Jubal Fontana miraba hacia el final del camino y se mordía el labio inferior. La diligencia que estaba esperando llevaba ya un considerable retraso, demasiado incluso para lo que era habitual en Runera. Tenía la responsabilidad de llevar al invitado a la casa de Rosendo y temía que llegara demasiado cansado, enfadado o molesto. Se trataba de alguien con unas referencias extraordinarias. Para los Roca, y por supuesto también para Jubal, era un lujo que se hubiera desplazado hasta allí Ernesto Stockhaus: ingeniero, arquitecto, matemático, químico y quién sabe cuántas cosas más.
Por otra parte, la persona de contacto le advirtió que era un tanto «peculiar» en el trato. Le insinuó que si por cualquier motivo el profesor se sentía contrariado, era capaz de dejar plantado hasta al mismo Papa de Roma. Era, pues, lógica la preocupación de Jubal por ese absurdo retraso.
El ruido de los cascos lo alejó de sus pensamientos. Ahí estaba el transporte de línea, una vetusta diligencia pintada de amarillo. Varias personas se arremolinaron frente a la fonda donde tenía parada obligatoria. En cuanto llegó, la gente le preguntó al conductor a qué se debía tanta demora, y él contestó que a una carretera cortada por un corrimiento de tierras.
Los pasajeros empezaron a bajar de la diligencia y Jubal estiraba el cuello para ver si reconocía de alguna manera a Stockhaus. Un hombre calvo, rechoncho y bien vestido descendió visiblemente molesto, limpiándose el polvo de la chaqueta con manotazos enérgicos. Por un momento, el maestro de obras pensó que ése debía ser el ingeniero.
—¡Un día perdido! ¡Un día perdido! —refunfuñaba.
Pero la mirada de Jubal se fijó entonces en otro hombre. De estatura media y delgado como un junco, llevaba el pelo castaño un tanto revuelto. La levita y el sombrero negros hacían juego con el maletín oscuro. Bajo el otro brazo tenía una carpeta de cartón y del bolsillo de su levita asomaban unas lentes. Jubal se acercó y le preguntó:
—Disculpe, ¿es usted Ernesto Stockhaus?
El hombre entrecerró los párpados y fijó su mirada en Jubal, acercándose a su rostro un poco más de lo normal.
—Efectivamente, ése es mi nombre. ¿Es usted quien debe llevarme hasta Rosendo Roca? Me figuro que así es, porque no creo que todo el pueblo sepa de mi llegada y me hayan preparado un recibimiento, ¿verdad? Ayúdeme si es tan amable. —Le dejó el pesado maletín—. Por cierto, no me ha dicho su nombre. ¿Hacia dónde tengo que dirigirme? ¿Hacia allí? ¿Ese coche de caballos es suyo? Bien, parece más cómodo que la diligencia. Ha sido un viaje horrible. No parábamos de dar saltos. Creo que a estas alturas mi estómago y mi cerebro se han hecho íntimos amigos. Y luego la carretera cortada… ¡Por favor! Tuve que bajarme para ayudar al cochero, porque se puso a apartar las piedras con una parsimonia digna de un caracol. Si hubiese sido por él creo que hubiéramos llegado quizá la semana que viene.
Jubal no pudo abrir la boca, pero respiró aliviado: pese a todo, no parecía de mal humor.
En cuanto Jubal y el profesor llegaron a la casa de Rosendo, fueron recibidos por Ana. Ernesto Stockhaus se mostró efusivamente caballeroso con la esposa de Rosendo, quien arqueó las cejas divertida ante tanta galantería. Jubal tomó asiento, no así Stockhaus, que se paseó en silencio con las manos enlazadas a la espalda. Al poco apareció Rosendo Roca. Se dirigió hacia su invitado ofreciéndole la mano.
—¡Por fin lo conozco en persona! —dijo el profesor—. Quizá no es usted consciente, pero su nombre empieza a oírse por los círculos industriales. Y ahora que me ha contratado, más que se oirá. Bien, he traído ya planos y esbozos de lo que me pidió por carta. Están aquí. —Cogió la carpeta que descansaba en una silla—. ¿Dónde los podemos ver? Esta mesa servirá. Ayúdeme, caballero —se dirigió a Jubal—, por cierto, ¿cómo dijo que se llamaba? Déjela aquí, eso es. ¿Puede acercar esa lámpara? Perfecto, así veremos mejor. Aproxímese, señor Roca. Veamos…
En ese momento entraron Rosendo Xic y Roberto. Estaban deseosos de conocer a quien había despertado tantas expectativas. Rosendo realizó las presentaciones:
—Son mis hijos, éste es Rosendo Xic, y éste, Roberto. El señor Stockhaus va a mostrarnos sus esbozos para el diseño de la fábrica.
Los dos jóvenes mostraron su entusiasmo y clavaron sus miradas en los planos extendidos sobre la gran mesa.
Durante un buen rato, Stockhaus estuvo explicando los bocetos que había diseñado, el espacio requerido para las instalaciones, la capacidad de ampliación, los costes aproximados de las sucesivas fases y el tiempo necesario para tener la fábrica operativa. Roberto escuchaba embelesado. En cierta medida, se había formado como ingeniero y siempre había ansiado ser uno de ellos. Ahora contemplaba a uno de los mejores en plena efervescencia. Seguramente él era el único que lo entendía todo, y a la vez, quien más valoraba la inteligencia intuitiva y calculadora de Stockhaus. Su capacidad para evaluar posibles problemas era también admirable: en cada pregunta el profesor denotaba un conocimiento exhaustivo del proyecto y una decidida voluntad de mejorarlo. La idea seguía concretándose y adaptándose.
—Todo esto, señor Roca, como ya le indiqué por correo al señor Miral, son esbozos que deben ser desarrollados a conciencia y en detalle. Me comentó en la carta que tenía pendiente asegurar los terrenos, ¿es así?
—Espero resolver el asunto mañana.
—¡Ah! ¡Perfecto! En tal caso y si no es molestia, me quedaré un par de días más. Me gustaría estudiar el lugar donde se va a instalar todo el equipamiento. Me dijo que habría un maestro de obras que me ayudará, ¿no es cierto? —Rosendo señaló a Jubal, que estaba al otro lado de Stockhaus—. ¿Es usted? Bien, bien, mucho gusto, señor… Me da la impresión de que está un poco abrumado, ¿le preocupan las dimensiones del proyecto? No se apure, ¡todo es cuestión de números! Y de ingenio e inventiva, claro está. ¡La cantidad de gente que cree que eso se puede sustituir por dinero! Si ustedes vieran… ¿Y qué es un hombre sin inventiva? ¡Un vegetal! No, no. Prefiero algo menos de dinero y algo más de emoción. Y su idea y su proyecto, señor Roca, me interesan.
Guardó inusitadamente silencio durante unos instantes mientras se llevaba la mano al pecho. Roberto sonrió levemente. El profesor volvió en sí al segundo.
—Dejo los planos aquí, confío en que estarán a buen recaudo. Hoy estoy agotado y debo descansar. Llevo cuarenta y ocho horas sin dormir y ése es mi límite. Antes de que me quede dormido de pie, mejor me retiro. ¿Dónde se encuentra mi habitación? ¿Usted me acompaña? Muy amable. Tiene unos hijos muy atentos, señor Roca. Adiós, caballeros. Y usted no sea tan tímido, hombre, a ver si mañana se anima y me informa de su nombre. ¡Buenas noches a todos!
Stockhaus salió de la sala acompañado de Rosendo Xic, quien llevaba con esfuerzo el maletín negro. En cuanto cerró la puerta, Roberto exclamó:
—¡Vaya! Un tipo realmente curioso, ¿verdad?
Rosendo asintió:
—Sí, me gusta. ¿Y a ti, Jubal?
Jubal pestañeó durante unos instantes.
—He de confesar que estoy un poco aturdido… ¡Menudo torbellino! Pero bueno, ya me habían avisado de que era un tanto… peculiar…
Rosendo articuló una leve sonrisa mientras Roberto rompía a reír. Finalmente, se acabó añadiendo Jubal.
Rosendo bajó del caballo en mitad del patio interior. Tras varios años encargándoselo a otros, acudía de nuevo a realizar en persona el pago anual a los Casamunt. Sin esperar a ser anunciado, atravesó el zaguán y se encontró con Álvaro, que le tendió amablemente la mano.
—Buenos días, señor Roca. Sea bienvenido a nuestro hogar —dijo. Rosendo notó cómo el joven imprimía energía a su saludo. Éste continuó—: Espero que todos en su casa estén bien. Sepa que para mí es un honor recibirlo. Mi padre y mi tía están esperándolo en su despacho. Si es tan amable, me gustaría acompañarlo.
Rosendo miraba con cierta suspicacia al hijo de Fernando. No lo podía evitar después de tantos años de decepciones con los Casamunt. Aun así le impresionó la serenidad y la afabilidad con la que se conducía Álvaro. En cierta medida, Rosendo no podía evitar confiar en el criterio de su hija. Si se sentía atraída por ese joven, tendría sus buenos motivos. Mientras que avanzaba por el interior del caserón, intentó apartar esos pensamientos y se concentró en el asunto que lo había llevado allí. De lo que consiguiera dependía su futuro. Y el de mucha gente.
Fernando estaba sentado en la butaca tras la mesa del escritorio y Helena, que lo acompañaba, en una silla cercana a la pared, a cierta distancia de su hermano. Rosendo saludó con corrección a los dos Casamunt y se sentó frente a la mesa sin esperar a ser invitado. Álvaro abandonó el despacho y cerró la puerta suavemente.
Rosendo sacó el dinero correspondiente al diez por ciento de sus beneficios y los libros de contabilidad. Por un momento, Rosendo pensó que el ahora patriarca de los Casamunt no se iba a molestar en comprobar las cifras. Sin embargo, Fernando se incorporó de inmediato sobre su asiento y procedió a consultar la contabilidad de forma minuciosa, sin mediar palabra. Rosendo esperó paciente, notando la mirada de Helena en la nuca.
—Es correcto —dijo finalmente el señor—. ¿Y el canon?
Rosendo dejó la bolsa de cuero sobre la mesa. Fernando la abrió y fue contando una a una las monedas de oro.
—Bien. Está todo, otro año saldado. ¿Algo más? —preguntó Fernando recordando el aviso de don Roque. Esperaba que Rosendo le hiciera alguna propuesta. Si creía que le iba a rebajar algo para el año siguiente, iba listo, pensó ufano.
—Sí.
Extrajo del interior de su chaqueta unas hojas que desdobló sobre la mesa. Fernando lo miró con cierta aprensión.
—¿Qué es eso? —preguntó serio.
—Una propuesta de negocio.
El patriarca de los Casamunt se volvió a relajar sobre la butaca. El ruido de su ropa al resbalar por el cuero sonó nítido.
—Quisiera arrendarte las tierras cercanas al río, aguas arriba de Runera. Estoy dispuesto a pagarte el canon enfitéutico y el porcentaje que cobrabas por esos terrenos de cultivo.
Fernando no entendió. Sorprendido por el interés de Rosendo, sólo acertó a preguntar:
—¿Por qué te interesan esas tierras, campesino?
—Eso es cosa mía. Yo sólo te pido las tierras y te pagaré puntualmente. Soy cumplidor. Lo has podido comprobar en todos estos años. —Y tras un silencio añadió—: Si te parece bien ésta es la propuesta de contrato redactada por un abogado.
Fernando miró a Helena, que permanecía impasible. Ella ya sabía que Rosendo estaba detrás de los abandonos de las tierras, pero Fernando la había ignorado y no había prestado atención a sus advertencias. Con el padre en vida, le habría pedido consejo. Ahora, como cabeza de familia, no se dignaba preguntar. Ante la falta de respuesta de su hermana, Fernando titubeó:
—No vayas tan rápido… ¿Podrías decirme por qué voy a firmar?
Rosendo tomó aire.
—Porque te aseguro que ganarás más dinero que si las realquilas a campesinos. Porque mientras llegan nuevos inquilinos puede pasar tiempo. Y porque nadie te asegura que esos nuevos arrendatarios vayan a llegar —dijo con tono sombrío—. Por mi parte, te ofrezco dinero contante y sonante.
Fernando comenzó a ponerse nervioso. Las miradas de soslayo a Helena eran frecuentes, pero ésta se mantenía imperturbable. En el fondo parecía disfrutar de ver a su soberbio hermano en la necesidad de negociar. Ante tal encrucijada, Fernando optó por seguir el único modelo que conocía: el paterno.
—En cualquier caso, creo conveniente añadir también una cláusula como en el contrato original, una cantidad final a pagar de aquí a…
Rosendo lo interrumpió:
—De aquí a nada, Fernando. Ya estamos muy mayores para proponer más plazos. La cláusula vigente se mantendrá y será la misma para los dos negocios. Si no pago al final, los Casamunt os quedaréis con todo.
En la mente de Fernando reinaba una sensación de acorralamiento. La posibilidad de que aquellas tierras no dieran rendimiento alguno le había hecho padecer. Rosendo parecía estar detrás de los abandonos de los labradores y su previsión podría ser una especie de amenaza: él se aseguraría de que nadie arrendase las tierras, aunque fuese con dinero de su bolsillo.
Pero también pensó que si Rosendo emprendía otro negocio, asumiría más riesgo. Si conseguía tirar adelante, los ingresos que obtendría serían mayores y si fracasaba, todo pasaría a sus manos. En cualquier caso, ¿iban a ser capaces los Roca de invertir más dinero y acumular el millón de reales del último pago? Fernando empezó a sentir que el acuerdo le era favorable y finalmente manifestó:
—Está bien, firmaré.
Helena palideció: su hermano había aceptado las condiciones que le había puesto Rosendo sin cambiar ni una coma. Si necesitaba una prueba de que era débil, ahí la tenía.
Viendo a Rosendo rubricar el contrato, asaltaron a Fernando varias dudas: ¿Por qué Rosendo no buscaba la manera de pagarle menos? ¿Por qué quería unas tierras que le harían aumentar los gastos? ¿Por qué se aventuraba a montar nuevos negocios si la mina le daba lo suficiente para vivir él y su familia?
Cuando Rosendo se incorporó con las copias que le pertenecían, Fernando no pudo reprimirse y le preguntó:
—Faltan veintidós años para que venza el acuerdo. Puedes perderlo todo y dejar a tus hijos sin nada. ¿Por qué te arriesgas?
Rosendo respondió con otra pregunta, sin titubear:
—Hace tiempo que dejé de ser un joven arrogante. ¿Crees que hago las cosas sin pensar en las consecuencias?
Rosendo se dio la vuelta y se encaminó hacia la salida. Al pasar por delante de Helena, ésta apartó la mirada.
Cuando escucharon los cascos del caballo alejarse, Helena se levantó de su silla y salió del despacho. Fernando se volvió a sentar y se quedó solo. Una extraña mezcla de éxito y fracaso se extendía por sus tripas.