Capítulo 86

En plena primavera de ese mismo año de 1864 y como solía hacer a mediodía de sus días eternamente ociosos, volvía Helena Casamunt de recorrer sus tierras a lomos del caballo negro heredado de su difunto hermano. Le gustaba ese caballo porque tenía algo de indómito, de salvaje. Cuando empezaba a galopar, una especie de furia le crecía dentro y costaba dominarlo. Como jinete le exigía el máximo, pero también le proporcionaba unas sensaciones que no alcanzaba con los otros animales que quedaban en la cuadra. Helena aceleró el paso como queriendo dejar atrás el panorama que acababa de contemplar. Muchos de los campos estaban baldíos, abandonados por los campesinos que elegían el éxodo a fábricas y ciudades en lugar de quedarse siempre igual, pagando año tras año por el uso de una tierra que justo les daba para subsistir. El odio y la desconfianza que su padre y su hermano habían sembrado durante años al exigir pagos abusivos incluso durante los ciclos de malas cosechas, retornaban ahora su fruto en forma de renuncia. Y era ella la que, una vez más, pagaba caros los desaciertos de otros.

Descabalgó de su montura y le dejó las riendas a Jacinto que, con una reverencia, le anunció que una visita la esperaba. El sirviente se retiró después hacia las caballerizas. La cada vez más pronunciada escasez en la hacienda Casamunt había provocado que el anciano y fiel Jacinto tuviera que combinar su labor de mayordomo con la de mozo de cuadras.

Cuando Helena entró en la casa se topó con el abogado Moisés Ramírez, encargado de llevar las finanzas de la familia tras haberlo hecho su padre y su abuelo antes que él.

—Buenos días, señora Casamunt —saludó educadamente el letrado.

—Señor Ramírez, ¿qué le trae por aquí? Si no recuerdo mal, no tenemos cita hasta la semana que viene —dijo Helena extrañada.

—Así es, pero… ha surgido un contratiempo. Creo que debemos hablar —dijo él con cautela.

—Pasemos al despacho.

La estancia estaba como velada por el tiempo, alejada del esplendor de otras épocas. El metal de las lámparas decorativas y de los pomos de puertas, armarios y cajones, ya no brillaba como antes. El cuero parecía desvaído y las maderas nobles y barnizadas escondían su belleza bajo una ligera capa de polvo. El abogado, impaciente y ajeno a los problemas domésticos, empezó su explicación:

—Reconozco que está usted haciendo las cosas bien. Los ingresos son menores que antes pero también lo son los gastos. Ese equilibrio es fundamental, nadie es mal administrador cuando posee cuanto desea gastar —empezó el abogado.

—Entonces, ¿a qué tanta preocupación?

—A pesar de todos sus esfuerzos, ha aparecido una carga con la que no contábamos —reveló Moisés Ramírez.

—No entiendo. ¿Alguna otra tierra abandonada? Podemos afrontarlo.

—No, no es ésa la cuestión —dijo el abogado—. El problema viene de la Masanía.

—¿Qué quiere decir? ¿Ha resucitado mi marido para arrastrarme con él en su caída? —Bromeó Helena con la muerte del barón, acaecida no hacía tanto.

—Algo parecido. Parece que hay un descubierto importante en sus posesiones. La mayoría de las pertenencias inmobiliarias están hipotecadas, los trabajadores llevaban tiempo sin cobrar y…

—¡Y a mí qué! Que se vayan al río y expriman el agua como hacen los Roca. ¡Que espabilen!

—No es tan fácil, señora Casamunt… Sabrá usted que las herencias son ineludibles, especialmente cuando tienen complicaciones. Los derechos fiscales, los impuestos de sucesión o los gravámenes pendientes sobre los inmuebles no son temas menores. El barón no fue nunca un hombre demasiado preocupado por el futuro y mucho menos en sus últimos días, de modo que no solventó ninguno de los problemas que lo acuciaban.

—Yo me desvinculé de él al morir mi padre. Desde entonces no he tenido tratos con el barón ni con nadie de su familia —se justificó Helena.

—Cierto, pero… lamento recordarle que no lo refutó con documentos. Pudo haber pedido la anulación y no lo hizo. Fue sólo una decisión tácita. Él se fue, usted se quedó. Ahora usted recibe solidariamente en herencia todas sus obligaciones —declaró finalmente el abogado.

—No puede ser. —Helena se aguantaba la cabeza con las dos manos, como midiéndose la fiebre.

Se quedó silenciosa y abatida mientras el abogado, azorado por la escena, dejó sobre la mesa los documentos y se puso de pie. Ella ni siquiera reaccionó cuando se despidió desde la puerta. Moisés Ramírez no tenía ninguna intención de asistir a la conclusión de la escena.

—En los documentos encontrará los conceptos y las cantidades. Si le parece bien, volveré mañana para concretar la respuesta. Tal vez nos quede todavía algún recurso legal al que apelar —dijo vacilante tratando de introducir una nota de optimismo—. En caso contrario deberemos recurrir a algún crédito a medio plazo sobre esta propiedad.

Sus palabras no parecieron en absoluto lisonjeras. Una vez sola, hojeó por un momento los escritos y se sorprendió con las cifras. En la mente desconcertada de Helena, de entre funestos pensamientos, sólo un leve susurro atinó a atravesar la frontera rectilínea de sus labios.

—Álvaro… tienes que sacarme de este atolladero…

En la colonia se sucedían las mejoras alrededor del núcleo de la población. Se trataba de hacer realidad una colonia industrial autosuficiente de la que prácticamente no hiciese falta salir para nada. Justo después de terminar la escuela, se habían construido unos nuevos lavaderos ya proyectados por el profesor Stockhaus que se alimentaban en continuo del agua limpia de la acequia de la fábrica. Ahora era el turno del nuevo mercado. Éste, junto con la iglesia —algo apartada en el núcleo del Cerro Pelado—, actuaban como puntos de encuentro de las dos comunidades productivas.

Atraídos por esta expansión paralela a la de la fábrica, diferentes personajes llegaban al entorno de la colonia en un goteo intermitente. El complejo necesitaba nuevos trabajadores y comercios para poder ofrecer los servicios adecuados a una población de casi mil personas. Incluso habían constituido una pequeña brigada de limpieza que se ocupaba de mantener y adecentar convenientemente el mercado y las calles por las que transitaba todos los días tal cantidad de gente. Estaba claro que, pese a los esfuerzos de planificación, a los Roca les había ocurrido como en la época de crecimiento de la mina: muchas de las respuestas se fraguaban al abrigo de las preguntas.

En la fila de los que esperaban para solicitar un trabajo se encontraba una mujer de cierta edad. Su estrafalario vestido era motivo de indiscretos comentarios a su alrededor. Llevaba unos zuecos de madera y unas medias de color gris claro. Las rodillas quedaban tapadas bajo una falda negra llena de jirones. Siguiendo hacia arriba, se sucedían las capas de diferentes piezas de ropa a todas luces excesivas para la época y el tiempo primaveral reinante. La última de todas ellas era una chaqueta de lana de color morado, desgastada por la espalda y llena de pelusa. En las manos unos mitones negros también de lana y en la cabeza un gorro redondo por debajo del cual escapaba un pelo encrespado de color grisáceo indefinido. La cara quedaba cortada al ras por el gorro a la altura de la frente. La nariz respingona era lo que más destacaba, atravesada por una arruga recta que la dividía horizontalmente en dos. De pie en la fila, la mujer aguantaba impasible las burlas de varios compañeros de espera.

Ajeno a estos acontecimientos, Rosendo Roca abandonaba su casa. Era media tarde y a esa hora solía pasear un rato sin itinerario fijo, algunos días incluso entraba en la mina o en la fábrica para acabar ineludiblemente en la biblioteca, donde ya había iniciado su jornada por la mañana. Allí empleaba horas en leer todo aquello que le llamaba la atención de las estanterías. Después del horario escolar, los Aldecoa y Anita acostumbraban a hacerle compañía uniéndose a su silencio y estudiando hasta la hora de cenar.

Ese día no era diferente. Bajó caminando con calma la pendiente que llevaba a la colonia, los brazos estirados balanceándose a destiempo, desacompasados del resto del cuerpo. Al querer atravesar la plaza de Robert Owen se topó con la fila que le interrumpía el paso. A un metro escaso, la mujer extravagante lo miró y bajó la cabeza inmediatamente. Había reconocido a Rosendo Roca y temía que éste a su vez la reconociera a ella. No fue así. Se echó un par de pasos hacia atrás y dejó espacio al mudo y mustio capitoste. Pasó éste y la mujer alzó de nuevo la mirada para observarlo, curiosa, apenada por el estado en que lo veía. A cierta distancia, él se detuvo en seco. Tras unos segundos de incertidumbre, Rosendo Roca se volvió y miró a la figura que tenía todavía sus ojos clavados en él. Se dirigió hacia ella con decisión. Se puso a su altura y esperó en la hilera mirando al frente como uno más, como si la mujer le hubiese estado guardando la vez. Ella lo miraba de soslayo con sorpresa y admiración. No podía separar su vista de él pero tampoco se atrevía a hablarle. A pesar de su extraño comportamiento, ni siquiera estaba segura de que la hubiera reconocido. Pronto les tocó el turno.

Los que estaban en la mesa se asustaron al ver al jefe, al mismo Rosendo Roca acompañando a la mujer.

—Eh… Buenas tardes —titubeó el que llevaba la voz cantante.

—Para mí, buenos días apuesto joven; aún no he comido.

—Como quiera, señora. Buenos días entonces aunque sean las cinco de la tarde. —Bajó la cabeza y miró fugazmente de reojo al compañero que estaba junto a él. Tenía ante sí una hoja blanca con la lista de las vacantes y la señaló con su lápiz—. Tenemos un puesto de barrendero.

Entonces levantó su rostro y detrás de la mujer vio a Rosendo Roca que, casi imperceptiblemente, negaba con la cabeza.

—Bueno, es igual. Tenemos también… eh… a ver. Necesitamos un… ¿yesero? —Esta vez levantó la cabeza mientras pronunciaba la pregunta. Rosendo volvía a negar con los ojos entornados, reforzando la negativa.

—No, eso no es para usted, está claro. ¿En la producción como aprendiz? No, creo que no tiene edad. Veamos, no…, no… —El lápiz recorría suavemente el papel sin tocarlo—. Déjeme ver: cocinera, lavandera… —Rosendo negaba con la cabeza, ya más lentamente, como dosificando el esfuerzo—. Bueno, tenemos un puesto que es un poco de todo eso: camarera, cocinera, limpiadora… Se trata del casino de la colonia, debería regentar algo así como un local social. De momento nadie ha querido hacerse cargo porque hay que adelantar un dinero para comprar…

En un gesto inconfundible, Rosendo dio un paso adelante y empujó con suavidad a la mujer que, desconcertada, aceptó sin dudarlo. Rosendo salía ya por la puerta cuando ella se disponía a darle las gracias.

—Es el puesto que necesito, gracias. No se arrepentirán. ¿Dónde hay que firmar? —Y se quitó innecesariamente el guante de su mano derecha.

El empleado, que ya había alargado el lapicero, se sorprendió al ver a la mujer enseñándole el dedo pulgar. Para reparar su error sacó inmediatamente la tinta, el tampón y el papel secante, pues era evidente que aquella extraña mujer no sabía escribir.

—Disculpe, ¿cuál es su nombre? Yo se lo apuntaré aquí.

—Verónica Galán, para servirle.

Sábado, 7 de mayo de 1864

Amada Ana:

Te escribo una vez más desde la biblioteca de nuestra colonia. Me he acostumbrado definitivamente a pasar aquí contigo mis mejores horas. Henry tenía razón: se nota tu presencia entre estas paredes, en las estanterías, incluso en las incesantes iniciativas del matrimonio Aldecoa. El bueno de Henry. ¿Te das cuenta de que me «desenterró» por segunda vez? A menudo me pregunto qué habría sido de mi vida sin su presencia. Lo echo de menos. Lo mismo que a ti, querida.

Últimamente suelo dedicar un rato a leer la prensa que traen Rosendo Xic y Roberto cada vez que van a Manresa o a Barcelona. Valerio Aldecoa no se conforma con eso; consigue prensa extranjera y sin que yo se lo pida, él o Sofía me traducen y comentan algunas noticias que suponen me pueden interesar. Estoy preocupado por el curso de los acontecimientos fuera de nuestro pequeño mundo, hasta hace poco me parecía una simple curiosidad que los obreros de las ciudades estuvieran permanentemente protestando por sus condiciones. En la mina y en la fábrica se trabaja duro, pero ¿es que existe alguna otra manera de trabajar? Pensaba que todo eso no iba con nosotros aquí en el Cerro Pelado o en la colonia, pero los Aldecoa explican que los ingleses y los franceses están convocando en Londres para finales del verano una reunión que pretenderá influir a escala internacional en todas las organizaciones proletarias. Me contaron que hace dos años ya se reunieron allí aprovechando una gran exposición internacional y esa llama, lejos de apagarse, se aviva cada día que los asalariados creen que sus patronos los explotan. A pesar de que aquí están prohibidas las asociaciones obreras, Roberto insiste en que los movimientos clandestinos tienen en Barcelona una trascendencia ya imparable y me explica cosas que no entiendo sobre sindicalistas, socialistas y anarquistas. No estoy seguro de que nuestros hijos estén preparados para enfrentarse a algo como lo que vivimos en New Lanark… No quiero mezclarme en sus asuntos; simplemente estaré a su disposición si me necesitan pues sé que es lo que tú me estás aconsejando.

Acabo de ver a mi amiga de la infancia, Verónica Galán. Está ajada y triste y creo que necesita ayuda. ¿Recuerdas cuando te conté que la había visto en la puerta del Liceo? En aquel entonces me pareció desamparada y sola, muy sola. Pues lo sigue estando, después de tanto tiempo. He pensado que llevará bien el casino que pronto abrirá sus puertas aquí en la colonia. Sé que no te molesta, más bien creo que todo lo contrario: si de alguien he aprendido esta gratitud y compasión ha sido de ti. Nunca desconfiaste de mí. ¿Te acuerdas del rumor que Jordi y Teresa se encargaron de difundir? Sólo consiguió unirnos más. Pobre Jordi, vino a tu funeral y nos ayudó a portar tu féretro. Es un buen hombre, después de todo. Él y Teresa siguen siendo amigos. O algo más.

El último sol de la tarde entra todavía por las ventanas. Es reconfortante sentir que estás cerca. Gracias por estar en todos estos libros.

Te amo y te amaré siempre.