Capítulo 77

El intenso olor a azufre caracterizaba el balneario de La Puda. Situado al pie de la montaña de Montserrat, en el profundo corte por el que discurría el Llobregat, estaba rodeado de una vegetación abundante. Con las aguas del río discurriendo a su lado, la construcción se alzaba enorme, con un puente de hierro como única vía de acceso por encima de las aguas. Todo el entorno, el ruido del agua, el viento silbando entre las rocas, las hojas de los árboles agitándose suavemente, todo, parecía invitar al descanso. Ana y Rosendo se hallaban en su habitación y esperaban el momento del desayuno. Ella remoloneaba entre las sábanas y Rosendo, ya vestido, miraba por la ventana. Los días transcurrían monótonamente agradables, el siguiente igual al anterior, en mitad de la apacible sensación de confort que los amables cuidados les proporcionaban.

Habían transcurrido ya seis meses y la colonia continuaba en manos de Fernando Casamunt. La preocupación por la salud de Ana se mezclaba con la posibilidad de perder la colonia definitivamente. La adversidad se le antojaba como una traición del destino. Se había pasado la vida luchando para prosperar y ahora que tenía una posición sólida, era el momento en que más cerca estaba de perder todo lo logrado.

—Hoy estás muy guapa —dijo Rosendo. Había abierto la ventana para que el aire de la primavera les transmitiera un poco de vida.

Quería animar a su mujer, fortalecer su ánimo, pero esta perspectiva parecía alejarse cada vez más.

Los delgados brazos de Ana surgían temblorosos por entre la camisola. Tenía los pies y las manos inflamados en un doloroso contraste con la ligereza del resto del cuerpo y una serie de manchas rojas se habían extendido por su piel.

—No se te da nada bien mentir —respondió Ana al incorporarse.

Rosendo se acercó a ella y se sentó a su lado.

—No tengo por qué mentir. Sabes que no sé hacerlo.

Cogió la alpargata del suelo y se la puso suavemente. Después repitió el mismo gesto con el otro pie de su esposa.

—Gracias, amor.

Rosendo le acarició la cara sin apartar de ella sus ojos serenos.

Ana trató de esbozar nuevamente una sonrisa, pero en su lugar unas lágrimas comenzaron a brotar y a surcarle el rostro congestionado. Fue justo en ese momento cuando Rosendo descubrió algo en la mirada de su esposa que le partió el alma: parecía haberse cansado de luchar.

Con dificultad, Ana se puso en pie y caminó hasta el armario. Una vez se hubo vestido, se dispuso a abandonar el dormitorio con el paso más decidido que pudo. Rosendo la siguió hacia el pasillo y después hasta el ascensor. Montaron en ese innovador artilugio que no habían conocido hasta llegar a La Puda. Bajaron al comedor y desayunaron con los otros huéspedes. Ana apenas comió. El ambiente decadente envolvía cada rincón y las palabras formaban un discurso débil que surgía desde el dolor. Cada habitante de aquel lugar estaba demasiado encerrado en su enfermedad como para hablar con nadie. Cuando el reloj de pared anunció las ocho, Rosendo besó la mejilla de su mujer y dijo en voz baja:

—Es la hora, anda ve.

Ella consiguió esbozar una mueca que pretendía revelar un poco de entusiasmo. Se despidió entonces de su marido devolviéndole el beso y se alejó confundiéndose entre los que se dirigían hacia la zona del balneario donde se recibían las curas.

Detrás de la puerta, un pasillo cubierto por arcos vertebraba la planta principal. El espacio estaba dividido en diversas secciones con bañeras individuales y duchas de mármol. La cerámica verde predominaba en el interior. El ruido del agua brotando incesante acompañaba la estancia en aquel lugar. El vapor espesaba el ambiente con su densidad y el olor sulfúreo proporcionaba una sensación de placer y molestia a la vez. De vez en cuando, el gemido de algún paciente reumático llenaba la sala con su estridencia.

Una enfermera de avanzada edad y enfundada en su inmaculado traje blanco se acercó a Ana. Ella aceptó su apoyo. Con brazos veteranos y fuertes, la experta practicante acompañó a Ana a uno de los habitáculos y la ayudó a introducirse en la bañera humeante. Poco a poco, el agua caldeada empezó a mojar su cuerpo y su amplia camisola.

Tumbada en la soledad de su compartimento, Ana cerró los ojos y trató de relajarse. Los últimos meses no habían sido fáciles. Recordó la Navidad triste y apagada que habían vivido. Ella no tenía ya los ánimos de antaño y a pesar de que intentaba esforzarse y hacía todo lo que le decían, no mejoraba.

—¿Todo bien, señora Roca? —le preguntó asomando su perfil la robusta enfermera.

—Sí, gracias —respondió ella en un susurro, sin abrir los ojos.

Trató de convencerse a sí misma de las posibilidades que tenía de curarse. Se dijo que esos baños, el reposo, la dieta… todo debía estar contribuyendo a su sanación.

Una vez cumplido el tiempo, la asistente reapareció y la ayudó a salir de la bañera. El peso de la camisola empapada fatigaba a Ana. Poco después el calor de su cuerpo se desvaneció y empezó a tiritar.

La enfermera la envolvió en una toalla y la ayudó a ponerse la ropa seca. Salieron entonces a los jardines que rodeaban el balneario. Allí, con el coro del río y de la naturaleza, Ana se sentó en una hamaca de lona y la enfermera comenzó a aplicarle hielo sobre las tumefacciones de las extremidades. A Ana le resultó placentero el contraste: el frío y el sol primaveral parecían reanimarla. Cerró los ojos y se abandonó a un estado entre el sueño y la vigilia que la llevaba de sus hijos al Cerro Pelado, de su marido a los niños a los que enseñaba.

Percibía en la mirada de Rosendo el miedo de la muerte cada vez que ella tosía o se desmayaba y no deseaba verlo derrotado de aquella manera. No podía dejarlo solo. Él la necesitaba tanto como ella a él y no soportaba ser la causa de que esa mirada tierna, que sólo ella había descubierto en sus ojos, fuera relevada por otra compasiva. Pero el lapso de tiempo que conseguía ocupar con su lucha interna era cada vez más breve. Y su cansancio cada vez mayor. En su casa, rodeada de su familia, tal vez las cosas pudieran volver a ser como antes. Si en algún lugar podía recuperar fuerzas para librar su batalla tenía que ser allí, con los suyos.

12 de abril de 1863

Aquí, sentado en este jardín, pasan por mi memoria los recuerdos como el agua del río que tengo delante.

Nunca lo hubiese imaginado. Apenas unos meses atrás, los negocios iban bien, nuestros hijos eran felices y Ana estaba llena de vida. Cuando me enteré no podía comprenderlo. Tuberculosis. Con sólo oír ese nombre una especie de nudo me contrae el estómago. No sé qué va a pasar.

Anita está muy unida a su madre. Sigue sus pasos en la escuela y ahora debe de sentirse muy sola. Y también está Álvaro. Supongo que la desilusión habrá sido grande para ambos. Cuando por fin yo dejo de oponerme, interviene Fernando. Me han contado que Álvaro se enfrenta a su padre. A veces incluso en público.

Pero los Casamunt no abandonarán la fábrica, llevan demasiados años alimentando su odio hacia nosotros. Por suerte todavía nos queda la mina y tanto Anita como Roberto pueden seguir con su labor. Desde que se implantó el sistema modular de extracción, la producción de carbón ha aumentado mucho. Rosendo Xic está en Barcelona y trabaja codo con codo con Arístides. Confiemos en que su buen hacer tenga resultados.

Pienso en lo diferente de las dos inauguraciones. En la mina estuve un año entero picando solo. Henry llegó al fin y me rescató del naufragio. Qué ingenuo era yo y cuánta suerte tuve al encontrarlo. Aprendí una lección y gané un amigo. Picar y levantar una fábrica necesitan de los mismos principios: el esfuerzo no es suficiente, se trata de cooperar también. Ahora esos principios están en entredicho. ¿Volverán los trabajadores a confiar en mí si recuperamos la fábrica? A veces incluso dudo de que eso llegue algún día.

De pequeño, la vida se me antojaba demasiado grande. Incomprensible. Aún hay días que me lo parece. Pero poco a poco uno se va construyendo un lugar. Y a veces lo único que necesitas es no hacer caso de lo que te va sucediendo. Mirar siempre hacia adelante. Como cuando se fue madre. Todavía hoy la echo en falta. Pero ¿cómo mirar hacia adelante cuando ese lugar que has construido te lo arrebatan sin motivo? ¿De qué me sirve luchar si Ana se rinde? Sólo puedo pensar una cosa: hemos de seguir construyendo, compartiendo. Necesito creer en ti, Ana, y también que tú quieras vivir.