Roberto Roca caminaba siguiendo muy de cerca a Ernesto Stockhaus. Éste iba dando múltiples indicaciones que todos intentaban observar. La prolijidad verbal de Ernesto Stockhaus era una bendición y un castigo. Atendía cada uno de los innumerables problemas que se le presentaban y soltaba sus soluciones como si todo el que le escuchaba hubiese asistido al proceso de creación de esa esquirla de pensamiento. Sólo Roberto era capaz de anotar mentalmente cada una de esas ideas para considerarlas más adelante. Aquel hombre era capaz de pensar en una infinidad de cosas a la vez y de revelarlas todas como ensartadas a un hilo continuo. El leve rastro de acento alemán proporcionaba a su hablar una sonoridad de papel arrugado.
—A ver, señores, esto tiene que estar más compactado, más junto, más prieto, que no haya poros entremedio. ¡Eh, tú, el de la masa!, más deprisa que se seca. Roberto, recuérdame que luego pasemos por la fragua porque necesito más plomadas. O mejor, ve tú y me dices cómo van. Si tienen alguna acabada me la acercas, que les voy a enseñar a utilizarla a esos gañanes de la nave de la entrada que me traen por la calle de la amargura. ¡No quiero que esas paredes fallen ni una pizca! Mira, el maestro de obras. ¡Eh, tú, maestro de obras! —gritó el ingeniero desviando la cabeza—, ¡a ti quería verte yo! Una cosa, creo que deberías…
Y poniéndose a la par de Jubal, empezaron a caminar juntos mientras el profesor continuaba con las instrucciones. Variaba ahora el destinatario, pero no la profusión de las mismas.
—Me llamo Jubal.
Su voz sonó como un susurro.
—… deberías controlar el trabajo en estas paredes maestras y además tener preparada una cuadrilla para cuando empecemos la construcción de la sala de máquinas. Maestro de obras, creo que…
—Me llamo Jubal. —La voz sonó un poco más fuerte esta vez, interrumpiendo el desbordante discurso.
—¿Perdona? No te he oído. ¿Decías algo? —Stockhaus hacía como que se colocaba la mano alrededor de su oreja y se agachaba para acercar su oído a la boca de Jubal.
—¡Que me llamo Jubal Fontana y estoy harto de que me llame «maestro de obras» y se dirija a mí como un vulgar aprendiz con el que no comparte usted sus ideas! ¿Cómo quiere que haga mi trabajo si no me informa del proyecto en su entera envergadura? —dijo Jubal en un arranque de furia.
Tras sus palabras, los que estaban alrededor se volvieron atraídos. Esperaban la previsible explosión del supuesto mal carácter de Ernesto Stockhaus. Después de unos instantes que parecieron eternos, el ingeniero lo cogió por los hombros con fuerza y empezó a agitarlo:
—¡Bravo, señor Fontana, bravo! Ya pensaba que no tenía usted sangre en las venas. Verá cómo usted y yo haremos buenas migas. Necesito de cada uno lo mejor para tirar adelante este proyecto faraónico y no puede ser que nos andemos con timideces y tonterías. Si alguna de mis ideas le parece estrafalaria, la discutimos. Yo le mando a paseo, usted me grita que no tengo ni idea y ya verá cómo, poco a poco, nos acercamos a la perfección. Porque no sé si sabe usted que la perfección es imposible. Ya Kant, un ilustre compatriota de mi padre, diferenció entre la idea y su concreción, y creo que usted y yo podremos un día…
La voz de Ernesto Stockhaus se convirtió de nuevo en una inagotable avalancha de palabras. Jubal tomó aire y, engarzado como la disertación, se dejó llevar por el brazo del locuaz arquitecto e ingeniero.
Roberto presenció la escena anclado en mitad del polvoriento camino. Ajeno a la intensa actividad, sabía que debía partir pero todavía estaba afectado por la conversación. Muchas veces le pasaba: se quedaba pensativo hasta que se daba cuenta de que en el eterno diálogo del profesor iba entreverada una orden. Recordó entonces que debía ir a por las plomadas y arrancó a caminar con paso decidido hacia la fragua.
El paisaje de las obras era el de un hormiguero en plena ebullición. Una frenética actividad cubría todos los lugares donde se posaba la vista. En la entrada sur, los trabajadores descargaban los pesados ladrillos macizos que provenían de diferentes zonas: de Navas, de Manresa, de Terrassa, de Sabadell. Las maderas y el resto de los materiales también se iban apilando. Con la misma celeridad con que sus portadores los depositaban en el suelo, desaparecían en busca del lugar donde debían ser colocados en la magna construcción. Más allá, al resguardo de una de las paredes maestras ya levantadas, una procesión de mujeres aventaba unas fogatas mientras otras depositaban alimentos en las grandes ollas donde hacían la comida de los obreros. El borboteo del caldo difundía en volutas de humo el cálido aroma del estofado de cordero con patatas que la cohorte de cocineras se afanaba en concluir antes del mediodía. Cerca del río, muchachos prácticamente imberbes portaban los cubos llenos de agua con paso tambaleante. Los compañeros con los que se cruzaban llevaban los suyos vacíos y se dirigían, ligeros y alegres, a llenarlos. Entre gritos y risas, chacotas y escarnios, los últimos sabían que, a la vuelta, el turno de burla sería de los otros.
Desde que habían iniciado la construcción de la colonia, algunos de los mineros habían sido relevados de sus obligaciones bajo tierra para trabajar allí. La mayoría lo hicieron de buen grado, puesto que se les ofrecía la posibilidad de aplicarse al aire libre. El criterio que se siguió fue el de antigüedad; los más antiguos fueron los destinados a abandonar la mina. Roberto había pensado en el trabajo de la mina como en una especie de servicio obligatorio para entrar a trabajar en la fábrica, pero estaba claro que la plantilla de uno y otro lugar sería muy desigual y pronto no habría suficiente con todos los trabajadores de la mina para cumplir con el trabajo de la fábrica. En cualquier caso, la situación se daría una vez terminada la construcción y para eso todavía faltaba mucho. Por lo menos hasta entrado el verano, según indicaban todas las previsiones.
En el camino hacia la fragua, Roberto vio cómo su padre bajaba de casa acompañado de un hombre oscuro y pequeño. Al ver a los dos andando juntos, se le antojaron de diferente especie, destacando ambos en el contraste: uno, grande y robusto; el otro, pequeño y moreno, doblado sobre sí mismo. El insólito individuo tenía el cráneo irregular surcado de encrespados cabellos, unos negros y otros canosos, que le poblaban la cabeza a duras penas y dejaban entrever el cuero cabelludo. Iba ataviado con un largo abrigo de lana fina, de color oscuro, que apenas dejaba asomar las manos ganchudas. Los pies enfundados en unos brillantes zapatos negros. Roberto saludó a su padre desde la lejanía y siguió su camino a la fragua extrañado por una presencia ajena en aquella remota región.
—Mire, desde aquí se puede apreciar una buena vista de lo que será la futura colonia —decía Rosendo mientras caminaba hacia el extremo más occidental del Cerro Pelado, donde la colina cambiaba su vertiente. No era una montaña escarpada pero la pendiente permitía una vista general sobre el cauce frondoso del Llobregat—. Allí, en aquel remanso, desviaremos el cauce —continuó la explicación señalando al río—, el canal discurrirá cerca de las casas hasta llegar a las naves de producción. No quiero abrumarle con los enojosos detalles del proceso de manufactura. Aunque si tiene interés puedo hacer que venga Roberto, mi hijo menor. Es el hombre que acabo de saludar —indicó Rosendo con orgullo, señalando hacia atrás con el pulgar.
—No hace falta. No se preocupe. Veo que lo tiene todo pensado. Hasta el último detalle —dijo el hombrecillo.
—Lo más importante es la fecha de inicio de la producción y ésa la tenemos prevista. La inauguración de la fábrica está pensada, en principio, para el día quince de agosto. Tenemos como responsable a un ingeniero un tanto puntilloso con los plazos que nos asegura el día exacto. Tenemos también apalabrada la venta de lo que manufacturemos hasta el final del próximo año. Le puedo mostrar la lista de interesados. —E inició el movimiento de ir hacia la casa.
—Tranquilo, señor Roca. Hay tiempo para todo. Cuando decido emprender un negocio me lo tomo muy en serio y lo examino con calma. Como comprenderá, no puedo dejar a la buena voluntad de los deudores la seguridad del empréstito —dijo el hombre enarcando las cejas. Al hacerlo, la comisura de sus labios subió y se contrajo en una sonrisa helada. Su aspecto era tan cabal que cada gesto parecía engranarse en un mecanismo perfecto.
—Le agradezco su franqueza, señor Estern —dijo Rosendo sinceramente.
—No me la agradezca. En Rotterdam aprendí a comportarme así y cuando llegamos al Cali de Girona nos trajimos nuestra manera de hacer. En cuanto Pantenus me habló de usted y de su iniciativa, me informé. Ha levantado una mina con sus propias manos —se admiró el hombre.
—No lo he hecho solo —dijo Rosendo con humildad.
—Me lo imagino, porque nadie es capaz de trabajar solo. La virtud estriba en saber rodearse de las personas adecuadas y usted tiene ese don, señor Roca.
—Me tiene usted demasiada consideración, señor Estern —respondió Rosendo con una leve sonrisa.
—No se equivoque, señor Roca —replicó el hombrecillo—, yo cobro siempre las deudas comprometidas, cueste lo que cueste. Sé que con usted las cosas irán bien, somos hombres de palabra y su negocio tiene buenas perspectivas.
La declaración de Estern no dejaba de representar una amenaza, aunque no hubiese sido formulada como tal. Por el pensamiento de Rosendo pasó una pregunta como un espadazo en el agua: ¿a qué se refería con ese «cueste lo que cueste»?
—Cumpliremos —articuló Rosendo, que trataba de quitarse de encima los funestos pensamientos.
—No tengo la menor duda. Además, con esos Casamunt usted se está asegurando la victoria, ¿verdad? —preguntó Efrén Estern, con un brillo en sus diminutos ojos.
—Bueno, si las cosas salen mal, la maquinaria será nuestra y con su venta le podríamos devolver una parte importante del préstamo —respondió Rosendo.
—Todos confiamos en el éxito de su empresa —resolvió Estern.
—Y yo les agradezco el apoyo a usted y a su comunidad.
Los dos hombres volvieron caminando hacia la casa. Ana, en la puerta, lucía un precioso vestido de lino blanco que concordaba con su mirada serena y con la deliciosa sencillez de su carácter.
—Esta tarde mi otro hijo varón nos explicará los pormenores del negocio, los contratos y las posibles expectativas de futuro —añadió Rosendo.
—Me encantará oírlo, señor Roca —concluyó Efrén Estern.
A un lado de las naves todavía en construcción se había descartado construir nada más. El terreno más cercano al río era susceptible de inundaciones durante algunas crecidas excepcionales originadas por el deshielo o las tormentas de septiembre. Sin embargo, de manera provisional, se optó por establecer allí los barracones para albergar a algunos de los recién llegados. La noticia había traspasado los límites del valle y gentes de diferente condición se agolpaban en busca de un trabajo estable.
Familias enteras con sus cachivaches se arracimaban en estricto orden de llegada frente a la puerta de acceso a los barracones. Allí, en una mesa, Héctor y Rosendo Xic se ocupaban de recibir y elegir a los candidatos. Empezaron abrumados por la cantidad de público. Entre la fila se rumoreaba que incluso darían educación a sus hijos. Por explícitas órdenes de Rosendo, la mayoría de los contratados eran familias. Sus integrantes solían ser más responsables, ya que no sólo estaba en juego su futuro, sino también el de sus pequeños. Además, todos aportarían su granito de arena en la construcción: las mujeres y los niños podrían realizar ciertas labores y también, una vez acabada la etapa de edificación, formar parte de la plantilla. En Can Seixanta y en New Lanark habían visto que muchas mujeres desarrollaban su trabajo a la par de los hombres.
Entre la ansiosa fila, un hombre solo, de mirada esquiva, esperaba su turno. Cuando se despejó la gente que tenía delante y accedió a la mesa, su mirada se relajó. Una sonrisa amplia enseñó unos dientes tan amarillentos y sucios como la ropa que vestía. Ésa no era sin embargo la característica que más destacaba en su faz. En el pómulo, justo debajo de la sien, una fina cicatriz ascendía vertical hasta debajo del ojo, como una lágrima. Sobre ella, ampliando la herida, un ojo velado por una tela blanca le daba una apariencia más siniestra que si lo hubiese perdido. Los demás lo miraban con cierto fastidio. Estaba claro, según los indicios, que no iba a ser contratado y, sin embargo, se había mantenido impasible esperando su turno. Ahora incluso se disponía a presentar su petición.
—Siguiente. A ver, ¿nombre? —dijo Héctor sin mirar a quién se dirigía.
—Buenas tardes. Soy Diego Bonilla, servidor de ustedes —dijo el hombre haciendo una declaración de intenciones.
Ante ellos, el individuo de tez clara y pelo anaranjado, con barba de varios días y cara surcada por dos profundas arrugas, los miraba con su único ojo útil. Rosendo Xic y Héctor se buscaron la mirada, en un intento por adivinar lo que pensaba el otro.
—Espero que no se dejen intimidar por este ojo mío… —dijo Diego Bonilla con una sonrisa seca.
—No, no —negaron ambos al unísono.
Continuó Rosendo Xic:
—¿Tiene usted experiencia en el textil?
—Por eso estoy aquí. Entré con catorce años a trabajar en la empresa de los hermanos Rives, en Sabadell. Mis padres emigraron allí desde su pequeño pueblo del Pirineo. Pasé por varias secciones y llegué a ser encargado, pero la fábrica fue quemada por unos que se hacían llamar ludistas, aunque yo creo más bien que eran unos malnacidos. Así perdí mi trabajo y he deambulado desde entonces en busca de otro. Hasta que oí que aguas arriba del Llobregat estaban construyendo una gran fábrica y decidí venir y probar suerte.
Un breve silencio siguió a la explicación del extraño individuo Rosendo Xic parecía reflexionar sobre el asunto. Se oyó la voz de Héctor tratando de acelerar la situación. Todavía había mucha gente en la fila y a la jornada apenas le quedaban un par de horas. No podían bajar el ritmo de contrataciones.
—Hazte a un lado y espera hasta que acabemos, tendremos tu caso en consideración y te comunicaremos lo que decidamos —dijo Héctor. Tenían expresas indicaciones de Rosendo de contratar a familias numerosas. Aunque la frase había sonado como una conclusión, se produjo un breve cuchicheo y Héctor acabó levantando los hombros en señal de resignación.
—Creo que ya lo hemos decidido —dijo Rosendo Xic aguantando la mirada del aspirante—. ¿Estás dispuesto a trabajar de momento en la construcción de la fábrica?
—Sí. No me importa el trabajo duro —afirmó Diego Bonilla con seguridad.
—Está bien. Pasa. Dentro encontrarás otra mesa como ésta donde apuntarán tu nombre y te asignarán un lugar donde dormir. Bienvenido —concluyó el joven Rosendo.
Mientras el individuo se alejaba con su petate al hombro, Héctor, intranquilo, se acercó nuevamente al oído de Rosendo Xic:
—Las indicaciones de tu padre fueron claras respecto a lo de la familia y, además, no veo por qué tenemos que contratar a un tullido para el trabajo.
—¿Has disparado alguna vez con un arma? —preguntó sorpresivo Rosendo Xic.
—¿A qué viene esto? Sí he disparado, hace ya algunos años, cuando una banda de asesinos a sueldo, todos suponemos que contratados por…
—Ya he oído la historia —lo interrumpió Rosendo Xic—. ¿Y a que guiñas un ojo para disparar? Quiero decir que con un solo ojo también se ve, a veces incluso mejor que con dos, que sea tuerto no me preocupa en absoluto. Necesitamos a hombres con experiencia, Héctor. Las indicaciones de mi padre son generales y está claro que debemos seguirlas pero se pueden adaptar en casos como éste. Además, ya has visto por qué perdió su trabajo. Seguro que tenemos un aliado entre los trabajadores en caso de conflicto.
—Bueno, pero nada nos asegura que todo eso sea verdad, ¿no crees? —dudó Héctor.
—Tenemos varios meses, hasta que la fábrica esté construida, para ver si nos equivocamos o no —le concedió Rosendo Xic.
—De acuerdo, aunque no me fio. Parece que esconda algo tras ese ojo muerto.