Capítulo 84

—Tía Helena, me gustaría que vinieras al funeral de Ana. ¿Puedo pedirte eso?

Álvaro y Helena se hallaban sentados a la mesa del comedor de la finca Casamunt. Manuela les acababa de servir sendos platos de conejo a la cazadora. Helena meditó bien su respuesta: necesitaba apostar por Álvaro sin traicionar sus principios respecto a los Roca. Se llevó a la boca un pedazo deshuesado de paletilla y saboreó el suave regusto a romero. Al terminar respondió inclinando la cabeza:

—No creo que sea una buena idea, querido sobrino.

—¿Por qué? Ahora la familia necesita estar unida, es un buen momento para que por fin acerquéis vuestras posiciones. Estoy prometido con su hija, ¿recuerdas?

Helena no se inmutó. Se limpió calmosamente la boca con la servilleta antes de responder.

—No es que les guarde rencor, pero ninguno de ellos vino al funeral de tu padre…

—Porque la última vez que le vieron les estaba robando el fruto de su trabajo.

—Lo entiendo —respondió Helena—. De todos modos no sería una buena idea.

Se hizo un silencio.

Álvaro percibió la mirada evasiva y la mueca melancólica de su tía. Sin saber por qué, recordó la historia de amor que ella y Rosendo habían mantenido en su juventud. Una historia por todos olvidada menos probablemente por su tía.

—Está bien, tía, no te preocupes. Seguro que ella lo comprenderá.

Helena miró interrogativamente a su sobrino. No supo deducir si se refería a la difunta o a su futura esposa. Decidió que tampoco importaba, así que continuó disfrutando en silencio del sabroso guiso.

La mañana siguiente amaneció plomiza: nubes grises y bajas rodeaban el sobrio campanario de la iglesia de Santa Bárbara, aún con restos de nieve en una de sus cuatro vertientes. El templo, a pesar de que su capacidad se había triplicado hacía poco, se encontraba lleno hasta el último rincón. Las puertas estaban abiertas para que los fieles que habían quedado en el exterior participaran de la misa. Habitantes del Cerro Pelado y de la colonia escuchaban con pena en sus rostros cómo don Raimundo oficiaba el entierro. Situado en la primera fila, Rosendo Roca, con su impresionante y recia figura, era incapaz de levantar la mirada ausente del féretro en el que su mujer yacía.

A través del pasillo se escucharon los pasos apresurados de dos personas. Su discreta carrera entre la gente se detuvo en la segunda hilera de asientos, justo donde se encontraba sentado Pantenus Miral con Arístides Expósito. Cuando el abogado elevó la vista, se sorprendió. La inesperada visita hizo aparecer un ápice de alegría en su rostro. Los saludó con un susurro:

—Henry, Sira, es un placer volver a veros aunque sea en estas circunstancias…

Los cinco años transcurridos desde la marcha del escocés se habían hecho patentes en su pelo ahora casi enteramente canoso. Su porte, sin embargo, continuaba siendo igual de distinguido, enfundado en su siempre elegante traje de tweed. Sira, a su lado, conservaba su singular belleza y mostraba un inconfundible embarazo.

—Viejo amigo —dijo Henry estrechando la mano de Pantenus. Arístides tendió también la suya—. Qué trágica noticia…

—¿Cómo está él? —preguntó Sira señalando en dirección a Rosendo.

Pantenus respondió cabeceando negativamente.

Tras emitir el escocés un sonoro suspiro, él y su esposa se hicieron un hueco en el banco. Los tres hijos Roca y Álvaro, desde la primera fila, se volvieron y los saludaron tristes con un ligero movimiento de cabeza.

El párroco proseguía el sermón:

—Ana Roca fue siempre una mujer muy querida por todos los que la conocían. Su bondad y su inteligencia nunca nos abandonaron a lo largo de este arduo camino que es la vida. El Señor ha dispuesto que su fuerza debe servir ahora junto a Él en el reino de los justos. Allí Ana culminará con la misma tenacidad la labor que inició en el Cerro Pelado. Ella, que fue una de las precursoras de la educación en esta aldea, que engendró y cuidó una familia que la ama con toda su alma, será, a partir de este momento, testigo de sus desvelos desde un plano superior. Gracias a Ana Roca hoy tenemos aquí a muchos jóvenes y niños que saben leer y escribir, progenitores de generaciones futuras que jamás la olvidarán.

Toda la misa estuvo envuelta en un silencio absoluto, sólo roto por las palabras de don Raimundo y la llegada imprevista de Henry. Las respuestas de los fieles durante la liturgia sonaron como un emocionado y grave coro de voces en duelo.

—Podéis ir en paz.

—Demos gracias al Señor —susurraron todos quedamente.

Todos menos Rosendo.

El viudo no abrió la boca en lo que duró la ceremonia. Se dedicó a observar fijamente el féretro y a reclamar a Santa Bárbara, entre interrogante y rencoroso, una explicación a su enorme pérdida.

Cuando el funeral hubo terminado, Rosendo Xic, Roberto, Álvaro, Henry y Rosendo se dispusieron alrededor del ataúd de manera silenciosa y lo auparon sobre sus hombros. A medida que desandaban el pasillo de la iglesia, la multitud se dispuso a seguir sus pasos. Los cinco portadores caminaban de modo algo desacompasado. Una vez en la plaza, de repente, una figura de manos callosas se abrió paso entre la gente para presentarse frente a Rosendo. Éste alzó la mirada levemente y vio que se trataba de Jordi Giner. Sin dudarlo, el herrero dijo:

—Si me permite.

Inmediatamente situó su hombro bajo uno de los extremos del ataúd y contribuyó a trasladarlo. Su vínculo con la difunta no había sido muy estrecho, pero le gustaba pensar que a raíz del alboroto que Teresa y él habían causado tantos años atrás, Rosendo y Ana se habían casado pronto y habían sido felices.

El minero no se interpuso a la acción de Jordi Giner. No dijo absolutamente nada.

—Papá está muy mal. Es como si se hubiera ido con mamá… —le comentaba Anita con preocupación a Pantenus. Los dos marchaban lenta y solemnemente detrás del féretro siguiendo su camino hacia el camposanto.

—Es lógico, hija mía.

—Sí, pero es que en estos dos días no ha abierto la boca. No duerme; ni siquiera ha comido nada, Pantenus.

—Dale tiempo, dale tiempo…

El abogado inclinó a continuación la cabeza para saludar a la oscura e inconfundible silueta de Efrén Estern. Se hallaba discretamente ubicado entre el gentío acompañado de varios de sus colaboradores, todos ellos sombrero en mano, ataviados con levita y largo abrigo negro.

Siguiendo a don Raimundo, el séquito se extendió por las tierras de la aldea formando un cauce oscuro arrastrado por la corriente plañidera de la muerte.

Al atravesar el cementerio, Rosendo no pudo evitar pensar en las pérdidas. Su padre, su hermano, su madre y ahora Ana le recordaron el paso del tiempo. Muchos de los que habían sido parte fundamental en los inicios de la mina se habían quedado en el camino. Y muchos de los que ahora lo acompañaban en ese último adiós a su esposa, también algún día dejarían paso a las nuevas generaciones. La vida era demasiado frágil y la celeridad con la que se apagaba dejaba siempre tras de sí historias inacabadas.

En aquella época del año, el aire era incisivamente frío y todos los presentes se protegían recubiertos de lanas y abrigos. Rosendo no. El minero, ataviado con una simple camisa de manga larga, recibía un nuevo corte del viento helado en su piel a cada paso que daba. Esperaba que alguna de esas fisuras pudiera apaciguar el dolor que atenazaba su interior. Pero no lo conseguían. Nada lo hacía.

Arribados al lugar en el que pronto el cuerpo de Ana descansaría eternamente, los portadores posaron con cuidado el ataúd en el suelo sobre las cuerdas que lo harían descender a la fosa. La familia y amigos más allegados de la fallecida se dispusieron alrededor de la tumba: los hombres, descubiertos y con las manos cruzadas; las mujeres, cerca de sus maridos, buscando un consuelo mutuo. El resto de los asistentes permanecieron a una distancia respetuosa, ocupando con su afligida presencia gran parte del cementerio mientras las nubes bajas emborronaban el horizonte. No había más que silencio desde la mina hasta la colonia.

Henry aprovechó la oportunidad para dirigirse a Rosendo. El escocés lo abrazó con evidente afecto; él, en cambio, sólo alcanzó a palmearle levemente la espalda.

—Vine en cuanto recibí la carta de Ana. I’m really sorry. Siento muchísimo no haber llegado a tiempo, Rosendo.

Rosendo lo miró frunciendo el ceño. Desconocía la existencia de esa carta.

—Sí, me escribió hace dos semanas. Cuando sintió que la enfermedad empezaba a ser… —El escocés titubeó antes de encontrar la palabra adecuada—… insalvable.

Rosendo asintió silencioso y volvió a dirigir su mirada estática al féretro que guardaba el cuerpo inerte de Ana.

Conociéndolo como lo conocía, Henry comprendió que el silencio y la evasión eran la única manera que disponía su amigo para enfrentarse íntimamente a su dolor. Decidió respetar su deseo, al menos por el momento.

Tras las oraciones de don Raimundo, los lamentos de Anita y Sira, secundadas por los afligidos sollozos de muchas otras mujeres del Cerro Pelado se hicieron doblemente audibles. Ya en la tumba, a medida que el ataúd se fue ocultando bajo la tierra que los sepultureros arrojaban sobre su superficie, la nimia y soñadora esperanza de Rosendo también se oscureció. Ya no habría sorpresas ni apariciones. Ana se había marchado para siempre.

Cuando desapareció, cubierta por la tierra, la fosa donde reposaba su esposa, el minero sintió el insoportable vacío de la nada: enterrar a alguien era tan rápido como cerrar una herida, sin embargo, el surco que le horadaba el corazón no podría sellarse ni con toda la tierra extraída de su mina en todos aquellos años. Ahora lo sabía. Rosendo, entonces, centró su atención en la lápida que se dispuso en la cabecera de la tumba. Con labios trémulos y en silencio, leyó la inscripción que ésta contenía; el principio de la oración de Ana, su oración, la que él mismo le leyó en el momento de su muerte: «Feliz aquel que consigue la sabiduría».

Viernes, 12 de febrero de 1864

Amada Ana:

A estas horas de la madrugada el frío congela mi cuerpo. No consigo dormir. Aquí, en casa, todo me recuerda a ti.

No puedo pronunciar palabra. No le encuentro sentido a hacerlo si tú no estás para escucharme. Por eso te escribo. No se me ocurre ningún otro consuelo y ni siquiera éste lo es. Pero necesito hablar contigo y confío en que esto me acerque a ti.

Le he preguntado a Santa Bárbara por qué ha hecho Dios que te vayas tan pronto, ese Dios al que tanto he rezado en estos últimos años para que no te llevara con él todavía, el mismo en el que tú tanto creías. Pero no me ha respondido. Nadie sabe hacerlo.

No esperaba la llegada de Henry. ¿Ha sido éste tu último regalo? No estés preocupada por mí, por favor. Nadie puede cambiar lo que he descubierto: sin ti todo es nada. Ver a Henry me ha hecho recordar aquella mañana en la que se marchó. Cómo me animaste a entender que su retiro era bueno. Quizá yo también debí haberme retirado entonces para disfrutar más de ti.

Sin ti no hay nada. Henry me entiende. «No te abandones, amigo», me ha dicho al oído después de la ceremonia.

No puedo creer que ya no estés.

Te echo de menos. Te amo tanto…