Rosendo Roca, de pie en el dormitorio, desempañaba el vaho de la ventana con la mano. La humedad y el frío resbalaban por su piel y se introducían en su cuerpo poco a poco, como un miedo certero. Afuera los copos de nieve caían lentamente, posándose en el suelo con suavidad. El paisaje parecía estar a punto de detenerse, congelado en el tiempo. Dentro, junto a la cama, Severino Font daba instrucciones a Ana. El tono de la piel de la enferma era cada vez más apagado, igual que su voz y su respiración. Su preciosa melena rizada estaba ahora marchita y revuelta sobre la almohada. Severino Font observó de nuevo el brazo de la enferma. Él había confiado en que la sangría, al evacuar los humores, desestancaría la sangre y revitalizaría a Ana. El doctor evitó cualquier mueca de preocupación pero había algo que no estaba funcionando. Cuando le aplicó la estopa, Ana cerró los ojos para poco después inspirar.
—Huele a miel —susurró ella.
—Sí, tiene miel, vino, trementina y algunos componentes más —respondió el médico en tono didáctico.
—Me gusta.
Rosendo se había sentado en una silla y visiblemente abatido no apartaba los ojos de la escena. Él creía que estaban consiguiendo pasar página, que la enfermedad se iba superando. Ahora, sin embargo, la realidad le golpeaba con la contundencia del trueno.
—¿A ti no te gusta, amor? —le preguntó Ana.
—Sí, cariño, claro que me gusta —contestó Rosendo con media sonrisa.
Después de volver al Cerro Pelado la vitalidad de Ana parecía haber retornado; estar de nuevo en su hogar rodeada de su familia la había fortalecido. Ese último mes, sin embargo, Ana había empeorado mucho. En pleno invierno la tuberculosis se había presentado de nuevo con su rastro carmesí. La virulencia del brote la obligó a guardar reposo de inmediato.
Tras retirar la estopa del cuerpo de Ana y ajustarle la venda, Severino Font se levantó de la cama, apretó con cariño la mano de su paciente y se aproximó a Rosendo. Le tomó con fuerza el hombro y le dijo:
—Avise a sus hijos. Lo siento.
La voz no podía ser más baja. En el rostro del doctor se distinguía la impotencia. Fue suficiente, Rosendo no necesitó saber más. Se levantó y abrió la puerta de la sala adyacente donde esperaban nerviosos sus hijos. Roberto y Rosendo Xic fueron a su encuentro. Anita, en una butaca, miró a Álvaro suponiendo lo peor.
—Entrad a despediros de vuestra madre.
El gesto de Rosendo era sombrío.
Anita, ya de pie, arrancó a llorar, Álvaro la abrazó y le apretó la cabeza contra su hombro. Rosendo Xic y Roberto se quedaron paralizados. Al cabo de unos segundos los dos hijos se adentraron resueltos en la habitación. Severino Font y Rosendo esperaron en la puerta. Rosendo Xic, con ojos vidriosos y tratando de mantener la compostura, se sentó en la pequeña silla contigua y cogió dulcemente la mano de su madre.
—Mamá, soy yo, Rosendo.
—Hola, cielo —dijo, y entreabrió brevemente sus ojos.
Tras un sentido silencio continuó:
—Cuida de tu padre. Está muy triste.
—Claro, mamá. Todos le cuidaremos. Te quiero, mamá. Te quiero mucho.
—Y yo a ti, mi vida.
Rosendo Xic se apartó lentamente de Ana para dejar paso a su hermano pequeño. Roberto, habiendo visto el rostro de su madre, enseguida dedujo que no les quedaba mucho tiempo.
—Roberto, mi pequeño.
—Mamá…
Roberto se esforzaba en contener las lágrimas.
—Tranquilo, estoy bien, estaré bien.
Después de pronunciar cada palabra, Ana hacía una pausa para obtener algo de oxígeno.
—Te quiero, mamá. Me cambiaría por ti ahora mismo.
Cuando Ana trató de sonreír mientras negaba con la cabeza, empezó a toser. Roberto intentó sujetar el cuerpo convulsionado y dirigió su mirada al doctor. Severino Font asintió desde la puerta. Ana cogió la mano de su hijo con la poca fuerza de que disponía y una vez calmada volvió a hablarle:
—Yo también te quiero, hijo. Cuida de tu hermano. Aunque sea mayor te necesita.
—Te lo prometo.
Y tras darle un beso en la empapada frente, se alejó y cedió el sitio a su hermana. Anita se abalanzó sobre su madre y se fundió con ella en un profundo abrazo. No contuvo el llanto. Álvaro la esperaba a corta distancia.
—Mamá —balbuceaba—. Tienes que ser fuerte… reponerte… ¡No nos puedes dejar, mamá!
Mientras trataba de abrir los ojos para observarla con ternura, Ana acariciaba con sus débiles dedos la larga cabellera que su hija había heredado de ella.
—Eres una buena persona, Anita, seguro que vais a ser felices. —Y levantó dolorosamente la mirada hacia Álvaro, que le correspondió con un gesto afirmativo.
—Te quiero, mamá.
—Voy a estar a tu lado, cariño, a todas horas.
Anita besó la mejilla de su madre. Álvaro la separó y con paso vacilante se dirigieron hacia la puerta. A medio camino Anita se volvió para contemplarla de nuevo. Las palabras se ahogaron en su garganta. Álvaro le pasó el brazo sobre los hombros y se la llevó fuera de la habitación. Entonces Anita, apuntalada en el abrazo de su prometido, retomó su llanto desconsolado.
—Que suba ya —ordenó Rosendo.
Y poco después apareció don Raimundo, sofocado. El rubor de sus mejillas y la respiración agitada indicaban que se había dado prisa en subir las escaleras. El sacerdote, estola al cuello, se ajustó las gafas de concha y dijo:
—Lo siento mucho, señor Roca. Estoy seguro de que el Señor guarda un buen lugar para ella ahí arriba.
Rosendo guardó silencio y lo acompañó al dormitorio. Ella sí creía en él, eso era ahora lo importante.
—Padre… —susurró Ana.
Don Raimundo abrió un recipiente de cobre y tras volcar su contenido sobre el pulgar, ungió la frente de Ana. Aplicó el óleo bendecido haciendo la señal de la cruz mientras pronunciaba:
—Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén.
Repitió hasta tres veces la señal de la cruz en el rostro de la doliente y después en ambas manos. Para cuando terminó, Ana apenas estaba consciente, entregada a las letanías de la extremaunción. Don Raimundo dirigió la mirada hacia Rosendo, pero éste concentraba la suya en su esposa. Tras llevar a cabo su misión, el sacerdote y Severino Font se retiraron de la estancia en silencio y dejaron a solas al matrimonio.
Rosendo cogió del cajón de la mesita de noche la Biblia que había pertenecido a su madre. Sentado sobre la cama, la abrió y comenzó a leer sin prisas:
—«Feliz el hombre que consigue la sabiduría, el hombre que llega a tener conocimiento».
Tras reconocer la lectura como la que ella le había leído casi treinta años atrás, Ana movió sutilmente los dedos de la mano que su marido le sostenía.
—«La sabiduría es más lucrativa que la plata, le sacarás más provecho que al oro; vale más que las piedras preciosas, rebasa lo que puedas desear».
En un movimiento repetitivo Rosendo desviaba la vista del texto para dirigirla a su esposa. Con cada mirada, fogonazos de aquel día de San Juan en el que se enamoró de Ana acudían a su memoria y arremetían contra su corazón. Como si esperara que ese fragmento que a él le había cambiado la vida pudiera salvarla ahora a ella de la muerte. Como si esperara verla de nuevo en pie totalmente curada, recordándole el extenso camino que todavía les quedaba por recorrer juntos.
Pero Ana no se movía. Ni siquiera era capaz ya de abrir los ojos. Rosendo sintió una presión en el pecho al pensar que seguramente ya no volvería a ver esos preciosos ojos de color verde sonreírle, decírselo todo sin decir nada.
—«Con una mano ofrece larga vida, con la otra, riqueza y honor; conduce por caminos deleitosos, por senderos tranquilos».
Rosendo enmudeció mientras se preguntaba dónde estaba esa larga vida prometida. De repente la mano de Ana dejó de aferrarse a los dedos de su marido. El brazo quedó inerte sobre las sábanas, casi de su mismo color crudo. Sin apartar los ojos del rostro de Ana, recitó el último verso:
—«Feliz quien se aferra a la sabiduría: se aferra al árbol de la vida…».
Ahora sí, ella ya no estaba. Ana esbozaba una sonrisa de calma inusitada.
Rosendo se abalanzó sobre el cuerpo inmóvil de su esposa muerta y la abrazó. Ana, su alma, su vida, lo había dejado para siempre. Todo él era resentimiento contra el destino, contra esa injusticia incomprensible. Y entonces Rosendo Roca comenzó a llorar. Ésa fue la primera y la última vez que lo haría.