—Creo que podríamos colocar unos retretes aquí, en la nave contigua, para que los trabajadores no tengan que caminar tanto —comentó Rosendo Xic.
—Ya. Tú lo que quieres es que no pierdan ni un minuto. Así puedes producir, producir y producir. No eres más que un explotador —concluyó Roberto con brusquedad.
—No como tú, ¿eh?, que repartes dinero entre los trabajadores en tus excursiones a Barcelona —respondió el mayor con sorna—. ¿O es entre las trabajadoras? Igual crees que están más desfavorecidas… —No le gustaba que le llevaran la contraria y menos cuando quien lo hacía era el pequeño de la familia.
—No empecemos, hermano. No tengo por qué aguantar tus impertinencias.
—Ni yo tus insultos.
—Haz lo que quieras. Yo me dedico a las cuestiones técnicas y tú dedícate a la alta gestión de los retretes, que ya se ve que es lo tuyo. Te equivocas suponiendo que los obreros viven en la inopia. No olvides que ahora una asociación internacional les ampara; las noticias llegan incluso hasta aquí, ¿sabes? ¿Cuánto crees que tardarán las imprentas clandestinas en repartir por doquier los escritos de Marx o de los anarquistas? No vengas a mí cuando tus brillantes ideas capitalistas levanten protestas. Si quieres buscarme entonces, me encontrarás al lado de los obreros —declaró Roberto, encendido.
—Venga, hombre, no te enfades. Confío en tus buenos contactos entre los trabajadores. Sólo quería consultarte y pincharte un poco —exclamó Rosendo Xic, a modo de disculpa pretendiendo relajar el ambiente.
—Pues lo has conseguido. Me irritan tus presunciones, Rosendo; ve con cuidado, trabajadores somos todos. Harías bien en no alejarte tanto de nosotros.
Y Roberto salió desairado del despacho dando un portazo.
Corría el otoño de 1865.
La tarde de ese mismo día, Rosendo padre estaba sentado en la sala de grandes ventanales. Permanecía en la butaca de Ana, mirando sereno hacia el exterior, bebiendo pequeños sorbos de una taza de té. Era ésta una costumbre heredada de su amigo Henry Gordon.
Después de llamar a la puerta, Rosendo Xic entró en la estancia. Un dolor sordo le crecía por dentro cada vez que veía a su padre en ese estado contemplativo, dejando pasar su vida por delante, la presente y la futura, cuando él había sido todo lo contrario, enérgico y resolutivo por encima de todo.
—Hola, padre. ¿Cómo te encuentras hoy? ¿Puedo hablar contigo?
Rosendo Xic se acercó lentamente al ventanal.
—Como sabrás, la fábrica funciona a toda máquina. Después de cinco años de actividad los clientes siguen respondiendo tan bien o mejor que al principio. A pesar de la guerra en América y contra todo pronóstico estamos consiguiendo llenar de algodón brasileño los almacenes. Eso gracias a nuestra capacidad financiera. Bueno, más bien gracias a la de nuestros amigos de Girona. ¿Sabes que esa gente es capaz de fletar barcos enteros? Pero aunque las cosas vayan bien, siento que no podemos bajar la guardia. —Rosendo Xic parecía estar utilizando a su padre como confesor—. Hemos incorporado mejoras para los trabajadores: ya sabes, el mercado, la escuela y los Aldecoa, el casino, el futuro teatro… reconozco que gran parte del mérito de estos aciertos es de Roberto, padre, pero… ¿no nos estaremos excediendo? A veces tengo miedo de que tanto gasto nos ahogue ante cualquier bache de las ventas. Y si algún día llegara una explosión de ira de los trabajadores, que Roberto dice que en Barcelona hasta se huele en el aire, ¿se alzarían también los nuestros? ¿Habría servido de algo tanto esfuerzo?
Rosendo Xic miró al exterior, dando la espalda a la habitación, con las manos entrelazadas atrás, inquieto. Continuó su monólogo lacerante. Habría agradecido una respuesta pero ésta no se presentaba; vana esperanza. Aunque tal vez no fuera inútil hablar; en el fondo aquél era su diario oral, paralelo al que en ocasiones había visto escribir a su padre.
—No me parece mal la concordia, no es eso, pero creo que no somos lo bastante conscientes de la importancia de mantener el control. Todos deberían saber quién lleva las riendas y eso… no sé si está siendo así conmigo. Ni siquiera estoy seguro de saber hacerme respetar. Tú empezaste de cero y para ti era fácil justificar tu liderazgo, mucho más con tu carácter, pero yo soy el hijo del jefe y, por si eso no fuera poco, Roberto no tiene las mismas preocupaciones que yo; sus ideas empiezan a darme miedo, van más allá de lo liberal… no sé si me entiendes.
La última frase sonó como un eco en la amplia sala. ¿Le entendía? ¿Le escuchaba siquiera?
Tras un silencio dilatado, Rosendo Xic notó cómo detrás de él su padre se ponía en pie. Sin mentar palabra, abandonó la sala con el paso incierto que lo venía caracterizando de un tiempo a aquella parte.
Rosendo Xic permaneció inmóvil frente al inmenso cristal. Profundamente abatido, adelantó los brazos y apoyó las manos contra el marco de madera. Bajó la cabeza y cerró los ojos lamentando la situación; aguantó con tenacidad las lágrimas a pesar de que llorar era lo que realmente le habría gustado hacer en ese momento. Un ruido a su espalda le sacó de ese estado. Su progenitor estaba arrastrando una butaca que colocó junto a la suya. Rosendo Xic se quedó perplejo. El patriarca de los Roca volvió a salir y esta vez tardó un poco más: apareció con dos tazas humeantes que sus enormes manos asían cuidadosamente. Se acercó hasta él y le ofreció una con un gesto de invitación. Entonces Rosendo volvió a su butaca, se sentó y dio pequeños sorbos para no quemarse los labios.
Rosendo Xic levantó su taza y se la acercó sin dejar de observar a su padre. A pesar de que éste enseguida volvió a perderse en el horizonte, su hijo se sintió cálidamente acompañado. El gran Rosendo Roca estaba con él, lo escuchaba, quería saber de sus inquietudes y preocupaciones. Lo necesitaba tanto… Recorrió el espacio que lo separaba de la butaca y se sentó. Una vez allí, el padre extrajo de un bolsillo interior una pequeña petaca metálica cuyo contenido sirvió con generosidad en ambas tazas.
—Papá, no sabes cuánto te admiro —le dijo.
Pasaron el resto de la tarde compartiendo soledades y tragos de un reconfortante coñac. De vez en cuando Rosendo Xic hacía alguna observación y su padre le respondía con suaves y tranquilos gestos. Rosendo Xic se sintió reafirmado. A través del singular diálogo, el joven recuperó su fortaleza y sintió que el peso de la responsabilidad le resultaba ahora más liviano.
Roberto viajó a Barcelona, esta vez en visita de compromiso. Pantenus había tenido un achaque y estaba en cama con gota. No era la primera vez pero, como tenía intención de estar en la ciudad un par de días, la visita era ineludible. Además, tenía aprecio por ese viejo y su extraña familia. Pasó media tarde en el piso del abogado y cenaron juntos. Después, gracias a Pantenus, Claudia cedió y dejó de insistir en que se quedara a dormir al aceptar que «la juventud debe buscar a la juventud en las distancias cortas de la noche».
Cuando Roberto salió a la calle, la humedad de la ciudad oscura le acarició la cara con trazas salinas en su aroma. Entre esas callejuelas, el aire tenía más dificultades para circular y el bochorno del otoño se abrazaba al cuerpo.
Entró en una taberna de la calle Condal y pidió un aguardiente en la barra. Algo más allá, una voz femenina disertaba sobre los trabajadores y sus derechos. Reconoció esa voz exaltada y sintió un extraño cosquilleo en la nuca. Se volvió y distinguió a una mujer joven hablando con pasión a un grupo que la observaba hipnotizado. Su flequillo de corte recto y su pelo negro azabache enmarcaban unos rasgos duros aunque muy agradables. La palidez de su rostro contrastaba con la oscuridad de sus ojos y su corta melena; los labios teñidos de rojo sangre. Vestía una chaquetilla de algodón azul oscuro bajo la que se intuía una simple blusa blanca y una especie de pantalón largo y ancho, también azul oscuro, que Roberto sólo había visto llevar a algunas mujeres obreras. Era aquélla una mujer poderosa y decidida: era Rosa Ferrer.
—Los hombres siempre apeláis a vuestros cojones y es más que eso. Es saber que todos somos uno, es saber que el proletario tiene un papel en la Historia, es saber que las cosas deben y van a cambiar.
—Pero, Rosa, sólo echándole huevos hemos conseguido algo.
—Huevos y más huevos. Yo no tengo huevos y bien que me movilizo. ¿O es que tú te crees más capaz que yo? —preguntó ella, agresiva.
—No digo eso, mujer. Es sólo una manera de hablar —se retractó el obrero.
—Pues vamos a cambiar ya la dialéctica del poder. Siempre estamos igual: arriba-abajo, bueno-malo, hombre-mujer…
—Pablo, otra ronda para la muchacha, a ver si se relaja. Y para los demás, ya puestos.
—Es que si no asumimos que todos estamos en el mismo barco no vamos a avanzar hacia ninguna parte —afirmó con convicción Rosa Ferrer—. No podemos caer en la trampa de la diferencia: es que tú eres del gremio de la siderurgia y yo lo soy del textil, es que tú eres mujer y yo soy un hombre, que si uno es francés, el otro alemán y el de más allá inglés… Aquí sólo hay dos clases de personas, los que tienen el capital y los proletarios.
—Oye, Rosa —interrumpió un compañero de la joven.
—Espera, Joaquín, déjame acabar.
—¿Tú conoces a ese burgués? No te quita ojo.
Se volvió en la dirección que señalaba Joaquín y vio a un individuo algo mayor que ella, vestido con elegancia, con un traje ligero y unos zapatos negros y brillantes. Moreno y de ojos oscuros, su nariz era recta y su rostro duro, pero agradable. No se podía decir que fuera guapo, aunque sí tenía un magnetismo singular. Detrás del humo de su cigarrillo, sus ojos grandes y profundos le daban una apariencia inteligente; más que eso, parecía adivinarlo todo. Rosa se levantó y dejó a sus compañeros de tertulia con la palabra en la boca.
—Ahora vuelvo —les espetó sin mirarlos.
—Que sea verdad —reclamaron a coro.
Y sin dejar de sentirse observada, se dirigió hacia el mostrador, atraída en parte por ese imán inexplicable para ella en un burgués. Mientras avanzaba con paso firme entre los clientes que atestaban el bar, de vez en cuando reaparecía detrás de alguna cabeza aquella silueta, permitiéndole comprobar de nuevo que esa mirada seguía salvajemente agresiva clavada en ella y que, pese a la distancia que los separaba, conseguía introducirse en su intimidad. Ella se sintió extrañamente guapa, pero al llegar a su altura se vio desarmada. Entonces la voz de él sonó inequívoca:
—Yo te conozco, tú eres Rosa Ferrer —dijo Roberto.
Se quedó atónita. Se había acercado con la intención de soltarle cuatro frescas a ese sinvergüenza y ahora no encontraba el tono.
—Soy Roberto Roca. Te vi en una asamblea hará un par de años, cuando presentaste a los Aldecoa aquí en Barcelona. Ahora trabajan en la colonia de mi padre.
—Entonces tú debes ser ese Roberto Roca…
—Imagino que sí.
—Nunca habría esperado verte aquí vestido así, con tanto fuste, el hijo proletario del patrón. Eres famoso en nuestros círculos. No hay muchos de tu clase que se acerquen por aquí.
Roberto intervino:
—¿Qué bebes? ¿Te puedo invitar?
Ella se lo quedó mirando desafiante, sonrió y finalmente dijo:
—No, quien va a invitar soy yo.