Capítulo 87

La mesa principal que presidía el convite que Anita y Álvaro habían organizado para celebrar su boda ese mes de junio se componía de Rosendo, los recién casados y Helena. La heredera Casamunt había accedido, esta vez sí, dado el ruego encarecido de su sobrino y la trascendencia de la ocasión. Helena y Rosendo estaban, pues, apenas separados por el alegre matrimonio.

La ceremonia en la iglesia del Cerro Pelado había sido muy tierna. La ausencia de Ana se había respirado en todo momento, sobre todo en el consabido silencio de Rosendo Roca. Anita, por su parte, había escogido vestir el traje blanco que Ana estrenó en su propio casamiento. La joven no pudo evitar que algunas lágrimas surcaran sus mejillas cuando don Raimundo los declaró marido y mujer; habría deseado volverse y abrazar a una madre que, desgraciadamente, sólo podía ya rememorar.

A punto del verano como estaban, la temperatura era la idónea para una celebración al aire libre y los invitados disfrutaban de una fiesta que había sido pensada para toda la colonia y la aldea del Cerro Pelado. Rodeados de terreno agreste, alejados tanto de la fábrica como de la mina, del trabajo y las responsabilidades, los recién casados disfrutaban de ese tiempo tan alegre y esperado, acompañados del entusiasmo de cientos de invitados.

Los familiares y amigos más próximos como Pantenus, Arístides o Héctor ocupaban las mesas alrededor de la principal mientras que el resto de los invitados disponían de exquisitos manjares para picar. Otros habían optado por llevar su propia cesta repleta de paños y comida casera para practicar con libertad un picnic en toda regla.

El ambiente festivo lo completaba una orquesta formada por once músicos que tocaban instrumentos de viento, cuerda y percusión. Entre las notas del trombón, el tamborín y el contrabajo, los presentes se deleitaban con aquel ambiente de celebración combinando la comida con el baile. Ése era uno de los regalos que Rosendo había ofrecido a su hija.

La muerte de Ana al inicio de aquel año había hecho dudar a la joven sobre si celebrar o no su boda. Los ánimos no eran los adecuados, y más considerando la postura de retiro que había tomado su padre, pero la novia se lo había prometido expresamente a ella y las personas de su entorno la habían alentado a no retrasarlo más. Después de todo, su noviazgo con Álvaro se había alargado demasiado. Todavía recordaba aquel primer encuentro casi diez años atrás bajo el roble que durante tanto tiempo escondería sus reuniones. ¡Cuántas cosas habían pasado desde entonces! La aparición de Álvaro en el entierro de la abuela Angustias, el casual encuentro en el bosque, el inicio de su romance, las tardes de largas charlas, los disgustos y la pesadumbre de Álvaro tras cada encuentro con su padre, las confesiones de tía Helena, los escarceos amorosos de la pareja ante el irrefrenable deseo e ímpetu juvenil de ambos, el combate entre Roberto y Álvaro con aquel saludo final de respeto mutuo, los altercados vividos en la aldea primero y en la colonia después, la muerte de Fernando, la dolorosa partida de Ana…

Pero ahí estaban ahora, juntos al fin delante de centenares de ojos que los observaban ilusionados, sin tener que esconder su amor nunca más. Se dio cuenta de que estaba realmente feliz.

—Quiero hacer un brindis —se oyó por encima del jolgorio.

Roberto se levantó de su asiento e hizo un gesto con la mano para que la música cesara unos instantes. Por sus movimientos torpes y tambaleantes se deducía que su estado era notablemente alegre.

—Gracias —dijo dirigiéndose a los músicos—. Me gustaría decir que estoy contento de que mi hermana se case con Álvaro. —Dio un sorbo a la copa que sostenía y continuó—: Al principio pensamos que era como el resto de su familia…

Sin disimular, Roberto dirigió su mirada a Helena e hizo un brindis invisible en el aire con ella. Helena le siguió el juego con una sonrisa innegablemente falsa.

—Y le hicimos pasarlo un poco mal. —Sonrió como un niño pequeño—. Pero después descubrimos el gran hombre que era. —Y se corrigió—: Que es, perdón, que es… ¡Por Álvaro y mi hermana!

Todos los invitados gritaron y brindaron.

—¿No te tomas una copa de vino ni siquiera en tu boda? —le preguntó Helena a su sobrino, que había brindado con la misma copa de agua que había empleado durante la comida.

—No, tía, ya sabes que el alcohol no está entre mis placeres favoritos.

Álvaro le guiñó un ojo a su tía y ésta le respondió con una sonrisa.

—¿Eres feliz? —le preguntó ella.

—Mucho.

—Es justo lo que quiero —dijo y le dio un beso en la mejilla.

Después del brindis Roberto se dejó caer torpemente sobre su silla. Anita no pudo evitar soltar una risotada a la vez que se sintió un poco avergonzada por la escena.

—Vaya, parece que a tu hermano sí que le agrada el alcohol —dijo Helena de forma ambigua, igual podía ser una broma que un reproche.

Anita respondió con unas palabras aparentemente neutras:

—Sólo cuando hay algo que celebrar…

Dirigió entonces la mirada hacia su padre, pero éste se mantenía inmutable y ausente.

—¿Está todo bien, papá? —le preguntó. Todavía esperaba que llegara el día en que le respondiera. Desde la muerte de su madre nadie lo había oído pronunciar una sola palabra.

Rosendo asintió arqueando la boca en un gesto tierno. Con una mano apartó un mechón rizado que se había escapado del recogido que la novia lucía y que le recordaba a su madre. Anita adivinó ese sentimiento y respondió besando la mejilla de su padre con dulzura. El patriarca captó una mirada de soslayo proveniente de Helena y su expresión se endureció. Anita se percató del intercambio y tras asegurarse de que su tía política ya no les prestaba atención, le confesó a su padre:

—He tenido que invitarla… es la única familia que le queda a Álvaro.

Rosendo dirigió su mirada hacia los invitados esquivando los ojos de Anita. No quería disgustarla. Vio que Roberto bailaba con una joven distinta de la que lo acompañaba un momento antes. Y cómo Rosendo Xic hablaba con Pantenus y Arístides con gesto serio, probablemente del negocio o de la situación política; eso no impedía, sin embargo, que en su mano bamboleara el contenido de una gran copa de coñac.

En ese momento, el grupo musical comenzó una lenta melodía especialmente dedicada a los novios. Anita sintió unos golpecitos en su hombro y tras volver su cabeza se encontró con Álvaro.

—¿Señora de Casamunt, me permite este baile? —le preguntó efectuando una reverencia.

Enfundado en un elegante traje negro y con su melena rubia enmarcando su rostro, a Anita le pareció un auténtico príncipe de cuento de hadas. Sonrió y asintió coqueta. Su marido le cogió la mano con delicadeza y la ayudó a levantarse. Después, imitando ser un caballero a la antigua usanza, con un brazo colocado a la espalda y el otro asiendo la mano de su adorada esposa, marchó junto a Anita con paso solemne hacia el centro de la explanada que se había convertido en pista de baile. Todos los presentes se apartaron y rodearon a la pareja para verlos compartir su primer baile de casados.

Con el rostro muy cerca el uno del otro, Anita y Álvaro bailaron felices. Al finalizar la pieza hubo aplausos y algún que otro silbido entusiasmado. Después la música fue alegre y los invitados que habían cedido la pista retomaron el baile junto a los protagonistas.

Las circunstancias provocaron que, alejados del tumulto, Rosendo y Helena se quedaran solos en la mesa. El silencio entre ambos fue prolongado. A ella le acabó resultando incómodo y optó por ceder:

—Tu hija está muy guapa —dijo Helena.

La ausencia de respuesta tal vez se debiera al reconocido mutismo del patriarca, pensó.

—Sé cómo te sientes. La muerte de mi hermano también fue muy dolorosa para mí —afirmó mientras hacía el ademán de acercarse.

Rosendo, impasible, no dejó de mirar a los jóvenes. La música no se detenía ni un instante.

—Ana era una buena mujer —insistió Helena y se aproximó un poco más.

Pero no, sus esfuerzos no daban resultado y tenía claro que no iba a permitir que la ignoraran. Imitó entonces a Rosendo: se enderezó de nuevo en su asiento y buscó a Anita y Álvaro entre el bullicio. Los novios estaban bailando contentos, absortos, felices y, esbozando una sonrisa, no pudo evitar pensar que Anita, la hija mayor de Rosendo Roca, ya no era una Roca, y no lo era porque ahora llevaba su apellido, el de los Casamunt.

Lunes, 20 de junio de 1864

Amada Ana:

No miento si digo que ayer vi el futuro. Estoy ahora más cerca de ti, te estoy volviendo a descubrir. Un día dijiste que eran nuestros hijos los que incluso antes de nacer nos ponían en movimiento. Cuánta razón tenías. Me fijo en ellos y recupero imágenes que viví a tu lado. Qué cerca te siento en estos días tristes tan llenos de sentido. Porque ahora, mientras veo cómo nuestro tiempo se despide, entiendo tus palabras. Bendita la esperanza y el empeño de los nuestros por seguir construyendo un mañana mejor.

Qué hermosa estaba nuestra hija ayer en su boda. Bien puedes estar orgullosa, Ana. Rosendo Xic no dejó de pensar en el trabajo. Creo que ha salido a mí. Roberto, sin embargo, tiene otros intereses… Él ha salido a ti. Tiene mucho éxito entre las mujeres.

Que nuestros hijos nos mantengan en movimiento por muchos años.

Te amo y te amaré siempre.