición de Roberto de tomar las medidas sociales necesarias para crear una comunidad protegida ha comenzado a corresponderse con la visión matemática que Rosendo Xic defiende para llevar eficazmente la gestión del negocio. Ya está dando sus frutos.
Ojalá pudieras verlos… Estarías orgullosa de ellos.
Yo lo estoy.