Capítulo 75

En la España isabelina, las dos tendencias políticas predominantes alternaban su protagonismo en las Cortes. El 14 de julio de 1856 un pronunciamiento militar puso fin al llamado Bienio Progresista y hasta 1868 tuvo lugar en España una segunda etapa moderada. A lo largo del siglo XIX el avance del sistema democrático fue lento y dificultoso. Al carácter restrictivo del sufragio, había que sumar el fraude electoral.

Así, en las zonas rurales, las elecciones podían considerarse uno más de los mecanismos para ejercer el control. El pucherazo estaba a la orden del día y los poderes fácticos se enraizaban en el tejido social de tal modo que hasta la más pequeña de las decisiones pasaba por esas fuerzas vivas como por un tamiz muy fino. Dentro de ese panorama local, el noble, el juez, el notario y el cura formaban una red inquebrantable de influencias a las que eran ajenos los ciudadanos de a pie.

Desde 1858, la Unión Liberal intentaba gobernar con un programa liberal —conservador de centro—. Bajo ese entramado político, en Runera se celebraron las elecciones municipales el último día de septiembre del año 1862.

Un caballo se acercaba galopando por el sinuoso camino de Runera a la finca solariega de los Casamunt. La bruma de la madrugada se apartaba a su paso, dejando una estela en el aire. El jinete, vestido con un chaleco verde oscuro sobre unos pantalones de pana marrón, espoleó al animal dejando en los flancos de la montura su rastro inconfundible. Cruzada sobre su espalda, una escopeta de largo cañón aguantaba el movimiento del galope sujeta por una correa de cuero. La gorra, que parecía pegada a su cabeza, resistía incólume los embates del viento. Ante la puerta de la hacienda, disminuyó el paso del caballo y se agachó para no golpearse la cabeza. Una vez en el patio, desmontó y no esperó a que Jacinto viniera a darle indicaciones, los golpes de la aldaba resonaron en el espacio vacío como un martillo sobre un yunque.

El mismo Fernando Casamunt salió a recibirlo ataviado con un largo camisón de lino. El gorro de dormir lucía una borla afelpada en su punta. Antes de hablar la echó hacia atrás como si se tratara de una larga melena que no tenía.

—¿Qué novedades traes, Eustaquio? —preguntó Fernando.

—Señor Casamunt… —empezó el hombre con gravedad—, con el debido respeto, ha sido usted emplazado a incoar las diligencias del traspaso —sentenció críptico Eustaquio, que sólo repetía lo que le habían dicho.

—¿Es decir…? —articuló Fernando un gesto de impaciencia.

—Que si usted quiere, será el nuevo alcalde —remató el alguacil con una sonrisa de oreja a oreja.

—Dios, por un momento me has hecho dudar. Todo según lo previsto entonces… ¿Te has deshecho de las papeletas? —preguntó Fernando, con un último rastro de recelo.

—Anoche mismo, después de dejarlo, las quemé y las tiré al río una vez convertidas en cenizas —aseguró Eustaquio.

—Buen trabajo. Serás recompensado convenientemente. Ahora, ve al pueblo. Que nadie sepa que has venido. Esta tarde nos vemos en el consistorio —ordenó Fernando con aplomo.

—De acuerdo, señor alcalde —dijo Eustaquio quitándose la gorra y realizando una exagerada reverencia.

Fernando agachó la cabeza mientras sonreía, y respondió el saludo. Se volvió y, con la puerta del zaguán abierta, se encaminó hacia el interior de la casa.

—Una última pregunta, señor Casamunt —alzó la voz el alguacil, lo que obligó a Fernando a volverse—. ¿Por qué ahora?

—¿Por qué ahora, qué? —preguntó Fernando.

—Perdone la indiscreción, pero es que ustedes han controlado Runera desde tiempo inmemorial. Ya mi abuelo hablaba de las tierras de los Casamunt y como nunca habían tenido interés en la política… Pues no acabo de entender por qué ahora sí lo tienen. —Expresó así sus dudas el oficial.

Fernando Casamunt se acercó de nuevo al quicio de la puerta. Una vez allí miró, serio, directamente a los ojos de su interlocutor. Eustaquio sintió una punzada fría que, desde la nuca, le bajó por la médula hasta el bajo vientre, donde cuajó como una enfermedad transitoria. Fernando paladeó la sensación de sentirse poderoso.

—No han cambiado tanto las cosas, Eustaquio: ahora se trata tan sólo de ajustar las riendas más cortas.

En la sala, Rosendo se mantenía de pie, inmóvil frente a los grandes ventanales. Hacía ya dos años desde que la enfermedad de Ana había aparecido, dos años de resistencia silenciosa. Ana dormitaba ahora en su butaca con un libro abierto sobre el regazo. El suave sol de inicios de octubre iluminaba la estancia mientras Rosendo trataba de entender por qué le había tocado a ella. Era tan buena. En toda su vida no había hecho daño a nadie, ajena a las luchas de los hombres. Él en cambio sí sabía lo que era responder a la violencia con violencia y, a pesar de ello, estaba sano, a salvo de la suerte.

Una extraña mezcla de sentimientos lo embargó al contemplar a su esposa. Iluminada por una claridad casi beatífica, parecía alejada de todo mal. La sensación de paz y felicidad, sin embargo, se desvanecía en cuanto recordaba la terrible palabra que pronunció Severino Font resonaba en su cerebro como un eco. Tuberculosis. A veces la repetía en voz baja para ver si con su mención podía entender en qué consistía o bien invocar una posible cura. O simplemente alejarla de sí y que el viento del tiempo se la llevara, igual que arrastraba lejos las demás palabras al pronunciarlas.

Ana despertó y notó la mirada de su marido concentrada en ella. Parecía estar buscando el mal escondido en un gesto, un rasgo, un esbozo sobre el que caer y arrancarlo como si fuese un hilo suelto en una pieza de ropa. Rosendo se acercó para sentarse a su lado.

—¿Qué tienes, mi amor? —dijo Ana con ternura.

—Estaba mirándote y… he hecho algunos planes para la próxima primavera.

—Rosendo… —lo interrumpió ella ladeando la cabeza—, nosotros ya hemos sido felices…

—Y lo seguiremos siendo. Esto es una situación pasajera —afirmó Rosendo—. Ya verás como dentro de poco no será más que un mal recuerdo.

—No sé qué haría sin ti. —Ana hizo una pausa mirando a los ojos a su marido antes de continuar—. Por eso a veces también pienso en Anita, a punto de cumplir veinticinco años, tan sola…

—¿Qué quieres decir? ¿Qué le pasa a Anita? —preguntó Rosendo sin entender.

—Lo sabes de sobra. El tiempo pasa y nuestros hijos ya no son los muchachos que creemos. Rosendo Xic y Roberto han decidido su camino. Me gustaría que conocieran a una buena chica y sentaran la cabeza, pero en eso poco podemos hacer nosotros. Anita, en cambio, ha escogido y lo ha hecho utilizando su buen criterio, y ¿qué recibe? Sólo desaires por tu parte. Y aun así, te sigue queriendo con devoción.

—Lo sé y lo lamento, pero Álvaro es un Casamunt —dijo Rosendo con rotundidad.

—Tú lo conoces y has podido comprobar que no es igual que su padre y su tía. Ha estado toda la vida estudiando fuera y allí, lejos, ha formado su carácter. El chico ha vivido como un desarraigado desde que nació, desde que murió su madre y lo criaron entre nodrizas y doncellas para luego enviarlo interno. No lleva el estigma de la envidia grabado en su corazón.

—Sé que no es como ellos, pero también su tía parecía haber cambiado y recuerda qué acabó pasando. ¿Y si su bondad no fuese más que una pose? —planteó Rosendo.

Tras una pausa, Ana añadió:

—Me parece que tus dudas son las de cualquier padre que no quiere reconocer que sus hijos lo relevan. —Y sin subir el tono, pero dando a cada una de sus palabras una firmeza concienzuda, concluyó—: Simplemente te digo que permitas a tu hija elegir su destino.

—Está bien —cedió Rosendo.

—No me des la razón como a los locos. ¿Qué quiere decir que está bien? —forzó Ana, esperando algo más que esa escueta declaración.

—Que está bien, que daré un voto de confianza a nuestra hija. Hablaremos con los dos, les consultaremos sus intenciones y si hay entendimiento pondremos fecha al enlace —dijo Rosendo con algo de desazón.

—Ven aquí que te dé un beso.

Ana se incorporó levemente en la silla para coger la cara de su marido con las dos manos.

Pero no pudo completar su gesto. Cuando se disponía a besarlo, un ruido terrible atronó sus oídos. Al primer estruendo le siguieron varios, aislados, que no hacían presagiar nada bueno. No había sido un accidente, ni una puerta mal cerrada, ni un desprendimiento. Era un golpe seco, familiar, pero que hacía tiempo que no se oía en el Cerro Pelado. Eran disparos.

Rosendo se levantó y, antes de llegar a las escaleras, se volvió para decir a su esposa:

—Ve a la habitación, Ana. Y cierra las contraventanas.

No había espacio para objeciones. Rosendo bajó entonces con paso decidido. Hacía tiempo que en el pueblo la vida y los negocios discurrían sin problemas. En ese momento Rosendo pensó que quizá debía haber supuesto que algo se estaba fraguando más allá de los límites de la colonia.

Cuando salió al porche pudo ver cómo unos jinetes se repartían por las calles. Uno de ellos se separó de los otros y, flanqueado por dos acompañantes, se acercó a su casa. A cierta distancia pudo reconocer a la persona que se encargaba de abrir la comitiva. Su chaqueta de terciopelo, que refulgía con el sol de la tarde, las botas relucientes, impolutas, de cuero negro y caña alta, la cabeza descubierta con el pelo rubio ondeando al viento eran inconfundibles. Fernando Casamunt enarbolaba un papel en la mano derecha, la que no sujetaba las riendas de su montura. Detrás de él, Eustaquio, el alguacil de Runera, confirmaba que lo acompañaban la ley y el orden establecidos. No conocía al tercer hombre.

—Buenas tardes, Rosendo.

—A mí no me lo parecen. ¿A qué se debe esto? —soltó seco Rosendo Roca.

—Soy el nuevo alcalde —espetó ufano Fernando Casamunt.

—Enhorabuena. ¿Te da eso derecho a pisotear a los demás?

—Eres un ladrón. Has construido una fábrica en unos terrenos que no son tuyos. Te he denunciado por incumplimiento de contrato y ahora todos esos terrenos volverán a su legítimo propietario. Aquí tienes la sentencia del juez.

La hoja cayó suave a los pies de Rosendo, que continuaba mirando impertérrito a Fernando Casamunt. El caballo de éste giró sobre sus cuartos traseros y salió de nuevo hacia la colonia. Sus dos acompañantes hicieron lo mismo y salieron tras él. Sentían, seguramente, los amenazadores ojos de Rosendo Roca clavados en sus espaldas.