A finales del verano de ese mismo año, el pueblo del Cerro Pelado se desperezaba en la madrugada de un día laborable. El sol todavía no relucía en el horizonte y los quinqués que alumbraban los pasos de los mineros simulaban luciérnagas que, revoltosas, anticipaban el inicio de la nueva jornada. Algunos volvían del yacimiento a sus casas para descansar después de doce horas trabajando; otros iniciaban su turno medio adormilados y pensando en el domingo siguiente. Todo parecía seguir su curso, como el río que acompasaba la vida de los habitantes de la aldea.
Rosendo, en cambio, hacía ya algunos días que había recibido una triste noticia que, a pesar de haberlo disgustado, no lo había sorprendido en demasía: su socio, su compañero, su viejo amigo, se marchaba. Henry Gordon y Sira abandonaban el pueblo para trasladarse a Escocia. El viaje a New Lanark había despertado en Henry una melancolía creciente a lo largo del último año. Aquel día de septiembre los dos amigos se despedirían por primera vez en veintisiete años, se dirían adiós dejando atrás media vida compartida.
¿Qué hacer sin él? ¿Cómo seguir sin su alegría y todas esas extravagancias que tanto le desconcertaban al principio? Era mucho más que un socio o un amigo. Era un cómplice. Un hermano. Sí, el hermano mayor, comprensivo y honesto, dispuesto a enseñarle y guiarle, que nunca había tenido.
—Vamos, cariño, Henry y Sira vendrán en un rato para despedirse.
Ana intentaba sacarlo de la cama. No era frecuente en Rosendo permanecer en ella más de lo necesario. Sentada en el lecho, le acariciaba el pelo como a un niño grande.
—Sé que te entristece, pero seguro que volvéis a veros muy pronto —le decía con voz cálida.
—Sí, seguro que sí —respondió él nada convencido.
—Es normal que quiera retirarse, Rosendo. Henry es mayor que tú, aunque nunca nos haya dicho su edad —dijo Ana guiñándole un ojo—. Y ahora quiere disfrutar de su esfuerzo junto a su mujer en su país natal. No es tan extraño. A lo mejor nos sorprenden con algún chiquillo también… —esbozó una sonrisa mientras imaginaba la figura impecable de Henry sosteniendo a un bebé entre sus brazos.
Rosendo inspiró con fuerza antes de pronunciar:
—¿Tú quieres que también yo me retire? —preguntó mirando con sus grandes ojos los de ella.
—Yo quiero que hagas lo que te haga sentir bien. Tú eres más joven. Sólo le doy una explicación a la decisión de Henry.
Rosendo permaneció en silencio. Miró al techo de la habitación. Las cortinas estaban recogidas y la luz comenzaba a penetrar en el cuarto, empalideciendo las facciones del minero.
—¡Venga! Vístete —exclamó Ana mientras le revolvía el pelo—. No es el fin del mundo, Rosendo —dijo, tratando de hacerle olvidar su desasosiego—, te espero en la cocina con un buen desayuno.
Cuando Henry llegó en la calesa acompañado de Sira, Rosendo salió a la entrada de su casa con gesto ceñudo y en silencio. El resto de la familia ya estaba fuera, aguardando a su amigo para despedirse.
—Qué envidia me das, Henry —le decía Roberto, para quien Escocia representaba un recuerdo feliz y valioso.
—Ya verás cómo te encanta, Sira —le decía Ana—. Los chicos cuentan que en Escocia hay trajes increíbles. Si los de Henry te gustan, en Edimburgo te vas a quedar abrumada.
—Henry, ¿y qué vas a hacer allí? ¿Vas a abrir algún negocio? —preguntó Rosendo Xic, curioso.
—¡Uff! ¡Todavía no lo sé! Lo veremos sobre la marcha, ¿verdad, darling? —preguntó a Sira antes de darle un beso en la mejilla.
—Sí, cariño, claro.
Para Sira, aquello también suponía el inicio de una nueva etapa. Su padre, Jep Lluna, había muerto hacía tres meses y sobrellevaba un sentido duelo. No pudo evitar que algunas lágrimas brotasen sobre sus morenas mejillas.
—Oh, sweetheart… —Henry la rodeó tiernamente con sus brazos.
Al verla, Ana y Anita se sumaron enternecidas al abrazo.
—Os vamos a echar mucho de menos… —susurró la mujer del minero secándose las lágrimas con un pañuelo.
Todos se abrazaban y se dedicaban buenos presagios. Rosendo observaba la escena desde el umbral de su casa, callado, sin saber muy bien qué palabras escoger o qué gestos regalar. No se le daban bien las despedidas.
—Rosendo…
Henry se alejó del ruidoso grupo con una mueca triste y se aproximó a su amigo. Se atusó la perilla tratando de encontrar el tono adecuado mientras caminaba con paso vacilante. Al final decidió prescindir de toda retórica y sin decir nada abrió los brazos para estrechar con fuerza a su viejo socio.
En silencio, los dos amigos se abrazaron largo rato con los ojos cerrados.
Cuando se separaron, Henry escondió su rostro tras la manga, la cabeza baja. Se subió a las escaleras de la elegante calesa con cubierta y cochero que habían alquilado y se ajustó su bombín. Habían decidido visitar París aprovechando la ocasión. Con gesto solemne elevó su sombrero y dijo:
—Nos volveremos a ver, amigos. Pronto, muy pronto.
El matrimonio Gordon, ya dispuesto en sus asientos, agitó las manos por fuera de la capota, despidiéndose de los Roca que, uno a uno, fueron entrando poco a poco en la casa. El único que permaneció allí de pie, inmóvil, contemplando cómo se alejaba su hermano fue Rosendo, que no se marchó de allí no ya hasta que la calesa dejó de verse en la lejanía, sino hasta que se apagó la última luz de ese día.
Rosendo Roca permaneció allí sin comer, ni beber, ni hablar con nadie, ni descansar Fue la primera vez en toda su vida que dejó pasar un día laborable en el Cerro Pelado sin ir a trabajar.
El número de casas que componían el Cerro Pelado se había incrementado rápidamente en esos últimos meses. El movimiento en la aldea era constante: nuevos habitantes, nuevas familias, nuevos comercios… En este contexto, no resultaba difícil descubrir casi a diario caras desconocidas.
Helena Casamunt paseaba por las calles de la aldea con curiosidad disimulada. A lo largo de aquella primavera y verano, habían sido demasiados los campesinos que habían ido abandonando las tierras de su familia con excusas. Quizá fuera por instinto o por desconfianza, estaba convencida de que detrás de todas aquellas renuncias se hallaba la figura de Rosendo Roca.
—Estos tomates tienen muy buena pinta, Nieves —dijo Helena. La tendera era de figura redonda y tenía las mejillas sonrosadas. Se rascaba la nariz con la manga de la camisola.
Desde que cambió de actitud, pocos quedaban que viesen con malos ojos la presencia de Helena. Aquélla había sido una labor lenta, difícil y laboriosa. Nunca se cruzó con Rosendo.
—¡Uy, sí, señora Helena! Estos tomates son como traídos del cielo. Llévese algunos.
—Le compro media docena. Pero se los compro, ¿eh? —repitió poniendo especial énfasis a la última parte.
Nieves le dedicó una afable sonrisa mientras introducía los tomates en la cesta de Helena.
—Ahí los tiene, señora, y le pongo también este pimiento morrón. Ya verá si lo asa qué delicia.
—Muchísimas gracias —respondió Helena sonriente—. Pero no tiene por qué. Aquí tiene su dinero. Quédese el cambio.
—Muchas gracias, señora. A ver si se deja usted ver más.
Helena caminaba con la cesta hacia su caballo cuando vio a alguien que le llamó la atención cruzando la plaza. Observó durante unos segundos a aquel individuo tratando de hacer memoria. Lo primero que advirtió fue la poblada barba rubia y las cejas. Tras seguir sus pasos con la mirada, pudo distinguir la hoz brillando en su cinto. Entonces lo reconoció. Era el mismo campesino que semanas atrás había comunicado que abandonaba sus tierras para marcharse a trabajar lejos. Por lo visto, no se había ido tan lejos. Deshizo sus pasos hasta la tienda.
—Nieves —llamó Helena sin perder su tono simpático—, ¿puedo pedirle un favor?
—Claro, señora —dijo complacida.
—He visto a alguien que me resulta familiar y no sé de qué. Tiene una barba muy espesa y rubia.
La comerciante respondió a la velada pregunta sin darle mayor importancia.
—Ah, sí. Es sólo un campesino que ha venido hace poco, señora. Pero apenas he cruzado dos palabras con él, no sé ni cómo se llama. Siento no poder ayudarla más.
—¿Ha venido para trabajar en la mina?
—Pues no lo sé. Diría que no. Conozco a todos los mineros por mi marido y creo que él no está entre ellos. La verdad es que no sé en qué trabaja. Creo que se le ha adjudicado una de las últimas casas que el señor Roca ha construido.
—Ya veo, las fincas nuevas no son para los mineros…
—Pues no había caído yo en la cuenta, señora. Lo cierto es que con tanta gente que últimamente llega, ¡se nos ha quedado pequeña la aldea! —exclamó Nieves soltando una risotada mientras señalaba su propia silueta.
Helena siguió la broma y agradeció la información. La sospecha que la atenazaba se estaba convirtiendo en una certeza: Rosendo planeaba algo y era el responsable encubierto de que su familia hubiera perdido progresivamente alguno de sus más antiguos y productivos arrendatarios.
Rosendo Roca se hallaba supervisando las últimas obras. Paralelas a las casas más al norte del Cerro Pelado, unas viviendas sencillas dibujaban nuevas calles. Los adoquines recién plantados contrastaban con los antiguos, desgastados e irregulares.
Ahí estaba él ahora, a punto de dar el siguiente paso, decidido a seguir la huella de un pionero como Robert Owen. La creación de la mina y la aldea se había producido de manera espontánea, como respuesta a las diferentes necesidades. Ahora, tras la experiencia acumulada y el modelo estudiado en Escocia, seguía una planificación hecha a conciencia. La nueva colonia empezaba a tomar cuerpo y sintió una especie de hormigueo en el estómago.
De repente, una voz conocida lo sacó de sus cavilaciones y le puso en guardia.
—Parece que está ampliando el pueblo una vez más, Rosendo —don Roque lo observaba con mirada desconfiada, esperando descubrir los planes del minero.
—Padre, usted sabe mejor que nadie que los caminos del Señor son inescrutables —le respondió Rosendo, enigmático, para a continuación empezar a caminar.
—¿A qué se refiere? —preguntó el sacerdote inclinando la cabeza como si no hubiera oído bien. Al seguirlo, los faldones de la sotana se movían como dos alas negras.
—A lo que oye, don Roque, sólo a lo que oye.
—Siempre tan a la defensiva… —le reprochó el sacerdote—. Haría bien en mostrar un poco más de respeto —recomendó casi jadeante, le costaba mantener el rápido paso del minero.
—Y usted haría bien en servir sólo al Señor —respondió Rosendo a sus insinuaciones.
La necesidad de fingir un trato deferente con él se terminó el día en que lo atacó delante de todo el pueblo después de la explosión en la mina. Finalmente, detuvo su paso y concretó la alusión anterior:
—Cuando vaya a besar la mano de Fernando Casamunt, dígale que quiero hablar con él. Tengo un trato que ofrecerle.
Don Roque se quedó perplejo ante la insolencia de Rosendo y no supo qué responder. El cura resopló y, al verse ahora solo, en mitad de la calle, se preguntó nervioso qué estaría planeando el díscolo Roca y, sobre todo, cómo le iban a afectar a él esos inminentes cambios que se avecinaban.