El hijo mayor de Rosendo Roca llevaba varios días inquieto, no eran buenas las noticias que llegaban del sur de España. El sábado 19 de septiembre de 1868 las fuerzas navales con base en Cádiz se habían sublevado contra el reinado de Isabel II. Pese a las perspectivas de cambios favorables, Rosendo Xic sabía que al levantamiento militar le podía seguir una impredecible revuelta popular. Cualquier movimiento revolucionario era malo para los negocios de modo que pretendía ahora que no corriera eh exceso la voz. Se debía mantener la calma y conservar el máximo de estabilidad posible en la colonia hasta que la situación se aclarase.
Como cada día, a las seis menos cinco de la mañana, Rosendo Xic acudió a la fábrica en medio del ambiente denso y la algarabía por el cambio de turno. Los trabajadores que cedían su lugar dedicaban al reemplazo algún que otro gesto amistoso bajo la tenue luz del gas de carbón.
—Ten cuidado con mi preciosidad… la acaban de engrasar y funciona como la seda —le dijo Fermín Busquets a Carlos Martínez, el contramaestre.
Fermín Busquets cumplía eficazmente con su labor en la fábrica desde el principio de ésta y se había revelado como un operario extraordinariamente habilidoso.
—Al final me voy a ver obligado a hablar con Clara sobre tu relación con esta máquina… —le respondió divertido Carlos.
—A Clara no le importa. Pero yo sí que hablaré con alguna de esas amigas tuyas a las que ves siempre después de nuestra partida en el casino y les avisaré de tu extensa lista de amistades… Vigila, el éxito puede cegar a cualquiera. —Fermín le guiñó un ojo y sonrió.
Carlos se había convertido en un personaje muy admirado por la comunidad. Desde que fuera el responsable, cinco años atrás, de que Fernando Casamunt cayera del caballo, su piel tostada y curtida y su oscuro pelo salpicado de canas hacían soñar a las mujeres solteras de la colonia.
Carlos rió:
—No te pases, Fermín… a tu edad yo respetaba más a mis mayores —dijo mientras se remangaba la camisola y dejaba a la vista sus velludos y musculosos brazos.
—De acuerdo, de acuerdo… no quiero hacerte enfadar, no vaya a ser que reciba una reprimenda femenina —bromeó Fermín.
Al cruzarse con Rosendo Xic, los dos trabajadores interrumpieron su conversación. El director los saludó con un gesto discretamente hosco que reforzó la distancia evidente entre ellos. Carlos y Fermín le correspondieron con un seco «Buenos días» acompañado de un leve movimiento de cabeza. Ese distanciamiento que Rosendo Xic utilizaba para hacerse valer era, paradójicamente, el motivo por el que la mayoría de los trabajadores no le profesaban aprecio ni respeto.
Rosendo Xic subió con paso decidido las escaleras hasta las oficinas del falso primer piso de la nave. El ruido se quedaba abajo y él podía así centrarse en su actividad: los números, las cuentas y los clientes. Colgó la chaqueta en el respaldo de su silla, sacó de uno de los cajones la carpeta con los pedidos cumplidos y, poniéndose delante el libro de cuentas, se dispuso a anotarlos concienzudamente. No conocía otra manera.
Debía de haber transcurrido media mañana cuando el rumor de la fábrica decreció repentinamente y unos gritos alcanzaron los oídos de Rosendo Xic. Extrañado, se puso en pie y salió de su despacho. Desde la barandilla que daba a la planta baja vio que muchas de las máquinas se habían detenido mientras numerosos operarios se congregaban alrededor de un líder que no cesaba de vocear. Rosendo Xic distinguió con sorpresa la figura de su hermano pequeño, al cual hacía todavía en Barcelona, exclamando animosamente oraciones revolucionarias.
—¡La reina Isabel II ha caído! ¡Viva la libertad!
Los trabajadores le prestaban atención y vitoreaban sus palabras. Rosendo Xic negó con la cabeza al darse cuenta de lo que se le venía encima.
—Esto es una demostración de que peleando se consigue lo que sea. ¡Viva Topete, viva Prim!
—¡Viva! —vociferaban los empleados sumándose a su entusiasmo.
—¿Quién es Topete? —preguntó otro de los contramaestres a Carlos.
—Fue el primero en sublevarse en Cádiz hace una semana y parece que no ha sido el único. La reina ha tenido que abandonar el país —explicó Carlos.
—Caramba, y ¿cómo te enteras tú de estas cosas? —le preguntó extrañado.
—Tengo mis propias fuentes —respondió, enigmático, mientras se esforzaba por seguir escuchando a Roberto.
El compañero le golpeó el hombro y estalló en una carcajada:
—Claro, se me olvidaba… ¡el señor importante!
Carlos, serio, reclamó silencio y ambos continuaron escuchando el anuncio de Roberto.
—¡Hay que luchar por nuestros derechos y derrocar al poderoso!
—¡Sí! —exclamaron todos los presentes alzando sus manos.
—¡Hay que establecer este día como un festivo porque representa una victoria! ¡Nuestra victoria! ¡Ahora tendremos democracia!
Roberto, al ver a su hermano mayor observarlo desde lo alto de la nave, se dirigió a él igualmente sobreexcitado:
—¡Hermano! ¡Hemos ganado! ¡La reina se ha ido! ¡Hay que celebrarlo!
El gesto de Rosendo Xic se endureció de tal manera que provocó la reacción sobrecogida de Roberto. Enseguida, el pequeño Roca subió las escaleras y acompañó a su hermano al interior del despacho. Mientras tanto, los trabajadores, encendidos, continuaron con la celebración. Tras cerrar con violencia la puerta, Rosendo Xic preguntó:
—¿Te has vuelto loco?
Roberto abrió los ojos en señal de extrañeza y frunció el entrecejo.
—No voy a permitir que me estropees esto. No. Hoy es un gran día y hay que festejarlo, me da igual lo que digáis tú y tus alucinaciones de burgués.
—¿Pero es que has perdido el poco seso que tenías? —dijo Rosendo Xic tocándose la sien—. ¿Qué tiene todo esto que ver con nosotros?
—¿Qué dices? ¿No te das cuenta? Es el cambio que estábamos esperando. ¡El único que no se alegra eres tú!
—No podemos perder producción sólo porque unos cuantos militares de tres al cuarto hayan decidido que quieren gobernar.
—Te lo advierto: no insultes al poder revolucionario, hermano. —Roberto levantó el dedo índice de manera amenazadora y a continuación, su gesto se tornó frío. Entrecerrando sus enormes ojos castaños, desafió a su hermano de la mejor manera que se le ocurrió—: Es más, estoy pensando en dedicarme a la política. Hay que hacer realidad el cambio que este país necesita.
—¡Lo que me faltaba por oír! ¡Política! ¡Qué despropósito! Y vas a dejar la fábrica, claro. ¿Así es como pagas el esfuerzo a nuestro padre? ¿Acaso los políticos pican piedra día y noche?
El silencio se hizo entre los dos hermanos durante un momento. Roberto, tomando asiento, dijo con tono seguro:
—No me has entendido, no voy a dejar la empresa, voy a hacer las dos cosas.
—No digas tonterías, eso no puede ser y lo sabes. Tu deber está aquí —le recriminó Rosendo Xic y tomó también asiento.
Con los nervios aún crispados, Rosendo Xic se dio repentinamente cuenta de que los gritos de victoria procedentes de los trabajadores habían cesado. A juzgar por el silencio, las máquinas se mantenían paradas. El mayor de los Roca se levantó de un impulso de la silla y se asomó a la ventana del despacho, la puerta de la nave estaba abierta y la fábrica vacía. Los trabajadores habían salido.
La situación en el país obedecía a la culminación de un largo período de desgaste con el poder en manos de unos gobernantes incapaces de aportar soluciones. El impopular aumento de la presión fiscal para rescatar la Hacienda pública no hizo sino agudizar el malestar general. A la crisis de las finanzas había que sumar la agraria e industrial. La corona, por su parte, conservaba su patrimonio intacto. La reina, la derrocada Isabel II, había caído en el desprestigio y lo pagaba ahora con un exilio forzado hacia Francia. El nuevo gobierno provisional, una vez hubo desarmado a la Milicia Nacional y disuelto las Juntas revolucionarias que se habían creado en algunas ciudades, reconoció las libertades fundamentales y el sufragio universal para los hombres mayores de veinticinco años. Se confiaba además en que una nueva Constitución consagrara la separación de poderes y la libertad en ámbitos como la religión, la enseñanza, la imprenta y la asociación, aspecto este último de vital importancia para las expectativas obreras.
Cuando los dos hermanos accedieron al exterior de la fábrica se encontraron con todos los operarios en la calle vitoreando las palabras que Roberto, «el hijo del jefe», les acababa de inspirar hacía tan sólo unos minutos:
—¡Viva España con honra! ¡Viva la libertad!
Progresivamente, las voces de los trabajadores fueron llamando la atención de los demás habitantes de la colonia. Poco a poco, los comerciantes, que se hallaban cumpliendo con su tarea tranquilamente hasta ese momento, se aproximaron al lugar del que procedía todo el alboroto para descubrir de qué se trataba. Incluso algunos operarios del turno de noche, a los que se suponía durmiendo, estaban ya allí. Todos se contagiaban del espíritu festivo. También Sofía y Valerio Aldecoa, que rápidamente se aproximaron a Roberto para compartir la exaltación.
—¡Roberto! ¿Cómo te has enterado? ¡Qué buenas noticias! Al fin seremos un pueblo con voz y voto —le dijeron mientras le daban un cariñoso abrazo.
—Acabo de llegar de Barcelona y se lo he contado a todos. —Roberto sonreía mirando de soslayo a su hermano, que observaba aquel jaleo con expresión adusta.
—Puede que haya cambiado el gobierno, pero no por eso hay que dejar de trabajar —intervino Rosendo Xic en la conversación a la vez que dirigía miradas malhumoradas a sus oyentes. Después trató de llamar la atención sobre el bullicio—: ¡Eh! ¡Todos los que están bailando y riendo, será mejor que llevéis vuestra alegría al interior de la fábrica!
Pero nadie lo escuchaba. Los trabajadores continuaban saltando y danzando sin necesidad de música que los acompañase.
—¡Eh! ¡Vamos! ¡Todos a trabajar! —La voz de Rosendo Xic trataba de imponerse cada vez más enfadada.
—¡No! —se oyó gritar a Carlos Martínez cerca de ellos—. Roberto ha dicho que hoy es fiesta y le obedeceremos como gran patrón que es. ¡Hoy estamos de celebración! —Con una sonrisa forzada le dio a Rosendo Xic una sonora palmada irreverente en el hombro. Acto seguido se aferró a una muchacha y comenzó a bailar con ella, alejándose.
Rosendo Xic se quedó de piedra. Un simple obrero acababa de desautorizarle. Dirigió una mirada gélida a su hermano y éste respondió quitándole hierro al asunto antes de añadirse nuevamente a la fiesta:
—No pasa nada, Rosendo. No se lo tengas en cuenta. Mañana ya seguiremos trabajando.
El máximo responsable de la fábrica sintió una ira infinita hacia ésos que le ninguneaban y desdeñaban su poder para cedérselo injustificadamente a su hermano. Sin querer reconocer que era una cuestión de orgullo, se dijo a sí mismo que todos aquellos jaraneros no apreciaban que su intención era hacer lo correcto para que las cosas funcionaran. Era él quien, preocupado, no dormía en aquellos tiempos difíciles. Nadie parecía querer entender la importancia de que el engranaje continuara en marcha. Y aquello no podía quedar de esa manera.
Sin decir una palabra más abandonó el lugar con determinación y se adentró en la fábrica hasta su despacho. De la caja fuerte extrajo un pesado saco que se cargó a la espada y trasladó sin demasiado esfuerzo hasta la parte trasera de la nave. Fue derecho hacia los guardas que esperaban la salida de la próxima mercancía cuyo transporte deberían proteger. Se dirigió a ellos:
—Los trabajadores se han descontrolado por razones ajenas al negocio y necesito que vuelva el orden. Os advierto que no quiero violencia, sólo que se asusten para que entren en sus cabales. Cargad las armas con pólvora, nada de balas.
Y dicho esto, repartió las armas quedándose también él con una. Los hombres cogieron extrañados pero agradecidos los trabucos y pistolas: una buena ocasión para hacerse respetar en la colonia.
Mientras los cargaban caminaron en silencio mirándose unos a otros, sorprendidos y sin entender qué era lo que estaba pasando. Rosendo Xic no estaba seguro de haber tomado la decisión correcta pero, en cualquier caso, ahora ya no había marcha atrás.
Entre los trabajadores corría el vino y los brindis alocados. El hijo del amo les había permitido convertir aquel día en domingo sin saber muy bien por qué y había que aprovecharlo.
—¡Viva Roberto! —exclamó Carlos con la botella en la mano.
—¡Viva! —le siguieron todos.
Roberto se unió sonriente y ufano por la simpatía que todas aquellas personas demostraban profesarle.
En ese momento se oyó un disparo en el aire que paralizó de un sobresalto el ambiente festivo. La multitud dirigió asustada su mirada al origen de tal estruendo. Era Rosendo Xic acompañado de tres guardas.
—¡Que todo el mundo vuelva ahora mismo a su trabajo! —ordenó, severo, el hijo mayor de Rosendo Roca.
Todos los presentes lo miraron atónitos. Del arma que acababa de disparar emanaba un amenazante humo. Entonces Roberto se aproximó ya algo ebrio a su hermano y con voz queda le increpó:
—¿Pero qué estás haciendo?
Rosendo Xic le dirigió una mirada llena de rencor y tan sólo dijo:
—Todo esto es por tu culpa.
Roberto, dolido, entrecerró los ojos y frunció el ceño. El alcohol lo había convertido en un sujeto más bien sensible. Sin saber muy bien cómo ni por qué, le vinieron a la memoria recuerdos infantiles, entre ellos, el incidente en el río con su hermano. Lo había rememorado de forma recurrente y cada vez experimentaba la misma sensación de culpabilidad que estaba sintiendo en ese preciso instante.
Mientras tanto, los trabajadores observaban estupefactos la situación. Estaban confusos, se suponía que ése era un día alegre, así lo había proclamado uno de sus patrones. El silencio se hizo entre los presentes. Sólo el continuo rumor de la turbina y la máquina de vapor entorpecían ese mutismo incómodo. Hasta que Carlos Martínez finalmente habló:
—De aquí no nos movemos.
—¿Cómo dice? —dijo Rosendo Xic al volverse desconcertado hacia el obrero. Al reconocer que era el de la reciente impertinencia, le preguntó altivo—: A todo esto, ¿quién es usted, si no le importa?
Roberto se atrevió a responder:
—Carlos. Se llama Carlos Martínez.
Rosendo Xic arqueó la boca en un gesto de profundo disgusto. Sabía que le pagaba puntualmente el sueldo desde hacía muchos años.
—Sí, ése es mi nombre y trabajo en su fábrica. Si no se acuerda de mí es seguramente porque nunca se ha dignado a mirarme. Y lo que digo es que de aquí no se mueve nadie. No pueden jugar con nosotros a su antojo ni tratarnos como escoria. Somos trabajadores y tenemos nuestros derechos.
Las personas que se hallaban alrededor de Carlos comenzaron a asentir mirándose los unos a los otros. La afirmación se transformó rápidamente en ovación.
—Roberto ha hablado de democracia y de ser escuchados. Quizá deberíamos empezar a aplicar también aquí las mejoras que el resto del país parece estar viviendo.
—¡Sí! ¡Eso es, Carlos!
Desinhibidos, los trabajadores alzaban sus manos en señal de reafirmación. Carlos estaba defendiendo sus posiciones en aquella colonia.
—Llevamos muchos años cumpliendo con un sistema que se ha quedado antiguo. Hay que renovarse y empezar a aplicar ideas rescatadas de la clandestinidad.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Rosendo Xic manteniendo su suficiencia.
—Que quizá usted no se dé cuenta porque se pasa la vida encerrado en ese despacho, pero también nosotros necesitamos mejorar muchas cosas y creo que ha llegado el momento.
—A usted no le importa lo que yo hago o dejo de hacer —rechazó Rosendo Xic—. Por lo demás, creo que todos tienen justo lo que necesitan aquí en la colonia. Cuando llegaron les expusimos con claridad las condiciones, de modo que no entiendo que se quedaran si no les parecían adecuadas. Debo deducir que sí, que entonces las encontraron justas. Que yo sepa, no he incumplido el acuerdo así que hagan el favor de volver a sus puestos de trabajo o me veré obligado a tomar medidas más… drásticas. Si alguno de ustedes no se encuentra a gusto aquí, puede abandonar la colonia cuando le plazca, llevándose a la familia, naturalmente. —Y remarcó en especial la última frase.
Roberto se mantenía impertérrito ante la situación que sin querer había provocado. Era el momento que tantas veces había temido; tocaba elegir entre las ideas que defendía y el papel que se suponía le correspondía en el negocio y la familia Roca.
—Quizá deberíamos escuchar lo que tienen que decir. —Se atrevió a sugerir.
Enseguida, entre los oyentes surgió un aplauso.
—¡Eso es! ¡Aprenda de su hermano, señor director!
Rosendo Xic giró la cabeza en dirección a Roberto y le habló muy lentamente con los dientes apretados por la rabia:
—No hables. No hagas nada.
Poco a poco, los presentes se añadieron a la protesta del primero y empezaron a violentar la situación.
—Usted es el que se debería callar. Siempre tan arrogante —añadió uno de los obreros.
Entonces, entre la multitud surgió volando una botella en dirección a Rosendo Xic, que se apartó dando un salto hacia atrás. Al estallar sobre el suelo se hizo un silencio extremadamente tenso. Los guardas se adelantaron en formación con las armas en la mano.
—¡Mirad a los perros guardianes!
—¡Incumpliendo la norma que estableció su padre! ¡Él prohibió las armas aquí dentro!
—¡No merece ser hijo de quien es!
Las protestas se sucedían haciendo caso omiso a los escoltas que, cada vez más cerca de los alborotadores, trataban de contener la embestida con gestos amenazadores.
—Vuelvan a sus trabajos… No nos obliguen a hacer nada de lo que nos tengamos que arrepentir todos.
Otra botella de vino voló por los aires impactando en la cabeza de uno de los guardas, que cayó al suelo conmocionado. Sus compañeros se agacharon rápidamente para comprobar su estado y, tras confirmar con alivio que estaba consciente, se enfrentaron a aquel tumulto recurriendo ya a la violencia.
—El próximo en tirar una botella probará mi trabuco aunque sea a mamporrazos…
Los ánimos estallaron. Los trabajadores se empujaban unos a otros tratando de superar el cada vez más alterado cordón de guardas.
Rosendo Xic y Roberto observaban preocupados los acontecimientos cuando, al fondo, de repente, la maraña de personas comenzó a dispersarse formando un pasillo que se abría hacia el lugar donde se concentraba el forcejeo. Con ritmo pausado, una figura avanzaba por el corredor entre la muchedumbre. A cada paso, las personas que dejaba tras de sí quedaban retraídas, como si pasara frente a ellas un espejo gigante capaz de acreditar lo insostenible de las circunstancias. A medida que se acercaba, los dos hermanos pudieron reconocer la figura.
Para cuando se detuvo frente a ellos, nadie se movía. Tampoco los guardas. En mitad de aquel silencio aturdidor, Rosendo Roca les dedicó a sus hijos una mirada llena de amargura y de palabras de disgusto que no se llegarían a pronunciar. Sin hacer más, continuó su camino hacia el interior de la fábrica. Era hora de volver a engrasar la maquinaria.
Los presentes, entendiendo lo desmadrado de la situación, comenzaron a dispersarse desordenadamente para volver a sus puestos de trabajo. Entre los hombres y mujeres que caminaban cabizbajos empezó entonces a correr como la pólvora un mensaje cargado de contenido:
—Esta tarde, reunión en el casino después del turno. Pásalo.