Capítulo 89

En un piso de techos abuhardillados una maraña de ropa aún tibia se amontonaba en el suelo; un pantalón azul, un traje arrugado, una chaqueta y una blusa blanca. Al fondo, en la habitación, a la luz de dos tenues llamas de queroseno, Rosa Ferrer, completamente desnuda, acariciaba con su suave melena el vientre de Roberto Roca, a la vez que, a horcajadas sobre una de las piernas de él, friccionaba su sexo. Besos apasionados los habían guiado escaleras arriba. Él se había sentido atraído por aquel pelo de corte tan chocante y lo acarició una y otra vez mientras aprovechaba para acercar los labios de ella a su boca. A pesar de su manifiesto deseo, Rosa había demorado el momento de descubrir su lengua y cuando lo hizo, él creyó enloquecer de excitación, más aún cuando, a media escalera y sin soltar aliento, ella se abrió la blusa y liberó sus firmes pechos a riesgo de ser descubierta por algún vecino insomne. El último tramo lo subieron arrastrándose peldaño a peldaño, tal era su gozo y el engorro de la ropa a medio quitar. Una vez en la cama, ella había tomado la iniciativa y no parecía que fuese a cederla. Él, anhelante, le despeinó nuevamente el pelo liso. Después Rosa Ferrer gateó hasta que se acuclilló sobre el sexo del joven. Por más que intentara incorporarse, Rosa se lo impedía poniendo la mano sobre su pecho para que se mantuviera tendido sobre la espalda. Por momentos, él se sentía como un títere que se desarmaba en manos de aquella mujer, por momentos se extasiaba y se abandonaba a sus instintos, al placer suave y cadencioso. Rosa tomó por fin a Roberto y le mostró su sexo. Así unidos, estableciendo un vínculo inefable, Rosa comenzó a subir y bajar con suavidad, con las manos apoyadas en sus rodillas, apenas tocándose el uno al otro. En la respiración de ella una casi inaudible nota aguda arrastrada a cada impulso nublaba la mente de Roberto y le obligaba a tensar los músculos. Al poco, ella se detuvo, posó sus rodillas en el colchón y se inclinó en un beso infinito. Luego reemprendió el movimiento gimiendo entonces con más fuerza, hasta que finalmente expiró un sordo quejido. Se quedó inmóvil un segundo, contraída, para empezar a continuación a temblar como una hoja, mientras respiraba entrecortadamente una vez superado el momento álgido.

Todo era nuevo para Roberto, al que de nada le servía su experiencia en estas lides. Rosa le dedicó una sonrisa enigmática. Descansó aún un breve instante mientras lo acariciaba con suavidad y luego le dijo:

Ne t’inquiètes pas, mon cher, no hemos terminado.

Con un extremo de la sábana arrugada, Rosa secó el sudor de sus cuerpos. La aspereza del tejido no hizo sino erizarles el vello ante la expectativa de nuevas caricias. Él no dijo nada; sorprendido como estaba, decidió que lo mejor era seguir la corriente de pasión que se había adueñado de aquel camastro. Entonces ella acercó los pechos hasta su boca y le pidió sin palabras que mordiera tiernamente las areolas. Durante largo rato ignoró por completo el sexo de ambos hasta que el reposo y la erección de los pezones le provocaron un ardor casi insoportable. Ella desplazó su cabeza hasta el miembro de él y lo estimuló con su lengua para que las palpitaciones fueran de nuevo a más. Cuando aunó las caricias de los labios con las de las manos, Roberto creyó perder el juicio. Sorprendentemente, ella le demostró similar vehemencia al colocarse encima de él en posición invertida y situar a la altura de su boca aquel sexo húmedo que él exploró como quien conquista tierra virgen.

—Bésame ahí y no te arrepentirás —le dijo para cerciorarle de lo placentero de sus atenciones.

Tan pronto detectó que él se situaba en el límite de resistencia, abandonó completamente sus caricias y simplemente gozó del abrazo de Roberto alrededor de sus nalgas mientras apretaba con desasosiego contra él su excitación. Una nueva oleada de placer la invadió entre gemidos que a duras penas logró acompasar con su respiración intermitente. Clavó los dedos en las piernas de su amante mientras sucumbía a un nuevo orgasmo.

Se relajó por un momento para recuperar fuerzas y se tendió un segundo junto a él. Cuando Roberto pareció querer decir algo, Rosa se lo impidió con el índice en los labios. Lo cogió a continuación de la mano para que se incorporara detrás de ella, sobre sus rodillas.

—Goza, cariño, te lo has ganado —le dijo sin tapujos mientras de espaldas a él le guiaba de nuevo hacia su interior.

Roberto acarició el torso de aquella mujer irresistible. En su espalda dibujó zigzagueantes caminos con las yemas de los dedos. Siguió el perfil de su sugerente cintura y se dejó transportar por el ritmo progresivamente urgente del deseo. Ella danzaba cadenciosa y risueña. La prensión apasionada de las manos de él precipitó el compás hasta que Roberto cerró los ojos y se derramó espasmódicamente gimiendo de un modo casi animal, como nunca antes había hecho.

Rosa Ferrer, completamente desnuda, estaba asomada a la ventana de su buhardilla en la calle Dels Cecs, fumando un cigarrillo con deleite. Roberto la contemplaba desde la cama, relajado. Tenía ella un cuerpo menudo y firme, enjuto, pero lleno y sensual. Afuera, la espadaña de la iglesia de Santa María del Pi se alzaba imponiendo su perspectiva desmesurada. Ningún edificio más a la vista y el cielo azul y despejado enmarcaba con su luz matinal las dos siluetas. A Roberto le embelesaba su desinhibición. Finalmente, se levantó y prendió un cigarrillo con la brasa del de su compañera.

—Me encanta este silencio, parece que la ciudad duerma.

—¿Has vivido siempre aquí? —preguntó Roberto.

—Hace dos años que volví. Antes vivía en Francia —dijo ella, y se quitó una hebra de tabaco del labio.

—Entiendo, se te nota algo de acento.

—Siempre me lo dicen, pero yo nací aquí. Mis padres tuvieron que marcharse cuando yo era pequeña. Casi no recuerdo el viaje, sólo tengo la imagen de un granjero que nos acogió al otro lado de la frontera. Me preparó un gran vaso de leche que bebí mientras él hablaba en un idioma que no entendía. Al final llegamos a París y mi padre pudo volver a ejercer la medicina. —Su voz, con una tenue ronquera, informaba con precisión de cronista—. Ellos siguen viviendo allí, los Ferrer —pronunció marcando el acento gutural con el que los franceses articulan la doble erre.

Roberto, por su parte, recorría con la mirada cada gesto, cada expresión. De madrugada tuvo el impulso de marcharse pero ahora veía que la singularidad de aquella mujer le conducía también a la luz del día por nuevos caminos. Los amantes vivían sumergidos en el presente: todo iba bien, todo fluía.

—¿Y por qué volviste? —preguntó Roberto.

—Me cansé de Francia, de la intelectualidad, de sentirse el ombligo del mundo, del gran París. Las palabras se convierten en discurso y nadie se acuerda de actuar. Aquí, en cambio, se me abría un abanico de posibilidades. He seguido el entorno obrero catalán y español y me he empecinado en no repetir los errores cometidos en Francia. Jugamos con ventaja, puesto que ahora sabemos cómo van a transcurrir los acontecimientos. —Tras una pausa, giró su rostro hacia el de su compañero y continuó—: ¿Qué me dices de ti? ¿Cómo es que siendo el hijo del jefe te interesas por la emancipación proletaria? —Rosa lo miró directamente a los ojos. Dio una última calada a su cigarrillo y lo enterró en el tiesto que tenía delante.

—No sé. No es nada premeditado. Siempre he visto a mi padre preocuparse por los obreros de manera espontánea. Luego fuimos a New Lanark y allí corroboré mis intuiciones: Robert Owen puso en práctica un modelo en el que todos ganan; demostró que es posible conciliar los intereses de ambos.

—Y entonces te decantaste por el paternalismo —dijo ella con cierto aire sarcástico.

—Bueno, pensé que se podría aplicar en cierta medida, aunque no creo que seamos nosotros los que tengamos que dar bondadosamente ciertas cosas, sino que los obreros se las ganan con su trabajo —se justificó Roberto.

—Detesto a esos limosneros de domingo con su traje, su bastón pulido y su sombrero repartiendo unas monedas entre los niños…

—No, no soy de ésos. Mi hermano tal vez. Pero yo no —negó con convicción.

Roberto Roca terminó su cigarrillo y se quedó absorto sin saber qué hacer. Tenía claro que no era de ésos, pero ¿de quién era él? ¿Había brechas para otras opciones en el materialismo dialéctico? Entonces ella se apartó con una media sonrisa en el rostro, se colocó ante la estantería repleta de libros, escogió unos pocos y se estiró en la cama.

—Ven, Roberto. Quiero enseñarte algo.

Cuando se volvió, Rosa lo esperaba recostada con un par de libros abiertos entre las sábanas arrugadas. No supo por qué, pero un pensamiento acudió a su mente en ese instante. Le fue imposible evitar la consideración de cuán escandalizado se mostraría su hermano si estuviera viviendo en su lugar aquella inusitada experiencia, ese aprendizaje a todos los niveles junto a Rosa Ferrer, idealista hija de trabajadores e incansable defensora de una lucha activa que pugnaba por florecer mucho más allá de aquella ciudad o aquel país: batallaba por construir una nueva sociedad en Europa y, por qué no, en el mundo entero.

En la escuela de la colonia todo discurría con tranquilidad desde su apertura. El matrimonio Aldecoa, además de impartir clase, trazaba la línea pedagógica a seguir. Anita Roca completaba el pequeño grupo de maestros y era la responsable de los más pequeños, por los que sentía una especial devoción. La inauguración había sido ciertamente emotiva. El nombre sobresalía tallado en madera:

Escuela Regular de Primera Enseñanza Ana Roca.

Un homenaje a quien empezó, junto a la abuela Angustias, a procurar una educación para los hijos de los trabajadores.

Los Aldecoa introdujeron enseguida ideas de gran simplicidad e innovación. Ese día de otoño habían juntado sus dos clases (femenina y masculina) y todos se encaminaban al almacén anexo a la máquina de vapor. En el depósito de carbón los esperaba Ignacio Perigot, jefe de los maquinistas, para explicarles su labor en la factoría. Periódicamente, alguno de los padres de los chiquillos les contaba en qué consistía su trabajo y su quehacer diario. Los profesores aprovechaban para introducir nuevos aprendizajes a la vez que, por un día, padre e hijo se convertían en protagonistas y se alejaban de la vida un tanto gris de los ciclos rutinarios.

—Vamos, niños, vamos. Ricardo, no te entretengas. ¡Raquel, a la fila! —Sofía Aldecoa iba detrás del grupo y no cesaba de dar indicaciones.

En la parte sur de la colonia se encontraban tanto la gran máquina de vapor como, unos quince metros por debajo de su nivel, la moderna turbina Francis. Ambos artefactos introducían su fuerza en el mismo sistema de embarrado mecánico hasta las máquinas del interior de la fábrica. A pesar de que al principio la fuerza del agua bastaba, en los últimos años era tal la demanda de energía que la máquina de vapor raramente se paraba.

Antes de iniciar el recorrido reunieron a los niños formando un círculo y les dieron las últimas indicaciones. Ignacio Perigot, un poco alejado del grupo, esperó a que llegara el momento de intervenir. Se le notaba algo nervioso aunque su aspecto bonachón hacía presumir que sería fácil hablar con él.

—Cuando entremos, no debéis tocar nada. Tanto el movimiento como la temperatura son muy peligrosos. Si algún mayor os dice que hagáis algo, lo hacéis como si os lo dijese yo o la maestra, ¿de acuerdo? —advirtió Valerio Aldecoa.

Un coro de niños contestó afirmativamente. Sofía reforzó lo dicho:

—Os lo digo muy en serio. Si veo que alguien se separa del grupo, se le acabará la visita y se perderá la próxima excursión a la fábrica. Seguro que allí no habéis entrado nunca y tenéis ganas, ¿verdad? —De nuevo, los niños respondieron claramente con un «sí»—. Mirad, aquí tenemos al señor Ignacio Perigot. Él nos enseñará hoy cómo funcionan la máquina de vapor y la turbina hidráulica.

—Buenos días, chicos. Bienvenidos a la sección de transporte y suministro de energía —saludó Ignacio—. Sabéis que en la fábrica tenemos muchas máquinas funcionando. Cuando la mina empezó a producir, mi padre, que ya murió hace algunos años, se encargaba del transporte. Se llamaba Cristóbal Perigot, como ahora se llama mi hijo, nuestro compañero, y entonces todo se hacía con la ayuda de mulas y caballos. —Ignacio se estaba tomando en serio su aportación pedagógica.

—¿Tu papá sabe mucho de máquinas de vapor? —preguntó Francisco, uno de los niños, en voz baja al aludido, el pequeño Cristóbal.

—Hombre, es su trabajo —respondió éste con orgullo, y señaló a su padre para que Francisco atendiera.

—¿Habéis oído? Está hablando de él —susurró Raquel refiriéndose a Cristóbal.

—Que no, que no habla de él, habla de su abuelo —aclaró Francisco y le sacó la lengua a la niña.

—Hoy en día ya veis que incluso esta pequeña máquina de tren no tiene mulas que tiren de ella. —Señalaba la vieja Rocket, una locomotora que habían conseguido de segunda mano y que destinaban a facilitar los transportes internos de carbón—. ¿Qué es pues lo que la mueve? ¿Alguien me lo puede decir?

—¿El carbón? —sugirió una de las niñas de más edad que había levantado el brazo.

—No exactamente, aunque es cierto que el carbón es muy importante. Se trata del vapor. El vapor viene del agua y el carbón lo necesitamos para llevar el agua a ebullición. ¿Quién puede decirnos cuándo hierve el agua?

—Cuando está muy caliente —dijo Ricardo, lo que provocó la risa de todos por la obviedad.

—Cierto, aunque poco preciso —continuó Perigot—. El agua hierve cuando su temperatura alcanza los cien grados centígrados y, a partir de ese momento, genera vapor que tiende a expandirse o a incrementar la presión del recipiente en el que lo contenemos. Eso es lo que se encarga de hacer esta gran caldera. —Y acercó a los niños a una puerta desde la que pudieron contemplar cómo un fogonero alimentaba el horno bajo un enorme recipiente metálico de color negro.

Cuando todos lo hubieron visto, condujo al grupo a la nave de la máquina de vapor.

—Conducimos el vapor a presión procedente de la caldera hasta este enorme cilindro, donde desplaza un pistón de extremo a extremo —dijo señalando el vástago que alternativamente asomaba por el final del cilindro para, acto seguido, esconderse dentro de él—. Y… ¡ya tenemos el movimiento! Sólo nos queda transformar este desplazamiento rectilíneo en movimiento circular para poder transmitirlo cómodamente al embarrado de la fábrica. Eso es lo que hacen esta biela y esta manivela tan robustas. Se encargan de mover el volante de inercia que es seguramente la rueda más grande y más pesada que jamás habréis visto, ¿no es así?

No hubo respuesta. Era difícil saber hasta qué punto atendían los niños. Estaban todos embobados entre los chorros de vapor de las válvulas viendo cómo aquella enorme circunferencia de varios metros de diámetro giraba incansable demostrando toda su potencia.

Después de innumerables preguntas y de visitar con el experimentado Ignacio Perigot la sala inferior donde se alojaba la turbina hidráulica, todos los visitantes iban tiznados de negro. Cuando salieron al exterior parecía que habían pasado el día en la mina. Valerio y Sofía sentaron a los niños en el suelo, en el mismo sitio donde se habían reunido al llegar.

—¿Cuándo volvemos? Estoy cansado —rezongó uno.

—Ahora, enseguida —respondió Sofía—. A ver, niños, ¿qué hemos aprendido hoy?

Muchos de ellos levantaron la mano.

—Alba, empieza tú —señaló la maestra.

—Pues… hemos aprendido… que el carbón es bueno —respondió la pequeña.

—Muy bien. Y ¿por qué es bueno?

—Porque hace mover las cosas —completó Francisco.

—Hay que levantar la mano, Francisco. Ya sabéis que cada uno tiene su tiempo para pensar y no piensa mejor quien lo hace más deprisa. Dime, Raquel.

—¿Puedo ir al lavabo?

Varias risas agudas rompieron la expectación.

—Ya irás cuando lleguemos a la escuela. ¿Qué has aprendido tú? —preguntó la profesora a la niña.

—Pues… yo he aprendido… que el abuelo de Cristóbal se llamaba igual que él —respondió Raquel.

Y todo el grupo estalló en una sonora carcajada. En ese momento Roberto Roca, vestido con ropa sucia de trabajo, se acercaba por el camino de acceso al almacén de carbón. Cuando llegó a la altura del grupo, los saludó educadamente y se sentó en el suelo, entre Raquel y Francisco.

—Bueno, pues algo es algo —admitió la profesora—. Recordad que estamos en una colonia industrial, formada por dos partes bien diferenciadas, la fábrica y la mina, pero con necesidades comunes de energía y transporte. Se necesitan especialistas diversos para las distintas tareas.

Roberto decidió intervenir, le gustaba hacer alguna que otra contribución a la enseñanza:

—Muchos seguro que tenéis a los padres trabajando aquí y es fácil que, cuando se hagan mayores, vosotros ocupéis sus puestos.

—Entonces Cristóbal se convertirá en su abuelo —dijo Raquel—. Si se llama igual y hace lo mismo…

—No exactamente, Raquel, porque como hemos visto los tiempos cambian —intervino Sofía—. El padre de Cristóbal, el señor Ignacio, nos ha enseñado la diferencia con lo que hacía su padre y cuando Cristóbal tenga edad de trabajar seguro que habrá otras cosas nuevas que su padre ahora no conoce.

—¿Has oído? De mayor serás más listo que tu papá —dijo Francisco mientras le daba un codazo a Cristóbal.

Roberto, que lo oyó, matizó el comentario, alborotando el flequillo del pequeño Perigot.

—No es necesario que seas más listo, pero sí tienes que tener tantas ganas de aprender como él. —Y le guiñó el ojo a Ignacio—. Cuando vuestros abuelos eran pequeños casi no había escuelas, y si las había, como no existían máquinas de vapor, no las podían visitar y no sabían cómo funcionaban. Tu padre —dijo señalando a Cristóbal— aprendió a utilizarla de joven. Reconoced que si no habéis visto algo, no podéis saber cómo funciona.

—Pues yo hace mucho que he visto el tren y hasta hoy no he sabido cómo funciona —dijo Esteban.

—Claro, porque no es lo mismo ver que mirar —intervino la maestra en rescate de Roberto—. La curiosidad es el motor del aprendizaje. No debéis olvidaros nunca de intentar entender las cosas. Bueno, niños, dejemos al señor Roberto, que seguro que tiene mucho trabajo.

—Señor Roberto, ¿usted es más listo que su papá? —preguntó Francisco sin malicia.

—No, mi padre es el jefe de todo y nunca se puede ser más listo que el jefe —rió distendido.

—¿Por qué no? ¿No había escuelas cuando usted era pequeño?

—Venga, niños… —instó Valerio Aldecoa un tanto incómodo y dirigiéndose a Roberto añadió—: Lo siento, ya sabe cómo son.

—No se preocupe. —Se volvió hacia los niños y les dijo—: Ya que le conocéis, le diré a mi padre que os haga una visita.

—Mi papá me ha dicho que si me preguntan diga siempre que el señor Roca es muy bueno —dijo Raquel con la mano alzada.

Roberto se despidió de los niños con una sonrisa por el último comentario. Algunos padres aleccionaban a sus hijos con sensatez y prudencia, pensó. Al llegar a la puerta del almacén, giró la cabeza y divisó al grupo que en fila de a dos se alejaba cantando una canción que no conocía. Pensó en las facilidades que tendrían esos niños con respecto a sus padres. Quedaba mucho por recorrer pero la educación era el camino indicado para una nueva generación de hombres libres. Había días que consideraba que ellos eran simplemente una excepción, una isla irrelevante en mitad de la nada, y otros, en cambio, que creía que la nueva generación tenía el poder del cambio, que no serían los nuevos inventos los que cambiarían a las personas, sino ellos, con su nueva manera de enfocar los problemas, quienes mejorarían el orden de las cosas.

Satisfecho, resolvió que aprovecharía su próximo viaje a Barcelona para informar a Rosa de los progresos de los Aldecoa. Un agradable escalofrío le recorrió la espalda al pensar en ella; ya estaba esperando el momento.