La primavera siguiente le brindó a Rosendo Xic la oportunidad de diversificar clientes y continuar expansionando el negocio. Para tal empresa decidió que sería bueno contar con la colaboración de su hermano.
—¿Sabes, Roberto? A veces creo que deberíamos hacer más cosas juntos.
—Puede ser, Rosendo, puede ser.
—No es posible que cada uno tire por su lado. Creamos desunión y la gente piensa que… no nos soportamos.
—Cuando no es verdad, ¿eh, hermano? —dijo Roberto con una sonrisa—. ¿Qué tienes en la cabeza?
—Nada, simplemente pensaba en voz alta. —Y el hermano mayor volvió a sus papeles.
—Venga, hombre, suéltalo, no te vaya a hacer mala sangre —insistió Roberto.
—Bueno, ya que me preguntas… —Apartó los documentos que había removido y dijo—: Pues mira, había pensado que, ahora que vas tanto a Barcelona, podríamos aprovechar para ir juntos una noche al Liceo. Allí iban Pantenus y papá, allí está todo el mundo.
—¿Todo el mundo? Estarán los ricachones que se dan envidia unos a otros aparentando que se han forrado más que el prójimo. No cuentes conmigo.
—Por favor, Roberto, lo pasaremos estupendamente. Además, no tiene por qué enterarse nadie. Nadie de tus círculos, quiero decir.
—¡Pero si debe costar un ojo de la cara! Lo podríamos gastar en otras cosas.
—Bueno, también podríamos hacer nuevos contactos y así ganar más dinero para invertirlo en otras cosas, como tú bien dices. No perdemos nada, tenemos un cliente que me ofreció su palco. Podríamos asistir y si nos gusta, entonces ya sabes, comprar uno para nosotros —declaró Rosendo Xic.
—Bueno, eso ya lo veremos, pero… de acuerdo, podríamos ir.
—No te arrepentirás. El viernes salimos antes de comer.
—¿No decías que sólo te lo habían ofrecido? Supongo que tendrás que hablar antes con el cliente —expresó Roberto confuso.
—Está arreglado, tranquilo, nos invitó la semana pasada —contestó ufano el hermano mayor—. Vamos a ver La Traviata, una ópera de Giuseppe Verdi.
—Así que ya lo tenías todo planeado…
—No seas retorcido, Roberto, ya verás cómo te va a encantar.
Paseando por la Rambla en dirección al Liceo, los dos hermanos vestían sus mejores galas. Ambos lucían frac de color negro brillante con amplios faldones y remataban su perfil con sus correspondientes chisteras. Completaban su porte los gemelos nacarados en los puños, el lazo al cuello, igualadas sus puntas con extremo cuidado, los botines con hebillas y la cara afeitada y repasada junto al pelo negro encerado hacia atrás.
A una vendedora ambulante Rosendo Xic le compró dos claveles blancos. Se detuvo a continuación un poco al margen de la corriente humana y colocó uno en la solapa de Roberto. Algo incómodo, el hermano pequeño se dejó hacer, sabedor también de que los esfuerzos de ese día podrían redundar en una mejor relación entre los dos. Rosendo Xic tenía razón, no podía ser que cada uno de los hijos Roca tirase de la cuerda de la colonia en sentido contrario porque, como todas las cuerdas, ésa también tenía un límite y podría acabar por romperse.
Ya en la entrada, con el cartón del palco en el bolsillo interior de la chaqueta, Rosendo Xic disfrutaba entregado al ambiente. Roberto, en cambio, se sentía atenazado por las convenciones sociales y le faltaba el aire. El mayor saludaba a todo el mundo aunque no los conociera. Algunos incluso le dijeron sin ambages que ignoraban quién era y él aprovechaba para presentarse en aquel momento. Roberto lo miraba sin comprender cómo una persona un tanto retraída con la gente podía mostrarse expansiva e indulgente en un ambiente tan recalcitrantemente falso.
Finalmente pasaron al vestíbulo, donde les entregaron un esmerado programa de mano. Allí atascado, Roberto no pudo evitar sentirse pequeño ante la riqueza de todo lo que tenía delante: las lámparas de araña, las balaustradas de mármol, las amplias escaleras, las espesas alfombras, los grandiosos tapices colgados de las paredes, los remates dorados, la amplitud del espacio… El joven Roca avanzó lentamente y siguió la marea así, abotagado por el fasto, la opulencia y el exceso.
Rosendo Xic y Roberto saludaron efusivamente a un cliente conocido que, sabedor de la pasión de los Roca por los adelantos de la técnica, aprovechó para presentarles a Francesc Dalmau, un reputado miembro de la Academia de Ciencias Francesa que de manera exitosa se dedicaba en Barcelona a la óptica. Rosendo Xic aprovechó la ocasión para preguntar por un tema distinto al de la muy comentada crisis financiera:
—¿Puede la óptica aportar cambios importantes a nuestro mundo industrial?
—En algún sector especializado, sin lugar a dudas —contestó muy educadamente el industrial y científico—. Mas no es ése el único interés de nuestra familia en estos momentos. Precisamente le estaba contando a nuestro común amigo los recientes hallazgos del físico escocés James Clerk Maxwell. Su reciente teoría electromagnética, formulada a través de unas ecuaciones que debo reconocer escapan a mi ámbito de sapiencia, me hacen afirmar con rotundidad que no está lejos el día en que la mecánica verá sustituida su supremacía en el ámbito de la motricidad por la incipiente pero inconmensurablemente potente electricidad. No tienen ustedes más que pensar en el estado en que queda un árbol al recibir un rayo… La luz de gas tiene, asimismo, sus días contados puesto que como ha demostrado Maxwell la energía lumínica puede también obtenerse a partir de la electricidad.
La forma de hablar de aquel hombre pronto encandiló a Roberto. Se podía soñar despierto con sólo escucharle.
—Actualmente —prosiguió—, ya sabemos mucho de esa nueva ciencia. Son ustedes, por supuesto, personas bien informadas y apellidos como Franklin, Volta, Coulomb, Ampère, Morse o Faraday seguro que resuenan en sus mentes. La tarea ahora es la de preparar y probar máquinas capaces de transformar en movimiento las infinitas posibilidades de la electricidad. De Bélgica y Alemania me han llegado noticias de que están a punto de ultimar lo que se ha dado por llamar «generadores eléctricos». De las turbinas fluviales extraeremos directamente electricidad que mediante simples cables de cobre transmitiremos allí donde se precise luz o movimiento. Ése es el futuro. —Interrumpió su grandilocuencia el tiempo justo para llenar de aire sus pulmones—. Amigos míos, la ciencia nos depara suculentas sorpresas y ustedes, los industriales productores, contribuirán sin duda a extenderlas y mejorarlas.
Rosendo Xic sintió un escalofrío. Acostumbraba a desconfiar de lo que no conocía. Si lo que aquel hombre contaba con tanta pasión era cierto, el vapor y el carbón se verían arrinconados por un nuevo ciclo del progreso, tanto o más agresivo que el que había propiciado su expansión en el mundo entero. No parecía que las cosas fueran a cambiar de un día para otro, pero habría que mantenerse al tanto de tan prometedora innovación. Así se lo comentó a Roberto tan pronto como el señor Dalmau se despidió cortésmente y atendió a nuevos saludos de importantes hombres de negocios.
—No te preocupes, hermano —lo tranquilizó Roberto—. Todo eso déjamelo a mí.
En aquel momento, sin embargo, ninguno de los dos Roca pudo ni siquiera intuir lo trascendental que serían los presagios del informado señor Dalmau.
No esperó Roberto a Rosendo Xic que, después de la interesante conversación, se eternizó en cuestiones vanas y sin interés. En la soledad de su palco se asombró del patio de butacas y del lujo desmesurado, casi agresivo a sus principios. El ligero malestar hizo que bajara la vista y se concentrara en el programa de mano. Empezó a leer la sinopsis del argumento y al poco sintió crecer una intensa ansiedad. Entonces su hermano apareció tras las pesadas cortinas de terciopelo granate.
—Esto es una maravilla. Tenemos dos nuevos contratos apalabrados y eso que todavía no hemos llegado al descanso…
—¡Eres un estúpido y un patán, Rosendo! —lo interrumpió Roberto con rabia.
—Pero bueno, ¿qué te pasa ahora? —Rosendo Xic estaba completamente desconcertado.
—Estoy harto de tu vanidad y de tus ambiciones burguesas, sólo te interesa el dinero… Ni siquiera se te ha ocurrido mirar de qué narices va la obra, ¿verdad?
—¿La obra…? ¿A qué te refieres? —preguntó Rosendo Xic sin entender.
—Resulta que la protagonista acabará muriendo de tuberculosis… ¿Crees que tengo estómago para ver el dolor de mamá interpretado por una diva histérica?
Rosendo Xic se quedó sin habla ante la inusitada agresividad de su hermano. Jamás le habría permitido que lo tratara de ese modo; sin embargo, la razón de su enfado lo desarmó.
—Perdona, yo no sabía…
—Calla, no lo estropees todavía más.
Y abandonó airado el palco lanzando el programa contra su hermano.
Rosendo Xic, hundido en su butaca con la cara enrojecida, sintió el peso de las miradas de los balcones cercanos. Abrió el programa y se fijó en el argumento. Cuando acabó, unas lágrimas asomaron a sus ojos. Levantó la vista y vio a una bella dama observándolo. Ella le aguantó la mirada unos instantes y luego sonrió levemente, como indicándole su comprensión. Inmediatamente después bajó el caudal de gas de las luces y el brillo en las mejillas de Rosendo Xic refulgió aún con mayor fuerza.
Así, solo, la representación se inició para el heredero Roca como una carga y una afrenta, como lo había sido para su hermano. Sin embargo, al poco de empezar, se dio cuenta de que la historia estaba tratada con gusto y verosimilitud y pronto la tragedia desplegó las alas de la catarsis y lo absorbió por completo. En los momentos de mayor angustia, Rosendo Xic levantaba los ojos y se encontraba con aquel rostro de porcelana que parecía entenderlo tan bien. Casi sin darse cuenta llegó el intermedio.
Las luces se avivaron y Rosendo Xic se recompuso para otear el palco de su anónima compañera: estaba vacío. Sintió entonces un impulso irrefrenable de abandonar el teatro y, antes siquiera de poder razonar, percibió que la cortina se abría tras él con timidez. Era el rostro de la hermosa dama, medio escondido tras su abanico parcialmente desplegado, que lo miraba amable y tierno.
—Buenas noches, caballero. Soy Violeta Masdurán.
—Buenas noches —respondió Rosendo Xic azorado. Aquello era una señal, «Violeta» era también el nombre del personaje principal, la decidida mujer en búsqueda del amor verdadero.
—¿Y usted es…?
—¡Oh! Disculpe mi torpeza, señorita Masdurán. Soy Rosendo Roca hijo, para servirla.
Y Violeta le acercó su mano lánguida y delicada. Rosendo Xic la cogió hipnotizado y, sin saber muy bien qué hacer con ella, la miró y le dio la vuelta con lentitud. Contempló fijamente su palma enguantada en encaje, hasta que salió de su aturdimiento como recién despertado de un sueño. Le dio de nuevo la vuelta y besó su dorso posando con suavidad los labios. Sin soltarla todavía, levantó la mirada directamente a los ojos de la bella dama y dijo casi en un susurro:
—Es un verdadero placer.