Aquella mañana de domingo de verano, Rosendo y Ana se hallaban caminando con paso tranquilo por la pasarela que recorría a cierta altura el perímetro de la fábrica. Hacía ya más de un mes del desvanecimiento de Ana, y al fin ahora, y sólo porque al doctor le había parecido, ante los ruegos denodados de ella, convenientemente beneficioso no para su salud, sino para su ánimo, consideraron oportuno que ella realizara una visita comentada por el recinto. El acceso a las instalaciones, con sus altos techos y todas aquellas máquinas, unido al recuerdo de la frenética actividad que había hecho posible todo aquello, convertían el paseo en una experiencia única. Incluso la voz se escuchaba envuelta en una sonoridad especial:
—Es increíble que entren todas esas balas de algodón y salga tejido… —dijo Ana colgada del brazo de su marido.
—No es tan increíble cuando conoces bien el proceso. Nada de magia, cariño, sólo ingenio y maquinaria —respondió Rosendo.
—Pues cuéntamelo —repuso ella animosa.
—¿Todo? ¿Estás segura? —le dijo sorprendido. El aspecto de Ana no era nada saludable.
—Sí, todo —le pidió ella con voz jadeante señalando las montañas de algodón y las máquinas ahora paradas.
—Voy a parecer Stockhaus…
Mientras caminaban por el pasillo elevado, Rosendo se dispuso aexplicarle las diferentes fases de la producción. Desde esa privilegiada posición podían observar todo el engranaje.
—Este primer aparato es para la apertura del algodón —le dijo forzando la voz y mostrando una máquina formada por un circuito de varios pasos de longitud.
—¿Y qué hace? —le preguntó Ana curiosa.
—Abre los mechones de algodón y les extrae todas las impurezas, como las semillas, las hojas… Después los pasa por una cinta transportadora hasta que llegan al batán.
—¿Batán? —le preguntó ella.
—Sí. Es la máquina aquella con las dos grandes ruedas. Le da golpes fuertes para esponjarlo y el resultado es ese velo enrollado.
—No parece esponjoso como el algodón original —arguyó Ana.
Rosendo le apretó la mano y continuó guiándola por el trayecto.
—La siguiente fase es la de la carda —dijo señalando un rulo gigante repleto de algodón—. Aquello de atrás —añadió haciendo referencia al velo enrollado— pasa entre esos dos cilindros hasta que queda depositado en el tambor. Luego sigue entre los listones recubiertos de púas, que lo desenredan hasta que sale una especie de mecha.
Ana asentía con la respiración algo agitada.
—¿Quieres que paremos? —le preguntó Rosendo preocupado.
—No, no quiero verlo todo…
—Está bien. Mira, aquí empieza el proceso de hilatura.
Ana pudo ver cómo la mecha resultante de la carda se introducía en otro artilugio. Al contemplar todas las máquinas paradas en un momento concreto, Ana pensó que el tiempo se había detenido. Su optimismo le hacía pensar que el avance de su enfermedad, también.
—¿Cómo se llama ésta?
—Manuar.
Ana continuó observando cómo las fibras se estiraban, peinaban y orientaban repetidamente hasta que se obtenía una cinta regular.
—¿Y éstas?
—Son mecheras. Van estirando la cinta hasta transformarla en una mecha más fina. La torsión proporciona resistencia al producto para la manipulación posterior.
Ana movía afirmativamente la cabeza con los ojos vidriosos por lo que en mi primer momento tomó por emoción y más tarde descubriría que se trataba, para su desconsuelo, de fiebre. Imaginaba la frenética actividad de los días laborables: el constante movimiento rotativo de las máquinas y el ir y venir de los empleados que las mantenían en funcionamiento.
—Ésta es la continua. La mecha pasa por esos cilindros que la estiran y la hacen más fina, también le dan más torsión y siguen aumentando la resistencia hasta que se obtiene el hilo que todos conocemos…
Ana empezó a emitir una tos seca y ahogadora y Rosendo paró de hablar. Cuando cesó el ataque, Ana le dijo:
—Continúa.
—Ya conoces casi todo el proceso, podemos irnos ya a casa —contestó él.
—Cuanto antes continúes, antes acabaremos.
Tras un suspiro y una mirada hacia el techo, Rosendo prosiguió con su explicación abreviándola lo más posible. Señalaba con su dedo como si de un arma se tratara:
—El hilo se enrolla en husos. Después, allí, se ordenan los múltiples hilos que configurarán la parte longitudinal del tejido final y se vuelven a enrollar en el enjulio formando lo que llaman urdimbre.
—Vaya, parece que está todo muy bien pensado…
Rosendo le sonrió y, cogiéndola suavemente del brazo, la ayudó a atravesar la pequeña puerta que separaba las dos naves contiguas.
—Pero ése no es el producto final. —Ana miró a Rosendo con sus grandes ojos.
—No, el producto final se obtiene aquí —dijo Rosendo y cerró la puerta.
Al volverse, Ana no pudo reprimir una exclamación. Un sinfín de máquinas idénticas ocupaban el inmenso espacio. El ambiente olía a aceite lubricante. Los armatostes parecían un ejército en formación. Rosendo esperó unos instantes; él también se había quedado impresionado por el silencio y la inmensidad de la sala. Conocer la mecánica había llevado sus pensamientos a una abstracción a la que no estaba acostumbrado. Ana parecía experimentar ahora ese mismo limbo etéreo. Continuaron el paseo y entonces Rosendo volvió a su explicación:
—Éstos son los telares de garrote.
—De lo que somos capaces las personas —reflexionó Ana, confirmando el juicio de su marido.
Rosendo le acarició la mejilla.
Aquí se transforma el hilo de la nave anterior en tejido. En el tisaje, los hilos longitudinales enrollados en el enjulio se entrelazan con pasadas de hilo transversal.
—¿Y esas piezas que sobresalen de las máquinas?
—Son las lanzaderas, las piezas que hacen pasar el hilo transversal entre los hilos longitudinales. Se mueven con gran violencia y causan un ruido insoportable. Las operarías llevan algodón embutido en los oídos para amortiguar las vibraciones sobre los tímpanos.
—¿Operarías dices? —Ana se volvió hacia Rosendo.
—Sí, a diferencia de la sala anterior, la mayoría de las personas que trabajan aquí son mujeres.
Siguieron caminando. En un momento del recorrido, Ana reposó sus brazos sobre la barandilla e inclinó su cuerpo hacia adelante.
—Hacen el trabajo de muchas personas, pero tampoco podrían hacerlo sin ellas, ¿verdad? —La tos volvió a interrumpir las palabras de Ana. Ante la preocupación de su marido, ella le hizo un gesto dándole a entender que respondiera a su pregunta.
—Sí, así es —dijo él—. Los trabajadores son importantes en la fábrica, ellos vigilan que las máquinas no se atasquen, pasan los… Ana, Ana, ¿qué tienes?…
La tos no cesaba. De repente, los ojos de Ana se entornaron y sus piernas comenzaron a doblarse. Rosendo consiguió cogerla antes de que cayera al suelo. El minero la levantó en brazos y se la llevó rápidamente al exterior de la fábrica. En la calle central los esperaba el coche de caballos.
—Rápido, a casa —ordenó al mayoral.
Severino Font se había encerrado en el interior del dormitorio de Ana, donde seguía la angustiosa expectoración. Rosendo esperaba en la puerta a que el joven facultativo le informara. La puerta se abrió y el médico apareció con el rostro ensombrecido. Rosendo escuchó atento las últimas noticias.
—La tuberculosis sigue avanzando —anunció Severino guardando el tubo de madera con un biauricular que le había permitido auscultar a la paciente.
Rosendo reconocía ese aparato y su visión jamás había coincidido con buenas noticias…
—Señor Roca, hay cosas que podemos hacer por ella. Su mujer es fuerte y conseguirá plantarle cara.
El doctor miraba al minero con sus ojos azules, tratando de proporcionarle esperanza. Se estaban haciendo avances en la cura de la enfermedad. Hacía poco que se sabía en qué consistía y eso indicaba siempre el inicio del remedio.
—¿Qué hay que hacer?
Severino inició un listado de acciones que Rosendo debía tener en cuenta para mejorar el estado de su esposa:
—Debe cuidar su alimentación, respirar aire puro y reposar mucho.
—Entiendo —asintió Rosendo—. ¿Qué más?
—Le vendría bien una época de descanso en algún balneario…
—Está bien.
—Es importante, señor Roca, que a pesar de lo que ella insista, la obligue a hacer reposo. Acondicione, por ejemplo, una estancia para que pueda ver el exterior desde una butaca y pueda mantenerse así distraída, pero que no salga tanto como lo ha estado haciendo hasta ahora. ¿Entendido?
—Pero Ana es algo tozuda, ya lo sabe…
—Tendrá que aceptarlo. No le he dado consejos, señor Roca, eran prescripciones. Cuanto más se cuide su mujer, más posibilidades tendrá de curarse.
18 de septiembre de 1860
Henry ha escrito. Nos felicita por la construcción de la fábrica y nos desea todo tipo de parabienes. Está tan ajeno a todo lo que pasa aquí que le envidio. Envidio sobre todo su capacidad para abstraerse de las preocupaciones y disfrutar con pequeños placeres. Le echo tanto de menos. No he tenido valor para comunicarle el estado de Ana. No quiero preocuparlo, debe ser feliz, allá.
Pero necesito decirlo, aunque sea en este diario. Ana está enferma. Está débil, aunque sigue sonriendo. Me gustaría tener la mitad de su fortaleza. Seguimos las indicaciones de Severino Font y en la sala de arriba hemos abierto grandes ventanales que miran hacia el río. Se ve la hilera de árboles que lo sigue y las montañas al fondo. Por las mañanas él sol entra a raudales. Creo que el mirador aliviará el invierno de Ana. Va a ser duro.
Jamás recé a ningún Dios. Y ahora no ceso de repetir todas las oraciones que madre me enseñó hace ya tantos años. No quiero dejar de probar ningún remedio. La voluntad nunca ha faltado en esta casa. Seguro que superaremos este momento.