El día después despertó igualmente encapotado, como si a pesar de la recuperada actividad fabril, el mundo entero se hubiera enterado de que la aldea y la colonia del Cerro Pelado estaban de luto. Nubes densas cubrían el horizonte sin permitir que el más insignificante rayo de sol atravesara su espesura. Aquella mañana Henry y Rosen do caminaban abrigados por las tierras de la colonia, recorriendo el enorme proyecto que el minero había conseguido llevar a cabo y del cual el escocés había sido indiscutible artífice.
—Es increíble lo que has hecho, Rosendo. Me parece estar viendo New Lanark en Cataluña. Te felicito, ¡esto es sencillamente… wonderful!
Rosendo se mantuvo en silencio, encerrado en su angustia, ni siquiera daba muestras de querer existir; Hasta ese día, los años no parecían haber deteriorado su vigorosa figura. Ahora, en cambio, su rostro reflejaba un cansancio infinito y su paso parecía cargar con todo el peso del mundo.
Henry miró de reojo a Rosendo y se dijo que poco se parecía al hombre que encontró atrapado bajo los escombros de la montaña intentando excavar él solo una mina. De eso hacía muchos años y ambos habían cambiado tanto… Al igual que entonces, sin embargo, Henry quiso volver a intervenir: el escocés se había propuesto rescatar de nuevo a su amigo, esta vez del pozo sin fondo en el que parecía haber caído.
—Sira sale de cuentas en mayo. I hope… ojalá puedas venir a conocer al bebé cuando nazca. Nos hemos instalado en una casita con jardín en Edimbourgh. ¡Me he convertido en un real hombre de hogar! De veras soy feliz allí. —Detuvo entonces el paso por un instante mientras trataba de abarcar con la mirada todo el paisaje—. Como lo fui aquí, my friend. Gracias a ti.
El minero le dirigía miradas evasivas que daban a entender al escocés que sí lo escuchaba. Henry procuraba hablar de todo aquello que en esos últimos cinco años no habían podido decirse. Pensó que quizá de esa manera su amigo al fin articularía alguna palabra o, por lo menos, se encontraría cómodo al oírle hablar.
—Anita me ha dicho que no sabe si celebrar la boda cuando estaba previsto. Ana le hizo prometer que no cambiaría la fecha, pero ella no está demasiado interesada en eso ahora. Tal vez deberías hablar con ella y recordarle la voluntad de su madre. Álvaro ha acabado siendo un buen candidato para ella… Good boy. Ese chico la quiere; a mí no me queda ninguna duda. ¿Tú qué opinas?
Rosendo suspiró cabeceando ligeramente. Tenía razón.
—Rosendo Xic y Roberto están muy bien orientados, as I see… lo has hecho muy bien con ellos. Aprenden rápido.
Al ver que había conseguido penetrar el escudo de su silencioso interlocutor, Henry decidió ir directo al tema que le preocupaba. Le habría gustado disponer de más días para acompañar a su amigo pero tenía su viaje de vuelta ya concertado. Con Sira embarazada la estancia no podía extenderse mucho más. Sin embargo, necesitaba alentar a Rosendo, hacerle reaccionar.
—Rosendo, entiendo tu desconsuelo pero no puedes convertirte en un fantasma.
El aludido ni siquiera se inmutó.
—My God! You are alive! —chilló con los brazos completamente extendidos—. Tienes una gran familia de la que cuidar. ¡Ellos todavía te necesitan y tu silencio les asusta!
El caminar del minero continuó cadencioso, sin dar ninguna muestra de querer cambiar.
—Tus hijos están muy preocupados por ti. Ellos también lo están pasando mal sin su madre…
Rosendo bajó la mirada al suelo.
—Además, sabes que todavía tienes una deuda pendiente que saldar. Seguro que tienes ganas de olvidarte definitivamente de esa familia. —El tono del escocés se hizo combativo.
—¡Toda tu gente se lo merece! —gritó de nuevo.
El minero lo miró ceñudo.
—Sí, no me mires así. No quedan tantos años para el pago final a los Casamunt…
Rosendo cabeceó sin interés. Efectivamente, ese asunto en ese momento no le preocupaba en absoluto.
—All right, si no quieres hablar, no hables. Respeto tu dolor y respeto tu silencio, pero has de saber que estoy empeñado en que recuperes tu vitalidad. Vamos, voy a enseñarte algo.
Guiados por Henry, el paseo los había llevado frente a la puerta de la biblioteca, justo al lado de la escuela de la colonia. Ubicada en el único espacio disponible, constaba de una sola planta reducida pero bien iluminada y acogedora. El escocés hizo el gesto de asomarse al cristal de las ventanas para observar su interior.
—Aquí tienes una buena manera de seguir construyendo la lectura. Ana’s memory —dijo en voz baja como para sí mismo—. Perdona mi osadía, viejo amigo, pero lo que tenemos aquí delante es la memoria de Ana.
Rosendo se acercó también al vidrio sobre el que se condensó el vaho de su respiración.
Henry se lo tomó como un indicio de interés.
—Créeme, es una buena manera de invertir tu tiempo. No tienes que hablar, porque en las bibliotecas no se habla. Pero sí leer: novelas, ensayos, poetry… tienes todos los sueños y conocimientos que quieras al alcance de tu mano. Tu cerebro won’t stop working… tu mundo, el que tú desees para ti, está aquí esperándote.
Rosendo observaba como si las viera por primera vez, las hileras de libros que recorrían las estanterías de la biblioteca. Henry lo guió hacia el interior y mientras su amigo deambulaba embelesado ante las estanterías, se quitó el abrigo y anunció:
—I’ll be right back.
Al poco volvió con un brasero que dispuso en el suelo. El frío comenzó inmediatamente a remitir. Henry sonrió satisfecho por haber conseguido captar la atención de Rosendo y lo ayudó a quitarse el abrigo. Después dijo:
—Acompáñame, por favor. —Levantó un poco el mentón y adoptó su postura habitual como profesor—. Let me see… ¡Oups! Aquí tenemos algo interesante y muy apropiado para ti en este momento: John Milton y su Paraíso perdido, un clásico inglés. —Lo hojeó por un momento—. Una traducción en prosa. Perfecto. Sostenlo, por favor. —Y dejó el libro en las enormes manos abiertas del minero—. En él encontrarás el cielo y el infierno, el bien y el mal. Tu sufrimiento, Rosendo, aunque te pueda parecer extraño o imposible, se halla también aquí descrito.
Henry se volvió de nuevo hacia las estanterías.
—¡Oh, wonderful! Dickens traducido. David Copperfield. Una larga historia… Permíteme un instante. —Pasó las páginas al aire hasta localizar uno de los capítulos finales del libro. Leyó—: «No voy ahora a describir mi estado de ánimo bajo el peso de aquella desgracia», la esposa de David, la joven Dora, acaba de morir —aclaró Henry—. «Pensaba que el porvenir no existía para mí; que la energía y la acción se me habían terminado, y que no podría encontrar mejor refugio que la tumba».
Levantando las cejas miró interrogativamente a su amigo. Acto seguido depositó el grueso volumen sobre el que ya sostenía su improvisado aprendiz.
—Sigamos. ¡Ah! Séneca. Un filósofo romano con una moral y un temperamento, permíteme decirlo, cercanos a tu perfil. En sus Diálogos encontrarás preciosas dosis de sabiduría. «Animum debes mutare non coelum». «Debes mudar de ánimo, no de cielo». Te lo aconsejo. También éste —y colocó un cuarto libro en la pila andante—, El libro de los mil proverbios de Raimundus Lullus, un mallorquín universal. Recuerdo haber visto a Ana con él en numerosas ocasiones.
Rosendo continuaba sin decir nada, pero sostenía con toda delicadeza los libros que Henry seleccionaba para él. El escocés sé percató de que su socio acariciaba con el pulgar el lomo de uno de los volúmenes.
—Toma, lord Byron. Decían de él que era un poco loco, algo malo y bastante peligroso. Amazing, isn’t it? Y toma también algo de Stendhal: intuyo que su estilo te gustará. Las aventuras de Julien Sorel en Rojo y Negro son memorables. O el sombrío entorno de la pensión Vauquer de Balzac en El padre Goriot. ¡Ah! Y el pintoresquismo de Irving. Es americano pero vivió muchos años en España; debes «probarlo».
Henry paseó un poco más con las manos a la espalda. Inclinaba la cabeza para leer los títulos. Rosendo lo seguía atento sosteniendo la pila.
—Y…, amigo mío, algo muy nuevo y muy especial. Estos Aldecoa saben lo que se hacen —extrajo dos libros contiguos de la estantería más cercana a los grandes ventanales—. Me habría gustado que fuera británico pero no, es francés. ¿Quieres volar, Rosendo?
El minero lo miró extrañado. Henry sonrió pícaro, con un punto de misterio en sus ojos. Estaba entusiasmado con la reacción de su amigo.
—Jules Verne. Cinco semanas en globo. ¿Sabes lo que es un globo? Lo sabrás. ¡Y visitarás África de la mano del doctor Fergusson! Yo disfruté mucho. A Ana le habría encantado; siempre tan dulcemente fantasiosa. This one as well, oh, está en francés, Voyage au centre de la terre. Un viaje al centro de la tierra… prometedor, isn’t it? Habrá que esperar la traducción, me temo que aquí sólo los Aldecoa conocen bien el francés.
Henry se disponía a devolver el último título a la estantería pero algo en la mirada de Rosendo le hizo cambiar de opinión.
—Well, prueba a ver —dijo, y lo colocó sobre los seleccionados—. También es cierto que con el castellano y el catalán algo entenderás.
Rosendo hizo entonces algo que sorprendió a Henry: se acercó a la mesa con mejor iluminación natural y dejó cuidadosamente la columna de libros. Los dispuso en perfecto orden mientras pasaba sus dedos por encima de cada una de las portadas. Una vez satisfecho, se dirigió a Henry para inclinarse en un gesto lleno de significado y después lo abrazó con tal fuerza que a Henry no le quedó ninguna duda de que su mejor amigo seguía vivo.
Cuando el escocés salió de la habitación con su abrigo colgando del brazo, Rosendo, ya sentado a la mesa, ni siquiera levantó la vista del primer libro que había abierto.
Pocos días más tarde, en una de sus escapadas, Roberto bajaba solo por una de las aglomeradas calles de Barcelona. Entre las nubes amenazantes, el tono ocre del sol iluminaba débilmente un día de nuevo triste. La muerte de su madre era todavía una herida abierta que el joven Roca procuraba calmar. Y la ciudad podía ser ahora una fiel aliada.
Al cruzar la plaza Cataluña y ver entre el bullicio la estación del ferrocarril que llevaba a Sarriá, Roberto recordó el día que vio por primera vez Barcelona. Las cosas habían cambiado mucho respecto a aquella ya lejana inauguración: se habían derribado las murallas e innumerables raíles cruzaban las calles como si siempre hubieran estado ahí. La construcción del recientemente autorizado Ensanche no cesaba de progresar.
En la Rambla, los puestos de flores anunciaban el fin del invierno. Las intensas fragancias transportaron al pequeño de los Roca a su infancia en la aldea: su hermano pidiendo socorro porque pensaba que él se ahogaba en el río… Ese día pasó mucho miedo, pero lo que más le asustó fue ver un reflejo de culpa en la expresión de Rosendo Xic, porque al fin y al cabo la idea de esa aventura inconsciente había sido suya. Tenía que admitir que, en ocasiones, sus propuestas no eran las más acertadas.
Sumido en esas cavilaciones, había llegado al mercado de Sant Josep, popularmente conocido como La Boquería. El griterío lo atrajo al interior de la plaza porticada, cubierta por toldos y repleta de puestos para los comerciantes. Roberto recordó la anécdota que un día Pantenus le contó sobre ese mercado. Según el abogado, el día de San José de 1840 tuvo lugar la ceremonia para iniciar su construcción, y en ella se decidió depositar unas monedas de oro bajo la primera piedra como símbolo de la riqueza que el futuro mercado debería proporcionar.
A mitad de su paseo entre los puestos, estallaron en el firmamento unos rayos que inmediatamente obtuvieron el eco de ensordecedores truenos y despertaron a Roberto de sus remembranzas. Al instante, comenzó a llover. La primera reacción del joven fue cubrirse, pero enseguida se dio cuenta de que los toldos protegían de manera eficaz a los vendedores y a sus productos. Era como si el mercado estuviera al aire libre, pero sin estarlo, todos seguían voceando y trajinando sin hacer el más mínimo caso a la lluvia repentina. A Roberto se le iluminó el rostro cuando pensó que podía ser una buena idea aplicar esa mejora a la colonia. Un cambio más en el Cerro Pelado. Ésta sí sería una buena propuesta.
—Tú y tus ideas republicanas… ¡Si sigues por ese camino te van a tomar por un mentecato! —¡Y a ti por un aburguesado!
Las exclamaciones de Rosendo Xic y Roberto resonaban por el despacho de la fábrica situado en el primer piso, donde el sonido de la maquinaria no era capaz de apagar las conversaciones. Los dos hermanos discutían sobre el nuevo mercado que ya habían acordado construir en la colonia. Roberto, tras volver de Barcelona, había hecho su propuesta y, tal como esperaba, había sido muy bien acogida por su silencioso padre y por su hermano. Pero ahora quedaba por resolver la manera de organizar la infraestructura.
Hasta ese momento el mercado había sido ambulante, los viernes, los comerciantes solían llegar con sus mercancías e instalaban sus tenderetes en la plaza de Santa Bárbara. La venta duraba todo el día para permitir que los trabajadores de ambos turnos tuvieran acceso a las viandas frescas y a los demás productos de consumo habitual en la comunidad. Después se desmontaba y los comerciantes se despedían hasta la semana siguiente para continuar su ruta por los pueblos adyacentes de la zona.
Ambos hermanos trataban de poner en práctica las enseñanzas que su padre les había inculcado desde que empezaran a formar parte del negocio y la reinversión era quizá la más importante de ellas. Contaban también con la necesidad de incrementar las ganancias después de un año tan funesto a causa del saqueo de Fernando Casamunt. Si no querían perderlo todo, precisaban empezar a reunir la elevada cuota que en unos años deberían pagar a Helena, la única superviviente de la familia. Animados por todas esas razones, los dos hermanos habían descubierto que un mercado permanente era una nueva manera de mejorar los servicios de la colonia y que, a la vez, permitiría sumar ingresos adicionales. El inconveniente había llegado a la hora de ponerse de acuerdo en cómo se llevaría a cabo la gestión de dicho mercado; la concepción que uno y otro hermano tenían de este proyecto los enfrentaba.
Rosendo, por su parte, parecía haber abandonado su papel en la organización. Desde el fallecimiento de su esposa, se había retirado de la dirección de la fábrica y de la mina y había adoptado una actitud de introspección que provocó la sorpresa y el desconcierto de sus hijos. Se pasaba los días leyendo en la biblioteca de la colonia, paseando solo o encerrado en su casa sin hacer otra cosa que observar el discurrir del tiempo. Pero ese día sus hijos habían reclamado su presencia y antes de adentrarse en el despacho, el patriarca pudo escuchar la discusión acalorada que mantenían Rosendo Xic y Roberto. Abrió la puerta y los encontró de pie, el uno frente al otro. Al verlo aparecer dejaron de discutir.
—Papá, hola —saludó Roberto.
Rosendo Xic enseguida tomó la iniciativa:
—Este ignorante no quiere entender que si hacemos que los comerciantes pongan precios ajustados a los productos que venden pero no les reclamamos ningún beneficio sobre las ventas, se van a hacer ricos a nuestra costa. Sin olvidar que no va a haber manera de mantener el edificio porque, no sé si sabes hermano, que los edificios requieren de un mantenimiento…
Rosendo cerró la puerta y se apoyó en ella con las manos cruzadas a la espalda. La polémica continuó:
—Claro, y es mucho mejor que sigan poniendo los mismos precios elevados que en los otros mercados y que lo que ganen nos lo den a nosotros a cambio de un sueldo de miseria…
—¡Yo sólo digo que hay que buscar una manera de que funcione sin arruinarnos! Pero tú con tu radicalismo ciego no lo quieres entender, sólo ves lo que te interesa.
—No es radicalismo, es que no quiero ser un patrón egoísta y manipulador.
—¿Es eso lo que crees que soy yo?
Rosendo Xic se arrimó a Roberto con pose provocadora y la cara congestionada por el enfado. Era evidente la superioridad de su estatura en contraposición a la de su hermano pequeño. Resopló y cerró con fuerza sus puños.
En ese momento, Rosendo intervino: se acercó a ellos y los separó con ambas manos. Miró fijamente a uno y a otro y movió la cabeza con expresión contrariada. A continuación abandonó el despacho sin añadir ni una palabra pero dejando claro con sus gestos lo inadecuado de la actitud de sus hijos.
Los dos hermanos observaron mudos cómo su padre se marchaba y tras respirar hondo, entendiendo el ridículo que acababan de hacer, volvieron a sus asientos, el uno frente al otro separados por el escritorio. Transcurrieron varios minutos sin que ni siquiera se atrevieran a cruzar sus miradas. Concentrados, buscaron algo diferente. Roberto hacía garabatos en su libreta mientras Rosendo Xic no paraba de anotar y calcular en una hoja que pronto se llenó del color gris oscuro del grafito. Finalmente, Rosendo Xic decidió romper el silencio y, en señal de complicidad, fijó sus ojos castaño intenso sobre los de su hermano, idénticos a los suyos.
—Está bien, podemos escoger una vía intermedia entre tu propuesta y la mía.
A pesar de su seriedad, Roberto se mostró también conciliador. Rosendo Xic continuó:
—Si, por ejemplo —dijo mientras reseguía con los ojos su hoja de papel—, determinamos que los comerciantes paguen un canon por establecerse aquí, tampoco muy elevado, y a la vez hacemos que bajen sus precios en comparación con los del exterior de la colonia…
—Venderán mucho a cambio de una pequeña cuota —confirmó el pequeño de los Roca—. Ya no todo serán beneficios para ellos, deberán trabajar duro. Nuestros trabajadores podrán alimentarse y vestirse como Dios manda. La cuota es el precio que los comerciantes nos pagarán por reunirles la clientela.
—Sí —asintió Rosendo Xic, que intentaba mantener la concentración apoyando la frente en la mano que sujetaba el lápiz—. Como tendrán acceso a tanta gente, suma de la aldea y la colonia, —le indicó a su hermano en un tono aclarador—, no lo rechazarán: las ventas serán cuantiosas. Y así, también nosotros obtenemos parte de esa ganancia con el fin de continuar reinvirtiendo en la colonia.
Rosendo Xic explicaba la solución tratando de no dejarse ningún punto por resolver mientras Roberto asentía cada vez más convencido.
—Y así seguir mejorando las instalaciones —señaló Roberto para, al menos, acabar alguna de las frases que el mayor iniciaba. La rivalidad establecida entre ambos era evidente aunque no tanto como la necesidad de llegar a un acuerdo.
—Exacto.
—Trato hecho —anunció Roberto alargando el brazo para estrechar la mano de Rosendo Xic.
A ninguno de los dos se le escapó que Rosendo, su padre, a pesar de haberse retirado súbitamente, había hecho girar una vez más los ejes principales de las potentes maquinarias en que se habían convertido el Cerro Pelado y la fábrica textil.