Al día siguiente, Rosendo estaba sentado en el banco de madera junto a Pantenus y Arístides. Parecía un tanto agotado, con profundas ojeras clavadas en el rostro. Nadie hubiera creído que acababa de estar en un balneario. Esperaban en la sala principal de la Audiencia Provincial de Barcelona la vista ante el juez. La fecha del 30 de julio de 1863 había sido la escogida para el juicio de apelación.
Permanecían serios y solemnes, como correspondía a la gravedad de lo que se juzgaba: Rosendo, con las manos apoyadas en las rodillas y la espalda estirada; Pantenus, mano sobre mano, sujetando el bastón de caoba que ya nunca abandonaba, con la barbilla reposando encima y la mirada lejana, pensativa; Arístides, acariciando un botón de su levita con la mano izquierda, mientras la derecha sostenía los documentos que estudiaba con un ligero temblor. Había preparado el caso con entereza, con la energía de la juventud. A su espalda, en la primera fila de asientos, Roberto y Rosendo Xic mostraban cierto nerviosismo y estaban dispuestos a seguir la causa con atención. Tras ellos, Pedro el Barbas y sus hombres permanecían expectantes. Habían sido desalojados de la colonia y asistían a la resolución del caso, que les afectaba enormemente.
Según Pantenus, el contrato estaba claro. Pese a todo, una extraña desconfianza sembrada durante largos años de injusticias se asentaba cual poso amargo en el presentimiento de Rosendo. Nunca antes había apelado a las instituciones. Su concepto de la justicia se sostenía sobre simples principios absolutos: blanco o negro, bueno o malo. No entendía que ahora estuvieran esperando la decisión de un hombre desconocido vestido de negro que se suponía debía ofrecerles el dictamen apropiado. ¿Podía llegar a conocer la verdad? ¿Tendría en consideración el esfuerzo que suponía levantar una colonia textil? ¿Sabía ese juez que su capital inicial había sido un pico, una pala y unos sacos vacíos? Todos esos interrogantes le obligaban a una inquieta espera a la que no estaba acostumbrado. Era un hombre de acción, y a sus cincuenta y tres años de edad empezaba a ser difícil cambiar.
El alguacil obligó a los presentes a levantarse ante la presencia del juez. Nada más entrar éste tomó asiento y, sin hacer caso de la concurrencia, abrió el inmenso cartapacio con la documentación del proceso. Pese a la lejanía de la audiencia con respecto al Cerro Pelado y Runera, algún espectador autóctono se había acercado a la vista en aquella mañana de verano. El juez vestía una larga toga de color negro, de un tejido brillante que formaba pliegues al caer sobre el cuerpo. Unas puñetas bordadas blancas adornaban las mangas. Pantenus le dijo a Rosendo que ese atavío era buena señal: cuanto más importante fuese el juez, más alejado se suponía de posibles influencias provincianas.
El juez siguió inmerso en su lectura hasta que, llegado un momento, cerró el cartapacio con las alegaciones e informes y tendió la mirada entre los presentes. El silencio fue roto por el insistente zumbido de una mosca. El juez miró al alguacil y éste dijo finalmente:
—Pueden sentarse.
—A ver, qué tiene que decir la propiedad —pronunció el juez sin preámbulos.
Moisés Ramírez, el letrado de los Casamunt, empezó su defensa de la sentencia ya emitida. Estaba solo, con su legajo desplegado sobre la mesa gemela a la de la acusación. Se amparaba en la experiencia del juez Padilla y en su probada integridad al dictar sentencia.
El magistrado escuchó impertérrito el extenso discurso. Cuando el abogado concluyó, volvió a hacerse el silencio. Tras un espacio de tiempo prudencial, el juez habló:
—Caballeros, les toca entonces a ustedes presentar sus argumentos.
Pantenus dio un leve codazo a su pupilo para que se levantara. Los nervios no le habían dejado percatarse de la situación. Mientras Arístides Expósito recogía el contrato, su principal argumento, y se levantaba para presentar su versión, Pantenus le susurró algo al oído:
—Sin prisa, Arístides, sin prisa pero sin pausa.
Arístides entonces se levantó, se aclaró la voz y comenzó su exposición:
—Con la venia y el debido respeto, señoría, mi colega alude aquí explícitamente a la validez de la sentencia firme del juez de Runera. Pone, por tanto, en duda la necesidad de este juicio y nos acusa —se volvió y miró a Pantenus y a Rosendo— de hacerle perder a su señoría el tiempo. Nada más lejos de la realidad. Usted posee una copia del contrato entre los papeles presentados por este letrado y en él basaré mi súplica. Es cierto y probado que en su momento el terreno fue concedido para abrir una mina y que posteriormente se pactó una ampliación del contrato inicial. Al acordar dicha ampliación nadie negó la posibilidad de destinar los nuevos terrenos a cualquier otro tipo de explotación. De hecho, en el contrato, como bien sabrá su señoría, consta textualmente en el séptimo párrafo que el trato está habilitado, y abro comillas: «para cualquier tipo de explotación», cierro comillas.
Tras esta aseveración, Arístides realizó una pausa retórica. Y continuó.
—No es que no se indique el tipo de explotación al que se destinará el inmueble, que eso ya evidenciaría el vacío legal y la posibilidad de cambiarla a voluntad, dando la razón al señor Roca. No es eso, como digo, sino que se bendice explícitamente dicha posibilidad. Y por eso nos encontramos aquí —remarcó la última palabra con su dedo índice apuntando al suelo, quizá queriendo resaltar las ausencias—, defendiendo un contrato que se ha tergiversado. En la sentencia que nos hemos visto obligados a apelar, se equiparaba el contrato de explotación del señor Roca con la caducidad que tienen los campesinos que cuidan la viña, también llamado de «cepa muerta». Y, perdone mi ingenuidad, pero ¿ese contrato no se aplica sólo a los viñedos? Es más, ¿no es verdad que se aplica única y exclusivamente a las viñas cuyos dos tercios de las cepas han tenido que sustituirse por otras nuevas? Y no es menos verdad que ni en Runera ni en la comarca no hay ninguna viña, que no aparecen, si me permite su señoría, en menos de treinta kilómetros a la redonda.
Arístides se acercó a la mesa de madera donde reposaban el resto de los informes y alzó el vaso de agua hasta su boca. De momento, los compases iniciales habían conseguido crear el clima previsto por su mentor. Dejó el vaso medio lleno encima de la mesa y continuó el discurso mirando al estrado.
—Evidentemente, representa un abuso la prorrogación y ampliación de los contratos mediante subterfugios. En nuestro caso, sin embargo, no ha habido tales prácticas: la mina lleva abierta más de treinta años y sobre ella no se ha aplicado restricción alguna. Extender legalmente un acuerdo no debería ser enmendado dos años después en base a unas razones que se nos escapan. Más allá del caso particular que nos ocupa, este juicio pone en duda el sistema de contratos que se viene aplicando desde tiempo inmemorial. Avalado por nuestros ancestros los romanos, permite qué cualquiera con inteligencia e intuición pueda acceder a un trato justo. ¿Quién sería capaz de arriesgar su dinero si esta sentencia sigue adelante? Y no lo digo ya por hombres sin tierras pero con ambición, sino también por los terratenientes que reciben la oferta de poner su hacienda al servicio de una actividad más fructífera que la agraria. ¿Qué harían ellos cuando los agricultores se van a las ciudades? El señor Roca abona a los señores Casamunt parte de sus beneficios como pago por el terreno donde se ubica la fábrica. Creo hablar en boca de la mayoría de los presentes al decir que nos hubiese gustado escuchar en base a qué oscuros motivos equipara el señor letrado un negocio industrial próspero y emergente con uno agrícola alejado por una distancia mínima, y vuelvo a insistir, perdóneme su señoría, de no menos de treinta kilómetros en cualquier dirección. Confiamos totalmente en la sabiduría de su excelentísimo señor juez don Baldomero Conde, que imparta justicia y acataremos su sentencia sea cual fuere, presenciándola aquí mismo, con humildad y sumisión, sentados en el lugar que nos han asignado. Gracias señoría. Nada más que añadir.
Pese a la aparente zozobra que la imagen de Arístides denotaba, había conseguido cuadrar un discurso sobre la necesidad de garantizar unos mínimos derechos. Pantenus pensaba, con una media sonrisa en los labios, que al principio de su carrera seguramente lo hubiesen detenido de inmediato si hubiese proferido semejante cantidad de veladas acusaciones hacia una sentencia dictada por un juez. Los tiempos habían cambiado, a pesar de todo.
Al terminar el discurso, una especie de runrún empezó a crecer entre el público. De repente las puertas se abrieron y varios hombres vestidos con largos abrigos negros se colocaron silenciosamente al fondo de la sala, a ambos lados de la puerta de entrada. El último de ellos avanzó por el pasillo central y se colocó en un lugar vacío de la segunda fila. Concentrando todas las miradas, Efrén Estern abrió su abrigo negro, inadecuado para el calor que hacía, y se sentó en la incómoda banqueta de la Audiencia Provincial de Barcelona.
El juez reconoció al colectivo y observó unos instantes la extraña figura del recién llegado. A continuación, inexpresivo, se recogió la toga y se levantó con presteza, sin tiempo a que el alguacil ordenara levantarse a los presentes y cerrar la sesión. Éste se quedó mirando la puerta cerrada por la que había salido el señor juez sin saber qué hacer. Se mantuvo completamente inmóvil, firme, intentando aparecer ajeno a las miradas que se clavaban en él. Ante la ausencia del juez, fue emergiendo de la sala un murmullo creciente de parabienes hacia Rosendo Roca y todos los que le rodeaban. El público había tomado partido y mostraba su postura con claridad. Rosendo pudo observar entonces el rostro sonriente de Efrén Estern. Ladeó su angulosa cara en señal de saludo y el patriarca Roca se lo devolvió cortés. A su lado, Pantenus observaba la escena sentado en el banco, con el codo apoyado hacia atrás, para conseguir la mejor perspectiva de los dos hombres que él mismo había puesto en contacto. Sabía que Efrén Estern llegaría a la Audiencia Provincial a ratificar su apoyo porque, para él, la manera más segura de recuperar su inversión era confiar en el buen hacer de Rosendo. Su amigo judío había hecho una aparición precisa cargada de firmeza —como las de los personajes de las óperas que tanto le gustaban— y, sin duda, no había dejado indiferente al juez. Como tampoco lo habrían hecho las palabras que tan bien había sabido conjugar Arístides apelando al bienestar general y al progreso.
A primera hora de la tarde, después de comer, la puerta se abrió y el juez apareció con gesto decidido. Todos volvieron a sus asientos y el silencio se fue enseñoreando poco a poco de la sala. Cuando incluso la mosca se hubo posado, el juez emitió su dictamen:
—Declaro anulada la sentencia promulgada por el juzgado…
Rosendo no pudo escuchar más. Una especie de zumbido se coló en sus oídos y una sensación de liberación vino en su auxilio. Cerró los ojos y pudo contemplar a Ana a su lado, los dos de nuevo en el mirador, tibio por la luz del sol, las manos entrelazadas y la mirada perdida en el horizonte. Cuando recuperó la cordura, entre el griterío, pudo distinguir la voz de Arístides dirigiéndose al juez con firmeza.
—Señoría, si me permite, este letrado quisiera instar el auxilio de la fuerza pública para la ejecución de la sentencia y la restitución del orden alterado.
—Efectivamente se producirá ese desalojo, que supongo pacífico por cuanto la sentencia es firme e irrevocable. Daré instrucciones para que las fuerzas del orden los acompañen mañana por la mañana y hagan cumplir la sentencia evitando cualquier desarreglo.
—A tenor de la resolución y con la venia, también pediría a su señoría la reparación del agravio, los daños y los perjuicios ocasionados por el ciudadano Fernando Casamunt que con conocimiento de causa tomó indebidamente posesión de unas tierras cuyo contrato fue estipulado en su presencia —dijo Arístides, quien sentía la necesidad de reclamar mayor justicia.
—No ha lugar, letrado, no ha lugar. Aquí estamos para resolver causas presentadas, no para emitir sentencias sobre hechos que no se ha dictaminado juzgar. Espero que lo tenga en cuenta de aquí en adelante si quiere evitarse disgustos. —Pese al tono paternalista empleado por el juez, parecía quedar claro que no iría más allá y que esa vía podía resultar peligrosa—. La sentencia emitida en su momento lo fue por un juez todavía en activo. ¿Está claro, letrado?
—Muy claro, señoría. Gracias —concluyó Arístides obediente.
Rosendo saludó con austeridad a Pantenus y a Arístides que, tras ello, se fundieron en un abrazo. Rosendo se dirigió a sus hijos, que no cabían en sí de contentos. Los dos se acercaron a su padre y le dieron la mano con efusividad.
—Ahora iremos a celebrarlo. Moderadamente, hijos, no quiero precipitar las cosas. Llegaremos mañana y haremos que ese parásito se marche. Sin jaleos. Quiero que la gente esté preparada para cuando lleguemos, todos en sus casas, avisados, y así la fuerza pública sólo tendrá que desalojar a esos malnacidos —dijo Rosendo sin poder esconder un asomo de emoción. Había sido una dura batalla, sobre todo por el hecho de no haber podido participar en ella más que como espectador.
—Se hará como dices, padre —contestó Rosendo Xic.
—Quiero que te adelantes, Roberto, y avises a la gente. Saldrás a primera hora, antes del alba. Los que estén en la fábrica ya se enterarán. Cuanta menos gente haya por las calles, mejor. No quiero más disgustos con ese Casamunt. Los tiempos están cambiando y hay que plegarse a la legalidad que parece por fin justa. —Al decir esto último centró su mirada en Rosendo Xic, que al instante comprendió. Se trataba dé New Lanark. El hijo sintió un escalofrío en el alma cuando le asaltaron a la memoria aquellas imágenes desagradables. Pero ahora, por vez primera, vio claro cuál era el modo de resolver un conflicto como aquél, que en el pasado había presenciado y cuya indirecta participación y responsabilidad en el mismo todavía le causaba remordimientos.
A su llegada, el mensaje que Roberto emitió con cautela prendió en la colonia como una tea que pasara de mano en mano. Pronto las calles se llenaron de trabajadores que, en susurros o a gritos, citaban el nombre de Rosendo Roca. A media mañana, los obreros ya deambulaban como una caravana sin norte, recogiendo a todo el que hallaban en su camino. Roberto se dejaba lisonjear por los que lo rodeaban, absorbido por el torrente de la masa. Discurría entre ellos eufórico, sin recordar la consigna de retirarse cada uno a su casa. Los trabajadores habían tomado sus propias decisiones.
Finalmente, como guiados por una mano invisible, la espontánea congregación se paró en el centro de la colonia y ocupó toda la plaza de Robert Owen. Empezaron a vivir el regreso del patrón como un hecho consumado y las conversaciones, las risas y los golpes en la espalda se mezclaron con las anécdotas graciosas y los comentarios agrios sobre los Casamunt y Diego Bonilla. El griterío se intensificó cuando por la calle de la factoría aparecieron más trabajadores. Conocedores de la noticia, habían interrumpido el turno. Caminaban con tranquilidad, con la cabeza alta, agradeciendo el sol del mediodía que calentaba sus rostros. Avanzaban ocupando todo el ancho que permitía la calle. Cuando se encontraron con sus compañeros en la plaza, empezaron a abrazarse y saludarse, como si hiciese mucho tiempo que no se hubieran visto, y se unieron al gran grupo.
Poco después, por el extremo occidental de la plaza, apareció Fernando Casamunt acompañado por sus acólitos. Sin descender del caballo negro se dirigió a sus hombres con un rastro de odio en sus palabras.
—Haced que vuelvan a sus puestos inmediatamente.
Un silencio siguió su orden. Los obreros, olvidados ya de la celebración, se mostraban serios y desafiantes. Finalmente, Eustaquio, cabecilla de la manada de lobos, dijo:
—Creo, señor Casamunt, que no quieren.
—Ya lo veo que no quieren. ¡Os digo que hagáis que obedezcan! —volvió a ordenar Fernando.
—Es que se rumorea que Rosendo Rota… —No pudo acabar la frase. O no se atrevió.
—¡No me importan los rumores, yo no hago caso de rumores! ¡Quiero que esta gente vuelva a trabajar ahora mismo! —Fernando elevó la voz con estrépito, impotente.
—Mire, señor Casamunt, no creo que sea posible. Bastante ha durado esto ya —dijo Eustaquio, y tiró de las riendas de su caballo para dar media vuelta y salir, tranquilo, por donde había entrado en la plaza.
Todos sus compañeros lo siguieron, sin volverse hacia las miradas de Fernando Casamunt y los trabajadores. Diego Bonilla también acabó por recular metro a metro para acabar desapareciendo del mismo modo que había llegado, sin dejar rastro.
—¡Vuelve aquí! ¡Volved aquí todos, os digo! —les gritó Fernando con energía, mientras su caballo se movía inquieto. Finalmente, se dio por vencido:
—¡Pues marchaos, no os necesito para meter en cintura a estos desgraciados!
Y acto seguido enarboló la fusta y comenzó a arremeter contra la colectividad allí presente.
Los trabajadores lo observaban ceñudos, como si todos respondiesen igual ante el ataque. Fernando, en un estado de extraña sugestión, no reparaba en que sus ataques apenas alcanzaban a los obreros. Las embestidas eran los últimos estertores de un mundo ya caduco que durante siglos había dominado amparándose en el yugo, la sangre y Dios. Y ahora, los que siempre habían estado bajo la opresión de los señores de la nobleza, eran capaces de reclamar sus derechos: Fernando Casamunt estaba derrotado.
Entonces Carlos Martínez, uno de los trabajadores, alzó la mano y agarró la fusta al vuelo. Cerró el puño y tiró de ella, descabalgando a Fernando con estrépito. Su sombrero alto rodó hasta los pies de otro obrero, que lo recogió y se lo puso. Fernando lo miraba con horror: ya no estaba sobre su caballo, elevado por encima de las cabezas de los demás, ahora estaba en el suelo, hundido entre la muchedumbre. Y el miedo lo envolvió con su pálida capa. Empezó entonces a recular, acorralado como un escorpión.
Los trabajadores siguieron avanzando hacia él, todos detrás de Carlos, como si se hubiese erigido en líder momentáneo. Lo hacían sin prisa, sin ansiedad. Cuando el señor Casamunt vio despejado el camino, echó a correr de manera irregular, como alguien que no ha corrido jamás. Llevaba los brazos separados del cuerpo y echaba las piernas hacia adelante, elevando las rodillas. Los trabajadores mantuvieron su paso constante y lento. Cuando llegó al final de la calle giró hacia la izquierda para adentrarse en otra que seguía paralela al cauce de la acequia de la colonia, hacia el sur. Allí se dio cuenta de que estaba atrapado. La pared de una de las naves cerraba la vía. Mientras tanto, los obreros seguían su avance tranquilo y cadencioso, en silencio. Sabían que no tenía escapatoria.
Fernando, abrumado por el miedo y la sensación de derrota total a la que nunca se había enfrentado, tomó la decisión de escapar a toda costa. Apoyó su espalda contra el ladrillo rojo de la pared e inició la carrera hacia el canal con la intención de saltarlo. Un hombre preparado, habituado al ejercicio físico quizá, con un poco de suerte, podría haber salvado la distancia. Fernando Casamunt no era ese tipo de hombre. Apenas iniciado el despegue, estuvo claro que no lograría cruzar el generoso canal. Un tremendo chapuzón acompañó la caída y, a continuación, se oyeron los gritos de Fernando rogando que lo salvasen. No sabía nadar. Entre grandes tragos de agua, pudo al fin acercarse a una de las paredes del canal. Pero éstas eran impracticables: pese a la rugosidad del mortero, el agua había grabado sobre él un rastro resbaladizo que anulaba asidero alguno. Además, la corriente en la acequia bajaba a gran velocidad; demasiada fuerza como para lograr salir.
Por encima de él, en el borde del cauce, los obreros fueron espectadores pasivos de su agonía. Nadie pensó siquiera en lanzar un cabo al agua, nadie en coger una rama, una pértiga; tampoco Roberto. Todos, incluido él, contemplaron absortos la sucesión lógica de los acontecimientos. Agotado por el esfuerzo de la lucha, finalmente Fernando sucumbió. Su cuerpo fue arrastrado por la corriente y unos metros más allá golpeó con fuerza contra los barrotes de la reja que había antes del salto de agua de la turbina. Como la maleza, quedó allí, encallado, entorpeciendo el pasar de la corriente.
Cuando Rosendo y Rosendo Xic llegaron a la fábrica custodiados por la fuerza pública y los hombres de Pedro el Barbas, distinguieron sorprendidos una multitud al final de la acequia. Alertados, aceleraron el paso. Eran los trabajadores de la fábrica y entre ellos estaba Roberto. Los jinetes se acercaron y miraron también hacia abajo.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el guardia que portaba galones de caporal.
—No lo sabemos, acabamos de encontrarlo así —respondió Roberto antes que nadie. Acto seguido se agachó y agarró el bichero para entregárselo a los guardias como muestra de colaboración.
—Tu cara me suena.
—Soy el hijo menor de Rosendo Roca —anunció inclinando su cabeza en dirección a Rosendo.
El caporal sostuvo unos segundos la herramienta y, tras pensárselo, se la devolvió a Roberto.
—Mejor hazlo tú.
Roberto, a pesar de no ser muy alto, había heredado la fuerza de su padre y, con decisión, aprehendió el bichero y consiguió mover el cuerpo.
Rosendo Xic hizo ademán de bajar del caballo para ayudar a su hermano, pero su padre lo frenó con la mano dándole a entender que esperara. Padre e hijo continuaron, pues, observando silenciosos desde sus monturas. Roberto seguía peleándose solo contra la fuerza de la acequia. Entre jadeos logró sacar el cuerpo y, al posarlo sobre el suelo, todos pudieron reconocer el rostro exánime de Fernando Casamunt. Rosendo Xic dirigió una mirada atónita a su padre que éste no le devolvió.
—Es Fernando Casamunt —dijo el guardia más alto con voz sentenciosa.
—Parece que se ha ahogado —continuó su compañero.
La boca del señor Casamunt rebosaba agua. Sus ojos todavía seguían abiertos. Un tono azulado impregnaba su piel.
—¿Nadie ha visto cómo ha ocurrido? —preguntó con autoridad el caporal.
—No —volvió a hablar Roberto todavía fatigado. Aproximó su mano hacia el rostro del muerto y le cerró los ojos. Después añadió—: Nosotros acabamos también de llegar y el cuerpo ya no se movía.
—Está bien —asintió con el gesto algo ceñudo el guardia—. De todos modos, se abrirá una investigación para corroborar la causa de la muerte. Y les advierto que si la víctima ha sufrido algún golpe contundente, esto no va a ser fácil para ustedes.
Una vez la actividad se normalizó en la fábrica y la colonia, Rosendo Roca fue al balneario de La Puda a buscar a Ana. Los días previos a su regreso, el servicio se encargó de limpiar a conciencia la casa del Cerro Pelado. Aquélla era la señal de que definitivamente las cosas volvían a estar en su lugar.
Al abrir la puerta y adentrarse en el recibidor de la casa, Rosendo y Ana se pararon en silencio mientras sus ojos recorrían el techo y las paredes. Se miraron expectantes y ella sonrió espontánea por primera vez en mucho tiempo. Ése fue el indicio de que, a partir de entonces, todo iría bien: Ana se recuperaría y la colonia se recompondría. Ambos respiraron hondo e iniciaron su paso hasta la sala con vistas. Desde ella, podían ver bajo sus pies el valle del Llobregat. Las aguas seguían discurriendo tranquilas, ajenas a la batalla recién librada. Quedaba todavía una segunda por afrontar y ahora sí que Ana se veía con fuerzas.
—Todo va a ir bien —le repetía Rosendo mientras la reclinaba en la butaca.
—Lo sé —respondió ella antes de darle un beso.